lunes, 15 de mayo de 2023

CRÓNICA DESDE MI RETRETE: SOBRE LAS CUATRO VELOCIDADES DE CAIDA. REFLEXIONES PREELECTORALES (2 de 8)

Si, desde el punto de vista existencial solamente existen dos alternativas en relación a la deriva de la posmodernidad (aceptarla íntegramente o rechazarla de plano: la “pastilla azul” y la “pastilla roja” de Matrix), desde el punto de vista de la cotidianeidad y de nuestra participación en ella, es preciso variar el punto de vista y adaptarlo a una perspectiva más amplia —e, incluso, más realista— que pueda ser entendida y compartida por otros con claridad. Esto puede comprenderse con facilidad gracias a la “teoría de las cuatro velocidades” que nos orientará sobre cómo reaccionar políticamente en determinadas circunstancias como puedan ser las competiciones electorales, espectáculo circense habitual en las democracias. ¿Cómo ver y leer los programas de las distintas opciones del mercadillo electoral?

Punto de partida de los que hemos ingerido la “pastilla roja”

Como se recordará, la “pastilla roja” corresponde a la amarga verdad. Una vez se ha asumido nos dice que vivimos en un mundo que, como la caja de Pandora, ha liberado todos sus horrores y ya no queda nada en su interior, ni siquiera la esperanza. De hecho, la “esperanza” sería el intento de agarrarse a un clavo ardiendo, pero, en nuestra época, de nihilismo absoluto, incluso esa posibilidad es ilusoria y hay que desprenderse de ella. Vivimos, pues, en tiempos de crisis generalizada en todos los órdenes y en donde ya no existen grupos sociales, organizaciones humanas, creencias, a las que nos podamos agarrar y convicciones sobre las cuales pueda estructurarse una “respuesta al mundo moderno” con garantías de que, a través suyo, podrá enderezarse la situación.

La triste realidad y el realismo del que se debe hacer gala si se consciente de los rasgos de nuestro tiempo, es que vivimos una época excesivamente erosionada y demasiado alejada de cualquier idea de “Orden”, como para pensar que todavía, con las meras fuerzas humanas, podría evitarse el final de nuestro ciclo de civilización. Así pues, quienes hemos elegido la “pastilla roja”, debemos ser conscientes de que nos hemos situado en lo que Evola llamaba “posiciones virtualmente perdidas”. Y es a partir de aquí, de este reconocimiento, de donde debe partir nuestra actitud existencial y nuestra forma de percibir la cotidianeidad, así como lo que podemos aportar para las generaciones futuras.

Reconocer la realidad no es excusa para caer en la desesperación o permanecer en el nihilismo, sino una ocasión para establecer reflexiones objetivas. Nuestro mundo es como unos zapatos que, de tan desgastados que están, ya no basta con llevar una y otra vez al zapatero para que los remiende: simplemente, hay que prescindir ellos y reconocer que, mientras no tengamos la posibilidad de utilizar unos zapatos nuevos, deberemos caminar descalzos.

En otras palabras y, prescindiendo de simbolismos: vivimos en un momento histórico en el que, a costa de mantener un mínimo sentido realista, somos conscientes de que caminamos hacia el abismo. Poco a poco, primero y luego, desde hace unos 25 años, a velocidad vertiginosa, han ido desapareciendo todos los valores que habían hecho posible la vida social desde el neolítico. Y ese “progreso” ha hecho que la civilización se encuentre al borde del abismo. Ese vacío que intuimos y la catástrofe que se encuentra al final del camino (una sociedad sin valores tradicionales es una sociedad imposible), no sabemos cuándo, ni cómo se consumará: solo intuimos que ocurrirá. Así pues, eso nos indica que vivimos en un momento histórico en el que estamos en una fase de transición entre la percepción intuitiva del final inevitable y el mismo final. Llegados a esta fase es cuando podremos decir que nos estaremos entre el final de un ciclo y el principio del siguiente y será entonces cuando podría recuperarse la frase de “no somos los últimos de ayer, sino los primeros del mañana”. Pero esta frase, no corresponde al día de hoy.

Se mire como se mire, es preciso aceptar la tesis de Guillaume Faye sobre la “convergencia de catástrofes”: cada uno de los frentes de crisis —económico, social, existencial, religioso, geopolítico, tecnológico, ecológico, energético, étnico-racial— podrían resolverse si aparecieran en momentos diferentes, aislados unos de otros, pero no en un momento, como el actual, en el que han convergido en un mismo momento. La “convergencia de catástrofes” es la “tormenta perfecta” que implica, inevitablemente, el hundimiento del barco que se encuentra a la deriva.

