Se acerca una nueva y crispante
campaña electoral. Hay que huir de ella como de la peste. Ya que con mi voto no
decido nada –de la misma forma que un grano de arena no decide la forma de una
playa y no representa nada ante la embestida de la mar– a lo único que aspiro
es a que la partidocracia no entre en mi vida. Nada cambiará con el resultado
ni con tu voto, no vale la pena escuchar a los políticos, porque cerradas las
urnas, harán lo que les rote, no lo que han jurado y perjurado mientras estaban
en campaña. No proponemos el desinterés y la inhibición, lo que estamos
proponiendo es el apoliticismo en el sentido clásico (la palabra ya se
utilizaba en la vieja Roma la Grande): apoliticismo era hacer gala de una
sensación de orgulloso distanciamiento, en absoluto de desidia o ignorancia.
Hoy, más que nunca, ese distanciamiento es justo, es necesario y es conveniente.
Nuestros amigos saben que no
vemos la TV, entre otras cosas porque sabemos lo que nos gusta y lo que
necesitamos y no tenemos la más mínima intención de que nos hagan tragar
publicidad rompiendo series, despedazando películas y crispando al espectador.
Plataformas digitales y programas peer to
peer son las alternativas que siempre defendemos para tener lo que las
televisiones generalistas no nos dan: programación a la carta, ver solamente lo
que deseamos y lo que nos interesa, no aquello que otros nos han programado.
Ante la campaña electoral que se
avecina, la mejor defensa es cubrir nuestro tiempo con películas, series, pero
también con lecturas, actividades genéricamente culturales, y meditación. Un sitcom de 20 minutos nos evitará ver los
espacios de publicidad gratuita de los partidos. Una película de dos horas, nos
ahorrará el amargo trago de ver debates entre candidatos que nos convencerán de
que ninguno de ellos es el mejor dotado para enderezar un país que se cae a
pedazos. Una serie que veamos de corrido, sustituirá ventajosamente a la tele–basura
y a la política–basura de cada día. De ahí que hayamos escrito estas líneas
para paliar el amargo trance que tenemos por delante…
VER TELEVISIÓN ES UNA OPCIÓN, NO UNA OBLIGACIÓN. VER LO QUE DESEAMOS ES
LA VERDADERA ELECCION
El problema de Netflix–España es que tiene una oferta
de series extraordinariamente amplia, pero antigua. The IT Crowd, por ejemplo, conocida en España como Los informáticos, tiene diez años. Sus
cuatro temporadas nos hicieron reír hasta herniarnos a los que amamos el humor
inglés, pero ya está vista y bien vista, y puede encontrarse con facilidad en
los programas peer to peer sin
necesidad de abonar los 12 euros preceptivos a Netflix. A pesar de haberse
rodado cuatro temporadas de House of
Cards y ser producida por Netflix, la plataforma solamente tiene a
disposición del púbico español las tres primeras. Y, en cuanto a The Bridge (El puente) está la versión danesa, pero no la americana. Así mismo, de la interesante serie inglesa Broadchurch figura en Netflix la primera
temporada pero no la segunda. Y así sucesivamente.
Netflix no es, desde luego, la
solución completa para eludir las televisiones generalistas, a pesar de que
supone un avance en lo que se refiere a tener una “televisión a la carta”. Para
los amantes del cine y de las series de TV sigue siendo necesario, no diré,
sumarnos a una plataforma multicanal, pero si utilizar el peer to peer (emule, torrents) para ver aquello que nos apetece.
Fácil lo pone, dicho sea de paso,
TVE para ver su producción (recomendamos El
asesinato de la calle del Turco que revive la muerte de Prim, si bien la
masonería –que, de alguna manera, estaba implicada– no aparece por ninguna
parte y, por supuesto, la serie histórica Silencio
se estrena de Marsillach o las Historias
para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador. Entre otras muchas, por supuesto.
Lo de hoy va de las últimas
series que hemos visto. Las resumimos: cuarta temporada de House of Cards, segunda temporada de Broadchurch, las dos temporadas de Gotham, la segunda temporada de Fargo
y la miniserie El Infiltrado. Si las
hemos elegido es porque son las ultimas que hemos visionado y porque son
completamente diferentes unas de otras, en su concepción y en su temática. Como
siempre, en la variación está el gusto.
