viernes, 10 de enero de 2014

Hacia un modelo de interpretación de la modernidad (II de IV). Las seis caras del mundo cúbico


   

Tal como hemos visto en la introducción, la aceleración de la historia tiene como efecto la contracción del espacio. Así mismo, en la modernidad, la irrupción de nuevos fenómenos tecnológicos y económicos ha producido el fenómeno del “aplanamiento” del mundo. Y todo eso, operado en apenas doce años, ente 1989 y 2001, es considerado por algunos como extraordinariamente “positivo”. Es el tiempo en el que las nuevas tecnologías han pasado de su utilización incipiente a convertirse en completamente imprescindibles; el tiempo en el que muy pocos valores de los que subsistían procedentes de otro tiempo, ha podido sobrevivir a duras penas, algunos tan importantes como la “nación”, la pérdida de influencia de la Iglesia Católica o de la familia, la aceleración en la concentración de capital y de corporaciones, el inicio de las migraciones masivas, el tránsito del bilateralismo propio de la Guerra Fría al unilateralismo indiscutible (el Nuevo Orden Mundial para George Bush era, fundamentalmente, un “orden americano”), se impuso la teoría del “fin de la historia”, etc, etc.


Indudablemente, los procesos que se dieron en esos doce años tenían unas raíces mucho más profundas que se remontaban a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando se hizo evidente que el boom de las comunicaciones había “empequeñecido” al mundo. Si en los años 20 y 30, cruzar el Atlántico en avión era una aventura problemática, si las tecnologías incipientes que ya se conocían, como la TV o el radar, empezaban a desarrollarse o incluso la energía nuclear era solamente mera teoría, a partir de 1945, era posible que aviones de bombardeo y de carga, recorrieran grandes espacios, que fuera extremadamente fácil comunicarse de manera inmediata de un extremo a otro del planeta y que ya fuera posible salir al espacio exterior mediante cohetes sobre los que en pocos años se podrían armar bombas atómicas capaces de estallar a miles de kilómetros de distancia con precisión milimétrica.  Fueron las tecnologías bélicas desarrolladas por ambos bandos durante la Segunda Guerra Mundial las que operaron esta mutación en apenas seis años. El mundo que salió de la guerra más destructiva de la historia fue completamente diferente al que la había iniciado.

Desde entones y a lo largo de la los años de la Guerra Fría, el mundo se fue “solidificando” según el proceso que hemos descrito antes: ha pasado de la forma esférica a la forma cúbica. Pero, al mismo tiempo, se ha fragilizado adoptando una estructura casi diamantina: extraordinariamente dura y difícil de modificar, pero fácilmente estallable a condición de encontrar el punto de ruptura. De ahí que aludamos a que el mundo moderno es tan “sólido” como “frágil”. Esta es, precisamente, la característica más destacable de nuestra época, por contradictoria que parezca. Cualquier gemólogo sabe que solidez y fragilidad no están en contradicción, sino que frecuentemente, minerales extremadamente sólidos, pueden estallar en mil pedazos con un pequeño golpe, de la misma forma que determinados cristales sintéticos están diseñados para resistir golpes en superficie pero no pequeños picotazos con la fuerza concentrada en un solo punto. Sólo entonces estallan en mil pedazos. Tales son las imágenes que podemos retener porque son aplicables a la modernidad. El “principio de Peter” explica no sin cierta ironía que “todo lo que puede estropearse, se estropea” y tiene, así mismo, un corolario aplicable a este orden de ideas: “cuanto más complejo es un mecanismo, más tiende a estropearse”. Difícilmente, en el mundo inorgánico encontraríamos un mecanismo tan complejo como el actual sistema mundial y, precisamente por eso, podemos definirlo como un sistema “sólido”, pero, al mismo tiempo, extremadamente “frágil” en razón de su complejidad y de la consiguiente multiplicidad de posibles fallos que se puedan producir.

Lo que sí es rigurosamente cierto es que se ha producido un “morfing” geométrico, la esfera se ha transformado en cubo), y en un “mundo cúbico”, cada una de las seis caras, de las doce aristas y de los cuatro vértices, tiene significados muy concretos, gracias a los cuales puede entenderse perfectamente el momento que estamos viviendo.

Cara Superior
Representa los intereses de las élites dominantes y de los grupos económicos más favorecidos por el proceso de globalización.

Se trata de un grupo extraordinariamente reducido pero que, sin embargo, acapara una parte desmesurada de la renta y de los ingresos mundiales. Numéricamente aumenta en muy escasa medida, aun a pesar de que otros países se vayan integrando al pelotón del desarrollo y de la globalización, en la que sigue ineluctablemente la tendencia a la concentración del capital. Estamos hablando de unos pocos miles de individuos, extraordinariamente poderosos, verdaderas máquinas de mover dinero y multiplicar beneficios, casi con una energía inhumana. Una clase que jamás ha existido antes en la historia, y que ha surgido directamente como producto de la tendencia a la acumulación del capital. Su endeblez numérica es compensada por sus extraordinarios recursos económicos y tecnológicos. Menos demografía, más recursos.

Carecen de otra ideología política que no sea la del lucro y el beneficio y sería absurdo vincularlos a las doctrinas neoliberales: se sirven de estas en este momento histórico, simplemente para dar una cobertura doctrinal a lo que no es más que una tendencia innata a la acumulación de beneficios, a la obsesión por el lucro y a la usura. Los más cultivados y preocupados por dar un sentido a su vida son lectores empedernidos de Ayn Rand, o bien pertenecen a la élite de los círculos neo–conservadores y evangélicos norteamericanos que unen consideraciones económicas a preocupaciones de carácter místico-religioso vinculadas especialmente a interpretaciones evangélicas (“cristianos renacidos”).

Si bien estas élites económicas nacieron en el antiguo Primer Mundo, en la actualidad están extendidas también a lo que hemos dado en llamar “actores geopolíticos emergentes” y constituyen una casta en sentido propio: se trata de un universo cerrado, cuyo ingreso se produce cuando el aspirante tienen un nivel de patrimonio personal suficientemente amplio y comparable al de cualquier otro de sus miembros. Se transmite por herencia dando lugar a las “dinastías capitalistas” que ya aparecieron en el siglo XVIII y XIX y que se prolongan hasta nuestros días, lo que implica cierto grado de endogamia.

Desde el punto de vista de las actividades que desarrollan puede decirse que habitualmente se dedican al ejercicio de la banca y de la especulación financiera, ganando esta actividad cada vez más protagonismo. Su interés por el comercio, en otro tiempo importante, tiene ahora un papel mucho menor: comprar barato y vender caro ha pasado de ser una actividad realizada sobre “productos” tangibles a desempeñarse casi exclusivamente sobre “productos financieros”.  No tienen un teatro preferencial de operaciones: su escenario es todo el mundo. Están allí en donde hay posibilidades de obtener los mayores beneficios y abandonan un territorio después de haberlo esquilmado o simplemente cuando contemplan que otro puede ofrecer mejores rendimientos Así pues, la inestabilidad acompañará a un mundo globalizado en la medida en que los capitales no estarán fijados ni ligados a un horizonte geográfico concreto.

