En la antigüedad clásica, los juegos –ludi–, por su carácter sagrado,
eran otras formas de expresión características de la tradición de la acción.
“Ludorum
primum initium procurandis religionibus datum” dijo
Tito Vivo. Habría sido peligroso descuidar los sacra certamina, que podían simplificarse si las arcas del Estado
estaban vacías, pero no abolirse. La Lex Ursonensis obligaba a duunviros y
ediles a celebrar juegos en honor de los dioses. Vitruvio quería que cada
ciudad tuviera su propio teatro, deorum
immortalium diebus festis ludorum spectationibus [1] y el presidente de los juegos en el
Circo Máximo era también originalmente sacerdote de Ceres, Liber y Libera. En
cualquier caso, los juegos de Roma siempre estuvieron presididos por un
representante de la religión patricia oficial, e incluso se crearon colegios
sacerdotales especiales (por ejemplo, los Salii
agonali) para determinados
juegos. Los ludi estaban tan
estrechamente ligados a los templos que los emperadores cristianos se vieron
obligados a mantener estos últimos, ya que su abolición habría supuesto la
abolición de los juegos: de hecho, como pocas otras instituciones de la antigua
Roma, los juegos continuaron mientras duró el Imperio romano[2].
Un ágape, al que se invitaba a los demonios –invitatione daemonum– los
clausuraba, con el significado evidente de un rito de participación en
la fuerza mística que se les asociada[3].
“Ludi scenici... inter res divinas a
doctissimis conscribuntur”, escribió San Agustín[4].
Res
divinae, tal era el carácter de lo que podemos equiparar con el
deporte y la locura deportiva plebeya de nuestros días. En la tradición
helénica, la institución de los juegos más importantes estaba estrechamente
vinculada a la idea de la lucha de las fuerzas olímpicas, heroicas y solares
contra las fuerzas naturales y elementales. Los Juegos Píticos de Delfos
recordaban el triunfo de Apolo sobre Pitón y la victoria de este dios
hiperbóreo en su competición con los demás dioses. Los Juegos Nemeos recordaban
la victoria de Heracles sobre el león de Nemea. Los Juegos Olímpicos también
estaban vinculados a la idea del triunfo de la raza celeste sobre la titánica[5].
Heracles, el semidiós que se alió con los olímpicos contra los gigantes en las
gestas a las que se vinculó principalmente su paso a la inmortalidad, habría
creado los Juegos Olímpicos[6]
al llevarse simbólicamente del país de los hiperbóreos el olivo con el que se
coronaba a los vencedores[7].
Estos juegos eran de naturaleza estrictamente masculina. Las mujeres tenían
absolutamente prohibido asistir. Además, no puede ser casualidad que en los
circos romanos aparecieran números y símbolos sagrados: el tres, en las ternae
summitates metarum y en las tres arae
trinis Diis magnis potentibus valentibus, que Tertuliano[8]
compara con la gran Tríada de Samotracia–; el cinco en las cinco spatia de los circuitos de Domiciano; el doce zodiacal en el número de puertas por las que entraban los
carros al principio del Imperio; el siete
en el número de juegos anuales en la época de la República, en el
número de altares a los dioses planetarios, coronados por la pirámide del sol
en el Gran Circo[9],
en el número total de vueltas de que se componían las carreras completas, e
incluso en el número de “huevos” y “delfines” o “tritones” que se encuentran en
cada uno de estos siete curricula [10].
Pero – como señaló Bachofen– el huevo y el tritón aludían a su vez
simbólicamente a la dualidad fundamental de las fuerzas del mundo: el “huevo”
representaba a la materia generadora que encerraba toda su potencialidad,
mientras que el “tritón” o “caballo de mar”, consagrado a Poseidón–Neptuno y
que representaba frecuentemente la ola, expresaba el poder fecundador de lo
Fálico–Telúrico, del mismo modo que, según una tradición relatada por Plutarco,
el flujo de las aguas del Nilo era la imagen de la fuerza fecundadora del macho
primordial que regaba a Isis, símbolo de la tierra de Egipto. Esta dualidad se
reflejaba también en la propia ubicación de los juegos y de los equiria: Tarquino hizo
construir su circo en el valle entre las colinas del Aventino y el Palatino,
dedicado a Murcia –una de las divinidades femeninas ctónicas–, y las pistas de los equirias partían de la corriente del Tíber y tenían como metae espadas plantadas en el Campo de
Marte[11].
Así, los símbolos heroicos y viriles se
encuentran al final, en el τέλος, mientras que en el inicio y en su entorno
está el elemento femenino y material de la generación: el agua que fluye y la
tierra consagrada a la divinidad ctónica.
La acción se desarrollaba así en un
marco de símbolos materiales muy significativos, destinados a dar mayor
eficacia al “método y a la técnica mágicos” ocultos en los juegos[12],
que siempre comenzaban con sacrificios y a menudo se celebraban para invocar
fuerzas divinas en momentos de peligro nacional. El impulso de los caballos, el
vértigo de las carreras hacia la victoria a través de siete circuitos, y
comparada, por otra parte, con la carrera del sol al que estaba consagrada[13],
evocaba de nuevo el misterio de la corriente cósmica lanzada en el “ciclo de la
generación” según la jerarquía planetaria. La muerte ritual del caballo
victorioso, consagrado a Marte, estaba vinculada al significado general del
sacrificio. Parece que los romanos utilizaban sobre todo la fuerza así liberada
para favorecer ocultamente la cosecha, ad
frugum eventum. Este sacrificio también puede verse como una réplica del ashvamedha indo–ario, que originalmente
era un rito mágico propiciatorio de poder, celebrado en ocasiones
extraordinarias, por ejemplo, al iniciarse una la guerra y después de la
victoria. Los dos jinetes que entraban en la arena, uno por la puerta oriental
y el otro por la occidental para entablar un combate mortal, con los colores
originales de las dos facciones, que eran los mismos del huevo cósmico órfico,
el blanco simbolizando el invierno y el rojo el verano, o, mejor aún, uno el
poder telúrico–lunar, el otro el poder uránico–solar[14],
evocaban también la lucha de dos grandes fuerzas elementales. Cada poste de
llegada en la arena, meta sudans, se consideraba
“viviente”, λίθος έµψυχος; y el altar construido para el dios Consus –un
demonio telúrico en espera de la sangre derramada en los juegos sangrientos, o munera–
cerca del poste de llegada, altar que sólo se descubría con ocasión de los
juegos, parecía ser el punto de irrupción de fuerzas infernales tanto como el
“puteal etrusco”, al que obviamente corresponde[15].