HOUSE OF CARDS, O CUANDO DESCIENDE
LA TENSIÓN
Verán… la más decepcionante es,
sin duda, la cuarta temporada de House of
Cards, no es que sea mala, es que el ritmo narrativo y las sorpresas están
por detrás de las tres anteriores. Falta algo y esa ausencia es, precisamente,
lo que imprime carácter a las series televisivas. Si The Twillight Zone (1959–1964, La
dimensión desconocida) o The Alfred
Hitchcock Hour (1955–65, Alfred
Hitchcock presenta) marcaron un antes y un después, fue porque en cada una
de ellas el sufrido televisionario y el seriefilo impenitente eran sacudidos en
cada entrega por lo inesperado, semana tras semana. Eso es lo que falta en la
cuarta temporada de House of Cards.
No es que haya descendido su nivel visual, ni la puesta en escena o el trabajo
de los actores, es que, después de tres temporadas en los que “Francis
Underwood” y su entorno aparecen como siniestros y simpáticos, psicopatones
refinados y simples trileros de medio pelo, retorcidos y sinceros, resulta muy
complicado sorprender a la audiencia. Además, las tres temporadas anteriores
eran demasiado interesantes como para que fuera posible superarlas y la cuarta,
más modesta en su concepción, da la sensación de no estar a la altura. Le
ocurre como a Homeland cuya primera
temporada fue demasiado magistral y, a partir de entonces, ya solamente quedaba
recordarla mucho más que intentar lo imposible, esto es, imitarla.
De todas formas, la cuarta
temporada de House of Cards es de
visionado obligatorio para quienes se han sentido atraídos por las tres
anteriores y aspiran a ver cómo termina la enloquecida aventura de Underwood–Spacey
al frente de la presidencia de los EEUU.
BROADCHURCH O LA INGLATERRA PROFUNDA
Igualmente obligatoria es la
segunda temporada de Broadchurch,
ampliación y desarrollo de la primera. Los que recuerden a Charlotte Rampling
en Portero de Noche o incluso El corazón del ángel, comprobarán que ha
envejecido con dignidad y hoy, más incluso que en su juventud, puede percibirse
ese porte distinguido y casi aristocrático que la acompaña. Es, seguramente, el
regalo que más se agradece en esta segunda temporada.
Quizás el desarrollo de esta
temporada sea algo más embarullado y menos intrigante que la primera, pero, con
todo –y a pesar de tratarse de una serie con un presupuesto tirando a modesto–
el resultado final es globalmente positivo. Se desvelan algunos cabos que
quedaron pendientes en la primera temporada y aparecen personajes nuevos –la
Rampling no es la única novedad– que enlazan con fantasmas del pasado. Broadchurch nos muestra cómo una serie
sin muchas ambiciones y sin un presupuesto de campanillas, puede satisfacer al
público y recuperar, con mucho, la inversión. Basta, en principio, con que la
guionización y el casting sean buenos.
¿Cuál es el secreto de Broadchurch y por qué nos gusta?
Simplemente por su coherencia interior. Los personajes ni son superhéroes, ni
siquiera policías implacables, son simplemente tipos normales, como usted y
como yo, oriundos de la Inglaterra profunda; han visto como en su pequeña
comunidad aparecen más cadáveres de lo que la estabilidad emocional de todo el
pueblo se puede permitir.
En esta segunda temporada los asesinados
son pocos y se tiende a insistir en la tensión y los aspectos psicológicos de
los protagonistas. Incluso los criminales parecen de carne y hueso. Pero no
existe en la película afanes disculpatorios: los asesinos no son vistos con
ninguna simpatía, ni presentados con rasgos que resulten agradables, simplemente
son mediocres, manipuladores como máximo, y no particularmente inteligentes,
vulgares en definitiva. La película está filmada con extremo realismo: lo que
narra puede haber sucedido en el Reino Unido o en cualquier pequeña comunidad. Los
personajes serían los mismos y reaccionarían de maneras idénticas. Esa es la
habilidad de Broadchurch: hacer
parecer como posibles hechos traumáticos.
FARGO, UNA VEZ MÁS, LA LOCURA
AMERICANA
La diferencia entre Broadchurch y la segunda temporada de Fargo es flagrante: las dos series están
ubicadas en territorios bastante aislados, lejos de la modernidad; nos muestran
a personajes casi lineales en su simplicidad; pero la “Inglaterra profunda” no
es la “América profunda”. A pesar de que el Reino Unido es hoy un crisol de
razas (no es por casualidad que el recién elegido alcalde de Londres sea
originario del Paquistán), los “malos–malotes” que aparecen en Broadchurch siguen siendo ingleses de
los de toda la vida. En cambio en Fargo,
los hermanos Cohen disfrutan colocando a toda gama de criminales
multiculturales salidos de todas las comunidades étnicas que pueblan la
“América profunda”: mafia alemana, gánsters judíos, sioux implacables, el
afroamericano que maneja el Colt y la
astucia con similar destreza, y luego los WASP que casi son testigos pasivos,
criminales fortuitos o víctimas inocentes, de los luctuosos sucesos que narra
la película y de los que se dice que ocurrieron realmente en 1979.