De ahí que el más mínimo sentido del realismo, los restos del instinto de conservación racionalizado, nos lleve a establecer tres conclusiones:

1º. No se trata de ser optimista o pesimista, sino de reconocer que vivimos tiempos de crisis terminal e irreversible de un modelo de civilización.

2º. No podemos decir cuándo se producirá el desplome generado por la “convergencia de catástrofes”, pero el realismo nos obliga a reconocer que ese desplome se producirá.

3º. Quienes nos sentimos partícipes de otra realidad, de otros valores y de un modelo de sociedad radicalmente opuesto al presente, debemos plantearnos opciones de vida para nosotros, para nuestro entorno y para garantizar la pervivencia de nuestros valores tradicionales más allá del derrumbe, para que estén presentes en la formación de un nuevo ciclo de civilización.

La teoría de las cuatro velocidades de caída

Uno de los puntos cruciales de quienes hemos ingerido la “pastilla roja” es cómo reaccionar políticamente en determinadas circunstancias como puedan ser las competiciones electorales, espectáculo circense habitual en las democracias. ¿Cómo ver y leer los programas de las distintas opciones del mercadillo electoral?

Hace falta insertar aquí una precisión: no se trata de “por quién votar”, en la medida en que, votar a unos o a otros no cambia nada a la vista de que la “soberanía popular” es una ficción y los “constructores de la modernidad” actúan como el pastor de un rebaño, llevándolo a tales o cuales pastos según su voluntad y decisión: la opinión del rebaño no importa en absoluto. De ahí que la postura que recomendemos no sea la de creer que tal o cual partido podrán solucionar una situación que ya se encuentra excesivamente erosionada, sino que la posición política más razonable en este momento sea la de la “apolitia” en el sentido clásico, esto es, el distanciamiento de cualquier opción política, reconociendo que no puede apoyarse a ninguna sin que exista algún tipo de reserva mental, pero sin caer en el desinterés y la apatía por los “hechos políticos”, en la medida en que la evolución de estos puede ayudarnos a comprender nuestro tiempo.

Así pues, una somera visión del mercado nos indica que existen cuatro “productos de consumo político” que derivan a cuatro velocidades que pueden adoptarse en el actual proceso de tránsito del “Orden” del ayer a la decadencia presente (porque ese tránsito es, precisamente, la “línea de evolución” de las sociedades modernas).

George Orwell, entre 1947 y 1948, es decir, en los primeros pasos de la Guerra Fría, escribió su famosa novela distópica, 1984. En ella atribuía gran importancia a la adulteración de las palabras y de los conceptos operada por el “ministerio de la verdad”: lo “hermoso” era lo “horrible, “la paz” era el “estado de guerra”, la “mentira” se había transformado en la “verdad” oficial y así sucesivamente. Así pues, cuando nosotros decimos que la línea de la posmodernidad es una pendiente que conduce a la decadencia, aquel que ha ingerido la “pastilla azul” y que vive en la “cómoda ilusión”, percibe ese mismo tiempo, nuestro tiempo, como “progreso”. Y, por lo mismo, cuando nosotros podemos afirmar avalados por el realismo que nuestra civilización camina directa a una caída por el precipicio, el “progresista”, considera que esa caída supone volar hacia ideales más altos, justos y benéficos para la humanidad. De ahí que cualquier diálogo sea imposible entre las dos actitudes y la brecha excesivamente amplia como para que el diálogo y la confrontación de posiciones sea posible.

Existen, por tanto, cuatro velocidades posibles para ir en dirección al abismo:

Primera velocidad: el ultraprogresismo

Representado por la inmensa mayoría de la extrema-izquierda y por sectores de una socialdemocracia que demostró su falta de soluciones y salidas a la crisis de 2007-2011, cuando debió optar entre ponerse del lado de la sociedad o de la banca y eligió la segunda opción. A partir de ese momento, el proyecto socialdemócrata aprobado en el Congreso de Bad Godesberg de 1959, saltó en pedazos. Desde entonces la socialdemocracia debió elegir entre permanecer en ese mundo ambiguo del centro-izquierda que ya había sido augurado por la secta fabiana en la primera década del “novecento” y mantenido durante décadas por la London School of Economics o bien aproximarse a las tesis “ultraprogresistas” que, antes, habían sido asumidas por una extrema-izquierda huérfana de ideología por la caída del marxismo en todas sus variedades (maoísmo, eurocomunismo, marxismo-revolucionario, marxismo-leninismo-maoísmo, consejismo, anticapitalismo autogestionario, etc.). Esa extrema izquierda, se había refugiado, inicialmente, en el “pensamiento sandía” (verde por fuera, rojo por dentro), pero los resultados electorales fueron siempre limitados hasta que vino en su ayuda todo un arsenal de ideologías posmodernas amparadas en las grandes fundaciones capitalistas (financiadores de los círculos y los proyectos “transhumanistas”), así como de los proyectos de ingeniería social de la ONU y de la UNESCO (la Agenda 2030).