¿Qué niveles de renta son los que dan acomodo en esta casta? Imposible expresarlos en términos cuantitativos. No se trata solamente de acumular capital y de beneficiarse con él en primera fila del proceso de la globalización, se trata de ser “admitido” en la casta. Porque es de “casta”, mucho más que de clase social de lo que debemos hablar. Una casta propia de la globalización, de la misma forma que la sociedad trifuncional indo-europea estuvo dividida en tres castas (sacerdotal, guerrera y función productiva), el actual momento histórico  registra una división de la humanidad en dos castas: los beneficiarios de la globalización y los damnificados por la globalización. Una pequeña cúspide piramidal y una gran masa cuadrangular sobre la que insistiremos más adelante. Es “casta” en la medida en que se trata de un organismo social restringido y cerrado en la que se entra cuando la acumulación de capital ha superado determinadas cantidades y por aceptación de otros miembros de la casta. A partir de ahí, el derecho se transmite por herencia.

Se exige inicialmente al aspirante que participe en las aventuras económicas de otros similares a él, mediante la asociación a fondos de inversión en las que se jugará su dinero. O bien mediante la propuesta de invertir en tales o cuales escenarios que prometen buenos beneficios. Los miembros de la casta comparten no solamente intereses, sino también riesgos. Esto les proporciona un alto grado de solidaridad. Todos buscan preservar los intereses de todos porque también son los propios. Ofrecer una fisura, una grieta en la solidaridad o simplemente cuestionarse la moralidad de algunas operaciones implicaría poner en peligro los intereses del conjunto: si el gobierno de los Estados Unidos abandona a un banco ante su quiebra (Lehman Brothers), esto no podrá volver a producirse, así que habrá que presionar para que salve a los siguientes (Fanny Mae, Freddy Mac) y esta práctica será recogida y estimulada en todo el mundo (Italia, Holanda, Irlanda, Grecia, España). Para ello habrá que recurrir a transmitir esa decisión  los medios de comunicación: serán ellos quienes intenten convencer a las masas de la justeza de la medida (“la crisis bancaria acarreará la ruina del sistema económico mundial” que es como decir: “si los Estados no salvan a los bancos, los banqueros lo pasaremos mal y posiblemente venga un nuevo orden mundial en el que las prerrogativas de la banca estén limitadas”).

Aquí entra en juego otro elementos: lo que podemos llamar “sociedades del nuevo orden económico mundial”: se trata de organizaciones de intercambio de estudios, foros de discusión, elaboración de estudios, promovidas por los gestores del nuevo orden mundial en la que anualmente se reúnen sus representantes más conspicuos para deliberar, conocer las nuevas orientaciones y sondear opiniones. La más conocida, sin duda, es el Club de Bildelberg, cuyos miembros proceden de los tres sectores clave: una dirección, el poder económico, y dos servidores subordinados, el mundo de la política y el mundo de la comunicación. Opinan todos, pero solamente tiene capacidad de decisión el poder económico: el poder político se limita a cumplir las órdenes recibidas y el poder mediático sabe hacia donde tiene que conducir la industria de la comunicación y del entertaintment para que las decisiones del poder económico sean aceptables o simplemente no generen resistencias apreciables. Así pues, la pirámide que corona el obelisco tiene esta base común con el cubo, la cara que representa los intereses de las élites dominantes y los beneficios de la globalización. Pero, a la vez, esta pirámide, está formada por cuatro triángulos, a los que aludiremos más adelante, cada uno de los cuales tiene en su vértice superior al poder económico y en sus vértices inferiores subordinados al poder político y al poder mediático, simples servidores del primero, pero sin los cuales, sería imposible que el primero cumpliera sus designios: no puede olvidarse que dentro del mundo globalizado, todavía existen rastros del “viejo orden” internacional articulado en torno al “concierto de Estados”. Los viejos Estados surgidos de las revoluciones liberales del siglo XIX, han ido perdiendo poco a poco poder y soberanía en un mundo globalizado: no solamente a causa de la influencia creciente del poder económico mundial, sino también a causa del resultado de la Segunda Guerra Mundial. Cuando callaron las armas se constituyeron una serie de organismos internacionales (ONU, UNESCO, etc.), cortes internacionales de justicia que articularon un nuevo derecho internacional cuya interpretación quedaba en manos de los vencedores del conflicto (Tribunal de Nuremberg, derecho de Nuremberg, tribunales penales internacionales). A partir de ese momento, los Estados carecieron de plena soberanía para adoptar decisiones, incluso las que solamente a ellos, les competían. Sin embargo, setenta años después de iniciado ese proceso, todavía los Estados Nacionales disponen de un entramado de leyes e instituciones y sistemas constitucionales en los que se atribuyen al electorado capacidad de decisión y los gobiernos que surgen de los procesos electorales, todavía disponen de un margen de maniobra y de recursos institucionales como para retrasar las consecuencias últimas de la globalización o bien para conculcar sus principios. De ahí la importancia que tiene para las élites económicas el controlar la política de las Naciones, el sentir de la opinión pública y la orientación del derecho al voto. Y esto se hace mediante las dos piezas subordinadas: el control sobre la clase política y el control sobre los medios de comunicación. Así la armonía del conjunto es perfecta: determinadas críticas nunca pasan del nivel de pura marginalidad, lo absurdo pasa a ser lo único digerible, se “entretiene” por un lado, se suscita esperanza por otro, se convierten problemas secundarios en cuestiones capitales en la vida de los pueblos y, sobre todo, se presenta a la globalización como nuestro destino ineluctable. Ni poder, ni oposición, en cada Estado, entran a criticar los fundamentos de la globalización, ni los medios de comunicación –a los que la crisis del papel y de la transformación tecnológica del sector sitúan en posición de debilidad y completamente dependientes de los apoyos de los gobiernos en forma de subsidios y de las inversiones de capitales-  se preocupan de otra cosa que convencer a la opinión pública de que todo está en buenas manos y de que se están sufriendo solamente problemas de asentamiento del nuevo orden mundial que pronto concluirán.

No es por casualidad que esta cara del cubo se sitúe en la parte superior del mismo y en ella se asiente la pirámide que corona el obelisco, la antigua piedra puntiaguda de los canteros.

Cara inferior
Es el reflejo especular de la anterior. En ella están incluidos todos aquellos que no extraen beneficios directos de la globalización y cuyos niveles de renta y capacidad adquisitiva tienden a disminuir, mientras que aumenta su grado de alienación.

En el otro extremo del cubo se encuentran los damnificados por la globalización. Si la anterior cara tiene una densidad demográfica ínfima y, además, la pirámide que se superpone, registra aún menos densidad numérica de población, por el contrario, en esta otra cara, la densidad es extrema y puede decirse que es su peso brutal sobre el que se asienta en conjunto. No tiene una renta per cápita homogénea, oscila entre empleados y profesionales que gozan de cierto nivel de vida especialmente en el Primer Mundo, hasta poblaciones con apenas un dólar de renta al día y que todavía son mayoría en algunas zonas del Tercer Mundo. Es una masa inorgánica, pesada, caótica e informe, extraordinariamente densa: la gente que sufre, que aguanta sobre sus hombros el peso de todo el conjunto. Por eso, por su peso y porque el “nuevo orden mundial” se apoya sobre la economía, pero ésta a su vez, se apoya sobre hombres y mujeres, es por lo que en la base se encuentra el mayor número de población. Más demografía, menos recursos.

El principal problema de la globalización es que parte de situaciones regionales e históricas extraordinariamente diferenciadas y, por tanto, difícilmente equiparables. De ahí la importancia de los “reajustes”: sirven para homogeneizar los salarios y las rentas entre el Primer Mundo y el Tercer Mundo. Es evidente, por ejemplo, que en un mundo globalizado, la producción industrial migrará hacia aquellos lugares en donde los salarios sean más reducidos, las coberturas sociales menores y estén más próximos a las fuentes de materias primeras. Será de esos horizontes de los que partirá una “oferta” más ventajosa de estos productos con la que no podrán competir los países que hasta ahora han sido tradicionalmente productores de los mismos.