En la parte superior, sin embargo, se erigían estatuas de divinidades
triunfales, evocando de nuevo el principio uránico opuesto, de modo que el
circo, desde cierto punto de vista, se transformaba en un concilio de
divinidades –daemonum concilium [16]–
cuya presencia invisible era, además, ritualmente atestiguada por asientos que
quedaban vacíos[17].
Así, lo que parecía, por una parte, el desarrollo de una acción atlética o
escénica, era, por otra, una evocación mágica que implicaba un riesgo efectivo
en un orden de realidades mucho más vasto que el de la vida de los
participantes en los certamina, cuyo
éxito renovaba y reavivaba en el individuo y en la comunidad la victoria de las
fuerzas uránicas sobre las fuerzas infernales, hasta el punto de convertirse en
un principio de “fortuna”. Los juegos apolinareos, por ejemplo, se instituyeron
durante las guerras púnicas para defenderse del peligro profetizado por el
oráculo. Se repitieron para alejar una plaga, tras lo cual se convirtieron en
objeto de celebraciones periódicas. Del mismo modo, durante la ceremonia que
precedía a los juegos, conocida como “pompa”, los atributos –exuviae– de los propios dioses
capitolinos, protectores de la romanidad, eran llevados solemnemente desde el
Capitolio hasta el circo en carros consagrados; y principalmente esta ceremonia
se realizaba con los exuviae Iovis Optimi
Maximi, que eran también signos del poder real, de la victoria y del
triunfo: el rayo, el cetro coronado por el águila, la corona de oro, como si el
poder oculto de la propia soberanía romana asistiera o participara en los
juegos que se le dedicaban, ludi romani. El
magistrado elegido para presidir los juegos encabezaba la procesión portando
los símbolos divinos bajo la apariencia de un triunfador, rodeado de su gens, un esclavo público le sostenía una corona de roble adornada
con oro y diamantes. Además, es probable que la cuadriga se utilizara
originalmente en los juegos como atributo de Júpiter y al mismo tiempo como
insignia de la realeza triunfal: una antigua cuadriga de origen etrusco
conservada en un templo capitolino era considerada por los romanos prenda de su
futura prosperidad[18].
Esto explica por qué se pensaba que, si
los juegos no se realizaban de forma conforme a la tradición, era como si se
hubiera alterado un rito sagrado: si la representación se veía perturbada por
un accidente o interrumpida por cualquier motivo, si se habían violado los
ritos relacionados, se consideraba una fuente de desgracias y una maldición, y
había que repetir los juegos para “apaciguar” a las fuerzas divinas[19].
Por otra parte, existe una leyenda según la cual el pueblo que, durante un
ataque inesperado del enemigo, había abandonado los juegos para tomar las
armas, encontró a su adversario puesto en fuga por una fuerza sobrenatural que
se reconocía como determinada por el rito del juego dedicado a Apolo el
salvador, juego que no se había interrumpido mientras tanto[20].
Y aunque los juegos se dedicaban a menudo a “victorias” consideradas como
personificaciones de la fuerza triunfante, su finalidad misma era renovar la
vida y la presencia de esta fuerza, alimentarla con nuevas energías,
despertadas y formadas en la misma línea. Por ello es comprensible, si nos
referimos concretamente a los certamina y
munera, que el vencedor pareciera
asumir un carácter divino e incluso apareciera, en ocasiones, como la
encarnación temporal de una divinidad. En Olimpia, en el momento del triunfo,
el vencedor era precisamente reconocido como una encarnación del Zeus local y
la aclamación dirigida al gladiador pasó incluso a la antigua liturgia
cristiana: είς αίώνας άπ΄αίώνος [21].
En realidad, también hay que tener en
cuenta el valor que el acontecimiento podía tener, internamente, para el
individuo, aparte del valor ritual y mágico que tenía para la comunidad. A este
respecto, habría que repetir más o menos lo que ya hemos dicho sobre de la
guerra santa: la embriaguez heroica de la competición y de la victoria,
ritualmente orientada, se convertía en una imitación de ese impulso superior y
más puro que permite al iniciado vencer a la muerte, o encaminarse hacia ella.
Esto explica las frecuentes referencias a la lucha, los juegos del circo y las
figuras victoriosas en el arte funerario clásico: estas referencias eran
análogas a las melior spes del
difunto, eran la expresión sensible del tipo de acto que mejor podía permitirle
vencer al Hades y obtener, de forma coherente con la vía de la acción, la
gloria de la vida eterna. Así, en toda una serie de sarcófagos, urnas y
bajorrelieves clásicos se encuentran siempre imágenes de una “muerte triunfal”:
Victorias aladas abren las puertas de la región del más allá, o sostienen el
medallón del difunto, o la coronación con el semper virens que ciñe las cabezas de los iniciados[22].
En la celebración pindárica de la divinidad de los luchadores triunfantes, en
Grecia, los Enagogos y Promakis eran representados como divinidades místicas
que conducen las almas a la inmortalidad. A la inversa, en el orfismo, toda
victoria, Nikè, se convertía en el
símbolo de la victoria del alma sobre el cuerpo, y se llamaba “héroe” a la
persona que obtenía la iniciación, el héroe de una lucha dramática e incesante.