Desde que se hizo palpable la relativa recuperación económica y la salida a la gran crisis de la globalización, hacia 2014-2015, esta corriente puso el pie en el acelerador y de ahí se afirmó como indiscutible la teoría del cambio climático antropogénico, la ideología woke, los estudios de género, que reforzaron la corrección, el pensamiento único y reformularon el objetivo de un “nuevo orden mundial”.

Y tienen prisa por llevar a cabo sus proyectos, tal como hemos visto en los países en donde han “tocado poder”, como España, en donde el arsenal de leyes aprobadas, por su tendencia, por su radicalidad, por sus inconsecuencias, es muy similar al que aprobó la Segunda República en sus primeros meses, con la misma intención de realizar una rápida tarea de “ingeniería social” y cambiar el rostro de una sociedad. Actualmente, todo este arsenal legislativo aprobado en los últimos cinco años de gobierno de Pedro Sánchez, apoyado por Unidas Podemos, tiene como fin la liquidación de cualquier rastro de “identidad tradicional” en nombre de los ideales de “igualdad, diversidad e inclusión”.

Es, por tanto, una forma de acelerar al paso hacia el abismo. Y lo que, para ellos supone una forma de “volar” hacia un mundo utópico, para aquel que mantiene el realismo y la objetividad en la cabeza, supone solamente una forma de aproximarse a la carrera en dirección al abismo y tratar de acortar los tiempos para llegar al fin de ciclo (lo que para los ultraprogresistas supone la inauguración de un nuevo ciclo “transhumanista”).

Segunda velocidad: el progresismo de izquierdas

No todas las formas de entender la socialdemocracia aceptan el mismo paso acelerado y los mismos objetivos. Buena parte, de los socialdemócratas se consideran “progresistas”, pero rechazan las consecuencias extremas de los “estudios de género”, y se muestran remisos a adaptar algunas orientaciones “ultraprogresistas”, no tanto por entrever las consecuencias finales a las que conducen, sino por un “instinto de conservación electoral” que les dice que una sigla política no puede “adelantarse” a la sociedad, sino que el “pastor” tiene que estar siempre caminando junto al rebaño, sin adelantarse ni retrasarse.

Desde finales de los años 90, los socialdemócratas, por ejemplo, se han cerrado a discutir la cuestión de la inmigración. Han seguido defendiendo la posibilidad de la “integración” de los inmigrantes (esto es, de que acepten las leyes del país receptor, manteniendo sus tradiciones de origen) a pesar y a despecho de que en todos los lugares donde ha llegado inmigración masiva, los programas de “integración” hayan fracasado notoriamente. Sin embargo, en el resto de actitudes, los socialdemócratas, aún mostrándose partidarios de una “ingeniería social” prefieren no forzar los tiempos y evitar compromisos con el ultraprogresismo que les puede restar base electoral (como demuestra la experiencia).

Sin embargo, los socialdemócratas consideran que los “valores tradicionales” deben quedar definitivamente atrás, superados y abandonados. Se muestran partidarios de la “igualdad” a todos los niveles, pero algo más tímidos en relación a la “inclusión” y a “diversidad”, temerosos de que puedan restarle votos. Las tensiones internas que vemos en el interior del PSOE desde el inicio del período “zapaterista” y que, están fraguando en el interior del mismo partido durante el ”pedrosanchismo”, son elocuentes al respecto.

Digamos que, bajo la sigla PSOE y, por extensión, en todos los partidos socialdemócratas y en la propia Internacional Socialista, existen dos almas: la “ultraprogresista” y la “progresista” y la discusión entre ambas no es por cuestiones ideológicos —ambas están de acuerdo en realizar una tarea de “ingeniería social” en función de la interpretación de la Agenda 2030—, sino por rentabilidades electorales (los primeros precisan gobernar con la ultraizquierda para seguir gestionando espacios de poder y los segundos, en sus feudos, consideran que tal alianza borra los rasgos “centristas” (de centro-izquierda) del partido y lo desplazan hacia una izquierda que ya no puede contar con el “voto obrero”, sino que debe fiarse del voto de la inmigración y del voto de los demás grupos sociales subsidiados.