Esto explica el porqué los salarios tienden a disminuir su peso real en los países occidentales: es un simple “reajusta” a la vista de que en un mundo globalizado la persistencia de diferencias salariales tan abismales como las que se cobran en Canadá, por ejemplo, y en China o España. En el primer país la renta per cápita en 2013 era de 4.622 €, mientras que en España era de 22.300 € y en China de 4.720 €. Los “reajustes” consisten en tratar de disminuir las rentas en los países que constituyen los eslabones más débiles para que así tales países ganan “competitividad” y no queden completamente al margen del proceso globalizador. Se trata de países con unas estructuras políticas débiles, un modelo económico caído durante la última crisis económica y que no ha podido ser reemplazado todavía por otro, en donde los niveles de aceptación de las imposiciones de los rectores del Nuevo Orden Económico Mundial son recogidos sin gran resistencia por parte de los partidos y de los sindicatos y en donde se carece de tradición de protesta y un fuerte sentido individualista e inorgánico, con grandes dosis de apatía y desinterés por la cosa pública.

España es el paradigma de estos países y, año tras año, desde hace más de dos tres décadas aumenta la presión fiscal sobre las rentas procedentes del trabajo, disminuyendo la presión sobre las rentas procedentes del capital. Lo que equivale a decir, que la presión fiscal se realiza sobre las clases medias en beneficios de la aristocracia económica. Tal es la tendencia en los países del primer mundo: machacar a las clases medias (las que habitualmente disponen de una mejor formación cultural, son capaces de interpretar lo que les está ocurriendo y de diagnosticar los remedios y, generalmente, de ellas han partido los movimientos revolucionarios, de ahí la importancia en minimizar su influencia y su poder).

Sin embargo, fuera de algunas élites intelectuales, el papel de la gran masa de población situada en esta cara inferior del cubo no pasa de ser pasivo: soporta lo que las élites económicas le designan como destino y que les llega a través de las élites políticas locales y de los medios de comunicación. Por sí mismos, no tienen absolutamente ninguna posibilidad de salir de su estado de postración y marginación. Crecen numéricamente a la misma velocidad que decrece su capacidad económica. Están ubicados en la inmensa mayoría de África negra, en buena parte de los países árabes, son los contingentes indígenas y mestizos de Iberoamérica, son los campesinos chinos y las legiones de parias hindúes, pero también las clases europeas empobrecidas, la inmensa mayoría de negros norteamericanos y los blancos pobres, los inmigrantes en el Primer Mundo. Ni tienen sentimiento de “clase” como se les atribuía a los antiguos proletarios, ni mucho menos tienen opciones políticas. Los movimientos antiglobalización, en realidad, apenas son otra cosa que la iniciativa de pequeños núcleos de intelectuales y jóvenes pertenecientes a las clases medias del Primer Mundo.

La demografía hace que exista un crecimiento asimétrico en esta cara: mientras que en los países con más alto nivel económico y cultural, la demografía se ha detenido y ni siquiera cubre la tasa de reposición, en el tercer mundo sigue disparada: especialmente en el mundo islámico, en África y en China. Un mundo así es inviable y está muy por encima de las posibilidades reales de sostenimiento del planeta. Ante el aluvión demográfico (generado especialmente por la mejora de las condiciones sanitarias y por el mantenimiento de la costumbre atávica de no utilizar medidas contraceptivas) no hay defensa posible y tal es el talón de Aquiles del Nuevo Orden Mundial: o se habilitan rápidamente medidas para estabilizar primero y disminuir después la población global (algo que parece difícil a tenor de que el “creced y multiplicaros” está implícito en varias religiones y, por tanto, en la forma de ser de los pueblos, o bien aparecerá una inestabilidad creciente en esta cara inferior.

Tal inestabilidad puede ser comparada a un crecimiento anómalo y desordenado de las células del cuerpo humano que aparece en procesos cancerígenos. Imaginemos en esta cara inferior del cubo a un aumento de la población que excede las posibilidades el planeta: al aumentar la densidad de población, las generaciones siguientes llegarán al “amontonamiento”. La cara inferior dejará de ser plana y se convertirá en irregular con zonas de crecimiento espectacular que restarán estabilidad al conjunto.

Hay otro factor a considerar: algunos demógrafos y economistas suscitan la esperanza entre las poblaciones, uno de los principales instrumentos esgrimidos por la clase política para solicitar el voto para su partido o la paciencia ante la crisis. La palabra clave de nuestro tiempo, del mundo globalizado, es Esperanza. Los demógrafos sostienen que habrá esperanza en la medida en que una vez los pueblos árabes, africanos y asiáticos mejores sus niveles de vida y su capacidad adquisitiva, operarán automáticamente una reducción en sus tasas de natalidad. Los ecologistas aluden a la Esperanza con el concepto de “crecimiento sostenible” y afirman que basta con fijar los criterios de sostenibilidad para alejar los riesgos que el crecimiento desordenado de la población y de la producción, podrían conllevar. En cuanto a los economistas, suscitan así mismo la Esperanza presentando los dolores actuales de la economía globalizada, como los normales que acompañan a todo nacimiento y que desaparecerán en cuanto el recién nacido empiece a crecer. Por su parte, en el salario de los políticos parece implícito el que aludan a un futuro esperanzador.

Hay que desconfiar extraordinariamente de todos estos juicios: no está claro que lo que los demógrafos han estudiado detalladamente en Europa entre las comunidades inmigrantes procedentes del tercer mundo, se cumpla en los países de origen. Si China ha crecido a menor velocidad desde la política del “hijo único”, no se ha debido a que la sociedad se auto-regule según su capacidad adquisitiva, sino porque un Estado fuerte se ha encargado de imponer una ley de manera rígida y sin contemplaciones. En cuanto a la esperanza ecológica resulta evidente que no hay “crecimiento sostenible” e ilimitado, para un planeta de posibilidades limitadas. En cuanto a los criterios de los economistas no está claro si los dolores de la economía mundial son los dolores del parto o los estertores de la muerte. La economía mundial entró en la recta del proceso globalizador en el ya lejano 1989 y desde entonces ha llovido mucho: a partir de 2001 –los doce años que cambiaron la geopolítica- la globalización puede considerarse como mayor de edad. Harina de otro costal es que su ciclo vital esté siendo extraordinariamente breve y la crisis iniciada en 2007 y que no ha remitido en el momento de escribir estas líneas, sea una crisis terminal. Una agonía. Nosotros, hoy estamos en esa agonía: por mucho que el sistema quiera “homogeneizar” a todos los pueblos y reducir asimetrías, amparado en criterios humanistas y universalistas, existen elementos culturales, étnicos, antropológicos y religiosos que todavía tienen una iniciativa y una fuerza extraordinaria y que dificultad extraordinariamente la vía hacia la homogeneización de la gran masa mundial de población.

Primera Cara Lateral.
Aquí están situados los actores geopolíticos tradicionales y las zonas que satelizan.