Lo que, en el mito, expresa la vida heroica, se presenta como modelo de la vida
órfica: por eso Heracles, Teseo, los Dioscuros, Aquiles, etc. son designados,
en las imágenes funerarias, como iniciados órficos, mientras que la tropa de
iniciados se llama στρατός, milicia, y
µνασίστρατος al hierofante del misterio. Luz, victoria e iniciación se
representan juntas, en Grecia, en numerosos monumentos simbólicos. Helios, como
sol naciente, o Aurora, es Nikè y tiene un carro triunfal: y Nikè es Teletè,
Mystis y otras deidades u otras personificaciones del renacimiento trascendente[23].
Pasando de lo simbólico y esotérico a lo mágico, cabe señalar que las
competiciones y danzas de guerra celebradas en Grecia a la muerte de los héroes
(y que en Roma correspondían a los juegos que acompañaban los funerales de los
grandes) tenían por objeto despertar una fuerza mística salvadora capaz de
acompañarlos y fortalecerlos durante la crisis de la muerte. Y después, a
menudo se rendía culto a los héroes repitiendo periódicamente las competiciones
que habían seguido a sus funerales[24].
Todos estos ejemplos pueden considerarse
característicos de la civilización tradicional vista en términos de acción y no
de contemplación: la acción como espíritu y el espíritu como acción. Por lo que
respecta a Grecia, recordemos que en Olimpia la acción en forma de “juegos”
cumplía una función unificadora que trascendía las particularidades de los
estados y las ciudades, similar a la que ya hemos visto manifestada en forma de
acción como “guerra santa”, por ejemplo, en el fenómeno supranacional de las
Cruzadas o, en el Islam, durante el periodo del primer Califato.
No faltan elementos que prometen captar
el aspecto más interior de estas tradiciones. Se ha señalado que, en la
Antigüedad, las nociones de alma, doble o demonio, luego de Furia o Erinia, y
por último de diosa de la muerte y diosa de la victoria se fundían a menudo en
una sola noción, hasta el punto de dar lugar a la idea de una divinidad que era,
al mismo tiempo, diosa de las batallas y elemento trascendental del alma humana[25].
Es el caso, por ejemplo, de la fylgja
(nórdica) y de la fravashi (irania). La fylgja, que literalmente significa “la
acompañante”, se concebía como una entidad espiritual que reside en todo ser
humano y que incluso puede verse en determinadas circunstancias excepcionales,
como en el momento de la muerte o de un peligro mortal. Se confunde con el hugir, que equivale al alma, pero que
también es una fuerza sobrenatural –fylgjukema–
el espíritu del individuo así como de su estirpe (como kyn–fylgja). La fylgja suele corresponder a la valquiria, como
entidad del “destino”, que conduce al individuo a la victoria y a la muerte
heroica[26].
Lo mismo ocurre con las fravashi de la antigua tradición irania: son diosas
terribles de la guerra, que traen la fortuna y la victoria[27];
mientras que también aparece como la “potencia interior de cada ser, la que lo
sostiene y hace nacer y subsistir” y “como el alma permanente y divinizada de
los muertos”, en relación con la fuerza mística del tronco, como en la noción
hindú de pitr y la noción latina de
mânes[28].
Ya hemos hablado de esta especie de vida
de la vida, del poder profundo de la vida que se esconde detrás del cuerpo y de
las manifestaciones de la conciencia finita. Basta señalar aquí que el demonio,
o doble, trasciende cada una de las formas personales y particulares en que se
manifiesta; por eso, el paso brusco del estado ordinario de conciencia
individuada al del demonio como tal significaría generalmente una crisis
destructiva, crisis y destrucción que se verifican efectivamente con la muerte.
Sin embargo, si concebimos que, en circunstancias especiales, el doble puede,
por así decirlo, irrumpir en el yo y hacerse sentir completamente ante él en su
trascendencia destructiva, el sentido de la primera asimilación se aclara: el
doble, o demonio del hombre, se identifica con la divinidad de la muerte, que
se manifiesta, por ejemplo, como una valquiria, en el momento de la muerte o
del peligro mortal. En la ascesis religiosa y mística, la “mortificación”, la
renuncia al Ego, el impulso de sumisión a Dios, son los medios preferidos para
provocar y superar la crisis que acabamos de mencionar. Pero sabemos que la
otra vía es la exaltación activa, el despertar del elemento “acción” en estado
puro. En las formas inferiores, la danza se
utilizaba como método sagrado para atraer a las divinidades y a los poderes
invisibles y hacerlos manifestarse a través del éxtasis del alma. Tal es el
tema chamánico, bacanal, menádico o coribántico. Incluso Roma tenía danzas
sagradas sacerdotales con los Lupercos y los Arvales; el tema del himno de los
Arvales: “¡Ayúdanos, Marte, danza, danza!” muestra claramente la relación entre
la danza y la guerra, consagrada a Marte[29].
La vida del individuo, desencadenada por el ritmo, se injertaba en otra vida,
surgida de la raíz abisal de la primera, y los lares, lares ludentes o Curetes[30],
las Furias y Erinias, las entidades espirituales salvajes cuyos atributos son
casi similares a los de Sagreus: “Gran cazador–que–lleva–todas–las–cosas”, son
sus dramatizaciones. Se trata, pues, de formas en las que el diablo aparece en
su formidable y activa trascendencia. En el nivel más alto están los juegos
públicos como la munera, los juegos sagrados, y más allá, la
guerra. Como sabemos, el vértigo lúcido del peligro
y el ímpetu heroico nacidos de la lucha, de la tensión por vencer (en los
juegos, pero sobre todo en la guerra) ya se consideraban la base de una
experiencia análoga: parece, además, que la etimología de ludere [31] implica la idea de desatar, lo que debe asimilarse,
esotéricamente, a la virtud que poseen las experiencias de este tipo para
liberar los lazos individuales y poner al desnudo las fuerzas más profundas. De
ahí la segunda asimilación, la que identifica al doble y a la diosa de la
muerte no sólo con las Furias y las Erinias, sino también con las diosas de la
guerra, las Valquirias, tempestuosas doncellas de batalla que inspiran
mágicamente “terror y pánico al enemigo –herfjôturr–
y las terribles y todopoderosas fravashi, que atacan impetuosamente”.
