No lo tenemos presente, pero llevamos desde el 28 de abril,
dentro de poco cinco meses, sin gobierno o lo que es lo mismo “con un gobierno
en funciones”. No nos engañemos: Pedro Sánchez tenía pocas opciones tras el
resultado de las últimas elecciones. O bien se aliaba con los Cs o bien lo
hacía con Podemos. A los primeros, por el camino, se les cayó media dirección del
partido, iniciando lo que puede considerarse como la “tercera muerte” del
centrismo (la de UCD fue la primera y la del CDS la segunda). Y en cuanto a
Podemos… bueno, los más derrotados en aquellas elecciones eran los que tenían
aspiraciones más altas y sin querer revisar su imagen. Desde mediados de mayo,
cuando todo esto ya era muy evidente, Sánchez encargó al CIS el marcarle el
momento más adecuado para una nueva consulta en la que pudiera obtener los
escaños necesarios para gobernar en un país sin cultura de coalición y, de
hecho, sin cultura política en general.
Las elecciones generales están, pues, cantadas. Pero los
problemas a los que se enfrenta Sánchez son dos:
1) Malas perspectivas económicas
Cuando la
maquinaria alemana se ralentiza, la economía europea hace otro tanto y si entra
en recesión, al cabo de unas semanas, esta recesión se extiende a toda Europa. Miente
quien diga que esta será una nueva crisis económica. En absoluto, es la
prolongación de la anterior, de la iniciada en 2007 y no reconocida
oficialmente en España hasta dieciocho meses después. Es una crisis
internacional y poco importa cuál es el detonante concreto: es, como la
anterior, una muestra de la crisis y de la inviabilidad de la globalización: el
mundo es demasiado desigual para poder aplicar las mismas reglas en todo el
globo. Un sistema que solamente beneficia al capital especulativo, es un
sistema querido únicamente por los grandes consorcios de inversión, por las
grandes empresas de capital riesgo y por la alta finanza, compuesta por una
élite económica que absorbe toda la riqueza mundial para garantizar un mínimo
del 5% de beneficios.
Alemania se da cuenta ahora de que no puede competir con
China ni siquiera en productos tecnológicos. EEUU que lo sabía desde hacía
años, no está ya en condiciones de marcar la agenda de la economía mundial, por
mucho que Trump intente romper -en beneficio de EEUU- la actual interpretación
de la globalización. La crisis empieza a notarse en los países más débiles o
con una economía más precaria (Argentina), arrastrará a otros del mismo
hemisferio y se prolongará a Europa, especialmente en zonas como España en la
que todavía no se han disipado los efectos de la anterior crisis.
Hoy, diez años después, cuando nuestra economía es todavía más tributaria del turismo internacional (y éste ha descendido en España casi un 1,5% este año y quizás más al final), cuando nuestra sociedad está lastrada por cinco millones de inmigrantes improductivos y subsidiados y por unas autonomías basadas en el despilfarro, va a sufrir, como ningún otro país europeo el nuevo embate de la crisis. Y, posiblemente, en esta ocasión, lo que queda de nuestra industria del automóvil se resienta, generando otro millón de parados irrecicables. Además, esta crisis sobreviene en un momento de mutación imparable impuesto por la robótica que, en apenas 10 años, morderá el 25% de los puestos de trabajo actualmente existentes. A esta oleada seguirá en la década siguiente, la sangría generada entonces por la inteligencia artificial que obviará millones de puestos de trabajo relacionados con las nuevas tecnologías.
Así pues, lo que tenemos ante la vista, gobierne quien
gobierne, es un panorama de crisis permanente con crestas más graves (la
que tendrá lugar en 2020-2022, como la que tuvo lugar entre 2008 y 2011) y
en la que, como máximo, puede aspirarse a gobiernos que administren mejor las
crisis y reconozcan la gravedad insostenible de algunos problemas (mundo
globalizado, inmigración masiva, deslocalización, inseguridad creciente en
todos los órdenes, quiebra de la enseñanza, proceso general de aculturización y
pérdida de identidad, ineficacia de las instituciones) y ante las que absolutamente
ningún partido es capaz de trazar un diagnóstico realista que tendría como
corolario: “prepararos para lo peor, porque la situación está muy deteriorada
para que el gobierno de un partido pueda resolverlo”.
2) Volatilidad del voto.
Inicialmente, Sánchez creía que
mostrándose dialogante haría aparecer al resto de partidos (especialmente a Cs
y a Podemos) como responsables de que no se pudiera formar gobierno. Y eso
implicaba un corrimiento de votos de derechas y de izquierdas hacia la sigla
PSOE. Pero no está claro que esta tendencia vaya a darse en la práctica. Si
estuviera tan claro, el 1º de septiembre, Sánchez habría convocado nuevas
elecciones. No lo ha hecho, por tanto, cabe esperar que algo están detectando
los cocineros del CIS que no puede enmascararse fácilmente y que indica
prudencia.
No puede extrañar que, a principios de septiembre, la
fiscalía del Estado haya decidido dar una nueva cornada al PP. El momento
era el más adecuado. Justo cuando este partido empezaba a recuperarse y cuando
franjas de electores que se había mudado a Cs y a Vox, empezaban a retornar,
aparece este nuevo episodio de corrupción que frenará esta tendencia, o al
menos la ralentizará.
