domingo, 8 de mayo de 2016

Netflix ¿Es posible hablar de Marsella sin aludir al Front National?


Info|krisis.- El 5 de mayo de 2016, después de una amplia campaña publicitaria se estrenó en Netflix la serie de TV Marseille, compuesta por ocho de episodios de lo que puede considerarse “ficción política”. Las críticas en Francia oscilan entre lo negativo o lo muy negativo. Lo entendemos perfectamente. Los diálogos son flojos, casi de cartón piedra, demasiado tópico para ser creíble, el guion es previsible y ni siquiera introduce alguna sorpresa digna de tal nombre capaz de alterar la mediocridad del conjunto. Falla el guión, no falla el presupuesto, ni los actores, ni la fotografía. Era una apuesta demasiado arriesgada de Netflix (productora al mismo tiempo de la serie) y el resultado –por lo menos según la crítica– es ampliamente negativo.

Netflix se proponía realizar algo parecido a House of Cards, sólo que ambientado en Europa.  Pero los parámetros son muy diferentes. Washington –escenario privilegiado de las tropelías del “presidente Francis Frank J. Underwood”– no es Marsella, ni el presidente de los EEUU es un alcalde regordete y desaliñado. Ciertamente, tanto el imperio americano como el ayuntamiento de Marsella son instituciones en crisis, pero la cúspide de los EEUU es mucho más glamurosa que el ayuntamiento de una ciudad cada vez más multicultural. Si Netflix pensaba que era posible denunciar la corrupción y la mala calidad de la clase política europea, denunciar los golpes bajos electorales, la ausencia completa de ética y la psicopatía anidada en el código genético de los políticos al uso o la volubilidad del electorado, cambiando a Kevin Spacey por Gérard Depardieu y la Casa Blanca por el Ayuntamiento de Marsella, se han equivocado.


Hemos calificado a la serie como “ficción política” ¿Refleja Marseille la realidad política de la ciudad? En absoluto. Veamos algún dato. En las últimas elecciones la participación alcanzó apenas un 45% de los votos. Entre votos nulos y en blanco, casi rozarían el 45%. El partido mayoritario no es la UPM, el partido centrista realmente existente que aparece como factótum en la serie, sino el Front National con Marión Meréchal-Le Pen, nieta de Jean Maríe Le Pen y sobrina de Marine Le Pen. En la primera vuelta de las elecciones del 2015, la lista del Front National alcanzó el 40,6% de los votos en la primera vuelta. El siguiente candidato obtuvo ¡un 15% menos! Y el candidato de la izquierda un 25% menos. Sin embargo, Marion Le Pen no resultó elegida: en la segunda vuelta, todos los partidos se aliaron contra el Front National que resultó derrotada por un 54,78% de los votos frente al 45,22% que se obtuvo. En Marseille aparece fugazmente un personaje que parece ser el responsable del “Partido Francés” (el seudo Front National) que para apoyar al candidato opuesto al alcalde le exige “visibilidad”, es decir, que lo salude en público ante las cámaras. Y el candidato rival del Alcalde se niega por “tener distinto código genético” y tiene gracia porque se trata de un psicópata de manual. Mucha más gracia produce que el partido mayoritario en Marsella prácticamente no aparezca. No se sabe si es una forma de boicot “políticamente correcto” al Front National o bien el reconocimiento de que es algo diferente al resto de la clase política francesa.

Por lo demás, nadie duda que la corrupción política en Marsella es parecida a la que hay en Villarriba o en Villabajo: de hecho, la corrupción es el acompañamiento inseparable de la partidocracia. Y hoy, en realidad, más que “democracia” lo que todos vivimos en Occidente es partidocracia corrupta y corruptora. El protagonista de la serie, Depardieu, se muestra condescendiente con la corrupción. En un momento dado dice: “no es mi problema si mis subordinados pasan la gorra”. El problema es que esto ya es suficientemente conocido y sólo permanece oculto para los niños de pre-escolar, no para los que ya lucen pantalón largo. Si esto es lo que nos quiere transmitir la serie, llega con 20 años de retraso.