Finalmente, se transformaron en figuras
como la Victoria o Nikè, lar victor, lar
martis et pacis triumphalis, los lares considerados en Roma como los
“semidioses que fundaron la ciudad y constituyeron el Imperio”[32]. Esta nueva transformación corresponde
al feliz desenlace de estas experiencias. Así como el doble significa el poder
profundo que yace latente en relación con la conciencia exterior, así como la
diosa de la muerte dramatiza la sensación provocada por la manifestación de
este poder, principio de crisis para la esencia misma del yo finito, así como
las Furias o Erinias o lares ludentes reflejan
las modalidades de uno de sus particulares arrebatos y su irrupción…, así la
diosa Victoria y el lar vencedor expresan
el triunfo que se obtiene sobre él, el hecho de que “dos se hayan convertido en
uno”, el paso triunfal al estado que se encuentra más allá del peligro de los
éxtasis y las disoluciones en la forma, propio de la fase frenética y pandémica
de la acción.
Además, allí donde los actos del
espíritu se desarrollan –a diferencia de lo que ocurre en el reino del
ascetismo contemplativo– en el cuerpo de acciones y hechos reales, puede
establecerse un paralelismo entre lo físico y lo metafísico, entre lo visible y
lo invisible, y estos actos pueden aparecer como la contrapartida oculta de
batallas o competiciones que tienen, como coronación, una victoria real. La
victoria material se convierte entonces en la manifestación visible de un hecho
espiritual correspondiente que la determinó a lo largo de los caminos, una vez
aún abiertos, recorridos por las energías que vinculan lo interior a lo
exterior: aparece como el signo real de una iniciación y de una epifanía
mística ocurridas en el mismo momento. Las Furias y la Muerte materialmente
enfrentadas por el guerrero y el caudillo se encuentran con ellas
simultáneamente en el interior del espíritu, bajo la forma de peligrosas
emergencias de los poderes de la naturaleza abisal. Al triunfar sobre ellas,
obtienen la victoria[33].
Por eso, según las tradiciones clásicas, toda victoria adquiría un sentido
sagrado; y en el emperador, en el héroe, en el caudillo victorioso aclamado en
el campo de batalla –como también en el vencedor de los juegos sagrados– se
sentía de pronto la manifestación de una fuerza mística que transformaba y los
“transhumanizaba”. Una de las costumbres guerreras de los romanos, que puede
tener un significado esotérico, consistía en izar al vencedor sobre escudos. De
hecho, Ennio ya había comparado el escudo con la bóveda celeste –altisonum coeli clupeum– consagrada en el templo del Júpiter olímpico. En el
siglo III, en Roma, el título de “imperator” se confundió con el de “vencedor”,
y la ceremonia del triunfo “era más que un espectáculo militar, una ceremonia
sagrada en honor del dios supremo capitolino. El triunfador aparecía como una
imagen viva de Júpiter, que depositaba en sus manos el laurel triunfal de su
victoria. El carro triunfal era un símbolo de la cuadriga cósmica de Júpiter, y
las insignias del líder correspondían a las del dios[34].
El simbolismo de las “Victorias”, valquirias o entidades similares, que
conducen a los “cielos” las almas de los guerreros caídos, o el de un héroe
triunfante que, como Heracles, recibe de Nikè la corona de los que participan
de la indestructibilidad olímpica, se hace entonces evidente, y completa lo
dicho sobre la guerra santa: aquí nos encontramos precisamente en un orden de
tradiciones donde la victoria adquiere un sentido de inmortalización similar al
de la iniciación y se presenta como la mediadora, bien de una participación en
lo trascendente, bien de su manifestación en un cuerpo de poder. La idea
islámica de que los guerreros muertos en la “guerra santa” –yihad– nunca están realmente muertos[35]
se relaciona con el mismo principio.
Una última observación. La victoria de
un jefe era considerada a menudo por los romanos como una deidad independiente –numen– cuya misteriosa vida se
convertía en el centro de un culto especial. Y se celebraban festivales, juegos
sagrados, ritos y sacrificios para renovar su presencia. La Victoria Caesaris es el ejemplo más conocido[36].
Como toda victoria equivalía a una acción iniciática o “sacrificial”, se
pensaba que daba nacimiento a una entidad en adelante separada del destino y de
la individualidad particular del hombre mortal que la había engendrado, entidad
que podía establecer una línea de influencias espirituales especiales, al igual
que la victoria de los antepasados divinos, de la que ya hemos hablado
ampliamente. Sin embargo, como en el caso del culto a los antepasados divinos,
estas influencias debían ser confirmadas y desarrolladas por ritos que actuaban
según las leyes de la simpatía y la analogía. Por esta razón, era sobre todo a
través de juegos y competiciones como se celebraban periódicamente las victoriae, en tanto que numina.
La regularidad de este culto agonístico, establecido por la ley, podía
estabilizar eficazmente una “presencia”, dispuesta a sumarse ocultamente a las
fuerzas de la raza para conducirlas hacia un desenlace de “fortuna”, hacer
nuevas victorias mediante la revelación y
el refuerzo de la energía de la victoria original. Así, en Roma, con la
celebración del César muerto confundida con la de su victoria, y con juegos
regulares dedicados a la Victoria
Caesaris, era posible ver
en él a un “vencedor perpetuo”[37].
En términos más generales, el culto a la
Victoria, que se cree que se remonta a la prehistoria[38],
puede considerarse el alma secreta de la grandeza y la fides romanas. En tiempos de Augusto, la estatua de la diosa
Victoria había sido colocada en el altar del Senado romano, y era costumbre que
cada senador, al dirigirse a su escaño, se acercara a este altar para quemar un
grano de incienso. De este modo, este poder parecía presidir invisiblemente las
deliberaciones de la curia: también se extendían las manos hacia su imagen
cuando, al acceder un nuevo príncipe, el pueblo le juraba fidelidad, y cada año,
el 3 de enero, cuando se hacían solemnes votos por la salud del Emperador y la
prosperidad del Imperio. Este fue el culto romano más duradero y el que más
tiempo resistió al cristianismo[39].
