jueves, 23 de marzo de 2023

60 AÑOS DE "CABALGAR EL TIGRE". NOTAS SOBRE LA RUPTURA DEL SER HUMANO CON LA POLÍTICA

El título de este parágrafo podría resumirse así: el principal rasgo del “tiempo nuevo” es la pérdida para el ser humano de cualquier tipo de identidad que valga la pena asumir, o si se prefiere, la sustitución de identidades naturales por amalgamas artificiosas, homogeneizadas artificialmente, esto es, “inclusivas”. Del eslogan de 1789, “libertad, igualdad, fraternidad”, el que se impone en las primeras décadas del siglo XXI es el segundo: y no se trata, simplemente, de una igualdad que tenga relación con la idea de “equidad”, que, en cualquier caso, sería admisible, sino de una igualdad a ultranza, impuesta artificialmente, de la misma manera que una apisonadora iguala las piedras y las inmoviliza con alquitrán. El resultado es una calzada lisa, llana y utilizada por los grandes vehículos en sus desplazamientos, esto es, por las grandes corrientes de la época. Estás, vale la pena señalarlo, son las mismas, en Oriente y en Occidente, en el bloque asiático como en bloque occidental. Por distintos caminos, se ha llegado a la construcción de un mismo tipo humano, del que el ciudadano chino es la quintaesencia: ha asumido lo peor del individualismo liberal occidental y del gregarismo socialismo, “un país – dos sistemas”. La sombra de la hegemonía china se proyecta sobre un mundo que ya está previamente “igualado” y dispuesto a aceptar, como natural, su influencia.

El conflicto ucraniano ha contribuido a que hablar de “globalización” y “mundialismo” ya no tenga la extensión y la profundidad que tuvo solo un lustro antes. Las sanciones ordenadas por el pentágono e impuestas con fidelidad perruna por los gobiernos occidentales, ha acelerado la división del mundo en dos bloques antagónicos en las formas de gobierno (democracias en Occidente y autocracias en Eurasia), pero con la misma vocación de dominio sobre las conciencias.

Este dominio se ha realizado por fases espontáneas que tienen mucho que ver con el noble arte de la alquimia. El alquimista trabajaba sobre el “mercurio” (el espíritu), consciente de que era el elemento intermedio entre la “sal” (el cuerpo físico) y el “azufre” (el alma). Se trataba, inicialmente de separar las distintas partes del “mixto”; sobrevenía, entonces, la “obra al negro”. Una vez purificado el “mercurio”, mediante sucesivas “disoluciones”, se trataba, de que éste se uniera al “azufre”. Así, el “mercurio”, en lugar de quedar atraído por la “sal” (por el cuerpo físico, por la materia), quedaba en la órbita del “azufre” (el mundo superior). En la última fase de la obra, la “obra al rojo”, se trataba de reavivar la “sal” mediante la fuerza del “mercurio” renovado por el “azufre”. En otras palabras, se trataba de desplazar el eje de la vida, del mundo corporal, sensual y material, al mundo de las esencias puras, a los mundos superiores. Pues bien, el proceso que tiene lugar en el ser humano moderno es parecido sólo que en sentido inverso,:un proceso propio del “fin de ciclo”.

En efecto, en estos momentos, resulta muy difícil para un ser humano, concebir algo que no sea para él tangible desde el punto de vista material. Cuando se habla de la realidad de los mundos sutiles, lo más habitual es aludir al universo mental y a todo lo que está unido a él. Esto lleva, en el mejor de los casos, a la adopción de posturas moralistas. Incluso el cristianismo ha caído, más allá de su dogmática, en algo similar. El ser humano, poco a poco, ha terminado “desconectado” progresivamente de todo lo que está más allá de lo físico. Su mente solamente es capaz de comprender lo físico y no solamente no alberga interés por los mundos superiores, sino que ni siquiera contempla la posibilidad de que puedan existir. Una mente que piensa solamente en términos de materia, se siente, irremisiblemente, atraída por todo lo que es material y no concibe valores más allá de la materia. Aquello que su mente no consigue comprender, lo fía desarrollo de la ciencia, que, antes o después, terminará explicándolo. Porque la ciencia ha terminado siendo el gran fetiche del siglo XXI, algo que ya podía preverse desde el positivismo del XIX.

