Info|krisis.- El presente artículo fue publicado en el número ¿18? de la revista IDENTIDAD, allá por 2009 y firmado con seudónimo (que, evidentemente, era mío). No se trataba de un artículo alarmista sino bien fundado en hechos objetivos. Desde entonces esa tendencia a los implantes mediante tecnología RFID ha seguido aumentando. Hoy el artículo es, quizás, más actual que cuando se publicó por primera vez.
Pueden producir cáncer y su control es inseguro.
En la conocida discoteca
de Barcelona, Baja Beach, desde 2006 los clientes selectos tienen la
posibilidad de implantarse un chip mediante el cual podrán pagar sus
consumiciones. Cincuenta y cuatro clientes VIP aceptaron este sistema. A partir
de ahora pueden dejar la billetera y el DNI en casa. Periódicamente reaparece la
noticia de que tal o cual gobierno ha aceptado implantar chips en su población.
Se ha dicho incluso que es la mejor arma para combatir el “terrorismo
internacional”. ¿Hace falta que un etarra o un talibán tengan implantados un
chip en salva sea la parte para identificarlos? Es hora de rechazar totalmente
y para siempre la tentación de los implantes de “chips espía”.
Identidad
se ha definido como partidaria de conjugar los avances más vanguardistas
de la ciencia con la tradición ancestral de nuestros pueblos. En principio, la
investigación genética, la criogenia, las biotecnologías, los avances en
computación e inteligencia artificial, la carrera hacia el dominio de la
energía de fusión, todo eso, es globalmente positivo y supone seguir en la ruta
emprendida por nuestra civilización: sería absurdo tener al alcance de la mano
respuestas científicas a nuestros problemas en muchos campos y no recurrir a
ellas por miedo o por no vulnerar dogmas. Pero, claro, en todo hay límites.
Una
cuestión de límites razonables
Si se cuestiona la difusión de semillas
genéticamente modificadas [ver artículo en pag. 31-32], no es tanto porque
hayan sido modificadas en sí mismas, sino porque esa modificación genera
“derechos de propiedad intelectual” (que harían feliz a Tedy Bautista, el big boss de la SGAE). El principio en
este terreno es que toda patente que suponga una mejora general para la
humanidad no puede ser patrimonio de una corporación privada.
Existe otra limitación evidente. Cuando un avance
científico se convierte en peligroso para algún derecho cívico, ese avance debe
ser rechazado. Y no digamos si es peligroso para la salud. Pero hoy, un avance
técnico se lanza al mercado en función de los dividendos que pueda dar a la
corporación propietaria, estando el afán de lucro por encima del derecho a la
salud.
Existen sospechas demasiado fundamentadas de que
determinados productos utilizados en el forro interior de las latas de conserva
generan la muerte de los espermatozoides masculinos y están en la base de los
casos de esterilidad que han crecido desmesuradamente desde que se lanzaron al
mercado, pero ¿para qué crear un problema a las corporaciones químicas, que
figuran sin duda entre las más poderosas del planeta? Se sabe igualmente que
determinadas forma de cáncer y de neumonías están causadas por metabolitos y
residuos tóxicos generados por plaguicidas, funguicidas y vermicidas utilizados
en agricultura, cuando no se respetan los márgenes de seguridad. Después de la
utilización de estos productos, existe un plazo de seguridad para que la planta
absorba los metabolitos. Si la cosecha se realiza antes, el fruto llega al
mercado con esos metabolitos, generando intoxicaciones de diversos tipos en los
consumidores. ¿Pondría usted la mano en el fuego por un campesino chino,
vietnamita o marroquí que produce algo que se comerá a miles de kilómetros de
distancia, en donde existe ni trazabilidad, ni control científico ni técnico
sobre las explotaciones, ni tiene la garantía de que haya respetado los plazos
de seguridad? No lo haga, antes o después se quemaría.
La informática y la miniaturización de sistemas
constituyeron sin duda los mayores avances del último tercio del siglo XX. Desde
entonces, el chip de silicio se ha ido incorporando cada vez más a nuestra vida
cotidiana. Está presente es nuestro coche, en nuestros instrumentos de trabajo,
en nuestros sistemas de comunicaciones, en nuestro ocio, incluso en nuestra
salud. Y es bueno que así sea. Pero una cosa es que esté presente en nuestra
vida cotidiana y otra muy distinta que esté dentro de nosotros mismos.
Si hay una perspectiva condenable en el actual
panorama científico es precisamente el intento de implantar chips en el ser
humano. Hay dos grandes razones para negarse a ello y las dos son de peso.
Dos
razones para un rechazo tajante: No, nunca, jamás
En primer lugar, los chips no son seguros. Las
experiencias que se han realizado en animales (desde principios de los años 90
se implantan chips en los animales domésticos con los datos personales de sus
propietarios) inducen a la duda: es muy posible que los chips implantados
generen cáncer en un porcentaje no desdeñable de estos animales.
