A diferencia del antisemitismo
francés de principios del siglo XX cuyo carácter “popular” era innegable [1],
el antisemitismo español en la misma época no dejaba de ser un apéndice del
antisemitismo religioso que, desde tiempo inmemorial aparecía en los contornos
más ultramontanos de la Iglesia Católica. A lo largo del siglo, tal
antisemitismo se fue agotando hasta desaparecer prácticamente durante la
transición. El período franquista ni siquiera contribuyó a que se recrudeciera
ese fenómeno que a partir de los años 50 ya estaba casi completamente
erradicado, salvo distintas y curiosas manifestaciones. En este artículo,
después de una breve introducción para tratar de encuadrar al antisemitismo en
nuestra historia y darle una morfología, intentaremos reconstruir sus senderos
a lo largo del siglo XX.
Hay cierto alarmismo,
completamente injustificado por lo demás, en torno al antisemitismo en España. En
2009, por ejemplo, apareció un informe de la Liga Anti Difamación (ADL en
inglés)
[2] en la que
se aludía a que el antisemitismo es una tendencia cada vez más fuertemente
arraigada en España. La valoración tenía “trampa” en la medida en que se
confundía repulsa de la sociedad por la guerra de Gaza que se había
desarrollado poco antes. Pero lo peor no era esto, sino el trasladar
maliciosamente una opinión en materia de política internacional al nivel de
consideración racista. El informe de la ADL realizaba este tránsito
acusando a dos medios de indudable trayectoria democrática (El País y El Mundo) como expresiones de ese “nuevo antisemitismo” a causa
de sus “viñetas [3] y artículos antisemitas”. España estaba,
literalmente, “peor que cualquier otro país de Europa” en materia de
antisemitismo hasta el punto de que Abraham Foxman, director de la ADL no
dudara en afirmar que “sólo en España se han visto viñetas antisemitas en los
principales periódicos y protestas callejeras en las que Israel es acusado de
genocidio y los judíos son comparados con los nazis”.
A decir verdad, todos estos artículos
considerados abusivamente como “antisemitas” y que, en realidad, no pasan de
ser muestras de posiciones pro-palestinas y opuestas a la política del Estado
de Israel, lo único que demostraría es el fracaso de la Embajada de Israel y
de sus operaciones psicológicas en su tarea de mejorar su propia imagen, desde
luego, mucho más que expresiones de tipo racista. Foxman debió reconocer
que, a pesar de este supuesto antisemitismo, en España, no se han producido
agresiones contra la comunidad israelita. O en otras palabras: a pesar
del dramatismo y la evidente exageración del informe de la ADL, los datos
objetivos muestran que en España no hay antisemitismo, ni siquiera rescoldos.
No siempre fue así.
> Breve recorrido histórico por el antisemitismo español
La diáspora hizo que pronto
llegaran a España comunidades judías y hacia el siglo IV da la impresión de que
ya eran suficientemente conocidos por la población. Ya por entonces el judaísmo
(que tenía estatuto de religión) era considerado con desconfianza en el mundo
romano a causa de su monoteísmo y del aire de superioridad que desprendía en un
mundo de politeísmo y relativismo religioso [4]. En el Concilio de Elvira [5] se expresa el primer indicativo de que existía una resistencia al
proselitismo judío. Se prohibieron uniones entre
cristianos y judíos (también las autoridades religiosas hebreas prohibían ese
tipo de matrimonio), que los cristianos tuvieran concubinas judías o que
comieran juntos. A partir del siglo IV con los escritos de Gregorio Nacianceno
se afirma una tendencia antisemita en la Iglesia Cristiana que repercute
inmediatamente en España. Así pues, desde el principio, el antisemitismo
español no tuvo nunca un carácter étnico, sino exclusivamente religioso.