Entendemos por “actores geopolíticos tradicionales” aquellos que habían sido hegemónicos en el ciclo histórico anterior. En 1945 emergieron dos potencias internacionales indiscutibles situadas en solitario y en cabeza por delante de cualquier otra, los Estados Unidos y la Unión Soviética. Durante los años de la Guerra Fría consiguieron mantener su hegemonía en lo que constituyó un “duopolio” mundial. Esta situación terminó en 1989, cuando se produjo la caída del Muro de Berlín y culminó el sistema de alianzas defensivas que había labrado la URSS dentro de lo que se llamó el Pacto de Varsovia. Por su parte, los EEUU habían trenzado también su propio sistema de alianzas: reforzó en primer lugar sus relaciones con el Reino Unido, debilitado a lo largo del proceso de descolonización y cuyo presencia militar al Este de Suez quedó liquidada en los años 60; satelizó Europa Occidental esgrimiendo el riesgo de la “amenaza soviética”, después de comprar a golpe de talonario a los gobiernos europeos durante el período de reconstrucción iniciado en 1945 y propició gobiernos anticomunistas y aliados en todo el mundo.

No se trataba de que los EEUU mantuvieran “aliados”, en realidad, ellos mismos se veían a sí mismos como “imperio” (reflejo voluntariamente inspirado en el Imperio Romano) y eran conscientes de que los imperios no tienen aliados, sino vasallos. Esto les llevó a ser hostiles hacia los gobiernos nacionalistas que fueron surgiendo en Iberoamérica (peronismo), en Asia (Go dim Diem en Vietnam) y en África (Tsombé en el Congo). Se trataba de promover gobiernos lo suficientemente anticomunistas que no tuvieran obstáculos en alinearse con la superpotencia anticomunista por excelencia, los EEUU, pero no excesivamente nacionalistas que los harían ansiosos de independencia y autonomía. De ahí que los EEUU contemplaran con malos ojos a gobiernos formados por militares nacionalistas por muy anticomunistas que fueran y trataron siempre de promover, fuera de su territorio nacional, no un nacionalismo, sino más bien ideas de tipo liberal y democrático. 

Por otra parte, los satélites de la URSS solían ser gobiernos en los que se había impuesto –a menudo por la fuerza- gobiernos en los que el Partido Comunista era hegemónico, o bien gobiernos que aceptaban un mayor o menor grado de socialización de la economía, especialmente aquellos situados en su área geopolítica de expansión. La característica de todos estos regímenes era su estabilidad política garantizada por un sistema policial y de represión de las libertades públicas. Esto podía entenderse en la URSS, país que era una economía agraria y subdesarrollada cuando se produjo la revolución rusa y debió concentrar el poder, orientarlo hacia el crecimiento económico y la industrialización, renunciando a las libertades políticas (como por lo demás ocurrió durante la España de Franco), pero era mucho menos comprensible en países que antes de la Segunda Guerra Mundial gozaban de un aceptable nivel de vida y de desarrollo de las fuerzas tecnológicas y productivas (países de Europa Central, en especial, Alemania del Este, Hungría o  Checoslovaquia). Pronto se asoció la falta de libertades políticas, al comunismo y a la alineación con la URSS, mientras que la democracia, el liberalismo económico parecían asociarse con los EEUU. En realidad, la URSS se vio forzada durante el stalinismo a pisar el pedal del desarrollo económico y para eso debió contar con recursos, tecnología y mercados que se encontraban en ese momento en Europa Central.

Además, a esta situación se unía la presión que añadían los EEUU. Desde el principio de la guerra fría, los presidentes de los EEUU actuaron despóticamente y concentraron visiblemente sus esfuerzos bélicos contra la URSS: se colocaron misiles en las puertas mismas de Rusia, los situados en Europa Occidental apuntaron contra Moscú, el Mando Estratégico de Bombardeo mantuvo siempre en vuelo B-52 cargados con bombas nucleares dispuestas a descargarse en cualquier momento sobre la URSS. Por su parte, los soviéticos respondieran iniciando una carrera armamentística que solamente concluyó a mediados de los años 80, cuando Gorbachov reconoció la imposibilidad de aumentar el presupuesto militar para alcanzar el listón armamentístico al nivel en el que lo había colocado el presidente Reagan con su Iniciativa de Defensa Estratégica o Guerra de las Galaxias.

Cuando se produjo esta situación, la URSS se estaba desangrando en su aventura en Afganistán iniciada para avanzar sus fronteras hacia los “mares cálidos” del Sur; la revuelta iniciada en diciembre de 1980 en los astilleros de Danzig y el hecho de que en ese momento ocupara la silla de San Pedro en el Vaticano un papa polaco y anticomunista, inició el desmoronamiento de la cadena de alianzas de la URSS en Europa. Finalmente, los vicios internos de la URSS, el proceso de burocratización del régimen, la falta de entusiasmo que generaba especialmente entre los jóvenes que miraban a Occidente como meca del estilo de vida al que ansiaban, el descenso de los nacimientos entre la etnia rusa, inversamente proporcional al aumento de los nacimientos entre las etnias no rusas que componían la URSS, todo ello, unido, precipitó el colapso de la URSS.

A partir de ese momento, cuando los EEUU –que habían reforzado especialmente sus vínculos con el Reino Unido y actuaban prácticamente como un bloque “atlántico” ligado por vínculos económicos y bursátiles extremadamente densos- percibieron que la URSS había caído, lejos de ofrecer un acuerdo honroso que garantizara un siglo de estabilidad mundial, asestaron patadas en el estómago del gigante caído: reforzaron su presencia en el mundo árabe, movieron los hilos para situar al frente del nuevo Estado Ruso a personajes indeseables y nefastos, como Boris Eltsin, y por incorporar los antiguos miembros del Pacto de Varsovia a una OTAN que, a partir de ahora, ya no tenía enemigo pero que inexplicablemente seguía existiendo y seguía siendo aceptada acríticamente por los Estados Europeos como una forma de delegar su defensa al poder militar americano.

El tiempo que fue entre la caída del Muro de Berlín y los extraños atentados del 11-S supuso el de hegemonía unilateral norteamericana. Tal era el Nuevo Orden Mundial al que se refirió George W. Bush al concluir la Segunda Guerra del Golfo (Kuwait) reclamando para su país el derecho al liderazgo mundial. Fue también el inicio de la globalización y del “fin de la historia”. Pero era una ficción. La contradicción se manifestó a poco de irrumpir la globalización: el riesgo del unilateralismo y del poder militar absoluto es la ausencia de enemigos y, por tanto, el descenso de la tensión militar. De ahí que, a partir de finales del milenio se ensayara la “creación” de un enemigo más o menos ficticio: el “terrorismo internacional” que nadie conoce exactamente, nadie sabe donde está, ni cuáles son sus planes, un terrorismo que no está asociado a ningún espacio geográfico y del que se desconoce todo… salvo su rostro: el de un antiguo colaborador de la CIA durante la guerra de Afganistán contra los soviéticos, Osama Bin Laden.

Gracias a este enemigo, más o menos ficticio, insistimos, los EEUU estuvieron en condiciones de establecer pactos “antiterroristas” en las zonas geo-económicas que les interesaban, reforzaron los gobiernos que les eran fieles (Marruecos) e hicieron todo lo posible por derribar a aquellos otros que, aún domesticados, seguían manteniendo posiciones nacionalistas (Milosevic, Irak, Libia, Siria…). Sin embargo, en aquellos años, los expertos en política internacional de los EEUU  trataron con demasiada ligereza –presos de la absurda doctrina del fin de la historia- a Rusia. El caos interior en el que cayó Rusia durante el período Eltsin impulsó a los sectores más conscientes de lo que estaba en juego a reagruparse y plantear batalla con dos objetivos: frenar la ofensiva mundial norteamericana, acabar con su unilateralismo, reconstruir el Estado ruso liquidando la oligarquía que se había formado al calor de la debilidad de Gorbachov y de la estupidez alcohólica de Eltsin, reconstruir las Fuerzas Armadas y pagar a los EEUU con la misma moneda.

