lunes, 29 de julio de 2024

JUEGOS Y VICTORIA - Julius Evola - Revuelta contra el mundo moderno - Cap. XVIII -


En la antigüedad clásica, los juegos –ludi–, por su carácter sagrado, eran otras formas de expresión características de la tradición de la acción.

“Ludorum primum initium procurandis religionibus datum” dijo Tito Vivo. Habría sido peligroso descuidar los sacra certamina, que podían simplificarse si las arcas del Estado estaban vacías, pero no abolirse. La Lex Ursonensis obligaba a duunviros y ediles a celebrar juegos en honor de los dioses. Vitruvio quería que cada ciudad tuviera su propio teatro, deorum immortalium diebus festis ludorum spectationibus [1] y el presidente de los juegos en el Circo Máximo era también originalmente sacerdote de Ceres, Liber y Libera. En cualquier caso, los juegos de Roma siempre estuvieron presididos por un representante de la religión patricia oficial, e incluso se crearon colegios sacerdotales especiales (por ejemplo, los Salii agonali) para determinados juegos. Los ludi estaban tan estrechamente ligados a los templos que los emperadores cristianos se vieron obligados a mantener estos últimos, ya que su abolición habría supuesto la abolición de los juegos: de hecho, como pocas otras instituciones de la antigua Roma, los juegos continuaron mientras duró el Imperio romano[2]. Un ágape, al que se invitaba a los demonios –invitatione daemonum– los clausuraba, con el significado evidente de un rito de participación en la fuerza mística que se les asociada[3]. “Ludi scenici... inter res divinas a doctissimis conscribuntur”, escribió San Agustín[4].

Res divinae, tal era el carácter de lo que podemos equiparar con el deporte y la locura deportiva plebeya de nuestros días. En la tradición helénica, la institución de los juegos más importantes estaba estrechamente vinculada a la idea de la lucha de las fuerzas olímpicas, heroicas y solares contra las fuerzas naturales y elementales. Los Juegos Píticos de Delfos recordaban el triunfo de Apolo sobre Pitón y la victoria de este dios hiperbóreo en su competición con los demás dioses. Los Juegos Nemeos recordaban la victoria de Heracles sobre el león de Nemea. Los Juegos Olímpicos también estaban vinculados a la idea del triunfo de la raza celeste sobre la titánica[5]. Heracles, el semidiós que se alió con los olímpicos contra los gigantes en las gestas a las que se vinculó principalmente su paso a la inmortalidad, habría creado los Juegos Olímpicos[6] al llevarse simbólicamente del país de los hiperbóreos el olivo con el que se coronaba a los vencedores[7]. Estos juegos eran de naturaleza estrictamente masculina. Las mujeres tenían absolutamente prohibido asistir. Además, no puede ser casualidad que en los circos romanos aparecieran números y símbolos sagrados: el tres, en las ternae summitates metarum y en las tres arae trinis Diis magnis potentibus valentibus, que Tertuliano[8] compara con la gran Tríada de Samotracia–; el cinco en las cinco spatia de los circuitos de Domiciano; el doce zodiacal en el número de puertas por las que entraban los carros al principio del Imperio; el siete en el número de juegos anuales en la época de la República, en el número de altares a los dioses planetarios, coronados por la pirámide del sol en el Gran Circo[9], en el número total de vueltas de que se componían las carreras completas, e incluso en el número de “huevos” y “delfines” o “tritones” que se encuentran en cada uno de estos siete curricula [10]. Pero – como señaló Bachofen– el huevo y el tritón aludían a su vez simbólicamente a la dualidad fundamental de las fuerzas del mundo: el “huevo” representaba a la materia generadora que encerraba toda su potencialidad, mientras que el “tritón” o “caballo de mar”, consagrado a Poseidón–Neptuno y que representaba frecuentemente la ola, expresaba el poder fecundador de lo Fálico–Telúrico, del mismo modo que, según una tradición relatada por Plutarco, el flujo de las aguas del Nilo era la imagen de la fuerza fecundadora del macho primordial que regaba a Isis, símbolo de la tierra de Egipto. Esta dualidad se reflejaba también en la propia ubicación de los juegos y de los equiria: Tarquino hizo construir su circo en el valle entre las colinas del Aventino y el Palatino, dedicado a Murcia –una de las divinidades femeninas ctónicas–, y las pistas de los equirias partían de la corriente del Tíber y tenían como metae espadas plantadas en el Campo de Marte[11].

Así, los símbolos heroicos y viriles se encuentran al final, en el τέλος, mientras que en el inicio y en su entorno está el elemento femenino y material de la generación: el agua que fluye y la tierra consagrada a la divinidad ctónica.