De hecho, puede decirse que los romanos
nunca tuvieron una creencia más viva que la creencia según la cual las fuerzas
divinas había hecho la grandeza de Roma y habrían sostenido la aeternitas
[40].
En consecuencia, si se quería ganar una guerra materialmente, había que ganarla
–o al menos favorecerla– místicamente. Tras la batalla de Trasimeno, Fabio dijo
a sus soldados: “Vuestra culpa reside más en haber descuidado los sacrificios y
desoído las advertencias de los augures, que en haber carecido de valor o
habilidad”[41].
También era un artículo de fe que una ciudad no podía ser tomada a menos que se
favoreciera el que su dios tutelar la abandonara[42].
Ninguna guerra comenzaba sin sacrificios, y un colegio especial de sacerdotes
–los fetiales– se
encargaba de los ritos de guerra. La base del arte militar de los romanos
era que no estaban obligados a luchar si los dioses estaban en su contra[43].
Temístocles ya había dicho: “No somos nosotros, son los dioses y los héroes
quienes han llevado a cabo estas empresas”. Así que, una vez más, el verdadero
centro se encontraba en lo sagrado. Las acciones sobrenaturales estaban
llamadas a apoyar las acciones humanas, a transfundir en ellas el poder místico
de la Victoria[44].
Tras haber hablado de la acción y del
heroísmo como valores tradicionales, es necesario subrayar la diferencia que
los separa de las formas que, con raras excepciones, adoptan hoy en día. La
diferencia reside, una vez más, en el hecho de que estos últimos carecen de la
dimensión de la trascendencia; consiste, por tanto, en una orientación que,
incluso cuando no está determinada por el puro instinto y el impulso ciego, no
conduce a ninguna “apertura” e incluso engendra cualidades que sólo sirven para
reforzar el “Yo físico” en un esplendor oscuro y trágico. Los valores ascéticos
en el sentido estricto del término muestran un debilitamiento similar –que
priva a la ascesis de todo elemento iluminador– en la transición del concepto
de ascetismo al de ética, especialmente
cuando se trata de doctrinas morales, como es el caso de la ética kantiana y,
en cierta medida, de la estoica. Toda moral –cuando se trata de una de sus
formas superiores, es decir, la llamada “moral autónoma” no es más que una
ascesis secularizada. Pero entonces no es más que un fragmento superviviente, y
aparece desprovista de todo fundamento real. Así es como la crítica de los
“espíritus libres” modernos, hasta Nietzsche, ha hecho de las suyas con los
valores e imperativos de lo que impropiamente se llama moral tradicional
(impropiamente, porque, una vez más, en una civilización tradicional, la moral
como dominio autónomo no existía). Por lo tanto, era inevitable que
descendiéramos a un nivel aún más bajo, que abandonáramos la moral “autónoma”, categóricamente
imperativa, a una moral utilitarista y “social”, marcada, como tal, por una
relatividad y una contingencia fundamentales.
Del mismo modo que el ascetismo en
general, el heroísmo y la acción, cuando no tienen por objeto reconducir la
personalidad a su verdadero centro, no tienen nada en común con lo que se
glorificaba en el mundo de la Tradición, no son más que una “construcción” que
empieza y termina en el hombre y no tiene, por ello, ningún sentido ni ningún
valor, fuera de la sensación, de la exaltación y del frenesí impulsivo. Este
es, casi sin excepción, el caso del culto moderno a la acción. Incluso cuando
no todo se reduce a un cultura de reflejos, a un control casi deportivo de
reacciones elementales, como en la mecanización a ultranza de las formas
modernas de acción, incluida sobre todo la propia guerra, es prácticamente
inevitable que allí donde se produzcan experiencias existencialmente
“fronterizas”, siempre habrá hombres sólo para deleitarse incestuosamente en
ellas; es más, el plano se desplaza a menudo hacia el de las fuerzas colectivas
subpersonales, cuya encarnación es alentada por los “éxtasis” vinculados al heroísmo,
el deporte y la acción.
El mito heroico basado en el
individualismo, el voluntarismo y el superhumanismo” representa, en la época
moderna, una desviación muy peligrosa. Según este mito, el individuo, cortando
toda posibilidad de desarrollo extraindividual y extrahumano, asume, por una
construcción diabólica, el principio de su pequeña voluntad física como punto
de referencia absoluto, y ataca al fantasma exterior oponiéndole la
exacerbación del fantasma de su Yo. No deja de ser irónico que, ante esta
locura contaminadora, quienes ven el juego que juegan estos pobres hombres, más
o menos heroicos, vuelvan a pensar en el consejo de Confucio según el cual “es
deber de todo hombre razonable preservar la vida para desarrollar las únicas
posibilidades que hacen al hombre verdaderamente digno de ese nombre”[45].
Pero el hecho es que el hombre moderno necesita estas formas de acción
degradadas o profanadas como una especie de narcótico: las necesita para
escapar del sentimiento de vacío interior, para sentirse a sí mismo, para
encontrar, en las sensaciones exasperadas, un sustituto de un verdadero sentido
de la vida. Una de las características
de la “edad oscura Occidental” es una especie de agitación contaminadora que
sobrepasa todos los límites, que crece de fiebre en fiebre y despierta siempre
nuevas sonrisas de embriaguez y vértigo.
Antes de seguir adelante, mencionaremos
un aspecto del espíritu tradicional que interfiere en el ámbito del Derecho, y
que, en parte, está relacionado con los puntos de vista que acabamos de
exponer. Se trata de las ordalias y
los “juicios de Dios”.