La excusa con la que Vladimir Putin accedió al poder fue el terrorismo checheno y la incapacidad de Eltsin para liquidar los conflictos del Cáucaso. Si en los EEUU, el 11-S sirvió para poner las libertades públicas bajo caución y justificar una nueva política internacional, en Rusia, la “lucha contra el terrorismo checheno”, sirvió, simplemente, para cambiar el régimen. La deriva insegura, oscilante y caótica de Eltsin fue sustituida por la implacabilidad de Putin decidido a que Rusia fuera una parte importante en un futuro mundo multipolar. Frente a este recurso, la democracia limitada rusa, justifica con elecciones cada cuatro años, la presencia del mismo líder en el poder.

Amparado en sus recursos energéticos, en su amplia extensión territorial, en su tecnología y su poder económico, Rusia sigue siendo un actor geopolítico de primer orden. El haber resuelto su conflicto con la República Popular China y el hecho de que este país aspire también a un papel relevante en el mundo multipolar, han generado una sinergia entre ambos países que evita la posibilidad de una lucha en dos frentes.

Por su parte, los EEUU vivieron su momento de unilateralismo indiscutible entre 1989 y 2001, pero los conflictos en los que se embarcó a partir de esa fecha, en Afganistán e Irak, al mismo tiempo que los bombardeos de la OTAN sobre Serbia, demostraron la incapacidad del aparato militar norteamericano para controlar mediante la infantería y el ejército de tierra zonas de conflicto, fuera de los bombardeos a gran altura o del lanzamiento indiscriminado de mísiles "inteligentes". Las dudas sobre la efectividad del poder militar norteamericano, unido a la deriva que adoptó la globalización (ese sistema mundial imposible en su actual configuración) coincidiendo con el inicio del milenio, junto a la crisis económica mundial iniciada en 2007 y a las migraciones masivas que están alterando a marchas forzadas el sustrato étnico de los EEUU y sus valores tradicionales, hacen que hoy más que nunca los EEUU aparezcan como un “gigante con pies de barro”.

Hoy, en el momento de escribir estas líneas la situación hace que sea imposible prescindir en un modelo de interpretación global del papel de las dos superpotencias tradicionales, cuyos caminos son asimétricos: Rusia se reconstruye cada día y se refuerza, demostrándose inmune a los intentos de desestabilización abordados por la inteligencia norteamericana y basándose en la reconstrucción de un “poder fuerte”, mientras que los EEUU declinan inevitablemente.  


Segunda Cara Lateral
Los nuevos actores geopolíticos emergentes que día a día van ganando peso pueden situarse en esta cara.

Durante los años 70, los EEUU para mantener su posición en la lucha por la hegemonía mundial pensaron en la creación de una red de “gendarmes regionales” que mantuvieran su influencia en sus respectivas zonas geográficos, una especie de “superpotencias” de carácter regional aliadas a Washington. Pronto empezaron a manifestarse los conflictos y la imposibilidad de tal estrategia: los militares brasileños en los que confiaban los EEUU para mantener el control de América del Sur demostraron su nacionalismo y sus veleidades de convertirse en superpotencia regional… no al servicio de los EEUU, sino dentro de un mundo multipolar. En Persia, el gobierno del Sha, que igualmente mantenía veleidades nacionalistas, cayó en manos de los ayatolahs sin que los EEUU le prestaran absolutamente ninguna ayuda. Lo mismo ocurriría años después en Sudáfrica cuando el gobierno debió de renunciar, no solamente al apartheid sino especialmente a la hegemonía blanca. 

La creación de la Comisión Trilateral teorizada por Zbigniew Brzezinsky y constituida en 1973 con personalidades procedentes del mundo de la política, los negocios y la comunicación, tenía entre otras funciones el mantener vivos los vínculos económico-políticos con Europa y Japón y, de alguna manera, servía a los intereses de la política anglosajona tal como había sido concebida desde principios del siglo XX por el Consejo de Relaciones Exteriores (CFR) norteamericano y por el Instituto Internacional de Relaciones Exteriores inglés.

Pensar que era posible eternizar un mundo unipolar era solamente un efecto de la resaca aportada por casi cuarenta años de Guerra Fría. A poco que quedó atrás este período, se hizo evidente que un mundo unipolar solamente sería posible si el resto del mundo renunciaba voluntariamente a jugar un papel en la construcción del futuro y si todos aceptaban de buen grado desempeñar un papel secundario y subordinarse a las exigencias del unilateralismo norteamericano que se basaban fundamentalmente en garantizar para ese país el suministro de recursos energéticos, incluso antes que para sí mismos. Por degeneradas y corruptas que fueran algunas élites políticas de todo el mundo, en países dotados de tecnología, masa de población y recursos energéticos suficientes y capacidad para el transporte, fue cobrando forma la ambición de ir aumentando el propio poder económico y la influencia en el mundo, sin dar muestras de oponerse inicialmente a los designios del unilateralismo norteamericano.

A partir de finales de los años 70, el déficit presupuestario norteamericano implicaba que cada día la supervivencia económica de ese país requiriera la llegada a las bolsas de los EEUU de dinero procedente de todo el mundo. Inicialmente ese dinero procedía de los petrodólares y de los excedentes económicos del Japón, pero a medida que se entró en los años 90 y especialmente en la primera década del milenio, afluyó también dinero europeo y chino. La doctrina oficial que imperaba en los EEUU era que la interrelación económica garantizaba la “paz mundial”. Ningún país cometería la locura de iniciar una guerra contra otro, si peligraban sus inversiones. Quien recibía el dinero –los EEUU- garantizaban que ese dinero seguiría rindiendo intereses y que no se procedería a devaluaciones, mientras que quienes aportaban ese dinero, en la práctica, quedaban comprometidos a no intentar aventuras bélicas ni iniciativas contra los EEUU. Luego empezó la crisis económica y todo este panorama aparentemente idílico quedó desestabilizado.

China entendió que sus inversiones en los EEUU eran excesivas y que estaba literalmente en manos del humor del presidente norteamericano de turno, y lo supo en las jornadas en las que George Bush pensó en dejar caer a los dos grandes bancos hipotecarios de los EEUU en los que los chinos habían invertido medio billón de dólares. La amenaza de cortar bruscamente toda inversión en bolsas norteamericanas bastó para que en horas, Bush inyectara fondos a estas entidades. Pero, a partir de entonces quedó clara la debilidad del sistema mundial.

Por otra parte, la idea básica de la globalización pronto se demostró falsa: una economía mundial globalizada no iba a contribuir a la “especialización” industrial, sino a la concentración de las manufacturas en una sola región del planeta (aquella que garantizara los costes de producción más bajos, esto es, China en primer lugar y luego Vietnam) desindustrializando progresivamente (esto es, empobreciendo) a todos los demás.

La globalización, finalmente, no contribuyó a hacer simétricas las interrelaciones económicas mundiales: unos países crecieron más rápidamente que otros (especialmente aquellos que contaban con los cinco elementos básicos de todo desarrollo: población, recursos, tecnología, territorio y transporte) con lo que en la actualidad se está llegando a una situación similar a la teorizada por los estrategas norteamericanos en los años 60: aparecían, efectivamente, actores geopolíticos regionales, solo que no estaban incorporados a la estrategia unilateralista de los EEUU, sino que aspiraban a convertirse en potencias regionales, hegemónicas en su área, pero en absoluto subordinadas a lo que podíamos definir como un “centro imperial”.