Esta actitud supone caminar con paso firme hacia el abismo, pero a una marcha más ralentizada, sin tantas prisas como los ultraprogresistas, incluso con algunas vacilaciones. Pero esta actitud, lo único que supone es que el plazo hasta llegar al punto límite de caída se prolongará algo más, no que se evitará o que se actuará con más sensatez, o que se respetará algún valor o estructura tradicional. En la práctica, la posición de los socialdemócratas actuales es la misma que la de los socialistas fabianos de principios del siglo XX: llegar a una sociedad igualitaria, socialista y progresista, por medio de una evolución gradual, sin saltos ni transiciones violentas.

Tercera velocidad: el progresismo de derechas

Ser de derechas en otro tiempo, equivalía a ser “conservador” y ser “conservador” suponía, rechazar la escala de valores presentada por el progresismo y rechazar el trilema: “libertad, igualdad, fraternidad”, o, al menos, poner algún reparo y precisiones a sus significados. Pero esa era antes. En el interior del PP y, en el conjunto de las derechas mundiales, también ha prendido el “virus progresista” hasta el punto de que puede decirse que en el interior del PP existe cierta predisposición en ver al PSOE como “partener”: de hecho, cuando Feijoó, un tipo absolutamente gris y sin perfil definido, sustituyó a Pablo Casado, que podía ser con propiedad definido como un “progresista de derechas”, proclamó que su primera opción para formar coalición era el PSOE; esta actitud debió rectificarla a la vista de la negativa del PSOE a asumir esta línea de alianzas; posteriormente, Feijóo aludió a los “dos PSOE” y a que solamente pactaría con la línea “antipredrosanchista”, pero también aquí, la disciplina draconiana de los pretorianos de Sánchez, le obligó a rectificar y en la actualidad, también esa propuesta ha sido aparcada.

El progresismo de derechas ha emergido una y otra vez en el interior del PP. No hay que olvidar que buena parte de este partido, procedió, históricamente, de los restos en descomposición de UCD y, en la actualidad, crece gracias a la desaparición del avatar de aquel centrismo, Ciudadanos, que, salvo en la “cuestión de la vertebración nacional” ostentaba posiciones parecidas a las de la socialdemocracia. Este “progresismo de derechas” tiende a reconocerse en los valores del liberalismo tal como fueron definidos por Adam Smith en La riqueza de las naciones (1776…) y, por tanto, el terreno de la economía es el único en el que se mueve con facilidad, adoptando en todos los demás posiciones relativistas: aspira a “conservar”, pero aceptar cualquier cambio que venga sugerido por organismos internacionales creados a partir de 1945 y se niega a reconocer en ellos, los valores ultraprogresistas que cabalgan con ellos. Tienden, por tanto, a realizar una “interpretación conservadora” del ultraprogresismo, en función de sus necesidades electorales y les importa muy poco si tal interpretación es la que encarna el espíritu de la Agenda 2030, simplemente creen que, si lo proponen los organismos internacionales, es que se trata de propuestas de “consenso” universal y, por tanto, inducen a seguirlas.

En el interior del “progresismo de derechas”, es innegable que aparecen desconfianzas en relación a los planes de “ingeniería social”, pero también es cierto que la defensa de los valores de la economía liberal, los lleva también a aceptar lo que las fundaciones dependientes de las grandes empresas y de las corporaciones económicas, propongan que, por cierto, coincide con las directivas de la Agenda 2030.

No siempre está claro si la dirección y el paso con el que camina la “derecha progresista” es el suyo propio o aquel al que se ven arrastrados. En general, si en algunos países todavía existe “derecha progresista” es porque el sistema electoral estimula el “voto útil”. Frecuentemente, el elector conservador acude a las urnas tapándose la nariz y desconfiando de que su voto sirva para algo, pero esperanzado en que, al menos, será un “voto contra la izquierda”.