La acción se desarrollaba así en un marco de símbolos materiales muy significativos, destinados a dar mayor eficacia al “método y a la técnica mágicos” ocultos en los juegos
[12], que siempre comenzaban con sacrificios y a menudo se celebraban para invocar fuerzas divinas en momentos de peligro nacional. El impulso de los caballos, el vértigo de las carreras hacia la victoria a través de siete circuitos, y comparada, por otra parte, con la carrera del sol al que estaba consagrada[13], evocaba de nuevo el misterio de la corriente cósmica lanzada en el “ciclo de la generación” según la jerarquía planetaria. La muerte ritual del caballo victorioso, consagrado a Marte, estaba vinculada al significado general del sacrificio. Parece que los romanos utilizaban sobre todo la fuerza así liberada para favorecer ocultamente la cosecha, ad frugum eventum. Este sacrificio también puede verse como una réplica del ashvamedha indo–ario, que originalmente era un rito mágico propiciatorio de poder, celebrado en ocasiones extraordinarias, por ejemplo, al iniciarse una la guerra y después de la victoria. Los dos jinetes que entraban en la arena, uno por la puerta oriental y el otro por la occidental para entablar un combate mortal, con los colores originales de las dos facciones, que eran los mismos del huevo cósmico órfico, el blanco simbolizando el invierno y el rojo el verano, o, mejor aún, uno el poder telúrico–lunar, el otro el poder uránico–solar[14], evocaban también la lucha de dos grandes fuerzas elementales. Cada poste de llegada en la arena, meta sudans, se consideraba “viviente”, λίθος έµψυχος; y el altar construido para el dios Consus –un demonio telúrico en espera de la sangre derramada en los juegos sangrientos, o munera– cerca del poste de llegada, altar que sólo se descubría con ocasión de los juegos, parecía ser el punto de irrupción de fuerzas infernales tanto como el “puteal etrusco”, al que obviamente corresponde[15]. En la parte superior, sin embargo, se erigían estatuas de divinidades triunfales, evocando de nuevo el principio uránico opuesto, de modo que el circo, desde cierto punto de vista, se transformaba en un concilio de divinidades –daemonum concilium [16]– cuya presencia invisible era, además, ritualmente atestiguada por asientos que quedaban vacíos[17]. Así, lo que parecía, por una parte, el desarrollo de una acción atlética o escénica, era, por otra, una evocación mágica que implicaba un riesgo efectivo en un orden de realidades mucho más vasto que el de la vida de los participantes en los certamina, cuyo éxito renovaba y reavivaba en el individuo y en la comunidad la victoria de las fuerzas uránicas sobre las fuerzas infernales, hasta el punto de convertirse en un principio de “fortuna”. Los juegos apolinareos, por ejemplo, se instituyeron durante las guerras púnicas para defenderse del peligro profetizado por el oráculo. Se repitieron para alejar una plaga, tras lo cual se convirtieron en objeto de celebraciones periódicas. Del mismo modo, durante la ceremonia que precedía a los juegos, conocida como “pompa”, los atributos –exuviae– de los propios dioses capitolinos, protectores de la romanidad, eran llevados solemnemente desde el Capitolio hasta el circo en carros consagrados; y principalmente esta ceremonia se realizaba con los exuviae Iovis Optimi Maximi, que eran también signos del poder real, de la victoria y del triunfo: el rayo, el cetro coronado por el águila, la corona de oro, como si el poder oculto de la propia soberanía romana asistiera o participara en los juegos que se le dedicaban, ludi romani. El magistrado elegido para presidir los juegos encabezaba la procesión portando los símbolos divinos bajo la apariencia de un triunfador, rodeado de su gens, un esclavo público le sostenía una corona de roble adornada con oro y diamantes. Además, es probable que la cuadriga se utilizara originalmente en los juegos como atributo de Júpiter y al mismo tiempo como insignia de la realeza triunfal: una antigua cuadriga de origen etrusco conservada en un templo capitolino era considerada por los romanos prenda de su futura prosperidad[18].


Esto explica por qué se pensaba que, si los juegos no se realizaban de forma conforme a la tradición, era como si se hubiera alterado un rito sagrado: si la representación se veía perturbada por un accidente o interrumpida por cualquier motivo, si se habían violado los ritos relacionados, se consideraba una fuente de desgracias y una maldición, y había que repetir los juegos para “apaciguar” a las fuerzas divinas[19]. Por otra parte, existe una leyenda según la cual el pueblo que, durante un ataque inesperado del enemigo, había abandonado los juegos para tomar las armas, encontró a su adversario puesto en fuga por una fuerza sobrenatural que se reconocía como determinada por el rito del juego dedicado a Apolo el salvador, juego que no se había interrumpido mientras tanto[20]. Y aunque los juegos se dedicaban a menudo a “victorias” consideradas como personificaciones de la fuerza triunfante, su finalidad misma era renovar la vida y la presencia de esta fuerza, alimentarla con nuevas energías, despertadas y formadas en la misma línea. Por ello es comprensible, si nos referimos concretamente a los certamina y munera, que el vencedor pareciera asumir un carácter divino e incluso apareciera, en ocasiones, como la encarnación temporal de una divinidad. En Olimpia, en el momento del triunfo, el vencedor era precisamente reconocido como una encarnación del Zeus local y la aclamación dirigida al gladiador pasó incluso a la antigua liturgia cristiana: είς αίώνας άπ΄αίώνος [21].

En realidad, también hay que tener en cuenta el valor que el acontecimiento podía tener, internamente, para el individuo, aparte del valor ritual y mágico que tenía para la comunidad. A este respecto, habría que repetir más o menos lo que ya hemos dicho sobre de la guerra santa: la embriaguez heroica de la competición y de la victoria, ritualmente orientada, se convertía en una imitación de ese impulso superior y más puro que permite al iniciado vencer a la muerte, o encaminarse hacia ella. Esto explica las frecuentes referencias a la lucha, los juegos del circo y las figuras victoriosas en el arte funerario clásico: estas referencias eran análogas a las melior spes del difunto, eran la expresión sensible del tipo de acto que mejor podía permitirle vencer al Hades y obtener, de forma coherente con la vía de la acción, la gloria de la vida eterna. Así, en toda una serie de sarcófagos, urnas y bajorrelieves clásicos se encuentran siempre imágenes de una “muerte triunfal”: Victorias aladas abren las puertas de la región del más allá, o sostienen el medallón del difunto, o la coronación con el semper virens que ciñe las cabezas de los iniciados[22]. En la celebración pindárica de la divinidad de los luchadores triunfantes, en Grecia, los Enagogos y Promakis eran representados como divinidades místicas que conducen las almas a la inmortalidad. A la inversa, en el orfismo, toda victoria, Nikè, se convertía en el símbolo de la victoria del alma sobre el cuerpo, y se llamaba “héroe” a la persona que obtenía la iniciación, el héroe de una lucha dramática e incesante. Lo que, en el mito, expresa la vida heroica, se presenta como modelo de la vida órfica: por eso Heracles, Teseo, los Dioscuros, Aquiles, etc. son designados, en las imágenes funerarias, como iniciados órficos, mientras que la tropa de iniciados se llama στρατός, milicia, y µνασίστρατος al hierofante del misterio. Luz, victoria e iniciación se representan juntas, en Grecia, en numerosos monumentos simbólicos. Helios, como sol naciente, o Aurora, es Nikè y tiene un carro triunfal: y Nikè es Teletè, Mystis y otras deidades u otras personificaciones del renacimiento trascendente[23]. Pasando de lo simbólico y esotérico a lo mágico, cabe señalar que las competiciones y danzas de guerra celebradas en Grecia a la muerte de los héroes (y que en Roma correspondían a los juegos que acompañaban los funerales de los grandes) tenían por objeto despertar una fuerza mística salvadora capaz de acompañarlos y fortalecerlos durante la crisis de la muerte. Y después, a menudo se rendía culto a los héroes repitiendo periódicamente las competiciones que habían seguido a sus funerales[24].

