sábado, 15 de agosto de 2015

Implantes con tecnología RFID. ¡Soy un ser humano, no soy una cobaya!


Info|krisis.- El presente artículo fue publicado en el número ¿18? de la revista IDENTIDAD, allá por 2009 y firmado con seudónimo (que, evidentemente, era mío). No se trataba de un artículo alarmista sino bien fundado en hechos objetivos. Desde entonces esa tendencia a los implantes mediante tecnología RFID ha seguido aumentando. Hoy el artículo es, quizás, más actual que cuando se publicó por primera vez.

Pueden producir cáncer y su control es inseguro. 

En la conocida discoteca de Barcelona, Baja Beach, desde 2006 los clientes selectos tienen la posibilidad de implantarse un chip mediante el cual podrán pagar sus consumiciones. Cincuenta y cuatro clientes VIP aceptaron este sistema. A partir de ahora pueden dejar la billetera y el DNI en casa. Periódicamente reaparece la noticia de que tal o cual gobierno ha aceptado implantar chips en su población. Se ha dicho incluso que es la mejor arma para combatir el “terrorismo internacional”. ¿Hace falta que un etarra o un talibán tengan implantados un chip en salva sea la parte para identificarlos? Es hora de rechazar totalmente y para siempre la tentación de los implantes de “chips espía”.

Identidad se ha definido como partidaria de conjugar los avances más vanguardistas de la ciencia con la tradición ancestral de nuestros pueblos. En principio, la investigación genética, la criogenia, las biotecnologías, los avances en computación e inteligencia artificial, la carrera hacia el dominio de la energía de fusión, todo eso, es globalmente positivo y supone seguir en la ruta emprendida por nuestra civilización: sería absurdo tener al alcance de la mano respuestas científicas a nuestros problemas en muchos campos y no recurrir a ellas por miedo o por no vulnerar dogmas. Pero, claro, en todo hay límites.

Una cuestión de límites razonables

Si se cuestiona la difusión de semillas genéticamente modificadas [ver artículo en pag. 31-32], no es tanto porque hayan sido modificadas en sí mismas, sino porque esa modificación genera “derechos de propiedad intelectual” (que harían feliz a Tedy Bautista, el big boss de la SGAE). El principio en este terreno es que toda patente que suponga una mejora general para la humanidad no puede ser patrimonio de una corporación privada.


Existe otra limitación evidente. Cuando un avance científico se convierte en peligroso para algún derecho cívico, ese avance debe ser rechazado. Y no digamos si es peligroso para la salud. Pero hoy, un avance técnico se lanza al mercado en función de los dividendos que pueda dar a la corporación propietaria, estando el afán de lucro por encima del derecho a la salud.

Existen sospechas demasiado fundamentadas de que determinados productos utilizados en el forro interior de las latas de conserva generan la muerte de los espermatozoides masculinos y están en la base de los casos de esterilidad que han crecido desmesuradamente desde que se lanzaron al mercado, pero ¿para qué crear un problema a las corporaciones químicas, que figuran sin duda entre las más poderosas del planeta? Se sabe igualmente que determinadas forma de cáncer y de neumonías están causadas por metabolitos y residuos tóxicos generados por plaguicidas, funguicidas y vermicidas utilizados en agricultura, cuando no se respetan los márgenes de seguridad. Después de la utilización de estos productos, existe un plazo de seguridad para que la planta absorba los metabolitos. Si la cosecha se realiza antes, el fruto llega al mercado con esos metabolitos, generando intoxicaciones de diversos tipos en los consumidores. ¿Pondría usted la mano en el fuego por un campesino chino, vietnamita o marroquí que produce algo que se comerá a miles de kilómetros de distancia, en donde existe ni trazabilidad, ni control científico ni técnico sobre las explotaciones, ni tiene la garantía de que haya respetado los plazos de seguridad? No lo haga, antes o después se quemaría.

La informática y la miniaturización de sistemas constituyeron sin duda los mayores avances del último tercio del siglo XX. Desde entonces, el chip de silicio se ha ido incorporando cada vez más a nuestra vida cotidiana. Está presente es nuestro coche, en nuestros instrumentos de trabajo, en nuestros sistemas de comunicaciones, en nuestro ocio, incluso en nuestra salud. Y es bueno que así sea. Pero una cosa es que esté presente en nuestra vida cotidiana y otra muy distinta que esté dentro de nosotros mismos.

Si hay una perspectiva condenable en el actual panorama científico es precisamente el intento de implantar chips en el ser humano. Hay dos grandes razones para negarse a ello y las dos son de peso.