En segundo lugar, aun en el supuesto de que los
chips implantados fueran inocuos (lo cual, insistimos, dista mucho de estar
certificado), el problema sería quién gestiona las bases datos y el extraordinario
poder que tendría el saber dónde está cada persona en cada momento, cuál es su
situación y la de sus cuentas bancarias. Es evidente que –salvo que el Estado
aceptara externalizar y privatizar este servicio, lo que dadas las tendencias
actuales no sería nada extraño- la gestión de esas gigantescas bases de datos
correspondería a la propia administración. Y esto es lo grave.
La degeneración del sistema democrático en partidocracia
(gobierno de los partidos que sitúan sus intereses de grupo sobre los intereses
de la comunidad) y de la plutocracia (poder del dinero y de sus gestores en
beneficio del cual gobierna la clase política), hace que estas bases de datos
pudieran ser vendidas o estuvieran abiertas a terceros. Podría ocurrir que las
compañías aseguradoras, simplemente, solicitaran datos genéticos contenidos en
el chip para asegurar solamente a individuos con alta o altísima esperanza de
vida; o que datos sobre nuestras cuentas corrientes fueran a parar a bandas
internacionales de delincuentes; o, simplemente, que estuvieran en poder del
Estado, como si el Estado, en las actuales circunstancias, ofreciera alguna
garantía de honestidad.
Hay que excluir los argumentos conspiranoicos que se
convierten en verdaderas caricaturas y argumentan el rechazo a los implantes de
chips con peregrinas argumentaciones sobre la “marca de la bestia”. Todo es
mucho más simple. Los llamados “chips espías” basados en tecnología RFID, son
inseguros para la salud y nunca habrá garantías suficientes de que el control
sobre sus datos estará siempre a buen recaudo.
Chips
espías: una aplicación bastarda de los circuitos
El término “chip espía” fue acuñado por la
Asociación de Consumidores contra la Enumeración y la Invasión de la Privacidad
(CASPIAN en sus siglas inglesas). El término ha define la tecnología RFID,
siglas de “identificación por
radiofrecuencia”. Las dos mentoras de CASPIAN, Katrine Albretch y Liz
McIntyre publicaron Chips Espías: cómo
las grandes corporaciones y el gobierno planean monitorear cada de sus pasos
con RFID. El libro alcanzó gran éxito y ha sido traducido al castellano.
Describen la acción de chips del tamaño de un grano de arena que pueden ser
rastreados a distancia. Se utilizan en técnicas modernas de espionaje, tanto
para localizar a los propios agentes que mantienen estos chips implantados bajo
su piel (recuérdese la película El
Mensajero del Miedo de Denzel Washington) como situados en objetos cuya
trayectoria se pretende seguir. El libro en cuestión aporta documentación sobre
los planes de grandes corporaciones internacionales (citan específicamente a Wal-Mart y a Procter & Gamble, así como al Servicio Postal de los EEUU). Así mismo, se estos chips ya se
utilizan para transacciones monetarias sin utilización de efectivo y evitando
el uso de tarjetas de crédito.
Los chips RFID permiten almacenar y recuperar datos
remotos almacenados en etiquetas y tags
(etiquetas) RFID. Su propósito es transmitir la identidad del objeto que lo lleva
incorporado, como si se tratara de un número de serie único, mediante ondas de
radio. En algunos objetos comerciales de cierto valor se incorporan estas
etiquetas RFID que tienen la apariencia de pegatina. Los chips “pasivos” no
precisan alimentación eléctrica interna. Al transmitir información por
radiofrecuencia no es preciso que exista una visión directa entre emisor y
receptor.
Estos chips nacieron como alternativa a las
limitaciones de los códigos de barras que pueden contener poca información y no
pueden programados. Los chips RFID, en cambio, pueden transferir información
adaptada a cualquier situación: basta programar el chip antes de su colocación.
Es un viejo sueño de las agencias de seguridad. La
leyenda indica que fue el KGB soviético quien en 1945 ya había diseñado un
dispositivo de escucha secreto. Otros remontan su origen a experimentos
realizados en EEUU durante los años 20 y por los ingleses durante la guerra
mundial. Parece mucho más cierto que a partir de 1960, cuando se dispuso de
transistores, fue posible lograr circuitos relativamente miniaturizados que permitieran
emitir una señal para localizar al portador.
Desde entonces ha llovido mucho. A pesar de que los
transistores supusieron un avance notable en relación a las antiguas válvulas
de vacío, no fue sino hasta la aparición de los chips de silicio cuando la
tecnología RFID irrumpió tal como la conocemos hoy.
Los chips RFID que hemos visto en los comercios son
“pasivos”, esto es, carecen de fuentes de alimentación. Sin embargo, existe
otra variedad con una pequeña batería incorporada. Los pasivos son muy baratos,
apenas 0’30 euros que son siempre cargados en el precio de venta al público de
los productos. Es decir, el consumidor, paga la seguridad de la empresa.