Todos estos ejemplos pueden considerarse característicos de la civilización tradicional vista en términos de acción y no de contemplación: la acción como espíritu y el espíritu como acción. Por lo que respecta a Grecia, recordemos que en Olimpia la acción en forma de “juegos” cumplía una función unificadora que trascendía las particularidades de los estados y las ciudades, similar a la que ya hemos visto manifestada en forma de acción como “guerra santa”, por ejemplo, en el fenómeno supranacional de las Cruzadas o, en el Islam, durante el periodo del primer Califato.

No faltan elementos que prometen captar el aspecto más interior de estas tradiciones. Se ha señalado que, en la Antigüedad, las nociones de alma, doble o demonio, luego de Furia o Erinia, y por último de diosa de la muerte y diosa de la victoria se fundían a menudo en una sola noción, hasta el punto de dar lugar a la idea de una divinidad que era, al mismo tiempo, diosa de las batallas y elemento trascendental del alma humana[25].

Es el caso, por ejemplo, de la fylgja (nórdica) y de la fravashi (irania). La fylgja, que literalmente significa “la acompañante”, se concebía como una entidad espiritual que reside en todo ser humano y que incluso puede verse en determinadas circunstancias excepcionales, como en el momento de la muerte o de un peligro mortal. Se confunde con el hugir, que equivale al alma, pero que también es una fuerza sobrenatural –fylgjukema– el espíritu del individuo así como de su estirpe (como kyn–fylgja). La fylgja suele corresponder a la valquiria, como entidad del “destino”, que conduce al individuo a la victoria y a la muerte heroica[26]. Lo mismo ocurre con las fravashi de la antigua tradición irania: son diosas terribles de la guerra, que traen la fortuna y la victoria[27]; mientras que también aparece como la “potencia interior de cada ser, la que lo sostiene y hace nacer y subsistir” y “como el alma permanente y divinizada de los muertos”, en relación con la fuerza mística del tronco, como en la noción hindú de pitr y la noción latina de mânes[28].


Ya hemos hablado de esta especie de vida de la vida, del poder profundo de la vida que se esconde detrás del cuerpo y de las manifestaciones de la conciencia finita. Basta señalar aquí que el demonio, o doble, trasciende cada una de las formas personales y particulares en que se manifiesta; por eso, el paso brusco del estado ordinario de conciencia individuada al del demonio como tal significaría generalmente una crisis destructiva, crisis y destrucción que se verifican efectivamente con la muerte. Sin embargo, si concebimos que, en circunstancias especiales, el doble puede, por así decirlo, irrumpir en el yo y hacerse sentir completamente ante él en su trascendencia destructiva, el sentido de la primera asimilación se aclara: el doble, o demonio del hombre, se identifica con la divinidad de la muerte, que se manifiesta, por ejemplo, como una valquiria, en el momento de la muerte o del peligro mortal. En la ascesis religiosa y mística, la “mortificación”, la renuncia al Ego, el impulso de sumisión a Dios, son los medios preferidos para provocar y superar la crisis que acabamos de mencionar. Pero sabemos que la otra vía es la exaltación activa, el despertar del elemento “acción” en estado puro. En las formas inferiores, la danza se utilizaba como método sagrado para atraer a las divinidades y a los poderes invisibles y hacerlos manifestarse a través del éxtasis del alma. Tal es el tema chamánico, bacanal, menádico o coribántico. Incluso Roma tenía danzas sagradas sacerdotales con los Lupercos y los Arvales; el tema del himno de los Arvales: “¡Ayúdanos, Marte, danza, danza!” muestra claramente la relación entre la danza y la guerra, consagrada a Marte[29]. La vida del individuo, desencadenada por el ritmo, se injertaba en otra vida, surgida de la raíz abisal de la primera, y los lares, lares ludentes o Curetes[30], las Furias y Erinias, las entidades espirituales salvajes cuyos atributos son casi similares a los de Sagreus: “Gran cazador–que–lleva–todas–las–cosas”, son sus dramatizaciones. Se trata, pues, de formas en las que el diablo aparece en su formidable y activa trascendencia. En el nivel más alto están los juegos públicos como la munera, los juegos sagrados, y más allá, la guerra. Como sabemos, el vértigo lúcido del peligro y el ímpetu heroico nacidos de la lucha, de la tensión por vencer (en los juegos, pero sobre todo en la guerra) ya se consideraban la base de una experiencia análoga: parece, además, que la etimología de ludere [31] implica la idea de desatar, lo que debe asimilarse, esotéricamente, a la virtud que poseen las experiencias de este tipo para liberar los lazos individuales y poner al desnudo las fuerzas más profundas. De ahí la segunda asimilación, la que identifica al doble y a la diosa de la muerte no sólo con las Furias y las Erinias, sino también con las diosas de la guerra, las Valquirias, tempestuosas doncellas de batalla que inspiran mágicamente “terror y pánico al enemigo –herfjôturr– y las terribles y todopoderosas fravashi, que atacan impetuosamente”.