Fargo, en sus dos temporadas, es, sencillamente, genial, sin un
fallo en su guionización, con unos rasgos tan perfectamente representados que
se diría que los guionistas han conocido a los protagonistas verdaderos de la
trama. Aquí sí que hay efusión de sangre, incluso hasta la saciedad. Algunas de
las tomas y de los encuadres son antológicos, no falta ni sobra nada, los
diálogos son vivos, ingeniosos, sorprendentes, como si cada frase fuera un
golpe de cincel para perfilar mejor al personaje y a la situación; la
ambientación y la banda sonora, realmente, brillantes; el guion alterna de
manera deliberada paz y armonía con brutalidad, sobresaltos y siempre,
absolutamente siempre, la llegada, nunca se sabe de dónde, de lo inesperado.
Además, la serie tiene otra virtud, es regular: no existen episodios o
temporadas mejores o peores, las dos filmadas con su veintena de episodios, son
igualmente interesantes. Sería imposible establecer en cuál de todos ellos lo
hemos pasado mejor. Una segunda
temporada que gustará a los que vieron la primera y que creará ansiedad por
verla en quienes se hayan enganchado en esta segunda sin conocer la primera.
GOTHAM, EL PARADIGMA DE NUESTRAS CIUDADES OSCURAS
Casi lo mismo cabria decir de Gotham, la serie diseñada por Bruno
Heller (le rubicundo prota de El
Mentalista). Reconocemos que no dábamos dos euros por esta serie. Los
superhéroes cansan al poco rato y el equipo de efectos especiales los hace
volar, pegarse como lapas a no importa dónde, transformarse en cualquier cosa o
simplemente alardear de sus “superpoderes”, pero al cabo de media hora todo se
convierte en repetición. La fascinación inicial pasa a ser hartazgo (como en
ese engendro de Batman contra Supermán).
Además, la serie televisiva Batman
(1966–68) protagonizada por Adam West (al que acabamos de ver en un cameo en la
última temporada de The Big Bang Theory,
ironizando sobre sí mismo) y las distintas entregas que han proliferado en los
últimos años sobre el personaje en la gran pantalla, parecían dejar poco
espacio para la originalidad. Y, sin embargo, las dos temporadas filmadas han
dado otra versión de esta historieta.
Cabría considerar a Gotham casi como la precuela de todas
las versiones que nos muestran a Bruce Wayne convertido en Batman. Aquí, Bruce
es un adolescente, El Pingüino es mucho más atractivo que en la versión de Tim
Burton (Batman vuelve, 1992); El Enigma
es incomparablemente más inquietante que en cualquier otra versión anterior. Y
la futura Catwoman resulta terminar unida por un amor adolescente con el futuro
Batman. Pero lo importante, y aquí reside el acierto de Bruno Heller, no es
centrar solamente la serie en los personajes, sino en la ciudad Gotham.
Uno tiene la impresión, mientras
visiona las dos temporadas de esta serie, que está soñando y no puede despertar
de su sueño. Como si cada noche, al dormirnos viéramos algún barrio nuevo de
esta ciudad en nuestras pesadillas. Poco a poco vamos conociendo su
arquitectura monumental, sus barrios bajos, sus gentes, sus villanos; Gotham
cada vez tiene menos secretos para el espectador, a pesar de que todo en ella
es desasosiego y sombras. Lo más inquietante de la ciudad es esa permanente
oscuridad que remite inevitablemente a Dark
City (1998) o a los paisajes urbanos de Metrópolis (1927); una perpetua
noche se cierne sobre Gotham, como si sus habitantes jamás tuvieran la
esperanza de ver la luz del Sol o como si el Sol no existiera para esa ciudad
maldita. Con una estética gótica y una arquitectura monumental, la producción
ha cuidado hasta los más mínimos detalles del mobiliario y de la decoración. Cada
escena es casi una postal que enviaríamos a casa o fijaríamos en nuestro móvil,
si pudiéramos viajar a la ciudad de las tinieblas.
Situada en un tiempo indefinido,
imposible de fijar en el calendario, cada entrega es, como mínimo, tan
inquietante como la anterior. Aquí no hablamos de la irrupción de lo inesperado
en cada capítulo, sino del permanente sobresalto en el que vive el espectador.
Cuando un personaje ya no puede dar más de sí, simplemente, desaparece, muere,
o simplemente entra en barbecho para reaparecer cuando ya lo hemos olvidado.