Estos países son, desde luego, Brasil en Latinoamérica y Venezuela en la misma zona y en el caso de que logre sustraer a aquel país algunas de sus áreas de expansión e incorporarlas a la suya. En este sentido, la estrategia de Hugo Chávez se demostró excepcionalmente lúcida haciendo que países como Ecuador, Bolivia hicieran causa común con Venezuela y Cuba, alejándose de la órbita brasileña que los había cortejado desde los años 60. El Irán de Ahmadinehyah recuperó el proyecto del Sha, consciente de que el armamento atómico garantizaría su hegemonía en Oriente Medio y contribuiría a doblegar al Estado de Israel, convirtiéndolo en polo de agregación de todo el mundo islámico. Por su parte, la Indica, amparado en su extraordinaria masa de población de convirtió en otro polo regional contentándose con contener a Pakistán, su rival regional, y no aumentar las tensiones con China, la otra potencia emergente. Éste país, por su parte, es de manera inapelable otra potencia mundial, económica y militar y supone un caso inédito en la historia reciente: su consigna de “un país, dos sistemas”, hasta ahora ha garantizado la prosperidad de las exportaciones y la estabilidad interior.

Estos países son, en rigor, “nuevas potencias”, o “actores geopolíticos emergentes”. No se contentan con un papel pasivo y receptivo a las orientaciones de los “actores geopolíticos tradicionales”, reclaman para sí un protagonismo que garantizará bienestar para su población y buenos negocios para sus élites. Están ahí y es inútil negar su existencia o pretender que su crecimiento pueda ser subordinado a los intereses del unilateralismo norteamericano.

Queda aludir a Europa, o más bien a la Unión Europea. En la actualidad cada vez es más evidente que la UE no es más que una superestructura burocrática destinada a garantizar, no tanto la “unidad europea” y la existencia de un “mercado común europeo”, sino la hegemonía franco-alemana sobre el continente, una hegemonía que tiende a ser fundamentalmente económica. Pero desde 1945, Europa no existe políticamente, ni siquiera existe una Unión Europeo con voluntad política. Sin olvidar que los países europeos tampoco están dispuestos a subordinarse a los intereses del Bundesbank y que la crisis de la deuda soberana (que siguió al estallido de la burbuja inmobiliaria han generado en el interior de Europa heridas que tardarán en olvidarse y generado la aparición de bolsas de protesta que difícilmente podrán ser integradas por los partidos tradicionales, no sólo en la periferia europea, sino también en el eslabón más débil del eje impulsor de la UE, Francia.

Al referirnos a Europa deberíamos puedes hablar de una incógnita: Europa es un mercado de casi 500 millones de habitantes, pero salvo su élite económica, está sufriendo un proceso de desindustrialización y empobrecimiento que le inhabilita para jugar un papel determinante en el futuro. El hecho de haber renunciado en 1945 a la existencia de ejércitos europeos fuertes y de aceptar la subordinación de su defensa a los EEUU dentro del marco de la OTAN, hace que desde el punto de vista militar, Europa sea un enano insignificante incapaz incluso de asegurar su defensa. Europa no es pues un “actor geopolítico emergente”, sino más bien, en los momentos actuales, un actor cuya importancia no deriva de sus objetivos actuales, sino de las “rentas” históricas que se han ido acumulando en los últimos 2.000 años de historia. Dentro de la Unión Europea coexisten distintas sensibilidades (unos países aliados incondicionales de los EEUU, otros que han constituido la UE para generar un mercado preferencial para sus productos y aspiran a la hegemonía económica en su interior, otras que por oportunismo se han adherido al a UE y al euro, simplemente para beneficiarse de los “fondos estructurales” sin pensar en lo que ocurrirá más allá de los años en los que concluya su recepción…) y quizás sea la única área geográfica del mundo en el que los valores del liberalismo siguen siendo una práctica política cotidiana. El humanismo universalista destilado en los laboratorios doctrinales de la globalización que operan desde 1945 (UNESCO, ONU), solamente son tomados en serio en Europa que cree verdaderamente y asume la doctrina que apareció justo cuando fue derrotada: porque la Segunda Guerra Mundial constituyó la derrota de Europa y la aparición de un bilateralismo para el que Europa no era más que un futuro teatro de operaciones, y lo que siguió luego, el unilateralismo norteamericano no fue percibido como una amenaza por Europa sino como una oportunidad… oportunidad que se perdió cuando asoma el multilateralismo y ni siquiera esta clara la posibilidad de que Europa tenga un lugar en ese nuevo marco histórico.

Tercera Cara Lateral
Recursos energéticos y progreso científico.

En una civilización desarrollada las distintas formas de energía son lo único que garantiza el desarrollo. Durante un siglo, la economía mundial ha dependido especialmente de hidrocarburos, pero esta situación no podrá prolongarse más allá de treinta años. Y eso no es todo: a partir de 2001–2002 ha quedado patente que las prospecciones petrolíferas y las escasas nuevas reservas encontradas ya no están en condiciones de compensar los aumentos en la demanda. Así pues, la era del petróleo barato ha concluido. Y las consecuencias del fin de esta era se mantendrán mientras no se encuentren fuentes energéticas alternativas (energía de fusión), se tenga el valor de recurrir a fuentes hoy demonizadas (energía nuclear) o el precio del petróleo aumente hasta el punto de hacer rentables nuevamente la explotación de recursos hoy secundarios (carbón).

La globalización de las manufacturas se basa en la optimización de la producción y de la distribución. Ambas actividades dependen del consumo de energía. A medida que crece la actividad industrial crecen también las necesidades de consumo. Esto genera una contradicción porque hasta ahora las fuentes energéticas hasta ahora utilizadas son todas limitadas. En lo que se refiere a la energía solar, siendo ilimitada en sí misma, los mecanismos de transformación que requiere hasta ahora son caros y… limitados. La misma energía nuclear deriva de una serie de isótopos radioactivos cuya presencia en el planeta es extremadamente limitada.

Pero, sin duda, el problema más dramático y acuciante lo constituye la escasez de petróleo que se hará dramática en las próximas décadas y que difícilmente llegará hasta 2050. A nadie se le escapan los problemas que esto está generando: las cuencas petroleras se han convertido en un foco de tensión y las guerras que se están desarrollando en este ciclo histórico iniciado el 11-S de 2001 son precisamente guerras por el petróleo. De hecho, en una civilización que depende de los carburantes, el poder militar es la herramienta que garantiza el acceso a las fuentes energéticas. Pero llegará un momento en el que aunque un solo actor posea todas las fuentes energéticas (algo difícil en un mundo multipolar) el combustible se agotara, de la misma forma que se agotarán las pizarras asfálticas que permiten fabricar gasolina sintética. Así mismo, los isótopos radiactivos tampoco durarán mucho más allá de 2050, con lo que las utilizaciones pacíficas de la energía nuclear tampoco podrán prolongarse. Y en la actualidad se ignora si la energía de fusión es viable o se trata de una superchería similar al movimiento continuo de otra época.

Podemos imaginar lo que será la globalización en el momento en el que desaparezca uno de sus pilares (el petróleo barato que permite trasladas ingentes cantidades de manufacturas de un lugar a otro del planeta. Las plantas de ensamblaje de manufacturas se habrán trasladado a unos emplazamientos alejados de los escaparates de consumo, pero en apenas unos años volverán a ser tan caros como si estuvieran fabricados en el Primer Mundo a causa del sobrecosto de los transportes. Pero eso no es todo: la supervivencia misma de la civilización moderna es inviable sin la inyección creciente de energía.