Finalmente, se transformaron en figuras como la Victoria o Nikè, lar victor, lar martis et pacis triumphalis, los lares considerados en Roma como los “semidioses que fundaron la ciudad y constituyeron el Imperio”[32]. Esta nueva transformación corresponde al feliz desenlace de estas experiencias. Así como el doble significa el poder profundo que yace latente en relación con la conciencia exterior, así como la diosa de la muerte dramatiza la sensación provocada por la manifestación de este poder, principio de crisis para la esencia misma del yo finito, así como las Furias o Erinias o lares ludentes reflejan las modalidades de uno de sus particulares arrebatos y su irrupción…, así la diosa Victoria y el lar vencedor expresan el triunfo que se obtiene sobre él, el hecho de que “dos se hayan convertido en uno”, el paso triunfal al estado que se encuentra más allá del peligro de los éxtasis y las disoluciones en la forma, propio de la fase frenética y pandémica de la acción.

Además, allí donde los actos del espíritu se desarrollan –a diferencia de lo que ocurre en el reino del ascetismo contemplativo– en el cuerpo de acciones y hechos reales, puede establecerse un paralelismo entre lo físico y lo metafísico, entre lo visible y lo invisible, y estos actos pueden aparecer como la contrapartida oculta de batallas o competiciones que tienen, como coronación, una victoria real. La victoria material se convierte entonces en la manifestación visible de un hecho espiritual correspondiente que la determinó a lo largo de los caminos, una vez aún abiertos, recorridos por las energías que vinculan lo interior a lo exterior: aparece como el signo real de una iniciación y de una epifanía mística ocurridas en el mismo momento. Las Furias y la Muerte materialmente enfrentadas por el guerrero y el caudillo se encuentran con ellas simultáneamente en el interior del espíritu, bajo la forma de peligrosas emergencias de los poderes de la naturaleza abisal. Al triunfar sobre ellas, obtienen la victoria[33]. Por eso, según las tradiciones clásicas, toda victoria adquiría un sentido sagrado; y en el emperador, en el héroe, en el caudillo victorioso aclamado en el campo de batalla –como también en el vencedor de los juegos sagrados– se sentía de pronto la manifestación de una fuerza mística que transformaba y los “transhumanizaba”. Una de las costumbres guerreras de los romanos, que puede tener un significado esotérico, consistía en izar al vencedor sobre escudos. De hecho, Ennio ya había comparado el escudo con la bóveda celeste –altisonum coeli clupeum– consagrada en el templo del Júpiter olímpico. En el siglo III, en Roma, el título de “imperator” se confundió con el de “vencedor”, y la ceremonia del triunfo “era más que un espectáculo militar, una ceremonia sagrada en honor del dios supremo capitolino. El triunfador aparecía como una imagen viva de Júpiter, que depositaba en sus manos el laurel triunfal de su victoria. El carro triunfal era un símbolo de la cuadriga cósmica de Júpiter, y las insignias del líder correspondían a las del dios[34]. El simbolismo de las “Victorias”, valquirias o entidades similares, que conducen a los “cielos” las almas de los guerreros caídos, o el de un héroe triunfante que, como Heracles, recibe de Nikè la corona de los que participan de la indestructibilidad olímpica, se hace entonces evidente, y completa lo dicho sobre la guerra santa: aquí nos encontramos precisamente en un orden de tradiciones donde la victoria adquiere un sentido de inmortalización similar al de la iniciación y se presenta como la mediadora, bien de una participación en lo trascendente, bien de su manifestación en un cuerpo de poder. La idea islámica de que los guerreros muertos en la “guerra santa” –yihad– nunca están realmente muertos[35] se relaciona con el mismo principio.

Una última observación. La victoria de un jefe era considerada a menudo por los romanos como una deidad independiente –numen– cuya misteriosa vida se convertía en el centro de un culto especial. Y se celebraban festivales, juegos sagrados, ritos y sacrificios para renovar su presencia. La Victoria Caesaris es el ejemplo más conocido[36]. Como toda victoria equivalía a una acción iniciática o “sacrificial”, se pensaba que daba nacimiento a una entidad en adelante separada del destino y de la individualidad particular del hombre mortal que la había engendrado, entidad que podía establecer una línea de influencias espirituales especiales, al igual que la victoria de los antepasados divinos, de la que ya hemos hablado ampliamente. Sin embargo, como en el caso del culto a los antepasados divinos, estas influencias debían ser confirmadas y desarrolladas por ritos que actuaban según las leyes de la simpatía y la analogía. Por esta razón, era sobre todo a través de juegos y competiciones como se celebraban periódicamente las victoriae, en tanto que numina. La regularidad de este culto agonístico, establecido por la ley, podía estabilizar eficazmente una “presencia”, dispuesta a sumarse ocultamente a las fuerzas de la raza para conducirlas hacia un desenlace de “fortuna”, hacer nuevas victorias mediante la revelación y el refuerzo de la energía de la victoria original. Así, en Roma, con la celebración del César muerto confundida con la de su victoria, y con juegos regulares dedicados a la Victoria Caesaris, era posible ver en él a un “vencedor perpetuo”[37].