Los “activos” tienen una señal mucho más potente,
pueden trasmitir información a larga distancia y son más eficaces en entornos
hostiles a las radiofrecuencias (agua, metal). Su vida útil puede llegar a 10
años.
Para leer la información contenida en un RFID hace
falta un lector (reader). Sin
embargo, hay dos tipos RFID: los seguros que requieren autentificación del
receptor mediante claves criptográficas y los llamados “promiscuos” que pueden
ser leídos por cualquier reader.
En la actualidad utilizamos muchos de estos RFID en
nuestra vida cotidiana: en el telepago en los peajes de las autopistas, cualquier
suministro tecnológico que nos llega desde el lugar más alejado del planeta
suele tener un chip RFID incorporado que permite que el reader central tenga ubicado en todo momento la situación de ese
envío, en algunas empresas estos productos han sustituido al código de barras y
permiten realizar instantáneamente los inventarios e incluso en la lucha contra
la falsificación de marcas, en sistemas antirrobo y en la propia llave del
automóvil, en el seguimiento de barriles de cerveza, en las bibliotecas en el
interior de libros, control de palés, seguimiento de equipajes en aeropuertos
y, por supuesto, en mascotas. Y aquí es donde han aparecido los problemas.
Mi
mascota muere de cáncer ¿por qué será?
Se convenció a los propietarios de mascotas para que
implantaran un chip a sus animales explicándoles que en caso de pérdida serían
rápidamente localizadas. Luego se generalizó el sistema y se convirtió en
obligatorio en algunos países para evitar el abandono sistemático de mascotas.
El estándar internacional emite a 134,5 kHz.
En enero de 2005 la Administración de Drogas y
Alimentos de los EEUU (más conocida por sus siglas, FDA) aprobó por primera vez
la implantación de chips en seres humanos. Se glosaron las ventajas: servirían
para almacenar los datos médicos de cualquier persona, como si se llevara
encima un historial médico de varios cientos de folios, evitarían las
suplantaciones de personalidad, los actos de terrorismo, se evitaría llevar
encima tarjetas de crédito y dinero en efectivo, los niños perdidos serían
siempre encontrados, se evitaría el riesgo de ser secuestrado… y así
sucesivamente. Hacía veinte años que la implantación de chips se estaba
realizando en animales.
Lamentablemente, la FDA no tuvo en cuenta que un
porcentaje de los animales de laboratorio, que oscila entre el 1 y el 10%,
contraían tumores malignos después de que se les implantaran chips bajo la
piel. Como siempre que aparecen estas informaciones las fuentes están viciadas:
mientras algunos estudios alertan sobre su peligrosidad, otros sostienen que
son inocuos. ¿Lo son? No se podrá estar seguro hasta que no existan estudios
sistemáticos independientes. ¿Se realizarán alguna vez? Hace veinte años que se
empezaron a comercializar los primeros teléfonos móviles y desde entonces no ha
sido posible establecer si las microondas afectan a los usuarios: hay
informaciones contradictorios y en todas direcciones. Una mínima norma de
sensatez indica que mientras no esté claro el problema, lo mejor es usar lo
menos posible el móvil… y no realizarse implantes de chips bajo la piel.
Hasta ahora unos 5.000 norteamericanos han pedido
que se les implanten chips RFID. Si se reproduce la proporción de gatos y ratas
de laboratorio muertos por tumores malignos, entre 50 y 500 de estos
voluntarios deberían morir en los próximos años.
El llamado VeriChip que se les ha implantado tiene el tamaño de un
grano de arroz, sus dimensiones son 12 mm de largo y 2,1 mm de diámetro. Se
suele inyectar en la parte superior del brazo. Da acceso a un número de
identificación que permite conocer automáticamente todo el historial clínico
del portador. En mayo de 2002, una familia norteamericana, los Jacobs,
implantaron a todos sus miembros microprocesadores VeriChip. A partir de ese
momento se les conoció como “Los Chipsons”.
Queda algo por decir. Seguramente lo más importante.
La FDA es supervisada por el Departamento de Salud y
Servicios Humanos (HHS) de los EEUU. En 2005, cuando se autorizó la
implantación a humanos, el HHS estaba dirigido por Tommy Thompson que tras
tomar esa decisión duró apenas quince días más en el cargo. No fue destituido,
simplemente dimitió para pasar a formar parte de la dirección del mayor
fabricante mundial de chips RFID: más sueldo, más promoción social, más
stock-options… ¿y la salud de los usuarios?
El negocio es el negocio ¿a quién diablos le importa la salud?
Tommy Thompson, por supuesto, no se ha implantado
ningún chip de la empresa que dirige.
© Ernesto Milá – info|krisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com –
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