Info|krisis.- El 5 de mayo de 2016, después de
una amplia campaña publicitaria se estrenó en Netflix la serie de TV
Marseille, compuesta por ocho de episodios de lo que puede considerarse “ficción
política”. Las críticas en Francia oscilan entre lo negativo o lo muy negativo.
Lo entendemos perfectamente. Los diálogos son flojos, casi de cartón piedra,
demasiado tópico para ser creíble, el guion es previsible y ni siquiera
introduce alguna sorpresa digna de tal nombre capaz de alterar la mediocridad
del conjunto. Falla el guión, no falla el presupuesto, ni los actores, ni la
fotografía. Era una apuesta demasiado arriesgada de Netflix (productora al mismo tiempo de la serie) y el resultado
–por lo menos según la crítica– es ampliamente negativo.
Netflix se proponía realizar algo parecido a House of Cards, sólo que ambientado en Europa. Pero los parámetros son muy diferentes.
Washington –escenario privilegiado de las tropelías del “presidente Francis
Frank J. Underwood”– no es Marsella, ni el presidente de los EEUU es un alcalde
regordete y desaliñado. Ciertamente, tanto el imperio americano como el
ayuntamiento de Marsella son instituciones en crisis, pero la cúspide de los
EEUU es mucho más glamurosa que el ayuntamiento de una ciudad cada vez más
multicultural. Si Netflix pensaba que
era posible denunciar la corrupción y la mala calidad de la clase política
europea, denunciar los golpes bajos electorales, la ausencia completa de ética y
la psicopatía anidada en el código genético de los políticos al uso o la
volubilidad del electorado, cambiando a Kevin Spacey por Gérard Depardieu y la
Casa Blanca por el Ayuntamiento de Marsella, se han equivocado.
Hemos calificado a la serie como
“ficción política” ¿Refleja Marseille
la realidad política de la ciudad? En absoluto. Veamos algún dato. En las
últimas elecciones la participación alcanzó apenas un 45% de los votos. Entre
votos nulos y en blanco, casi rozarían el 45%. El partido mayoritario no es la
UPM, el partido centrista realmente existente que aparece como factótum en la
serie, sino el Front National con Marión Meréchal-Le Pen, nieta de Jean Maríe
Le Pen y sobrina de Marine Le Pen. En la primera vuelta de las elecciones del
2015, la lista del Front National alcanzó el 40,6% de los votos en la primera
vuelta. El siguiente candidato obtuvo ¡un 15% menos! Y el candidato de la
izquierda un 25% menos. Sin embargo, Marion Le Pen no resultó elegida: en la
segunda vuelta, todos los partidos se aliaron contra el Front National que
resultó derrotada por un 54,78% de los votos frente al 45,22% que se obtuvo. En
Marseille aparece fugazmente un
personaje que parece ser el responsable del “Partido Francés” (el seudo Front
National) que para apoyar al candidato opuesto al alcalde le exige
“visibilidad”, es decir, que lo salude en público ante las cámaras. Y el
candidato rival del Alcalde se niega por “tener
distinto código genético” y tiene gracia porque se trata de un psicópata de
manual. Mucha más gracia produce que el partido mayoritario en Marsella
prácticamente no aparezca. No se sabe si es una forma de boicot “políticamente
correcto” al Front National o bien el reconocimiento de que es algo diferente
al resto de la clase política francesa.
Por lo demás, nadie duda que la corrupción
política en Marsella es parecida a la que hay en Villarriba o en Villabajo: de
hecho, la corrupción es el acompañamiento inseparable de la partidocracia. Y
hoy, en realidad, más que “democracia” lo que todos vivimos en Occidente es
partidocracia corrupta y corruptora. El protagonista de la serie, Depardieu, se
muestra condescendiente con la corrupción. En un momento dado dice: “no es mi problema si mis subordinados pasan
la gorra”. El problema es que esto ya es suficientemente conocido y sólo
permanece oculto para los niños de pre-escolar, no para los que ya lucen
pantalón largo. Si esto es lo que nos quiere transmitir la serie, llega con 20
años de retraso.