Históricamente se cuenta que la primera
muestra de violencia antisemita que se dio en España se produjo en el 418 en
Menorca, cuando el obispo de Mallorca, Severo, incitó a que sus feligreses
asaltaran las propiedades hebreas de la isla y quemaran la sinagoga, bautizando
a la fuerza posteriormente a 500 de ellos. El aislamiento propio de las islas,
así como la permanente presencia de una numerosa comunidad judía en Baleares
hizo que siempre el antisemitismo estuviera allí presente desde esa época hasta
mediados del siglo XX.
De todas formas, ese episodio de violencia fue una excepción en las crónicas anteriores al siglo VII. En efecto, es con los visigodos y concretamente con el rey Sisebuto con quien verdaderamente empieza el “antisemitismo de Estado” en España. Se prohibió a los judíos que tuvieran esclavos cristianos y se forzó la separación de los matrimonios mixtos existentes; en estos casos, en caso de negarse a la conversión el cónyuge judío era condenado a destierro y confiscación de bienes. La legislación contra los judíos que hubieran inducido a cristianos a convertirse era extremadamente dura: ejecución y confiscación de bienes. Paralelamente se realizó una política de conversiones forzosas que tuvo como efecto directo la salida de muchos judíos de España [6]. Parece que desde esa época las autoridades político-religiosas habían comprobado la facilidad con que los judíos se convertían al cristianismo para luego regresar a su antigua fe. Chintila estableció una legislación para evitar que abandonaran la religión cristiana y obligarlos a romper cualquier contacto con quienes “judaizaban” [7]. La innovación de ese período fue la decisión tomada por el rey, de acuerdo con el clero, de que solamente podrían vivir en Hispaniae súbditos católicos. Así pues, desde entonces, el problema no fue solamente religioso sino también político. Recesvinto prohibió las celebraciones judías y la existencia de tribunales de esa religión [8]. Egica, simplemente, convirtió en esclavos a los judíos que se negaran a aceptar el cristianismo, decisión refrendada en el XVII Concilio de Toledo. La decisión se tomó al existir la sospecha de que existía una conspiración con los “judíos de ultramar” para destruir el reino visigodo [9]. En esa época, el antisemitismo seguía siendo de matriz religiosa pero ya había traspasado el dominio político. Apareció en los numerosos textos legislativos el concepto de perfidia iudaica con un significado idéntico al delito de traición. Lo cierto es que la conspiración a la que se alude en los textos del XVII Concilio de Toledo data del 649. Cien años después se produciría la “pérdida de España”.
El hecho de que los distintos núcleos de
resistencia anteislámica que aparecieron en los montes cántabro-astures y en
los Pirineos, estuvieran protagonizados por miembros de la nobleza visigoda,
hizo que desde el principio se explicara la “pérdida de España” por la
“traición de los judíos” que se aliaron con los musulmanes para destruir al
reino cristiano de Toledo. Sin embargo, dejando aparte el papel real o
supuesto del judaísmo en la caída del Reino Visigodo, lo cierto es que, bajo
la dominación islámica, también aparecieron problemas de convivencia entre
musulmanes y judíos.
Los judíos eran considerados como dhimmi (“protegidos”) y sometidos a un
estatuto especial, un fuero. Se les reconocía el derecho a la vida, a la
propiedad, a la libertad de culto y de organización religiosa y judicial, a
cambio de abonar un impuesto especial.
Tenían vedada su presencia en el ejército y en cargos públicos de mando.
No se trataba de un “modelo de convivencia”: el Islam se consideró siempre como
la “única religión verdadera” y nunca se produjeron intentos ecuménicos, ni
siquiera de comprensión teológica. Sin olvidar que existieron persecuciones
contra mozárabes y judíos, considerados en todo momento como súbditos de “segunda
clase” [10]. El hecho de que algunos califas otorgaran
altos cargos en su administración ocasionó la oposición de la población
musulmana que consideraba que se trataba de un incumplimiento de los preceptos
coránicos. Se suele recordar, por ejemplo, que en la taifa granadina, el cargo
de visir fue ejercido por, Samuel ha-Naguid, a mediados del siglo XI al que
sucedió su hijo. Ambos nombraron a un alto números de judíos para ocupar cargos
administrativos lo que llevó el 30 de diciembre de 1066 a un pogrom en el que fueron asesinados
varios cientos de judíos, incluido el propio visir. Con los almorávides
las reservas contra los judíos aumentaron y mucho más con los almohades.