Dos razones para un rechazo tajante: No, nunca, jamás

En primer lugar, los chips no son seguros. Las experiencias que se han realizado en animales (desde principios de los años 90 se implantan chips en los animales domésticos con los datos personales de sus propietarios) inducen a la duda: es muy posible que los chips implantados generen cáncer en un porcentaje no desdeñable de estos animales.

En segundo lugar, aun en el supuesto de que los chips implantados fueran inocuos (lo cual, insistimos, dista mucho de estar certificado), el problema sería quién gestiona las bases datos y el extraordinario poder que tendría el saber dónde está cada persona en cada momento, cuál es su situación y la de sus cuentas bancarias. Es evidente que –salvo que el Estado aceptara externalizar y privatizar este servicio, lo que dadas las tendencias actuales no sería nada extraño- la gestión de esas gigantescas bases de datos correspondería a la propia administración. Y esto es lo grave.

La degeneración del sistema democrático en partidocracia (gobierno de los partidos que sitúan sus intereses de grupo sobre los intereses de la comunidad) y de la plutocracia (poder del dinero y de sus gestores en beneficio del cual gobierna la clase política), hace que estas bases de datos pudieran ser vendidas o estuvieran abiertas a terceros. Podría ocurrir que las compañías aseguradoras, simplemente, solicitaran datos genéticos contenidos en el chip para asegurar solamente a individuos con alta o altísima esperanza de vida; o que datos sobre nuestras cuentas corrientes fueran a parar a bandas internacionales de delincuentes; o, simplemente, que estuvieran en poder del Estado, como si el Estado, en las actuales circunstancias, ofreciera alguna garantía de honestidad.

Hay que excluir los argumentos conspiranoicos que se convierten en verdaderas caricaturas y argumentan el rechazo a los implantes de chips con peregrinas argumentaciones sobre la “marca de la bestia”. Todo es mucho más simple. Los llamados “chips espías” basados en tecnología RFID, son inseguros para la salud y nunca habrá garantías suficientes de que el control sobre sus datos estará siempre a buen recaudo.

Chips espías: una aplicación bastarda de los circuitos

El término “chip espía” fue acuñado por la Asociación de Consumidores contra la Enumeración y la Invasión de la Privacidad (CASPIAN en sus siglas inglesas). El término ha define la tecnología RFID, siglas de “identificación por radiofrecuencia”. Las dos mentoras de CASPIAN, Katrine Albretch y Liz McIntyre publicaron Chips Espías: cómo las grandes corporaciones y el gobierno planean monitorear cada de sus pasos con RFID. El libro alcanzó gran éxito y ha sido traducido al castellano. Describen la acción de chips del tamaño de un grano de arena que pueden ser rastreados a distancia. Se utilizan en técnicas modernas de espionaje, tanto para localizar a los propios agentes que mantienen estos chips implantados bajo su piel (recuérdese la película El Mensajero del Miedo de Denzel Washington) como situados en objetos cuya trayectoria se pretende seguir. El libro en cuestión aporta documentación sobre los planes de grandes corporaciones internacionales (citan específicamente a Wal-Mart y a Procter & Gamble, así como al Servicio Postal de los EEUU). Así mismo, se estos chips ya se utilizan para transacciones monetarias sin utilización de efectivo y evitando el uso de tarjetas de crédito.

Los chips RFID permiten almacenar y recuperar datos remotos almacenados en etiquetas y tags (etiquetas) RFID. Su propósito es transmitir la identidad del objeto que lo lleva incorporado, como si se tratara de un número de serie único, mediante ondas de radio. En algunos objetos comerciales de cierto valor se incorporan estas etiquetas RFID que tienen la apariencia de pegatina. Los chips “pasivos” no precisan alimentación eléctrica interna. Al transmitir información por radiofrecuencia no es preciso que exista una visión directa entre emisor y receptor.


Estos chips nacieron como alternativa a las limitaciones de los códigos de barras que pueden contener poca información y no pueden programados. Los chips RFID, en cambio, pueden transferir información adaptada a cualquier situación: basta programar el chip antes de su colocación.

Es un viejo sueño de las agencias de seguridad. La leyenda indica que fue el KGB soviético quien en 1945 ya había diseñado un dispositivo de escucha secreto. Otros remontan su origen a experimentos realizados en EEUU durante los años 20 y por los ingleses durante la guerra mundial. Parece mucho más cierto que a partir de 1960, cuando se dispuso de transistores, fue posible lograr circuitos relativamente miniaturizados que permitieran emitir una señal para localizar al portador.

Desde entonces ha llovido mucho. A pesar de que los transistores supusieron un avance notable en relación a las antiguas válvulas de vacío, no fue sino hasta la aparición de los chips de silicio cuando la tecnología RFID irrumpió tal como la conocemos hoy.
Los chips RFID que hemos visto en los comercios son “pasivos”, esto es, carecen de fuentes de alimentación. Sin embargo, existe otra variedad con una pequeña batería incorporada. Los pasivos son muy baratos, apenas 0’30 euros que son siempre cargados en el precio de venta al público de los productos. Es decir, el consumidor, paga la seguridad de la empresa.