Por un momento pensamos que la
serie sería una de esas películas financiadas por los ayuntamientos como forma
de promoción. Pero tampoco. No es un publi-reportaje de Marsella como aquella
lamentable Viky, Cristina, Barcelona
(2008) de Woody Allen lo fue de la Ciudad Condal. En realidad, los monumentos
de la ciudad se ven de lejos y demasiado fugazmente como para que puedan
apreciarse. La mayoría de tomas de la ciudad son cenitales, muestran solamente
el trazado de las calles, los terrados de los edificios, barrios que se
adivinan elegantes y muchos más que se intuyen como el culo del mundo. Parece
como si la cámara tuviera miedo de ofrecer imágenes a pie de calle. Y se
entiende: pasear por Marsella da la extraña sensación de recorrer una ciudad
árabe en la orilla equivocada del Mediterráneo.
Marseille no puede evitar ofrecer una imagen extremadamente
negativa de la ciudad a poco que el espectador esté atento: mafiosos,
delincuentes de origen magrebí, barrios en los que viven bolsas no integradas
en la cultura europea. El alcalde dice que están mal porque no hay trabajo y
por la crisis económica, pero realmente, hace treinta años la situación de
Marsella era, más o menos, la misma en pleno crecimiento económico mundial.
Puede parecer políticamente incorrecto decir que en Francia cualquier cantidad
de heroína la mueven delincuentes de origen argelino. Pero resulta tan
innegable que ya nadie se toma la molestia de desmentirlo. Y Marsella es el
centro de la delincuencia en Francia. En Italia existe “la Mafia”, en Francia
es “le milieu”. Y “le milieu” está íntimamente asociado, guste o no, a unas
minorías étnicas muy concretas.
Algunas escenas de la serie se
sitúan en barrios magrebíes: los jefes de la delincuencia pesan más en esos
barrios que el Prefecto departamental o el propio alcalde. Son ellos los que
hacen y deshacen y, naturalmente, los políticos hambrientos de votos tienen que
rendir pleitesía a esos “caídes” arrabaleros. Y lo suelen hacer. A cambio piden
algo: en la serie, una votante con chilaba y niqab, a cambio de una nevera,
votará a quien sea. En otra escena, los “caídes” llevan en minibuses a los
votantes hasta el colegio electoral y allí votan por el candidato que se les
ordena. Todos buscan sacar tajada de los políticos corruptos. A fin de cuentas,
cada cual se corrompe al nivel que puede. Los “caídes” se conforman con que les
regalen un restaurante o un gimnasio, si no se les da, o no votarán o votarán a
otro que se lo prometa. Estas prácticas se daban en España durante el período
de la Restauración con el caciquismo. Y en Francia estaban superadas
completamente hace algo más de un siglo. El escenario político que nos muestra
la serie Marseille, con todos sus
errores de guionización, es la de una ciudad que ha retrocedido un siglo en la
calidad de su democracia.
Si lo que se quería denunciar era
esto, la denuncia es incompleta: no dice nada sobre la destrucción de la
enseñanza pública en esos barrios marginales, sobre la desaparición práctica de
la legislación y de la autoridad republicana, sobre el abandono que ha
realizado la policía dejando a los “caídes”, es decir, a la delincuencia el
control de los barrios, en donde ya no existe ni legislación de menores que se
respete, ni recaudación de impuestos, y que están dirigidas por los “caídes” de
la droga. Algo se intuye en la serie pero recortado por la timidez de lo
políticamente correcto. En Francia se llama a estos barrios con el eufemismo de
“zonas particularmente sensibles” (aunque otros les llaman “zonas de
non-droit”, zonas salvajes). En toda Francia hay 2.000 barrios como los que
aparecen en la serie.