En términos más generales, el culto a la Victoria, que se cree que se remonta a la prehistoria[38], puede considerarse el alma secreta de la grandeza y la fides romanas. En tiempos de Augusto, la estatua de la diosa Victoria había sido colocada en el altar del Senado romano, y era costumbre que cada senador, al dirigirse a su escaño, se acercara a este altar para quemar un grano de incienso. De este modo, este poder parecía presidir invisiblemente las deliberaciones de la curia: también se extendían las manos hacia su imagen cuando, al acceder un nuevo príncipe, el pueblo le juraba fidelidad, y cada año, el 3 de enero, cuando se hacían solemnes votos por la salud del Emperador y la prosperidad del Imperio. Este fue el culto romano más duradero y el que más tiempo resistió al cristianismo[39].

De hecho, puede decirse que los romanos nunca tuvieron una creencia más viva que la creencia según la cual las fuerzas divinas había hecho la grandeza de Roma y habrían sostenido la aeternitas [40]. En consecuencia, si se quería ganar una guerra materialmente, había que ganarla –o al menos favorecerla– místicamente. Tras la batalla de Trasimeno, Fabio dijo a sus soldados: “Vuestra culpa reside más en haber descuidado los sacrificios y desoído las advertencias de los augures, que en haber carecido de valor o habilidad”[41]. También era un artículo de fe que una ciudad no podía ser tomada a menos que se favoreciera el que su dios tutelar la abandonara[42]. Ninguna guerra comenzaba sin sacrificios, y un colegio especial de sacerdotes –los fetiales– se encargaba de los ritos de guerra. La base del arte militar de los romanos era que no estaban obligados a luchar si los dioses estaban en su contra[43]. Temístocles ya había dicho: “No somos nosotros, son los dioses y los héroes quienes han llevado a cabo estas empresas”. Así que, una vez más, el verdadero centro se encontraba en lo sagrado. Las acciones sobrenaturales estaban llamadas a apoyar las acciones humanas, a transfundir en ellas el poder místico de la Victoria[44].

Tras haber hablado de la acción y del heroísmo como valores tradicionales, es necesario subrayar la diferencia que los separa de las formas que, con raras excepciones, adoptan hoy en día. La diferencia reside, una vez más, en el hecho de que estos últimos carecen de la dimensión de la trascendencia; consiste, por tanto, en una orientación que, incluso cuando no está determinada por el puro instinto y el impulso ciego, no conduce a ninguna “apertura” e incluso engendra cualidades que sólo sirven para reforzar el “Yo físico” en un esplendor oscuro y trágico. Los valores ascéticos en el sentido estricto del término muestran un debilitamiento similar –que priva a la ascesis de todo elemento iluminador– en la transición del concepto de ascetismo al de ética, especialmente cuando se trata de doctrinas morales, como es el caso de la ética kantiana y, en cierta medida, de la estoica. Toda moral –cuando se trata de una de sus formas superiores, es decir, la llamada “moral autónoma” no es más que una ascesis secularizada. Pero entonces no es más que un fragmento superviviente, y aparece desprovista de todo fundamento real. Así es como la crítica de los “espíritus libres” modernos, hasta Nietzsche, ha hecho de las suyas con los valores e imperativos de lo que impropiamente se llama moral tradicional (impropiamente, porque, una vez más, en una civilización tradicional, la moral como dominio autónomo no existía). Por lo tanto, era inevitable que descendiéramos a un nivel aún más bajo, que abandonáramos la moral “autónoma”, categóricamente imperativa, a una moral utilitarista y “social”, marcada, como tal, por una relatividad y una contingencia fundamentales.


Del mismo modo que el ascetismo en general, el heroísmo y la acción, cuando no tienen por objeto reconducir la personalidad a su verdadero centro, no tienen nada en común con lo que se glorificaba en el mundo de la Tradición, no son más que una “construcción” que empieza y termina en el hombre y no tiene, por ello, ningún sentido ni ningún valor, fuera de la sensación, de la exaltación y del frenesí impulsivo. Este es, casi sin excepción, el caso del culto moderno a la acción. Incluso cuando no todo se reduce a un cultura de reflejos, a un control casi deportivo de reacciones elementales, como en la mecanización a ultranza de las formas modernas de acción, incluida sobre todo la propia guerra, es prácticamente inevitable que allí donde se produzcan experiencias existencialmente “fronterizas”, siempre habrá hombres sólo para deleitarse incestuosamente en ellas; es más, el plano se desplaza a menudo hacia el de las fuerzas colectivas subpersonales, cuya encarnación es alentada por los “éxtasis” vinculados al heroísmo, el deporte y la acción.

El mito heroico basado en el individualismo, el voluntarismo y el superhumanismo” representa, en la época moderna, una desviación muy peligrosa. Según este mito, el individuo, cortando toda posibilidad de desarrollo extraindividual y extrahumano, asume, por una construcción diabólica, el principio de su pequeña voluntad física como punto de referencia absoluto, y ataca al fantasma exterior oponiéndole la exacerbación del fantasma de su Yo. No deja de ser irónico que, ante esta locura contaminadora, quienes ven el juego que juegan estos pobres hombres, más o menos heroicos, vuelvan a pensar en el consejo de Confucio según el cual “es deber de todo hombre razonable preservar la vida para desarrollar las únicas posibilidades que hacen al hombre verdaderamente digno de ese nombre”[45]. Pero el hecho es que el hombre moderno necesita estas formas de acción degradadas o profanadas como una especie de narcótico: las necesita para escapar del sentimiento de vacío interior, para sentirse a sí mismo, para encontrar, en las sensaciones exasperadas, un sustituto de un verdadero sentido de la vida.  Una de las características de la “edad oscura Occidental” es una especie de agitación contaminadora que sobrepasa todos los límites, que crece de fiebre en fiebre y despierta siempre nuevas sonrisas de embriaguez y vértigo.

Antes de seguir adelante, mencionaremos un aspecto del espíritu tradicional que interfiere en el ámbito del Derecho, y que, en parte, está relacionado con los puntos de vista que acabamos de exponer. Se trata de las ordalias y los “juicios de Dios”.