Pero, a poco que nos fijemos en sus “obras”, percibiremos con claridad meridiana que la “derecha progresista” nunca a desmantelado la obra de la “izquierda progresista” y solamente se ha opuesto con cierta timidez, bien es cierto, a las leyes más enloquecidas de la “izquierda ultraprogresista”. Su velocidad hacia el abismo no es la misma que la de “ultraprogresistas” ni la adoptada por el “centro-izquierda”, suele tener vacilaciones, dudas, conflictos internos, pero no se perciben pasos atrás, ni siquiera actitudes que no hayan sido definidas en aquel libro de Adam Smith escrito en 1776 y con el que pretenden seguir gestionando la sociedad del siglo 2023, es decir la sociedad de 250 años después

Paso tímido, paso lento, paso torpe, tambaleante y siempre dubitativo, propio de quien se niega a replantearse la realidad de los hechos y a rectificar el paso. El “progresismo de derechas”, no dirige al rebaño, sino que tiene una percepción de hacia donde se dirige el rebaño y lo sigue sin importarle de que ese camino conduzca al abismo. Lo único que le importa es seguir conservando algunas parcelas de poder, no quedar descabalgado de los repartos de poder y pactar con el diablo si hace falta para mantenerse en las áreas de poder.

Cuarta velocidad: los populismos de derechas

El populista de derechas es alguien que sufre de vértigo. Es consciente de que algo no marcha bien en nuestra sociedad y en los caminos emprendidos por la posmodernidad. Y mira atrás y le angustia el porvenir. Su actitud es la propia aquel hombre superado, desorientado, al que le resulta imposible diagnosticar el origen de los males de su tiempo, pero que, en cualquier caso, intuye que la sociedad ha emprendido un rumbo equivocado y peligroso. Habitualmente el populismo de derechas es el remanso al que van a parar los decepcionados de todo el arco político, aquellos que a lo largo de los ciclos electorales han ido cambiando su voto de una a otra sigla, esperando que alguna haga algo por ellos y por sus hijos, y se ha visto permanentemente decepcionado: a este elector, ahora le queda la posibilidad de adoptar una nueva papeleta de votos que le señala algunos de los aspectos más negativos de la modernidad. Es su última esperanza.

Podemos representar esa actitud como la propia de aquel miembro del rebaño que, en un momento dado, el instinto le dice que el grupo de dirige al matadero o hacia el despeñadero y que hace falta salir del rebaño para evitar el desastre. Pero le falta un “pastor” que le orienta más allá del voto: ¿a dónde ir sino allí hacia donde va la corriente en general? ¿cómo elaborar una propuesta integral y realista que contemple revertir el camino recorrido hacia el abismo? ¿Cómo alejarnos, en una palabra, de la zona de riesgo y en función de qué? Y estas son las preguntas que los partidos populistas apenas pueden responder. No dejan de ser una especie de “autosatisfacción”, el clavo ardiendo al que agarrarse para mantener la esperanza en el futuro y en que alguien logre evitar que el tren descarrile o que el rebaño caiga por el abismo.

Y ahí está, parado, detenido a pocos metros del abismo, esperando una luz, un faro, un polo de atracción, unos valores que ayuden a recorrer en sentido inverso el camino emprendido desde hace siglos por nuestra civilización y que ahora nos sitúa a poco de caer en el vacío. Está parado: sabe a dónde no ir, pero ignora la dirección, la estrategia y los principios que podrían contribuir a invertir el camino. Es lo que podríamos llamar “el elector del rechazo”: es consciente de lo que aborrece, pero mucho menos de los puntos en los que se basaría un programa de reconstrucción y enderezamiento. Los pastores que se postulan como “orientadores” a este grupo tampoco están en condiciones de darle algo más que una esperanza, una pequeña lucecita, en absoluto esa luz inequívoca, absoluta, iluminadora de un nuevo rumbo para la sociedad.

Es cierto que cada fase de un ciclo histórico impone determinadas condiciones y que, en la actualidad, cuando se han hundido las bases tradicionales del conservadurismo (la monarquía, la Religión, las aristocracias, la cultura tradicional, en una palabra) resulta muy difícil encontrar un terreno lo suficientemente sólido como para sentar las bases de un “conservadurismo revolucionario”.

Esta última actitud es diferente a las tres anteriores que hemos descrito: no es ni una velocidad lenta, media o acelerada hacia el abismo, es simplemente, un detenerse, como una esfinge, como un moái de la Isla de Pascua, un menhir, como alguien que ha entrevisto el futuro y ha quedado petrificado ante la perspectiva del mañana y cree que, utilizando sus últimas fuerzas para votar a una opción populista, todo quedará resuelto.