Por un momento pensamos que la serie sería una de esas películas financiadas por los ayuntamientos como forma de promoción. Pero tampoco. No es un publi-reportaje de Marsella como aquella lamentable Viky, Cristina, Barcelona (2008) de Woody Allen lo fue de la Ciudad Condal. En realidad, los monumentos de la ciudad se ven de lejos y demasiado fugazmente como para que puedan apreciarse. La mayoría de tomas de la ciudad son cenitales, muestran solamente el trazado de las calles, los terrados de los edificios, barrios que se adivinan elegantes y muchos más que se intuyen como el culo del mundo. Parece como si la cámara tuviera miedo de ofrecer imágenes a pie de calle. Y se entiende: pasear por Marsella da la extraña sensación de recorrer una ciudad árabe en la orilla equivocada del Mediterráneo.

Marseille no puede evitar ofrecer una imagen extremadamente negativa de la ciudad a poco que el espectador esté atento: mafiosos, delincuentes de origen magrebí, barrios en los que viven bolsas no integradas en la cultura europea. El alcalde dice que están mal porque no hay trabajo y por la crisis económica, pero realmente, hace treinta años la situación de Marsella era, más o menos, la misma en pleno crecimiento económico mundial. Puede parecer políticamente incorrecto decir que en Francia cualquier cantidad de heroína la mueven delincuentes de origen argelino. Pero resulta tan innegable que ya nadie se toma la molestia de desmentirlo. Y Marsella es el centro de la delincuencia en Francia. En Italia existe “la Mafia”, en Francia es “le milieu”. Y “le milieu” está íntimamente asociado, guste o no, a unas minorías étnicas muy concretas.

Algunas escenas de la serie se sitúan en barrios magrebíes: los jefes de la delincuencia pesan más en esos barrios que el Prefecto departamental o el propio alcalde. Son ellos los que hacen y deshacen y, naturalmente, los políticos hambrientos de votos tienen que rendir pleitesía a esos “caídes” arrabaleros. Y lo suelen hacer. A cambio piden algo: en la serie, una votante con chilaba y niqab, a cambio de una nevera, votará a quien sea. En otra escena, los “caídes” llevan en minibuses a los votantes hasta el colegio electoral y allí votan por el candidato que se les ordena. Todos buscan sacar tajada de los políticos corruptos. A fin de cuentas, cada cual se corrompe al nivel que puede. Los “caídes” se conforman con que les regalen un restaurante o un gimnasio, si no se les da, o no votarán o votarán a otro que se lo prometa. Estas prácticas se daban en España durante el período de la Restauración con el caciquismo. Y en Francia estaban superadas completamente hace algo más de un siglo. El escenario político que nos muestra la serie Marseille, con todos sus errores de guionización, es la de una ciudad que ha retrocedido un siglo en la calidad de su democracia.

Si lo que se quería denunciar era esto, la denuncia es incompleta: no dice nada sobre la destrucción de la enseñanza pública en esos barrios marginales, sobre la desaparición práctica de la legislación y de la autoridad republicana, sobre el abandono que ha realizado la policía dejando a los “caídes”, es decir, a la delincuencia el control de los barrios, en donde ya no existe ni legislación de menores que se respete, ni recaudación de impuestos, y que están dirigidas por los “caídes” de la droga. Algo se intuye en la serie pero recortado por la timidez de lo políticamente correcto. En Francia se llama a estos barrios con el eufemismo de “zonas particularmente sensibles” (aunque otros les llaman “zonas de non-droit”, zonas salvajes). En toda Francia hay 2.000 barrios como los que aparecen en la serie.