La experiencia de la acción decisiva –experimentum crucis– se ha buscado a menudo como prueba de la verdad, el derecho, la justicia y la inocencia. Del mismo modo que tradicionalmente se reconocía a la ley un origen divino, se consideraba que la injusticia era una infracción de la ley divina que podía comprobarse por el resultado de una acción humana debidamente dirigida. Era costumbre germánica poner a prueba la voluntad divina mediante el uso de las armas, por medio de un oráculo sui generis en el que la acción servía de mediadora. Una idea similar sirvió de fundamento originario al duelo. Basada en el principio: de coelo est fortitudo (Annales Fuldenses), esta práctica se extendió a veces incluso a estados y naciones en conflicto. La batalla de Fontenoy en 841 aún se consideraba un “juicio de Dios” para decidir la legítima reclamación de dos hermanos a la herencia del reino de Carlomagno. Cuando se libraba una batalla con este espíritu, se regía por normas especiales: por ejemplo, se prohibía al vencedor apoderarse de botín y explotar territorialmente el éxito estratégico, y ambos bandos debían cuidar por igual de todos los heridos y muertos. Además, según la concepción general que prevaleció hasta el final del periodo franco–carolingio, incluso sin la idea consciente de prueba, la victoria o la derrota se vivían como signos venidos de lo alto que revelaban justicia o injusticia, verdad o falsedad[46]. A través de la leyenda de la batalla entre Roldán y Ferragus y de temas similares de la literatura caballeresca, podemos ver que la Edad Media llegó a hacer de la prueba de las armas el criterio de la fe más verdadera.

En otros casos, la prueba de la acción consistía en provocar un fenómeno extra–normal. Esto ya se practicaba en la Antigüedad clásica. Existe, por ejemplo, la tradición romana de una virgen vestal sospechosa de sacrilegio, que demostró su inocencia transportando agua en un colador desde el Tíber. No sólo en las formas degeneradas que han sobrevivido entre los salvajes se acostumbra a retar al culpable que niega el acto del que se le acusa, a tragar un veneno o un fuerte agente vomitivo, por ejemplo, considerándose justificada la acusación si la sustancia produce los efectos habituales. En la Edad Media europea, ordalías similares –no ser dañado por hierros al rojo vivo o por agua hirviendo–, que debían afrontarse voluntariamente, aparecían no sólo en el ámbito de la justicia temporal, sino en el propio plano sagrado: los monjes, e incluso los obispos, aceptaban este criterio como prueba de la verdad de sus afirmaciones doctrinales[47]. La propia tortura, concebida como medio de inquisición, estaba a menudo vinculada en su origen a la idea del “juicio de Dios”: se creía que un poder casi mágico estaba ligado a la verdad; se estaba convencido de que ninguna tortura podía derribar la fuerza interior de un inocente y de quien afirmaba la verdad.

La conexión entre todo esto y el carácter místico tradicionalmente reconocido de la “victoria” es evidente. En estos juicios, incluido el de las armas, se trataba de “llamar a Dios por testigo”, de obtener de él un signo sobrenatural que sirviera de sentencia. De las ingenuas representaciones teístas de este tipo se puede volver a la forma más pura de la idea tradicional, según la cual la verdad, el derecho y la justicia aparecen, en última instancia, como manifestaciones de un orden metafísico concebido como realidad, que el estado de verdad y justicia en el hombre tiene el poder de evocar objetivamente. La idea del supramundo como realidad en sentido eminente, por tanto superior a las leyes naturales, y capaz de manifestarse aquí y allá siempre que el individuo le abra el camino, sobre todo entregándose a él de manera absoluta y desindividualizada, según el puro espíritu de la verdad, y entrando entonces en ciertos estados psíquicos (como el estado ya descrito de la competición heroica que “desata”, o la tensión extrema de la prueba y del peligro afrontado) que sirven –por así decirlo– para abrir circuitos humanos cerrados a circuitos más amplios, que implican la posibilidad de efectos insólitos y aparentemente milagrosos, esta idea, decimos, sirve para explicar y dar sentido propio a las tradiciones y costumbres que hemos relatado: a su nivel, verdad y realidad, poder y derecho, victoria y justicia, eran una misma cosa, cuyo verdadero centro de gravedad, una vez más, residía en lo sobrenatural.

Por el contrario, estas opiniones sólo pueden aparecer como pura superstición allí donde el “progreso” ha privado sistemáticamente a la virtud humana de toda posibilidad de vincularse objetivamente a un orden superior. Puesto que la fuerza del hombre se concibe del mismo modo que la de un animal, es decir, como una facultad de acción mecánica en un ser que no está vinculado por nada a lo que le trasciende como individuo, la prueba de fuerza no puede tener ya, evidentemente, ningún sentido, y el resultado de cualquier competición se vuelve totalmente contingente, sin relación posible con un orden de los “valores”. La transformación de la idea de verdad, de derecho y de justicia en abstracciones o convenciones sociales; el olvido de esa sensación que permitía decir, en la India aria, que “la tierra se fundamenta  sobre la verdad”, satyena uttabhitâ bhumih; la destrucción de toda percepción de los “valores” como apariciones objetivas –casi físicas, diríamos, del mundo de la suprarrealidad en el tejido de la contingencia– hacen natural preguntarse cómo la verdad, el derecho y la justicia han podido influir en el determinismo de fenómenos y hechos que la ciencia, al menos hasta ayer, declaraba no susceptibles de modificación[48]. Por el contrario, hoy es a los discursos altisonantes y confusos de los legisladores, a las laboriosas destilaciones de los códigos, a los artículos de derecho “iguales para todos”, que los Estados secularizados y la plebe coronada han hecho todopoderosos, a todo esto, por el contrario, es a lo que debemos entregar la tarea de decidir lo que es verdadero y justo, inocente y culpable. La soberbia, intrépida y supraindividual seguridad con que el hombre tradicional, armado de fe y de hierro, se alzaba contra la injusticia, la inquebrantable firmeza espiritual que afirmaba a priori y absolutamente en una fuerza sobrenatural inaccesible al poder de los elementos, de las sensaciones e incluso de las leyes naturales, esto, por el contrario, es “superstición”.