La experiencia de la acción decisiva –experimentum crucis– se
ha buscado a menudo como prueba de la verdad, el derecho, la justicia y la
inocencia. Del mismo modo que tradicionalmente se reconocía a la ley un origen
divino, se consideraba que la injusticia era una infracción de la ley divina
que podía comprobarse por el resultado de una acción humana debidamente
dirigida. Era costumbre germánica poner a prueba la voluntad divina mediante el
uso de las armas, por medio de un oráculo sui generis en el que la acción servía de mediadora. Una idea
similar sirvió de fundamento originario al duelo. Basada en el principio: de coelo est fortitudo (Annales
Fuldenses), esta práctica se extendió a veces
incluso a estados y naciones en conflicto. La batalla de Fontenoy en 841 aún se
consideraba un “juicio de Dios” para decidir la legítima reclamación de dos
hermanos a la herencia del reino de Carlomagno. Cuando se libraba una batalla
con este espíritu, se regía por normas especiales: por ejemplo, se prohibía al
vencedor apoderarse de botín y explotar territorialmente el éxito estratégico,
y ambos bandos debían cuidar por igual de todos los heridos y muertos. Además,
según la concepción general que prevaleció hasta el final del periodo
franco–carolingio, incluso sin la idea consciente de prueba, la victoria o la
derrota se vivían como signos venidos de lo alto que revelaban justicia o
injusticia, verdad o falsedad[46].
A través de la leyenda de la batalla entre Roldán y Ferragus y de temas
similares de la literatura caballeresca, podemos ver que la Edad Media llegó a
hacer de la prueba de las armas el criterio de la fe más verdadera.
En otros casos, la prueba de la acción
consistía en provocar un fenómeno extra–normal. Esto ya se practicaba en la
Antigüedad clásica. Existe, por ejemplo, la tradición romana de una virgen
vestal sospechosa de sacrilegio, que demostró su inocencia transportando agua
en un colador desde el Tíber. No sólo en las formas degeneradas que han
sobrevivido entre los salvajes se acostumbra a retar al culpable que niega el
acto del que se le acusa, a tragar un veneno o un fuerte agente vomitivo, por
ejemplo, considerándose justificada la acusación si la sustancia produce los
efectos habituales. En la Edad Media europea, ordalías similares –no ser dañado
por hierros al rojo vivo o por agua hirviendo–, que debían afrontarse
voluntariamente, aparecían no sólo en el ámbito de la justicia temporal, sino
en el propio plano sagrado: los monjes, e incluso los obispos, aceptaban este
criterio como prueba de la verdad de sus afirmaciones doctrinales[47].
La propia tortura, concebida como medio de inquisición, estaba a menudo
vinculada en su origen a la idea del “juicio de Dios”: se creía que un poder
casi mágico estaba ligado a la verdad; se estaba convencido de que ninguna
tortura podía derribar la fuerza interior de un inocente y de quien afirmaba la
verdad.
La conexión entre todo esto y el
carácter místico tradicionalmente reconocido de la “victoria” es evidente. En
estos juicios, incluido el de las armas, se trataba de “llamar a Dios por
testigo”, de obtener de él un signo sobrenatural que sirviera de sentencia. De
las ingenuas representaciones teístas de este tipo se puede volver a la forma
más pura de la idea tradicional, según la cual la verdad, el derecho y la
justicia aparecen, en última instancia, como manifestaciones de un orden
metafísico concebido como realidad, que el estado de verdad y justicia en el
hombre tiene el poder de evocar objetivamente. La idea del supramundo como
realidad en sentido eminente, por tanto superior a las leyes naturales, y capaz
de manifestarse aquí y allá siempre que el individuo le abra el camino, sobre
todo entregándose a él de manera absoluta y desindividualizada, según el puro
espíritu de la verdad, y entrando entonces en ciertos estados psíquicos (como
el estado ya descrito de la competición heroica que “desata”, o la tensión
extrema de la prueba y del peligro afrontado) que sirven –por así decirlo– para
abrir circuitos humanos cerrados a circuitos más amplios, que implican la
posibilidad de efectos insólitos y aparentemente milagrosos, esta idea,
decimos, sirve para explicar y dar sentido propio a las tradiciones y
costumbres que hemos relatado: a su nivel, verdad y realidad, poder y derecho,
victoria y justicia, eran una misma cosa, cuyo verdadero centro de gravedad,
una vez más, residía en lo sobrenatural.
Por el contrario, estas opiniones sólo
pueden aparecer como pura superstición allí donde el “progreso” ha privado
sistemáticamente a la virtud humana de toda posibilidad de vincularse
objetivamente a un orden superior. Puesto que la fuerza del hombre se concibe
del mismo modo que la de un animal, es decir, como una facultad de acción
mecánica en un ser que no está vinculado por nada a lo que le trasciende como
individuo, la prueba de fuerza no puede tener ya, evidentemente, ningún
sentido, y el resultado de cualquier competición se vuelve totalmente
contingente, sin relación posible con un orden de los “valores”. La
transformación de la idea de verdad, de derecho y de justicia en abstracciones
o convenciones sociales; el olvido de esa sensación que permitía decir, en la
India aria, que “la tierra se fundamenta
sobre la verdad”, satyena
uttabhitâ bhumih; la destrucción de toda percepción de los “valores” como
apariciones objetivas –casi físicas, diríamos, del mundo de la suprarrealidad
en el tejido de la contingencia– hacen natural preguntarse cómo la verdad, el
derecho y la justicia han podido influir en el determinismo de fenómenos y
hechos que la ciencia, al menos hasta ayer, declaraba no susceptibles de
modificación[48].
Por el contrario, hoy es a los discursos altisonantes y confusos de los legisladores,
a las laboriosas destilaciones de los códigos, a los artículos de derecho
“iguales para todos”, que los Estados secularizados y la plebe coronada han
hecho todopoderosos, a todo esto, por el contrario, es a lo que debemos
entregar la tarea de decidir lo que es verdadero y justo, inocente y culpable.