No es raro que desde mediados de los 80, cada año, 10.000 franceses sientan como insoportable la vida en Marsella y la abandonen hacia zonas más tranquilas y menos azotadas por la delincuencia. Van a parar a las ciudades satélite situadas en la periferia. Y sin embargo, la población de Marsella no disminuye: aumenta. En 1980 Marsella tenía 908.600 habitantes. Luego descendió a 798.000 en el 2000, para recuperarse más tarde y estar actualmente en algo más de 850.000. Pero esto es decir poco: porque desde 1980 quienes se van son contingentes de origen europeo y los que vienen grupos de población de origen magrebí (el grupo con mayor presencia es de origen argelino si nos tenemos que fiar de Wipipedia), seguido por nacidos en las islas Comores. Lo que se ha producido en Marsella y que salta a la vista con sólo recorrer las calles más céntricas de la ciudad, sin necesidad de ir a las “zonas particularmente sensibles”, es que se ha producido una sustitución de población gala por población magrebí, lo cual, en principio es un dato sociológico más, no particularmente negativo. El problema es que las alteraciones generadas por ese proceso creciente de sustitución de población, ha generado patologías sociales que aparecen sólo de manera tangencial en la serie (por ejemplo, la sensación de abandono y suciedad en las calles a la que alude el alcalde Depardieu es evidente) o de manera muy directa (el impacto de la delincuencia magrebí también). Hay muchas más.

Vale la pena decir algo sobre la banda sonora. El tema musical con que se inicia cada capítulo de la serie es una música de inequívocas, siempre la misma; sin embargo, cada episodio termina con una canción típicamente francesa diferente. Pocas veces una banda sonora refleja también la realidad de una ciudad: la Marsella árabe e islámica, monocorde como el desierto, se impone y es hegemónica ante la Francia polifacética de siempre, terminal y periclitada.

El guionista ha intentado atenuar estos aspectos lanzando un mensaje multicultural con un recurso tópico, poco imaginativo y, por lo demás, increíble: el favor de la hija del alcalde –lo más parecido a lo que se suele llamar una “niña pija”– se la disputan dos “novios”, miembros ambos de las bandas de delincuentes que asolan la ciudad. La “niña pija” aparece por esos barrios tomados por la delincuencia, como si nada. El guionista parece ignorar que uno de los aspectos más desagradables de esa delincuencia es haber disparado el número de violaciones de mujeres, especialmente rubias… como la “niña pija”. Si una rubia de buen ver se adentra en solitario por esos barrios, difícilmente evitaría una agresión sexual.  

Hay que decir que la serie está bien hecha y aceptablemente interpretada. La fotografía es buena y denota el savoir faire de Netflix. Los actores cumplen. Pero no hay buena película que resista un mal guión: cuando el guión es flojo o está mal construido, todo lo demás pierde aliciente.

Faltan incluso elementos que hubieran podido dar otra dimensión a la serie y mucho más en una Francia azotada por el terrorismo islamista. Resulta difícil situar  a la serie en el tiempo. No abundan los datos históricos, pero si de lo que se trata es de realizar un engarce con la actualidad, introducir el terrorismo yihadista en la trama hubiera sido una buena opción. Y muy creíble, por lo demás: contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, los yihadistas que han cometido atentados en Francia en 2016 y 2016 no viene de las guerras de Oriente Medio, sino que son reclutados en el ambiente de la pequeña delincuencia. Esa que aparece como absolutamente odiosa en los ocho episodios de Marseille.

En Marseille, a diferencia de cualquier otra serie, el espectador no consigue identificarse con ninguno de los personajes: unos por ser políticos degenerados, ladrones, toxicómanos, psicótapas y mentirosos; otros por delincuentes crueles y sanguinarios, repugnantes “caídes” de sus barrios; las “niñas pijas” por serlo en grado sumo y los más discretos por mostrar su aspecto irrelevante. Y quizás sea esta la única novedad aportada por la serie.

Para terminar diríamos que es posible realizar productos parecidos a House of Cards, en Europa, simplemente siendo más exigentes en la guionización. Sólo eso.


© Ernesto Milà – info|krisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com – Prohibida la reproducción de este texto en soporte informático sin indicar origen