A la disolución de los valores tradicionales le sigue, también aquí, su inversión. No se trata de otra cosa, en efecto, allí donde el mundo moderno hace profesión de “realismo” y parece asumir la idea de la identidad de la victoria y el derecho con el principio: “la fuerza hace el derecho”. Puesto que aquí hablamos de fuerza en el sentido más material –e incluso, si nos referimos a las formas más recientes de guerra, en el sentido directamente arimánico, porque el potencial técnico e industrial se ha convertido aquí en el factor absolutamente decisivo–, hablar hoy en día de “valores” y de derecho es pura retórica. Pero es precisamente esa retórica la que se moviliza, con grandes frases e hipócritas proclamaciones de principios, como un medio más al servicio de una brutal voluntad de poder. Este es un aspecto particular de la agitación general de la era moderna, que volveremos a discutir en su momento.



[1] Referencias de A. Piganiol, Recherches sur les jeux romains, Estrasburgo, 1923, pp. 124–. 137.

[2] Cf. G. Boissier, La fin du paganisme, París, 1891, v. I, pp. 95–96; v. II, pp. 197, ss.

[3] Dion Casio, LI, 1.

[4] San Agustín, Civ. Dei, IV, 26.

[5] Cf. Pausanias, V, 7, 4; L. Preller, Griechische Mythologie, Berlín, 1872, v. I, p. 49.

[6] Cf. Píndaro, OI., III, ss; X, 42, ss; Diodoro, IV, 14.

[7] Cf. Píndaro, OI, III, 13 ss; Plionio, Nat. Hist. XVI, 240.

[8] Tertuliano, De Spect, VIII.

[9] Lidio, De Mensibus, I, 4; I, 12.

[10] L. Friedlaender, Die Spiele, en apéndice a Marquardt, cit. v. II, pp. 248, 283, 286–9; J.J. Bachofen, Urreligion und antike Symbole, Leipzig, 1926, v. I, pp. 343, 329–347. El innegable simbolismo de los diversos detalles constructivos de los circos romanos es una de las huellas de la presencia de un saber “sagrado” en el antiguo arte de los constructores.

[11] Véase Bachofen, op. cit. v. I, pp. 340–342.

[12] Piganiol, op. cit. p. 149 y ss.

[13] Piganiol, op. cit. p. 143. Antiguamente, el dios Sol tenía su templo en el centro del estadio, y eran sobre todo las carreras cíclicas las que se dedicaban a este dios, representado como el conductor del carro solar. En Olimpia había doce hileras dodekagnamptos (cf. Píndaro, OI., 11, 50)– no sin relación con el Sol en el Zodíaco, y Casiodoro (Var. Ep., 111, 51) dice que el circo romano representaba el curso de las estaciones.

[14] Cf. Piganiol, op. cit, pp. 141, 136; Bachofen, Urreligion, cit, v. I, p. 474. Se ha señalado con acierto que estos juegos romanos corresponden a tradiciones similares de otros diversos linajes arios. En el festival Mahâvrata, celebrado en la antigua India en el solsticio de invierno, un representante de la casta ârya, blanca y divina, luchaba contra un representante de la oscura casta shûdra por la posesión de un objeto simbólico que representaba al sol (cf. von Schroder, Arische Religion, v. 11, p. 137; Weber, Indisch. Stud, v. X, p. 5). La lucha periódica de dos caballeros, uno sobre un caballo blanco, el otro sobre un caballo negro, en torno a un árbol simbólico, es el tema de una antigua saga nórdica (cf. Grimm, Deutsche Myth., cit. v. I I, p. 802).

[15] Cf. Bachofen, Urreligion, v. I, pp. 343ss; Piganiol, Op. cit, pp. 1–14.

[16] Tertuliano, De Spect, VIII.

[17] Pifaniol, op. cit. p. 139.

[18] Cf. Preller, Rôm. Myth, cit. pp. 128–9, 197, ss.

[19] Véase Friedlaender, op. cit. p. 251.

[20] Macrobio, 1, 17, 25. Fue Platón quien dijo: “La victoria que obtienen [los vencedores de los Juegos Olímpicos] es la salvación de toda la ciudad” (Rép., 465 d).

[21] Tertuliano, De Spect, XXV.

[22] Cf. Piganiol, Op. cit. pp. 118–119; Rodhe, Psyché, v. 1, p. 218.

[23] Bachofen, Urreligion, v. I, pp. 171–2, 263, 474, 509; Versuch über die Grabersymbolik der Alten, Basilea, 1925, passim.

[24] Cf. Rohde, Psyché, v. I, pp. 18–20, 153.

[25] Véase Piganiol, op. cit. pp. 118–117.

[26] Cf. Golther, Germ. Myth, cit. pp. 98–99, 109–111.

[27] Yasht, XIII, 23–24, 66–67.

[28] Cf. S. Darmesteter, Avesta, en Libros Sagrados de Oriente, Yasht, p. 179.

[29] El nombre de otro colegio sacerdotal, los salios, suele derivar de salire o saltare. Cf. la expresión de Djelaleddin El–Rûmi (apud ROHDE, v. II, p. 27): “Quien conoce el poder de la danza habita en Dios, pues sabe cómo es el amor que mata”.