Es, en definitiva, la opción de la “velocidad cero” y del que confía en el freno de mano para evitar que las ruedas sigan por inercia la inclinación de la pendiente. En tanto que clavo ardiendo, agarrarse a una opción populista puede ser visto como un “mal menor”, desde luego, a caer por el abismo, una reacción natural guiada por el propio instinto de conservación, pero que sirve solamente como opción momentánea: antes o después, el clavo se quiebra o la capacidad de resistencia se hace imposible. O, si se prefiere, el populista de derechas, antes o después se verá arrastrado por la corriente y percibirá que las bases sobre las que se encontraba parado son inestables.

En general, el aspecto más incoherente y peligroso del populismo de derechas es su ambigüedad ante los conceptos económicos liberales. Y esa imposibilidad de construir un programa económico vulnerando las reglas del mercado y aceptando que el Estado no debe de intervenir en economía y que la ley de la oferta y la demanda, en esta época de “tiburones” que hacen imposible la libre competencia de los “peces chicos”, de multinacionales, grandes corporaciones, de economía globalizada, y de cuarta revolución industrial, donde la posibilidad de asegurar la “libre competencia” supone una ingenuidad tan imperdonable como suicida. De ahí que todo “populismo” de derechas, que no introduzca en su programa correcciones al “mercado” y que no sitúe a la política con encima y por delante de la economía, tiene un recorrido muy limitado y, como máximo, supone retrasar lo inevitable, pero no conjurar en modo alguno el riesgo, porque, a fin de cuentas, el problema de civilización que afrontamos hoy deriva de aquella Primera Revolución Industrial de la que Adam Smith extrajo sus leyes del mercado que, en grandísima medida, son responsables de la destrucción de todos los valores tradicionales.

UNA PEQUEÑA CONCLUSION PROVISIONAL

¿Hasta qué punto es “positivo” prolongar una agonía? Es la primera pregunta que se nos ocurre. ¿Qué es mejor, una “agonía prolongada” o una “muerte súbita”? Si aceptamos que esta civilización ha emprendido un camino sin retorno y que no hay un nuevo comienzo sin un final doloroso, ¿cuál de las dos actitudes es la correcta? Es algo que queda a conciencia de cada elector y, como siempre, lo mejor es no llamarse a engaño, ni, por supuesto autoengañarse.

Pero sea cual sea la opción personal es importante no olvidar que la destrucción de todos los valores y su sustitución por anti-valores, seudo-valores o fantasioas construcciones intelectuales, es la única realidad del sistema tal como está concebido en la actual fase de nuestro ciclo histórico. Lo de menos, por tanto, es a quien se vota, que, en el fondo solamente implica tratar de prolongar la agonía del actual ciclo o acelerarla.

Lo importante es, por una parte, conservar los valores tradicionales (y, para conservarlos habrá, previamente, que recordarnos, enumerarlos y definirnos) y, por otra parte, transmitirlos. Esa transmisión, para ser efectiva, para poder forjar nuevas élites, solamente puede realizarse en las catacumbas. No puede estar protagonizada por grupos políticos organizados que, inevitablemente, deberían de rebajar el listón, diluir el mensaje, concurrir a elecciones y aceptar las reglas de un juego del que no podrían sacar absolutamente ningún beneficio, salvo perder el tiempo.

No es, pues, para el “mañana” para el que hay que pensar, dando por sentado que será precisamente en ese “mañana” cuando se produzca el colapso de nuestra civilización, sino para el “pasado mañana”, cuando es previsible que se produzca, es decir, para dentro de una o dos generaciones. Además, esto debería de permitir, rescatar, sintetizar, difundir, almacenar doctrinas y principios tradicionales, crear élites inhibidas del día a día político, pendientes solo de su responsabilidad para encarnar valores, para transmitirlos a quienes puedan entenderlos, y prepararse para la supervivencia tras el colapso.

Será así como renacerá una nueva sociedad orgánica y funcional: con hombres de pensamiento y de acción, verdaderos guías de la comunidad, con técnicos y expertos capaces de conservar todos aquellos aspectos instrumentales de carácter técnico que merezcan ser conservado, con guerreros capaces de defender las nuevas comunidades orgánicas creadas, con estructuras comunitarias sólidas formadas a partir de la reconstrucción de la familia tradicional. A partir de ahí, los que hayan soportado las pruebas que acompañarán una crisis que, como cualquiera crisis, será destructora y problemática, los que tengan la suficiente solidez interior y la dureza para soportar la prueba y seguir en pie, aquellos cuyo carácter se haya forjado en el fuego de las destrucciones y se haya endurecido como el mejor de los aceros, estos serán los que figuren en el arranque de un nuevo ciclo de civilización.