Los primeros impusieron la ortodoxia islámica y obligaron a muchos judíos a que
se fueran de sus territorios que se irían desplazando hacia los reinos
cristianos del norte. En cuanto a los almohades desmantelaron las aljamas
con lo que redoblaron la inmigración judía hacia el norte. Los que se quedaron
fueron obligados a llevar signos distintivos de su condición (habitualmente
gorro amarillo).
Por su parte, en los reinos cristianos la
situación no era muy diferente: las tres comunidades religiosas, vivían
segregadas y despreciándose mutuamente, como en la zona islámica. Los
judíos procedentes del sur fueron bien admitidos al hablar árabe y conocer las
técnicas de organización musulmana. Los distintos reinos peninsulares
reconocieron a los judíos el estatuto de “protegidos” y se les dejó vivir entre
cristianos, según recuerda el Código de las Siete Partidas para que su
presencia recordara que fueron ellos los que “crucificaron a Nuestro Señor
Jesucristo”. Sin embargo, a partir del siglo XIV se produjeron motines
antisemitas cada vez más frecuentes en la zona cristiana. Es cierto que las
autoridades eclesiásticas y las órdenes religiosas practicaban y predicaban
políticas antisemitas, pero mientras duró la prosperidad, parece que no
tuvieron repercusión en la vida de la población. Cuando estos tiempos cambiaron
al llegar la peste negra y producirse una crisis generalizada de la
civilización, las desgracias fueron atribuidas al abandono de la vía predicada
por la Iglesia y se impuso el deseo de “regresar a Dios”. Fue entonces cuando estallaron
los pogroms tanto en Castilla como en
Aragón. En ese momento, el antisemitismo, más que nunca pasó definitivamente a
ser justificado en función de las ideas religiosas. La existencia de
algunos teólogos cristianos de origen converso (Moisés Sefardí, que tras su
bautismo pasó a llamarse Pedro Alfonso) sostuvieron, manejando textos del
Talmud, que los jefes del judaísmo eran conscientes de que Jesucristo era Hijo
de Dios y, por tanto, cometieron deicidio. A diferencia de las taifas, en
la corona de Aragón se produjeron disputas teológicas entre judíos y cristianos
como la que tuvo lugar en 1263 en Barcelona entre un judío converso ingresado
en los dominicos y el filósofo Ben Nahmán con presencia de Jaime I y de la
comunidad judía a la que invitaban con la vana intención de que se convirtieran
al cristianismo. Otros dominicos aragoneses, como Raimundo Martí, llegaron a
escribir que los judíos habían pactado con Lucifer y que, por tanto, era inútil
seguir tratando de convertirlos.
Sería un error pensar que en la Edad Media española todo el antisemitismo fue religioso. En realidad, éste sirvió para alimentar y justificar un antisemitismo “popular” que llegaba a la población contribuyendo a crear el arquetipo de judío usurero, pervertido y vicioso. A este respecto, cabe recordar que, efectivamente, la prohibición de la usura para cristianos y musulmanes abrió el camino para que esta actividad fuera desempeñada por judíos exclusivamente. La desconfianza (y el resentimiento) con el que la sociedad medieval miraba estas actividades fue lo que dio credibilidad a la idea de “la sinagoga de Satanás” en la que los judíos conspiraban permanentemente para arruinar el cristianismo. La crisis de la época aportó el resto: los judíos fueron considerados como causantes y propagadores de epidemias, insultar y blasfemar, profanar hostias consagradas y realizar crímenes rituales con niños [11].