[30] Cf. Saglio, Dict. Ant. v. VI, p. 947. Los  curetes, danzantes armados orgiásticos – arkestères aspidephbroi, – eran considerados seres semidivinos y profetas con poderes de iniciadores y “alimentadores del niño” –pandotréphoi– (cf. J.E. Harrison, Themis, Cambridge, 1912, pp. 23–27) es decir, el nuevo principio que nace a la vida a través de estas experiencias.

[31] Cf. Brugman, Indogerman. Forschungen, XVII, 433.

[32] Saglio, Dict. ant. v. VI, p. 944.

[33] La concepción nórdica de que las valquirias son las que ganan las batallas –ratha sigri (cf. Grimm, Deutsche Myth., I, p. 349)– expresa la idea de que son precisamente estos poderes los que deciden la batalla, y no las fuerzas humanas en el sentido estricto e individualista del término. La idea de la manifestación de un poder trascendente –como a veces la voz del dios Fauno que se oye de repente en el momento de la batalla y es capaz de llenar de pánico al enemigo– se encuentra a menudo en época romana (cf. Preller, Rôm. Myth, p. 337), así como la idea de que el sacrificio de un jefe es a veces necesario para actualizar plenamente este poder, según el sentido general de los asesinatos rituales (cf. Introduz. alla magia, v. III, pp. 246, ss.): es el rito de la devotio, el holocausto del líder para desatar las fuerzas inferiores y el genio del terror contra el enemigo, y también aquí, cuando sucumbe (por ejemplo, en el caso del cónsul Decio), se manifiesta el horror pánico correspondiente al poder liberado fuera del cuerpo (cf. Preller, Op. cit, pp. 466–67), que debe compararse con herljôturr, el terror infundido mágicamente al enemigo por las valquirias desencadenadas (cf. Golther, Op. cit., p. 111). Un último eco de significados de este tipo lo encontramos en los kamikazes japoneses utilizados durante la última guerra mundial: sabemos que el nombre de estos pilotos suicidas lanzados contra el enemigo significa “el viento de los dioses” y remite, en principio, a un orden de ideas similar.

[34] Cf. Preller, op. cit. pp. 202–5.

[35] Un enigmático testimonio del Corán (II, 149, cf. III, 163) afirma precisamente: “No llaméis muertos a los que fueron muertos en el camino de Dios; no, al contrario, están vivos aunque no os deis cuenta. “Esto, además, corresponde a la enseñanza de Platón (Rep. 468 e) según la cual ciertos muertos, muertos en la guerra, son uno con la raza dorada que, según Hesíodo, nunca está muerta, sino que subsiste y vela, invisible.

[36] Cf. Piganiol, Jeux Rom, cit, pp. 124, 147, 118.

[37] Cf. Dion Casio. XLV, 7.

[38] Cf. Dionisio de Alicarnaso, 1, 32, 5.

[39] Cf. Boissier, La fin du paganisme, cit, v. II, pp. 302, ss.

[40] Cf. Cicerón, De nat. deor, II, 3, 8; Plutarco, Rom, 1, 8.

[41] Tito–Livio, XVII, 9; cf. XXXI 5; XXXVI, 2; XLII, 2. Plutarco (Marcos.., IV) informa de que los romanos “no permitían que se descuidasen los auspicios, aun a costa de grandes ventajas, porque consideraban más importante, para la salvación de la ciudad, que los cónsules venerasen las cosas sagradas que derrotar al enemigo”.

[42] Cf. Macronio, Ill, 9, 2; Servio, Ad Aen, II, 244; Marquardt, v. I, pp. 25–26.

[43] Fustel de Coulanges, Cit. ant. cit. p. 192. Del mismo modo, para los arios nórdicos cf. Golther, Op. cit. p. 551.

[44] Heródoto, VIII, 109, 19.

[45] Entre los pueblos salvajes suele haber rastros característicos de estos puntos de vista que, considerados en su justo lugar y en su justo sentido, no se reducen a una “superstición”. Para ellos, la guerra, en última instancia, era una guerra de magos contra magos: la victoria pertenecía a quien tuviera la “medicina de guerra” más poderosa, siendo todos los demás factores secundarios, incluido el valor de los propios guerreros, una mera consecuencia (Cf. Levy–Bruhl, Ment. primit., cit., pp. 37, 378).

[46] Véase “Der Vertrag von Verdun H”, editado por T. Mayer, Leipzig, 1943, pp. 153–156.

[47] Así, con respecto a la prueba del fuego, se cuenta, por ejemplo, que hacia el año 506, bajo el emperador Atanasio, un obispo católico oriental propuso a un obispo arriano “demostrar por este medio cuál de las dos fes era la verdadera”. Cuando el arriano se negó, el ortodoxo entró en el fuego y salió indemne. Además, según Plinio (VII, 2), este poder ya lo poseían los sacerdotes de Apolo del Soratte: super ambustam ligni struem ambulantes, non aduri tradebantur. La misma idea puede encontrarse también en un plano superior: según la antigua idea irania, en “el fin del mundo” comenzará a fluir un río de fuego que todos los hombres tendrán que cruzar: los justos se distinguirán por el hecho de que no sufrirán ningún daño, mientras que los malvados serán aniquilados (Bundahesh, XXX, 18).

[48] Decimos “hasta ayer”, porque la investigación metapsíquica moderna ha llegado a reconocer posibilidades extranormales latentes en el hombre, capaces de manifestarse objetivamente y de alterar la trama de los fenómenos físico–químicos. Aparte del hecho de que sería improbable que pruebas como la ordalía se hayan utilizado durante tanto tiempo sin que se produjeran fenómenos extraordinarios, y de que quienes se sometían a ellas sucumbían regularmente, los hallazgos metapsicológicos deberían bastar para hacernos reflexionar sobre los juicios habituales acerca del carácter “supersticioso” de estas variantes de las “pruebas de Dios”.