Por todo ello, otro de los aspectos a tener en cuenta a la hora de diseñar un modelo de análisis de la modernidad, es el energético y su problemático futuro. Sin embargo, en el mismo plano podemos situar otro frente íntimamente vinculado a éste y hasta cierto punto inseparable: el progreso científico. Cuando se alude a la crisis energética y a la escasez del petróleo, la realidad nunca termina de proyectarse con todos su dramatismo porque siempre se piensa que, finalmente, la ciencia resolverá la papeleta y conseguirá sacarnos del ato. Hay en ello algo de razón unido a un optimismo desmesurado.

En efecto, la fe en el progreso de las ciencias parece justificada en los inicios del siglo XXI, pero tal optimismo no debe de eludir el problema de que la ciencia avanza de manera desigual e incluso de manera. En los próximos años asistiéremos a un despliegue extraordinario de la ingeniería genética, la criogenia y la nanotecnología, aplicadas especialmente a las ciencias de la salud. La salud se convertirá en un gran negocio desconocido hasta ahora. No la vida eterna, pero sí un sucedáneo estará al alcance de unos cuantos cientos de miles de dólares. Pero habrá que tenerlos. Será posible regenerar organismos, proceder a trasplantes de órganos sin necesidad de recurrir a fármacos anti-rechazo, anticiparse al desarrollo de enfermedades… y todo esto costará caro. Se entenderá ahora mejor el interés por la privatización de la medicina y la restricción de los tratamientos ofrecidos por la Seguridad Social a los más básicos y elementales. Se entenderá también mucho mejor el porqué los fondos de inversión presionan para que la sanidad sea privatizada al máximo.

Esto será otra nueva fuente de desigualdades y conflictos sociales: ¿hasta qué punto los “damnificados por la globalización” aceptarán el triste destino en el que se les encarrila al permanecer fuera de la medicina gratuita tratamientos de vanguardia para la prevención y superación de determinadas enfermedades? ¿Podrá hablarse entonces de sanidad pública cuando se restrinja solamente a tratamientos clásicos y los nuevos fármacos y tecnologías permanezcan fuera del alcance de la inmensa mayoría de la población? 

En otros terrenos, las ciencias avanzan con mucha más lentitud, incluso diríamos con desesperante lentitud. Los ensayos de nuevos motores no prosperan y, prácticamente, desde hace casi medio siglo los únicos avanzas en este terreno no son científicos sino técnicos: mejoran las prestaciones y el rendimiento de los nuevos motores, pero no su concepción. Lo mismo ocurre con la aeronáutica y con la astronáutica: después de décadas de avances vertiginosos, a partir de los años 80 parece como si se hubiera producido un frenazo. Otro tanto ocurre con la investigación sobre combustibles: no da la sensación de que avance según aumentan las necesidades de la población.

Estamos asistiendo, por tanto, a un desarrollo asimétrico de las ciencias.

La energía y la ciencia, a fin de cuentas, se han convertido en sectores económicos. Los grandes fondos de inversión apuestan por las tecnologías de la salud o por cualquier otro avance científico, siempre y cuando queden garantizados sus beneficios. ¿Es posible la irrupción de una ciencia que ayude a la humanidad  pero no devengue “royalties”? Imposible, quienes invierten en proyectos científicos lo hacen previendo un escenario de beneficios incalculables, en absoluto por altruismo o filantropía. De ahí la asimetría del desarrollo científico y sus riesgos.

Si hemos englobado ambos aspectos de la modernidad en una sola cara se debe a que está implícito en las masas, e incluso en la mayor parte de las élites, la idea de que, aunque mengüen los recursos energéticos, en última instancia no hay nada que perder porque la Ciencia (con mayúsculas) proveerá, como en otro tiempo se atribuía a la Providencia. La sensación más arraigada entre las masas, como resultado de doscientos años de modelo de civilización “progresista” que preveía estadios cada vez más avanzados y lineales de progreso científico y técnico, es que los problemas que el desarrollo pueda generar (problemas ecológicos, alteraciones sociales, agotamiento de recursos), todos ellos sin excepción serán resueltos y superados por nuevos hallazgos científicos: la ciencia resolverá los problemas que se vayan planteando y responderá puntualmente a las nuevas exigencias. No es del todo evidente.

Esta concepción deriva de un momento histórico que ya pertenece a un pasado remoto que había entronizado una nueva trinidad mística formada por el evolucionismo, el marxismo y el progreso como nuevo Espíritu Santo. Nadie cree hoy en este mito trinitario que, sin embargo, fue indiscutible para muchos espíritus hasta los años 80 del siglo XX. Primero cayó el marxismo, el evolucionismo se reinventó a sí mismo y se encomendó a nuevos hallazgos de la paleontología, mientras que el progresismo sobrevivió a falta de un mito mejor y como esperanza para desesperados, papel que en otro tiempo ocupó el cristianismo. Pero esta supervivencia no implica que haya que aceptar sus juicios como ciertos. Nada garantiza que el progreso será continuo y que la ciencia tendrá todas las respuestas que precisa la humanidad.

Cuarta Cara Lateral
A partir de los años 80, con el paso del narcotráfico de la etapa artesanal a la industrial y, especialmente, con el derrumbe del bloque soviético, se forma un nuevo poder que, por primera vez, no es un actor estatal ni político, sino mafioso: la neodelincuencia.

A partir de los años 80 la acumulación de capital que se genera en torno al tráfico de drogas empieza a revestir caracteres espectaculares. La droga que hasta mediados de los años 60 había ocupado un lugar completamente marginal en la sociedad, empieza a extenderse cada vez más convirtiéndose en un problema de masas. Pronto aparecieron las interrelaciones entre el mundo de la droga y el mundo de la política: los servicios de inteligencia norteamericanos para financiar operaciones ilegales recurren a la facilidad para recaudar fondos a través de las actividades ilegales relacionadas con el narcotráfico. En el caso Irán-Contras, la CIA permite que aviones pilotados por mercenarios lleven a territorio norteamericano grandes cantidades de cocaína que serán distribuidas en los guetos negros, para comprar armas destinadas a la guerrilla anticomunista nicaragüense (“la Contra”). Veinte años antes, la misma CIA había facilitado el tráfico de LSD y obtenido fondos abundantes de este comercio y en aquellos mismos años 60, cuando se desarrollaba la guerra del Vietnam, esos mismos servicios de inteligencia no tuvieron el más mínimo reparo en financiar sus operaciones especiales mediante el tráfico de heroína en el llamado Triángulo del Oro, a pesar de que el principal consumidor fueran las tropas norteamericanas destacadas en el Sudeste Asiático. Más aún: después de la invasión norteamericana de Afganistán, el cultivo de adormideras que había sido arrinconado y convertido en testimonial por parte del gobierno talibán, reverdeció con la presencia norteamericana y, dos años después, ya se había restablecido la “ruta de la seda” como vía para la introducción de heroína en Europa a través del “corredor turco de los Balcanes”. Cuando los EEUU apoyaron la creación de un Estado mafioso en Kosovo, lo que estaban haciendo era entregar las riendas de una región de Europa a una banda de delincuentes comunes que habían utilizado para desmembrar Yugoslavia y justificar los bombardeos de la OTAN sobre Serbia: la UÇK. Kosovo es, pues, el primer Estado mafioso de Europa.