Luego está el tema de la sentencia por el 1-O que debería
publicarse cualquier día del mes de septiembre o de principios de octubre y
lo que ocurrirá a continuación. Algo que nadie puede prever. Ahora bien, el
bajón de asistencia a la “diada independentista” del 11-S, la evidente falta de
entusiasmo de los partidos indepes, hace pensar que no se producirán cambios
importantes, es más, que el “procés” es cosa del pasado y que la
pequeña comunidad de Waterloo se extinguirá por sí misma. Las direcciones
independentistas creen que las protestas reavivarán su causa, algo que no es
del todo evidente. Como máximo aumentarán el sentimiento de victimización; nada
más.
Sánchez no puede ceder antes de las elecciones indultos
ni similares, sin el riesgo de perder parte de sus votos unitaristas. Además,
aunque cambalacheara indultos por apoyo político, los indepes han sido siempre
insaciables: quieren más y más y la UE ya no deja a Sánchez margen para mayores
niveles de autonomía (como demostró la declaración tajante del parlamento
francés o los portazos, uno tras otro, que recoge el paleto de Waterloo). Ceder
para Sánchez, implica perder (en Cataluña un poco, en el resto de España
mucho). Por lo demás, todos los analistas coinciden en que el independentismo
es asunto zanjado y que se irá extinguiendo por sí mismo con el paso del
tiempo.
Tras las próximas elecciones, de Podemos quedará muy
poco: Sánchez les ha deparado tres meses de humillaciones y solamente le ha
quedado decir: “Pero, hombre, Pablito, ¿Cómo siguen con esa coleta y esos
aires de bachiller? ¿no ves que no das la talla, para ser ministro? ¿Y eso de
llamar a tu partido “Unidas Podemos”? ¿crees que es serio? Como si yo llamara
Carmen Calva a mi brazo derecho… ¿No ves que eres un cadáver político?”. No
lo ha dicho, pero toda España sabe que lo ha pensado y que esos razonamientos,
en el fondo, son los que han llevado a la marginación de Podemos desde el
primer momento. Para colmo, Podemos no se ha enterado de que ya no es el
producto del “movimiento de los indignados”, sino un residuo del PCE que, a su
vez, es un residuo de Izquierda Unida, al que se le han agregado freakys, “ideólogas
de género”, porreros y veganos que quieren impedir que violencia a gallinas y vacas…
Podemos fue el gran perdedor de las anteriores elecciones y volverá a perder en
la próxima consulta.
Análogo destino va a tener Cs, cuya agonía se presenta como inevitable y fugaz cuando se cierren las urnas ¿en noviembre? Y es que el gran problema de Cs ha sido el no definir previamente lo que haría con los votos de los ciudadanos: o para apoyar al PSOE o para apoyar al PP. En cualquiera de los dos casos, tenían poco margen de maniobra y muchas contradicciones internas. La presencia de Valls en Barcelona, creyendo que, podría utilizar el ayuntamiento para escalar a la presidencia del partido, puede darse en estos momentos por desmantelada.
Por otra parte, Cs y PP deberían empezar a pensar que no
les vendría nada mal presentarse unidos en algunas circunscripciones en las
próximas elecciones. Pero España no es país para coaliciones, por mucho que,
cuando se conozcan los resultados de las próximas elecciones, quizás la fórmula
de “gran coalición” (PSOE+PP) sea la única capaz de gestionar lo que se
avecina.
Queda Vox. Desde las elecciones de abril, Vox no ha
terminado de convencer a muchos electores: los que pensábamos que podría ser
una buena opción anti-inmigracionista, no hemos vistos grandes avances en esa
dirección. No se ha oído la voz de Vox con la fuerza que hubiera sido de
desear en ninguno de los grandes temas: afrontar decididamente la inseguridad
ciudadana, necesidad de endurecer las leyes, repatriación de MENAS y de
inmigrantes ilegales… El elector que votó a Vox en abril, “quiere más”: ya no
basta con twiters de los diputados o de Abascal sobre esto o aquello, quiere
movilizaciones, quiere voz bien alta en el parlamento, quiere que un nutrido
grupo de diputados despierte a la población y suponga un revulsivo a la dinámica
conformista y mortecina del congreso de los diputados. Y, de momento, el
elector de Vox no ha visto nada de esto… El margen que tiene el partido
para rectificare es reducido y, de no hacerlo en los próximos días, perderá
buena parte del crédito que obtuvo en abril. El momento de Vox llegará cuando
se evidencien los momentos más duros de la crisis que se avecina y solamente si
sabe distinguir los problemas graves y urgentes de los problemas obsesivos de
la derecha de la que nació y de las sectas católicas presentes en sus entrañas.
Todo esto para decir que el tiempo en el que los partidos
eran propietarios ad infinitum de un “electorado cautivo”, han quedado
atrás. Desde la crisis de 2009, el voto se ha convertido en algo volátil para
un 30-35% del electorado. Hoy está allí, mañana apoyo a los contrarios,
pasado se abstiene y en las elecciones siguientes vota masivamente. Y todo
esto, con una clase política cada vez de perfil más bajo, unos discursos
políticos en el parlamento al nivel de enseñanza primaria y un estado de degradación
creciente en todos los órdenes de la vida social.
Lo más terrible que enseñaron las elecciones de abril fue
que España no tiene solución y que, ante la crisis, siempre habrá dirigentes
políticos, que, caminando con paso firme hacia el abismo, dirán a sus
electores: “España va bien” y que, cayendo, incluso, por el precipicio,
tratarán de dar sensación de seguridad, no sea que vayan a perder algún voto.
Pero ni España va bien, ni hay en perspectiva la
intuición de que aparecerá un “cirujano de hierro” que remedie la situación.
¿Elecciones? ¿para qué si aquí no hay posibilidades de que cambie nada?