La vieja máxima délfica de “conócete a ti mismo”, acompañada de otra situada frente a este, “sé tú mismo”, es solamente entendida, en primer lugar, como una afirmación de las propias necesidades y de los rasgos de la “personalidad”, en absoluto de las potencialidades que se ocultan detrás de esa máscara y que afectan a los dominios metafísicos. Y, en cuanto al “sé tu mismo”, no es comprendido más que como exaltación de la propia individualidad. Parece como si algo invisible impidiera que el hombre del siglo XX pudiera ir más allá de estas concepciones simplistas. En este dominio se encuentra el origen de las enfermedades psicológicas, verdadera pandemia de la época: hoy, el 25% de los menores de 30 años en España precisan la ayuda de psicólogos y psiquiatras; mañana, en 2040, se calcula que un 40% de la población mundial sufrirá algún tipo de desequilibrio psíquico.

A esta fase de corte con el mundo del espíritu, sigue la etapa de “normalización” y “estandarización”. Para gobernar un país como España en el que, sobre 44 millones de habitantes, cada uno aspira a tener su propia individualidad y a competir solamente en el acceso a bienes materiales, es preciso cambiar los mecanismos de poder real. Foucault hablaba del “biopoder” ejercido por las monarquías absolutas y que se ha mantenido hasta no hace mucho: se trataba de dominar los cuerpos. El gobernante absoluto, el dictador estalinista, el espadón tiránico, incluso el dirigente democrático y liberal, mantenían su poder en tanto que demostraban tener “derecho de muerte y poder sobre la vida”. Hasta principios del siglo XX, en efecto, las ejecuciones eran públicas. Se trataba de una “justicia ejemplificadora”: quien no seguía la regla impuesta por la ley, podía pagarlo con su vida. Cada ejecución pública, y antes, los castigos corporales infringidos ante la población, el cepo, la picota, o la ejecución pública mediante una elaborada y cruel tortura a la que fue sometido el regicida frustrado Robert-François Damiens (que Foucault, narra detalladamente con particular e indisimulado deleite sádico) en 1757, o el tratamiento al que había sido sometido antes Ravaillac en 1610, trase atentar contra Enrique II, incluso, antes, el mismo castigo de la crucifixión anterior, tenían como objetivo -afirma Foucault, al que no hay, necesariamente, que creer- obtener el “dominio sobre los cuerpos”. Eso aseguraba a los jefes políticos, la sujeción y la sumisión de su pueblo; Foucault utiliza la palabra “disciplinar”. Para Foucault, todas las instituciones creadas por el Estado capitalista, desde los hospitales a los cuarteles, los tajos y las minas, solamente buscan ejercer el poder de “disciplinar” al individuo y convertirlo en mecanismos meramente productivos, sometidos, eficientes y, sobre todo, dóciles al poder. Se trata de practicar una “biopolítica” cuyo objetivo era el dominio sobre el cuerpo de los ciudadanos.

La tortura pública y ejecución de Ravaillac y de Damiens, fueron necesarias a causa de la escasez y de lo limitado de los medios de comunicación de masas en aquellos siglos. Pero, a medida, que estos empezaron a proliferar desde finales del siglo XIX, los métodos para “disciplinar” a los ciudadanos fueron cada vez más sutiles. El “lavado de cerebro”, las “operaciones psicológicas” y el control sobre la información y sus contenidos, se convirtieron pronto en auxiliares eficientes de la “biopolítica”. Al acabar el siglo XX y comenzar el nuevo milenio, la aparición de nuevas tecnologías hizo que todo esto variase sustancialmente. Por entonces estaba claro que ya no se trataba de “disciplinar” individuos, sino a pueblos enteros, incluso a toda la humanidad, pues no en vano eran las décadas en las que se creía que podía llegarse en breve a un mundo globalizado y triunfaban los conceptos mundialistas.

Las sociedades habían ido ganando en “libertades” y se había producido también una elevación del nivel de vida, un alejamiento de las enfermedades endémicas de otras épocas, una mejora en las comunicaciones, en la salud y en la educación, a lo que se unía la intensificación de las comunicaciones interpersonales a través de sistemas analógicos primero y digitales después. A medida que pasaban las décadas del siglo XX, iban desapareciendo barreras, prevenciones, dogmas, tabús sociales, el sujeto era cada vez más libre y, sin embargo, lo sorprendente era –como ha observado Byung-Chul Han– que, en lugar de “progresar” hacia una sociedad más sana, más natural, más auténtica, en tanto que más libre, este proceso ha hecho que se disparasen las enfermedades mentales, las depresiones, los trastornos bipolares, las dolencias psicosomáticas, las crisis de pánico, en los niños el TDH (Trastorno de Déficit de Atención), etc. Byung-Chul Han interpreta este fenómeno lanzando un concepto nuevo: el de “sociedad del rendimiento”.