No es raro que desde mediados de
los 80, cada año, 10.000 franceses sientan como insoportable la vida en
Marsella y la abandonen hacia zonas más tranquilas y menos azotadas por la
delincuencia. Van a parar a las ciudades
satélite situadas en la periferia. Y sin embargo, la población de Marsella no
disminuye: aumenta. En 1980 Marsella tenía 908.600 habitantes. Luego descendió
a 798.000 en el 2000, para recuperarse más tarde y estar actualmente en algo
más de 850.000. Pero esto es decir poco: porque desde 1980 quienes se van son
contingentes de origen europeo y los que vienen grupos de población de origen
magrebí (el grupo con mayor presencia es de origen argelino si nos tenemos que
fiar de Wipipedia), seguido por
nacidos en las islas Comores. Lo que se ha producido en Marsella y que salta a
la vista con sólo recorrer las calles más céntricas de la ciudad, sin necesidad
de ir a las “zonas particularmente sensibles”, es que se ha producido una
sustitución de población gala por población magrebí, lo cual, en principio es
un dato sociológico más, no particularmente negativo. El problema es que las
alteraciones generadas por ese proceso creciente de sustitución de población,
ha generado patologías sociales que aparecen sólo de manera tangencial en la
serie (por ejemplo, la sensación de abandono y suciedad en las calles a la que
alude el alcalde Depardieu es evidente) o de manera muy directa (el impacto de
la delincuencia magrebí también). Hay muchas más.
Vale la pena decir algo sobre la
banda sonora. El tema musical con que se inicia cada capítulo de la serie es
una música de inequívocas, siempre la misma; sin embargo, cada episodio termina
con una canción típicamente francesa diferente. Pocas veces una banda sonora
refleja también la realidad de una ciudad: la Marsella árabe e islámica,
monocorde como el desierto, se impone y es hegemónica ante la Francia
polifacética de siempre, terminal y periclitada.
El guionista ha intentado atenuar
estos aspectos lanzando un mensaje multicultural con un recurso tópico, poco
imaginativo y, por lo demás, increíble: el favor de la hija del alcalde –lo más
parecido a lo que se suele llamar una “niña pija”– se la disputan dos “novios”,
miembros ambos de las bandas de delincuentes que asolan la ciudad. La “niña
pija” aparece por esos barrios tomados por la delincuencia, como si nada. El
guionista parece ignorar que uno de los aspectos más desagradables de esa
delincuencia es haber disparado el número de violaciones de mujeres,
especialmente rubias… como la “niña pija”. Si una rubia de buen ver se adentra
en solitario por esos barrios, difícilmente evitaría una agresión sexual.
Hay que decir que la serie está
bien hecha y aceptablemente interpretada. La fotografía es buena y denota el savoir faire de Netflix. Los actores cumplen. Pero no hay buena película que
resista un mal guión: cuando el guión es flojo o está mal construido, todo lo
demás pierde aliciente.
Faltan incluso elementos que
hubieran podido dar otra dimensión a la serie y mucho más en una Francia azotada
por el terrorismo islamista. Resulta difícil situar a la serie en el tiempo. No abundan los datos
históricos, pero si de lo que se trata es de realizar un engarce con la
actualidad, introducir el terrorismo yihadista
en la trama hubiera sido una buena opción. Y muy creíble, por lo demás:
contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, los yihadistas que han cometido atentados en Francia en 2016 y 2016 no
viene de las guerras de Oriente Medio, sino que son reclutados en el ambiente
de la pequeña delincuencia. Esa que aparece como absolutamente odiosa en los ocho
episodios de Marseille.
En Marseille, a diferencia de
cualquier otra serie, el espectador no consigue identificarse con ninguno de
los personajes: unos por ser políticos degenerados, ladrones, toxicómanos,
psicótapas y mentirosos; otros por delincuentes crueles y sanguinarios, repugnantes
“caídes” de sus barrios; las “niñas pijas” por serlo en grado sumo y los más
discretos por mostrar su aspecto irrelevante. Y quizás sea esta la única
novedad aportada por la serie.
Para terminar diríamos que es
posible realizar productos parecidos a House
of Cards, en Europa, simplemente siendo más exigentes en la guionización. Sólo
eso.
© Ernesto Milà – info|krisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com –
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