Gotham, créanme, es una gran serie: no solamente satisface a quien la ve, sino
que, además, atrapa: la ciudad de las sombras, la ciudad gótica de arrabales
infestados de malvados, manicomios rebosando locuras y comisarías albergando la
corrupción, se parecen cada día más a nuestras grandes ciudades.
Los políticos, por supuesto, son
pintados como desaprensivos, la industria (Industrias Wayne) no es menos
corrupta, el futuro proyecta más sombras y oscuridad, siempre oscuridad. El Sol
está ausente. Casi es la perífrasis simbólica de las grandes capitales, con glamour pero sin humanidad, ciudades en
la que la bondad y todo lo que había sido imprescindible hasta ahora, se
ausentó sin dejar señas. Incluso los “buenos” se ven obligados a ser tan
malvados como los más malvados, simplemente para sobrevivir y por puro
hartazgo.
EL INFILTRADO, UNA MINISERIE INTERESANTE
Por último, la miniserie de TV, El Infiltrado, protagonizada por el
actor de moda, Tom Hiddleston y el otrora Doctor House, Hugh Laurie, nos sitúa
ante una ficción política que empieza con la “primavera egipcia” (¿Por qué le
llaman “primavera” si fue un infierno?). La miniserie es brillante en su concepción,
trepidante en su realización y con una buena arquitectura interior y un ritmo
narrativo intenso.
El infiltrado, como Broadchurch,
demuestra que se hacen muy buenas series en el Reino Unido y que vale la pena
verlas. La serie nos sitúan ante una trama en la que los servicios de
inteligencia y sus filtraciones, los traficantes de armas de alto standing y los espontáneos se
entrecruzan. Por cierto que Olivia Colman, protagonista de Broadchurch, aparece aquí como la agente que recluta al bueno de
Hiddleston para que se infiltre… Ir más allá de estos datos seria “reventar” la
película, o como dicen los snobs “hacer spining”…
Seguramente una parte importante
del interés de la serie radica en que el guión se basa en una novela de John Le
Carré. El escritor parece concebir sus novelas para ser llevadas al cine. La
cámara acompaña a los personajes de un lado a otro del planeta, nos muestra una
realidad maniquea y polarizada, sin términos medio: los “buenos” lo son a más
no poder y los “malos” resultan pérfidos hasta en sus comentarios más banales.
Se ha hablado de Hiddleston como el “próximo James Bond” y en esta miniserie
hace méritos para ello. Tiene la elegancia necesaria y esa carga de dinamismo y
refinamiento que constituyen lo esencial de 007. Actor polifacético, su
interpretación en la película gótica La
cumbre escarlata (2015) o en High–Riser
(2016), figura entre lo más interesante de ambas cintas. Y tiene gracia, porque
una está ambientada en el pasado, hará más de cien años, y la otra en un futuro
imperfecto y distópico. En ambos casos Hiddleston cumple como los buenos y
demuestra su potencial.
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Alguien preguntará ¿por qué
comentar estas series y no otras? Es simple: para los que tenemos a gala ser
seriéfilos impenitentes, ver una temporada o una miniserie es casi una
necesidad. No son las únicas que hemos visto (desde luego Los casos de El Caso, figura entre la producción nacional como de
las más interesantes, si bien, en el reportaje que le precede, algunos de los
entrevistados, entre los que figuran guionistas y un antiguo director de la
revista, muestran o una ignorancia supina o una voluntad tergiversadora de lo
que fue aquellos años; en cuanto a la serie en sí misma es digna y confirma lo
que siempre hemos dicho: que en España el mejor cine que se hace es el género
negro), pero si las que hemos visto en la última semana.
Hemos iniciado otras, pero hemos
desistido al primer episodio ¿sus nombres? No vale la pena darlos. Como dice
aquel viejo proverbio chino: “Allí donde
las montañas son altas, los valles son profundos”… Donde hay buenas series,
también, necesariamente, debe de haber otras infames. Pero ¿quién se acuerda de
ellas? O ¿para qué recordarlas? Solamente al universo gay le puede interesar
una serie tan ramplona como Modern Family
y solamente un universo poco exigente puede aceptar que le endosen día tras día Cómo conocí a vuestra madre. En ambas,
los destellos de ingenio se hacen esperar más que una dispensadora de refrescos
en el desierto. Y, sin embargo, andan cubiertas de premios increíbles. Créanme:
no vale la pena ver todo lo premiado; mejor fiarse de los propios gustos. Y
estos han sido los míos de este mes en cuestión de series. Hay otras, pero éstas, os las recomiendo.