El concepto reconoce que, en este nuevo modelo social, somos “libres”, pero, al mismo tiempo, somos competitivos o bien estamos obligados a utilizar esa libertad para sobrevivir en el día a día. El único indicativo de que nuestra vida “va bien” es el éxito económico. Es decir, cualquier actividad está vinculada a obtener algún tipo de “rendimiento” que nos permita algún tipo de beneficio. En otras palabras, somos libres de todo… salvo de realizar actividades libres independientes del rendimiento. Estamos obligados a ser eficientes porque nos hemos transformado en “empresarios de nosotros mismos”, debemos de demostrar que “nuestra empresa”, esto es, nuestra vida, es rentable. No se trata ya de la libertad de “poder hacer algo”, sino del “deber de hacerlo”, porque, de no hacerlo, nuestra rentabilidad disminuye y consiguientemente nuestra autoestima merma.

Los escaparates de consumo, para colmo, y el exhibicionismo en redes sociales, son los proyectores que deben necesariamente demostrar que nuestra vida es perfecta, que va bien, que somos felices. Estamos obligados a serlo, pero, lamentablemente, la felicidad es, como el agua entre las manos, algo que se escapa a quien la persigue obsesivamente: siempre resulta inevitable que se cuele algún elemento no previsto, alguna bajada en nuestro rendimiento, o que alguien nos aventaje y demuestra vivir “mejor” que nosotros. Queremos utilizar nuestra libertad para obtener “poder”. Pero, a poco que miramos a nuestro entorno comprobamos que nuestra libertad es una ilusión y que el poder obtenido no es tal, sino, en cualquier caso, menor que el de otros y, en cualquier momento, si nos descuidamos, podemos vernos arrojados a posiciones irrelevantes. Nuestro “rendimiento” será, entonces, bajo; nuestra autoestima aún más baja. Por tanto, cualquier actividad que hagamos deberá ir destinada a promocionar un “producto”: nosotros mismos. Solo así tendremos la convicción de haber rentabilizado nuestra vida.

Si nos dedicamos a actividades no productivas, si nos ausentamos de las redes sociales, si no demostramos, mediante signos externos, capacidad adquisitiva, evidenciar el mantenernos en vanguardia de la moda, podemos considerarnos frustrados. Llega un momento en el que perdemos la noción de nosotros mismos: ya no sabemos quiénes somos, la que somos, el lugar en el que nos encontramos, porque es posible que el “look” que proyectemos a otros, no sea el que corresponde a nuestro verdadero yo.

Además, el papel de las redes sociales ha resultado deletéreo: somos “libres”, pero estamos constantemente observados por otros, por miles de desconocidos. Tenemos la sensación de que hay que buscar sus “likes”, satisfacerlos, captar su interés y su atención. Si lo conseguimos, anhelaremos que esa tendencia aumente más y más. Y si, por el contrario, fracasamos, podemos sufrir un derrumbe emocional difícil de superar.

Esto hace que, paradójicamente, en momentos históricos en los que han desaparecido instituciones, costumbres, hábitos, leyes y estructuras tradicionales que limitaban -y encarrilaban- las libertades, cuando deberíamos de ser más libres que nunca antes, sea el momento en el que estamos más controlados, observados, tiranizados y sometidos al conjunto. Es el gran hallazgo del neoliberalismo: lo que Han llama “la psicopolítica”. El sistema ha desistido de controlar los cuerpos, no nos “disciplina” mediante el miedo al castigo, o mediante la difusión de reglas y patrones de comportamiento, le basta simplemente con controlar nuestra mente y los “policías” son los otros. Nosotros mismos, podemos actuar como “policías del pensamiento” de otros.

Además, este planteamiento tiene otra ventaja que señala Han: un poder es tanto más efectivo cuanto menos visible es su presencia. Hoy, el poder actúa con la fuerza de un imán: el metal no percibe nada material, tangible, exterior, pero siente una irresistible atracción hacia el imán que se sitúa por encima de su propia voluntad. Es el redescubrimiento casi satánico del viejo principio taoísta del “wei wu wei”, el “actuar sin actuar”. No actúa, porque otros son los que actúan por él; no ejerce presión directa sobre nosotros, porque para eso están los otros. No ejerce sobre nosotros ningún control violento, no busca disciplinarnos: podemos aceptar ir con la corriente o contra ella, pero sabemos lo que ocurre en cada caso.

No es que la “biopolítica” haya sido liquidada por la “psicopolítica”; más bien, lo que ocurre es que éste tiende a complementar a aquella, a mantener el “control de los cuerpos”, realizando presión sobre sus mentes.