La soberbia, intrépida y supraindividual seguridad con que el hombre
tradicional, armado de fe y de hierro, se alzaba contra la injusticia, la
inquebrantable firmeza espiritual que afirmaba a priori y absolutamente
en una fuerza sobrenatural inaccesible al poder de los elementos, de las
sensaciones e incluso de las leyes naturales, esto, por el contrario, es
“superstición”.
A la disolución de los valores tradicionales le sigue, también aquí, su inversión. No se trata de otra cosa, en efecto, allí donde el mundo moderno hace profesión de “realismo” y parece asumir la idea de la identidad de la victoria y el derecho con el principio: “la fuerza hace el derecho”. Puesto que aquí hablamos de fuerza en el sentido más material –e incluso, si nos referimos a las formas más recientes de guerra, en el sentido directamente arimánico, porque el potencial técnico e industrial se ha convertido aquí en el factor absolutamente decisivo–, hablar hoy en día de “valores” y de derecho es pura retórica. Pero es precisamente esa retórica la que se moviliza, con grandes frases e hipócritas proclamaciones de principios, como un medio más al servicio de una brutal voluntad de poder. Este es un aspecto particular de la agitación general de la era moderna, que volveremos a discutir en su momento.
[1]
Referencias de A.
Piganiol, Recherches sur les jeux romains, Estrasburgo, 1923, pp.
124–. 137.
[2]
Cf.
G. Boissier, La fin du paganisme, París, 1891, v. I, pp. 95–96; v. II,
pp. 197, ss.
[3]
Dion
Casio, LI, 1.
[4] San Agustín, Civ. Dei, IV, 26.
[5]
Cf. Pausanias,
V, 7, 4; L. Preller, Griechische
Mythologie, Berlín, 1872, v. I, p. 49.
[6]
Cf. Píndaro,
OI., III, ss; X, 42, ss; Diodoro, IV, 14.
[7]
Cf. Píndaro,
OI, III, 13 ss; Plionio, Nat.
Hist. XVI, 240.
[8]
Tertuliano,
De Spect, VIII.
[9]
Lidio,
De Mensibus, I, 4; I, 12.
[10] L. Friedlaender, Die Spiele, en apéndice a Marquardt, cit. v. II, pp. 248, 283, 286–9; J.J. Bachofen, Urreligion und antike Symbole, Leipzig, 1926, v. I, pp. 343, 329–347. El innegable simbolismo de los diversos detalles constructivos de los circos romanos es una de las huellas de la presencia de un saber “sagrado” en el antiguo arte de los constructores.
[11]
Véase
Bachofen, op. cit. v. I, pp. 340–342.
[12]
Piganiol,
op. cit. p. 149 y ss.
[13]
Piganiol,
op. cit. p. 143. Antiguamente, el dios Sol tenía su templo en el centro
del estadio, y eran sobre todo las carreras cíclicas las que se dedicaban a
este dios, representado como el conductor del carro solar. En Olimpia había
doce hileras dodekagnamptos (cf. Píndaro, OI., 11, 50)– no sin
relación con el Sol en el Zodíaco, y Casiodoro (Var. Ep., 111, 51) dice
que el circo romano representaba el curso de las estaciones.
[14]
Cf. Piganiol,
op. cit, pp. 141, 136; Bachofen,
Urreligion, cit, v. I, p. 474. Se
ha señalado con acierto que estos juegos romanos corresponden a tradiciones
similares de otros diversos linajes arios. En el festival Mahâvrata, celebrado en la antigua India en el solsticio de
invierno, un representante de la casta ârya,
blanca y divina, luchaba contra un representante de la oscura casta shûdra por la posesión de un objeto
simbólico que representaba al sol (cf. von Schroder, Arische Religion, v. 11, p. 137; Weber, Indisch. Stud, v. X, p. 5). La lucha periódica de dos caballeros,
uno sobre un caballo blanco, el otro sobre un caballo negro, en torno a un
árbol simbólico, es el tema de una antigua saga nórdica (cf. Grimm, Deutsche Myth., cit. v. I I, p. 802).
[15]
Cf. Bachofen,
Urreligion, v. I, pp. 343ss; Piganiol,
Op. cit, pp. 1–14.
[16]
Tertuliano,
De Spect, VIII.
[17]
Pifaniol,
op. cit. p. 139.
[18]
Cf. Preller,
Rôm. Myth, cit. pp. 128–9, 197, ss.
[19]
Véase Friedlaender, op. cit. p. 251.
[20]
Macrobio, 1, 17, 25.
Fue Platón quien dijo: “La victoria que obtienen [los vencedores de los Juegos
Olímpicos] es la salvación de toda la ciudad” (Rép., 465 d).
[21]
Tertuliano, De Spect, XXV.
[22]
Cf. Piganiol, Op. cit. pp. 118–119; Rodhe, Psyché,
v. 1, p. 218.
[23]
Bachofen, Urreligion, v. I, pp. 171–2, 263,
474, 509; Versuch über die Grabersymbolik
der Alten, Basilea, 1925, passim.
[24]
Cf. Rohde, Psyché, v. I, pp. 18–20, 153.
[25]
Véase Piganiol, op. cit. pp. 118–117.
[26]
Cf. Golther, Germ. Myth, cit. pp. 98–99, 109–111.
[27]
Yasht, XIII, 23–24, 66–67.
[28]
Cf. S. Darmesteter, Avesta, en Libros Sagrados de Oriente, Yasht, p. 179.
[29]
El nombre de otro
colegio sacerdotal, los salios, suele derivar de salire o saltare. Cf. la expresión de
Djelaleddin El–Rûmi (apud ROHDE, v.
II, p. 27): “Quien conoce el poder de la danza habita en Dios, pues sabe cómo
es el amor que mata”.