Los “activos” tienen una señal mucho más potente, pueden trasmitir información a larga distancia y son más eficaces en entornos hostiles a las radiofrecuencias (agua, metal). Su vida útil puede llegar a 10 años.

Para leer la información contenida en un RFID hace falta un lector (reader). Sin embargo, hay dos tipos RFID: los seguros que requieren autentificación del receptor mediante claves criptográficas y los llamados “promiscuos” que pueden ser leídos por cualquier reader.

En la actualidad utilizamos muchos de estos RFID en nuestra vida cotidiana: en el telepago en los peajes de las autopistas, cualquier suministro tecnológico que nos llega desde el lugar más alejado del planeta suele tener un chip RFID incorporado que permite que el reader central tenga ubicado en todo momento la situación de ese envío, en algunas empresas estos productos han sustituido al código de barras y permiten realizar instantáneamente los inventarios e incluso en la lucha contra la falsificación de marcas, en sistemas antirrobo y en la propia llave del automóvil, en el seguimiento de barriles de cerveza, en las bibliotecas en el interior de libros, control de palés, seguimiento de equipajes en aeropuertos y, por supuesto, en mascotas. Y aquí es donde han aparecido los problemas.

Mi mascota muere de cáncer ¿por qué será?

Se convenció a los propietarios de mascotas para que implantaran un chip a sus animales explicándoles que en caso de pérdida serían rápidamente localizadas. Luego se generalizó el sistema y se convirtió en obligatorio en algunos países para evitar el abandono sistemático de mascotas. El estándar internacional emite a 134,5 kHz.

En enero de 2005 la Administración de Drogas y Alimentos de los EEUU (más conocida por sus siglas, FDA) aprobó por primera vez la implantación de chips en seres humanos. Se glosaron las ventajas: servirían para almacenar los datos médicos de cualquier persona, como si se llevara encima un historial médico de varios cientos de folios, evitarían las suplantaciones de personalidad, los actos de terrorismo, se evitaría llevar encima tarjetas de crédito y dinero en efectivo, los niños perdidos serían siempre encontrados, se evitaría el riesgo de ser secuestrado… y así sucesivamente. Hacía veinte años que la implantación de chips se estaba realizando en animales.

Lamentablemente, la FDA no tuvo en cuenta que un porcentaje de los animales de laboratorio, que oscila entre el 1 y el 10%, contraían tumores malignos después de que se les implantaran chips bajo la piel. Como siempre que aparecen estas informaciones las fuentes están viciadas: mientras algunos estudios alertan sobre su peligrosidad, otros sostienen que son inocuos. ¿Lo son? No se podrá estar seguro hasta que no existan estudios sistemáticos independientes. ¿Se realizarán alguna vez? Hace veinte años que se empezaron a comercializar los primeros teléfonos móviles y desde entonces no ha sido posible establecer si las microondas afectan a los usuarios: hay informaciones contradictorios y en todas direcciones. Una mínima norma de sensatez indica que mientras no esté claro el problema, lo mejor es usar lo menos posible el móvil… y no realizarse implantes de chips bajo la piel.

Hasta ahora unos 5.000 norteamericanos han pedido que se les implanten chips RFID. Si se reproduce la proporción de gatos y ratas de laboratorio muertos por tumores malignos, entre 50 y 500 de estos voluntarios deberían morir en los próximos años.

El llamado VeriChip que se les ha implantado tiene el tamaño de un grano de arroz, sus dimensiones son 12 mm de largo y 2,1 mm de diámetro. Se suele inyectar en la parte superior del brazo. Da acceso a un número de identificación que permite conocer automáticamente todo el historial clínico del portador. En mayo de 2002, una familia norteamericana, los Jacobs, implantaron a todos sus miembros microprocesadores VeriChip. A partir de ese momento se les conoció como “Los Chipsons”.

Queda algo por decir. Seguramente lo más importante.

La FDA es supervisada por el Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS) de los EEUU. En 2005, cuando se autorizó la implantación a humanos, el HHS estaba dirigido por Tommy Thompson que tras tomar esa decisión duró apenas quince días más en el cargo. No fue destituido, simplemente dimitió para pasar a formar parte de la dirección del mayor fabricante mundial de chips RFID: más sueldo, más promoción social, más stock-options… ¿y la salud de los usuarios? El negocio es el negocio ¿a quién diablos le importa la salud?

Tommy Thompson, por supuesto, no se ha implantado ningún chip de la empresa que dirige.

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