Aquí es donde se percibe el callejón sin salida del concepto de “libertad” emanada por la Revolución de 1789 y teorizado por los iluministas; deliberadamente hemos utilizado la minúscula para aludir al concepto. El caso del ser humano moderno, muestra que, incluso ante la ausencia de leyes y cortapisas, ante la desaparición de prejuicios y limitaciones, incluso en condiciones económicas que favorezcan la autonomía y el cumplimiento de cualquier deseo de consumo, el individuo no será libre porque puede estar sometido -de hecho, lo está- al peor de los tiranos: su propia interioridad. Y, por eso mismo, el concepto tradicional de libertad, tiene que ver también con el de “pureza”. Algo “puro” es algo que no está contaminado por nada, que no está condicionado por nada, que es él mismo, que es independiente de todo y no está penetrado por nada. Así mismo, la Libertad -esta vez con mayúscula- es la capacidad que tiene el ser humano de controlarse a sí mismo, de dominar todo lo que puede constituir una “impureza”: liquidar cualquier elemento que lo haga dependiente del exterior de sí mismo, controlar sus instintos -no renunciar a ellos porque eso implicaría tanto como renunciar a la condición humana- pero si tener la capacidad y la disposición para controlarlos. Y así se llega al concepto metafísico de Libertad. Luego, claro está, habrá que aludir a las libertades sociales que no son más que la proyección a este nivel del principio superior; y aquí, en lo contingente, ya no podemos hablar de “una Libertad”, sino de “las libertades”.

En el siglo XXI se evitar sugerir la más mínima limitación a “las libertades”, por mucho que sea evidente que algunas son “positivas” (la libertad de expresión, la libertad de información) y otras son, simple e incuestionablemente “negativas” (la libertad para mentir, la libertad para masacrar al prójimo, la libertad para ocupar o sustraer propiedades ajenas, etc.). Cualquier orden social exige, si pretende ser estable, una limitación a las libertades negativas, una idea que parece asustar a las vanguardias progresistas. Éstas parten de la base de que cualquier infracción a una ley se realiza invocando el principio de la necesidad o bien por falta de formación. Lo segundo se resolvería mediante la “educación” y lo primero habilitando leyes que admitan que cualquier necesidad humana, por el mero hecho de existir, debe ser satisfecha, a pesar de que suponga vulnerar las leyes naturales (elegir, por ejemplo, sexo), o bien las leyes sociales (el fenómeno de la ocupación) o la simple lógica (el fenómeno de la inmigración masiva inasumible para Europa). Se trata de eliminar cualquier límite que impida hacer efectivas “las libertades”.

Era frecuente observar en los medios anarquistas del siglo XX, como aquellos que abogan por una existencia libre de trabas y de estructuras que limiten las libertades, siempre terminen siendo grupos sometidos a la “estricta observancia” de los principios y a la censura que la aparente o real vulneración de estos por parte del individuo, lo haga acreedor a las denuncias de la “policía del pensamiento”. Esta deformación del comportamiento anarquista, finalmente, se ha extendido a toda la sociedad. Nunca una sociedad ha estado tan sometida a una tiranía “soft” como la nuestra. Hasta el extremo de que, como en la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa, reír se ha convertido en una herejía peligrosa: el que ríe, es que lo hace de algo o de alguien. La inclusión impide cualquier comentario que pudiera ser considerado como un menoscabo para no importa quién. El resultado ha sido la desaparición de programas de humor, el que un conocido cocinero televisivo se haya visto obligado a dejar de contar chistes entre receta y receta, o que el 2020 la serie Los Simpson amenazara con eliminar el personaje de “Apu” porque podía ser considerado como un estereotipo del emigrante; hoy, por ejemplo, por primera vez en setenta años, han desaparecido las sitcom, las divertidas “comedias de situación” de las parrillas televisivas; las que se siguen viendo son reposiciones antiguas. Hoy resultaría imposible filmar una sitcom con suficiente fuerza como para hacer reír. La presión de lo “políticamente correcto”, la vigilancia de la “policía del pensamiento”, el miedo a quedar fuera de la dirección de la corriente, hace imposible y sospechoso la sonrisa. Mientras no haya inclusión, mientras la igualdad no sea absoluta y universal, mientras no se resuelvan los grandes problemas del planeta enunciados por la Agenda 2030, reír puede ser un síntoma de frivolidad, de falta de conciencia social, de discriminación. Esto es “psicopolítica”. Este es el principal rasgo de nuestro tiempo.