[30]
Cf. Saglio, Dict. Ant. v. VI, p. 947. Los curetes, danzantes armados orgiásticos – arkestères
aspidephbroi, – eran considerados seres semidivinos y profetas con poderes
de iniciadores y “alimentadores del niño” –pandotréphoi– (cf. J.E. Harrison,
Themis, Cambridge, 1912, pp. 23–27)
es decir, el nuevo principio que nace a la vida a través de estas experiencias.
[31]
Cf. Brugman, Indogerman. Forschungen, XVII, 433.
[32]
Saglio, Dict. ant.
v. VI, p. 944.
[33]
La concepción nórdica
de que las valquirias son las que ganan las batallas –ratha sigri (cf. Grimm, Deutsche Myth., I, p. 349)– expresa la idea de que son precisamente
estos poderes los que deciden la batalla, y no las fuerzas humanas en el
sentido estricto e individualista del término. La idea de la manifestación de
un poder trascendente –como a veces la voz del dios Fauno que se oye de repente
en el momento de la batalla y es capaz de llenar de pánico al enemigo– se
encuentra a menudo en época romana (cf. Preller, Rôm. Myth, p. 337), así como la idea de que el sacrificio de un
jefe es a veces necesario para actualizar plenamente este poder, según el
sentido general de los asesinatos rituales (cf. Introduz. alla magia, v. III, pp. 246, ss.): es el rito de la devotio,
el holocausto del líder para desatar las fuerzas inferiores y el genio del
terror contra el enemigo, y también aquí, cuando sucumbe (por ejemplo, en el
caso del cónsul Decio), se manifiesta el horror pánico correspondiente al poder
liberado fuera del cuerpo (cf. Preller, Op. cit,
pp. 466–67), que debe compararse con herljôturr,
el terror infundido mágicamente al enemigo por las valquirias
desencadenadas (cf. Golther, Op. cit., p.
111). Un último eco de significados de este tipo lo encontramos en los kamikazes japoneses utilizados durante
la última guerra mundial: sabemos que el nombre de estos pilotos suicidas
lanzados contra el enemigo significa “el viento de los dioses” y remite, en
principio, a un orden de ideas similar.
[34]
Cf. Preller, op.
cit. pp. 202–5.
[35]
Un enigmático
testimonio del Corán (II, 149, cf.
III, 163) afirma precisamente: “No llaméis muertos a los que fueron muertos en
el camino de Dios; no, al contrario, están vivos aunque no os deis cuenta.
“Esto, además, corresponde a la enseñanza de Platón (Rep. 468 e) según la cual ciertos muertos, muertos en la guerra,
son uno con la raza dorada que, según
Hesíodo, nunca está muerta, sino que subsiste y vela, invisible.
[36]
Cf. Piganiol, Jeux Rom, cit, pp. 124, 147, 118.
[37]
Cf. Dion Casio. XLV,
7.
[38]
Cf. Dionisio de
Alicarnaso, 1, 32, 5.
[39]
Cf. Boissier, La fin du paganisme, cit, v. II, pp. 302, ss.
[40]
Cf. Cicerón, De nat. deor, II, 3, 8; Plutarco, Rom, 1, 8.
[41]
Tito–Livio, XVII, 9;
cf. XXXI 5; XXXVI, 2; XLII, 2. Plutarco (Marcos..,
IV) informa de que los romanos “no permitían que se descuidasen los
auspicios, aun a costa de grandes ventajas, porque consideraban más importante,
para la salvación de la ciudad, que los cónsules venerasen las cosas sagradas
que derrotar al enemigo”.
[42]
Cf. Macronio, Ill, 9,
2; Servio, Ad Aen, II, 244; Marquardt,
v. I, pp. 25–26.
[43]
Fustel de Coulanges, Cit. ant. cit. p. 192. Del mismo modo,
para los arios nórdicos cf. Golther, Op. cit. p. 551.
[44]
Heródoto, VIII, 109,
19.
[45]
Entre los pueblos
salvajes suele haber rastros característicos de estos puntos de vista que,
considerados en su justo lugar y en su justo sentido, no se reducen a una “superstición”.
Para ellos, la guerra, en última instancia, era una guerra de magos contra
magos: la victoria pertenecía a quien tuviera la “medicina de guerra” más
poderosa, siendo todos los demás factores secundarios, incluido el valor de los
propios guerreros, una mera consecuencia (Cf. Levy–Bruhl, Ment. primit., cit., pp. 37, 378).
[46]
Véase “Der Vertrag von Verdun H”, editado por T. Mayer, Leipzig, 1943, pp. 153–156.
[47]
Así, con respecto a la
prueba del fuego, se cuenta, por ejemplo, que hacia el año 506, bajo el
emperador Atanasio, un obispo católico oriental propuso a un obispo arriano
“demostrar por este medio cuál de las dos fes era la verdadera”. Cuando el
arriano se negó, el ortodoxo entró en el fuego y salió indemne. Además, según Plinio
(VII, 2), este poder ya lo poseían los sacerdotes de Apolo del Soratte: super ambustam ligni struem ambulantes, non
aduri tradebantur. La misma idea puede encontrarse también en un plano
superior: según la antigua idea irania, en “el fin del mundo” comenzará a fluir
un río de fuego que todos los hombres tendrán que cruzar: los justos se
distinguirán por el hecho de que no sufrirán ningún daño, mientras que los
malvados serán aniquilados (Bundahesh, XXX,
18).
[48]
Decimos “hasta ayer”,
porque la investigación metapsíquica moderna ha llegado a reconocer
posibilidades extranormales latentes en el hombre, capaces de manifestarse
objetivamente y de alterar la trama de los fenómenos físico–químicos. Aparte
del hecho de que sería improbable que pruebas como la ordalía se hayan
utilizado durante tanto tiempo sin que se produjeran fenómenos extraordinarios,
y de que quienes se sometían a ellas sucumbían regularmente, los hallazgos
metapsicológicos deberían bastar para hacernos reflexionar sobre los juicios
habituales acerca del carácter “supersticioso” de estas variantes de las
“pruebas de Dios”.