Todos estos ejemplos y otros muchos que no costaría encontrar, demuestran que los beneficios reportados por el tráfico de drogas son tales que llegan incluso a ser utilizados en operaciones encubiertas programadas por servicios de seguridad de determinados Estados. Estas iniciativas forman parte de lo que hemos dado en llamar “neo-delincuencia”, otro de los rasgos de la modernidad. Pero este aspecto del “mundo cúbico” tiene otras implicaciones no menos graves.
En primer lugar, las bandas mafiosas que han visto en el narcotráfico y en actividades similares de carácter delictivo, un lucrativo medio de acumulación de capital, han alcanzado en muy poco tiempo fabulosas sumas que le han permitido abandonar lo que podríamos llamar un “estadio artesanal” de la delincuencia, para pasar a un “estadio industrial”. El primer síntoma de lo que podía suceder se dio en Bolivia a principios de los años 80, cuando el narcotráfico (la “pizzicato”) se convirtió en un “actor social” de carácter local: era ilegal, pero había que tenerlo en cuenta para cualquiera que pretendiera actuar en aquel país. El narcotráfico boliviano condicionaba la vida social y política de aquel país: se le podía ignorar, combatir o intentar ganárselo, pero el hecho irremediable es que estaba presente de manera determinante en la sociedad.

Poco más tarde, el problema de la cocaína se desplazó de Bolivia a Colombia cristalizando en el “Cartel de Medellín” cuya brutalidad ensombreció la vida en aquel país en los años 80 y 90, desarrollando un terrorismo que superaba en violencia al de cualquier banda de carácter político. La capacidad de atracción del narcotráfico colombiano y su acumulación de capital, generó incluso el que movimientos guerrilleros de izquierdas (FARC) y movimientos de contra-insurgencia (Defensas Cívicas de Colombia), pasaran a tener vínculos estrechos con el mundo de los “cárteles”.

Así mismo, los “cárteles” de la droga, pronto entendieron que podían negociar de igual a igual con Estados sobornando simplemente a algunos responsables de la seguridad pública. Y lo que era peor, precisaban obtener garantías en otros Estados de que los dineros procedentes del narcotráfico podrían invertirse y blanquearse en negocios e inversiones lícitas sin riesgo. Esto implicaba una interrelación entre el mundo de la droga, el de las grandes inversiones y el de los Estados.

La existencia de paraísos fiscales, de zonas en las que es público y notorio que la inusitada expansión deriva de la llegada masiva de dinero procedente de actividades ilícitas, se ha convertido en algo habitual. Los paraísos fiscales existen no solamente para eludir impuestos, sino muy especialmente para reciclar dinero negro procedente del narcotráfico. Desde la reunión del G-20 en noviembre de 2008, justo en el momento más grave de la crisis bancaria, quedó establecido que los paraísos fiscales eran uno de los factores que habían contribuido al estallido de la crisis inmobiliaria iniciada en el verano de 2007. Sin embargo, desde entonces, no se ha hecho absolutamente nada para liquidarlos. El dinero procedente de la delincuencia, allí va a parar junto a capitales huidos de la presión fiscal de los Estados, se entremezcla con él y se reorienta hacia bolsas, fondos de inversión legales, etc. En una sociedad como la actual en la que el poder del dinero determina la solvencia de las personas, los nuevos delincuentes figuran entre sus exponentes más respetados. No en vano su capital genera rendimientos espectaculares.

Todo esto forma parte también de lo que hemos dado en llamar neo-delincuencia. Pero aún hay más.

Un poco por todo el mundo, variando su intensidad y profundidad, se va afianzando el fenómeno de la corrupción. En los países del Tercer Mundo siempre han existido niveles de corrupción exorbitantes para los estándares europeos, la novedad estriba en que desde hace un cuarto de siglo la corrupción ha desembarcado en el Primer Mundo convirtiéndose en endémica. En países como España, el rasgo más característico del momento actual es la contaminación de todos los niveles administrativos por el virus de la corrupción, de tal manera que ésta se ha convertido en el rasgo más significativo de la época, como el caciquismo lo fue de la restauración, y como éste, nadie lo reconoce en toda su extensión e importancia.

Llama, así mismo, la atención el escaso interés con el que se persigue la corrupción en estos países y el hecho de que no se presenten iniciativas legales para combatirlo con más decisión. Es evidente, como decía Platón en La República, que ningún político ha adoptado jamás una decisión que pudiera perjudicarle. En los últimos 2.500 años de historia nada ha cambiado pues, salvo la intensidad del fenómeno. También la corrupción político-administrativa forma parte de la “neo-delincuencia”.

En consecuencia, uno de los rasgos más característicos de nuestro tiempo es que cada vez más franjas de población viven vinculadas a fenómenos relacionados con la “neo-delincuencia”, como si se hubiera retrocedido en la historia y sumido en aquella época (el siglo XVII) en donde el 25% del oro extraído por España en las colonias caía en manos de la piratería. Hoy resulta imposible saber qué porcentaje de la economía mundial tiene relación con la “neo-delincuencia”, pero todo induce a pensar que mueven un dinero similar al de cualquier gran corporación industrial.

Queda hablar, finalmente, de otro proceso que se va haciendo cada vez más palpable a pesar de que siempre ha estado próximo a las democracias pluralistas: se trata de las prácticas gansteriles de los servicios de recaudación de impuestos de los Estados e incluso de las organizaciones económicas mundialistas (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional). El principio con el que trabaja todo este sector es: privatizar los beneficios, socializar las pérdidas. Y es que, la práctica evidencia que los grandes negocios se realizan a la sombra del poder. Es a través de la administración que se estimulan las grandes “burbujas” de las que se beneficia especialmente un pequeño número de especuladores e inversores, todos ellos “amigos” de los gestores del poder (incluso aun cuando no exista inversión real, los procedimientos de ingeniería financiera permiten trabajar con dinero inexistente con la única condición de que exista la posibilidad de futuros beneficios). Esta práctica se justifica argumentando que “el movimiento económico es beneficioso para toda la sociedad”, lo que se evita decir es que mientras unos ganan lo suficiente como para sobrevivir, otros generan en pocos meses capitales desmesurados que quedan en sus menos.

En el momento en el que se produce el estallido de todas estas burbujas (frecuentemente asociadas a sectores especulativos), el hueco económico generado es cubierto por toda la sociedad en forma de aportaciones prácticamente incondicionales de dinero público. Así las “burbujas” se transforman en aumento de la deuda soberana de los Estados. El pago de esa deuda lo realiza la sociedad de manera forzada mediante la presión fiscal. De ahí que hayamos aludido a “socialización de las pérdidas”. El caso extremo se ha produjo en Argentina en 2001-2 durante el periodo de “el corralito”, en Chipre se ha vuelto a intentar dentro del marco de la UE en 2013 y, finalmente, el Fondo Monetario Internacional, aludió en enero de 2014 a “la confiscación del ahorro privado para reducir la deuda pública”.


Quienes sufren la presión fiscal no son, desde luego, los beneficiarios de la globalización amparados en sistemas invulnerables de ingeniería financiera, ni tampoco los sectores sociales precarizados por la crisis, sino las clases medias, profesionales y funcionarios, a las que les resulta imposible enmascarar sus ingresos y eludir el racket practicado por la Hacienda pública. A nadie se le escapa lo que estos procesos suponen para la composición de la sociedad y para su configuración en el futuro. Sin embargo, esta práctica del Estado (de Estados gestionados por clases políticas en permanente entendimiento con la corrupción) permanece muy alejada de la legítima colaboración en el mantenimiento de los servicios del Estado realizada a través de contribuciones de los particulares: está mucho más cerca de las prácticas mafiosas que de una Hacienda Pública digna de tal nombre. Por eso entra también dentro de la “neo-delincuencia”.

(c) Ernesto Milá - infokriris - ernesto.mila.rodri@gmail.com