Los
disturbios más graves tuvieron lugar en 1391 cuando prácticamente todas las
juderías de la España cristiana fueron destruidas y se endurecen las medidas y
las predicaciones contra los judíos, se destruyen sinagogas y libros sagrados. Es
imposible evaluar el número de víctimas de estos pogroms, pero se sabe
que debieron ascender a varios cientos hasta convencer a otros judíos de
abandonar el territorio cristiano en dirección a las Galias, o bien
convertirse. A partir de entonces en Castilla los judíos deberán llevar barba y
distintivo rojo, mientras que en Aragón se les obliga a asistir a tres sermones
al año. En ese momento la mitad de la comunidad judía aragonesa se había
bautizado. En toda España, a principios del siglo XV quedaban en España
100.000 judíos sobre una población total de 5.500.000 de habitantes, en torno
al 18%.
El
fenómeno de las conversiones orientó el antisemitismo religioso hacia conjurar el
fenómeno de los “falsos conversos” e introdujo una fractura vertical en la
sociedad española entre “cristianos nuevos” y “cristianos viejos”. Una vez
más, cuando estallaron las crisis económicas en la Castilla de 1449-1474, se
reprodujeron las revueltas populares, pero esta vez contra los conversos. En
1449 se prohibió por primera vez que los conversos o sus descendientes pudieran
ocupar cargos públicos. La versión popular afirmaba que los judíos se habían
convertido, pero mantenían en secreto sus prácticas religiosas (a esta actitud
se le llamó “criptojudaísmo”).
En los
250 años siguientes el criptojudaísmo se convirtió en la obsesión principal de
la Inquisición española, por encima de la lucha contra otras herejías o de la
caza de brujas. A partir de 1476, los Reyes Católicos empezaron a adoptar
medidas de carácter antisemita. Aparte de restricciones en el vestido y de
la obligación de llevar prendas especiales, los barrios judíos fueron rodeados
de muros y de “juderías” pasaron a ser guetos. En 1483 los judíos fueron
expulsados de Andalucía, dándoseles la posibilidad de convertirse (lo hicieron
los más cultos y la mayoría de rabinos). Cuando se produjo en 1492 la
expulsión general de los judíos [12] y las restricciones al culto, el
judaísmo español dejó de ser, para siempre, un fenómeno de masas.
Al establecerse
la exigencia de los “estatutos de limpieza de sangre”, la discriminación pasó a
los “cristianos nuevos”, que veían limitado su acceso a algunas funciones y
cargos públicos. Esta es quizás la primera muestra de antisemitismo moderno
que aparece en Europa dado que, esa discriminación no se realizaba ya por
motivos religiosos, sino raciales. La idea teológica era que el deicidio
era algo que no se podía borrar ni siquiera con el bautismo y que existía una
culpabilidad permanente sobre el linaje. La única diferencia con el
antisemitismo aparecido en el siglo XIX era que no se trataba de un racismo
etnicista sino social: se aludía al linaje, no a la raza.
Hay
que hacer otra precisión: los “estatutos de sangre” existían en Castilla, no
así en los condados catalanes de la Corona de Aragón e incluso en Castilla eran
pocas las instituciones que lo exigían (las órdenes religiosas y militares). Cuando
se exigían, muchos eran falsos, obtenidos mediante sobornos. Fueron los
jesuitas los primeros en admitir a conversos (Laínez, sucesor de Ignacio de
Loyola, lo era). En el siglo XVII el Conde-Duque de Olivares eliminó
prácticamente estos estatutos. En esa época, grandes intelectuales españoles
como Francisco de Quevedo [13] seguían siendo antisemitas argumentando
razones de todo tipo, lo que era indicativo de la persistencia de un
antisemitismo basado en la religión, en la desconfianza hacia los criptojudíos
y, en las Baleares de tipo socio-religioso, hacia los “chuetas” locales. Los
“estatutos de sangre” fueron completamente abolidos en 1835 (salvo para
oficiales del ejército), tras producirse la Revolución Liberal.
A
partir de principios del siglo XVIII desaparecen las referencias al
criptojudaísmo que puede considerarse liquidado por la Inquisición. Seguía
existiendo, sin embargo, un “antisemititismo popular” (lo que se ha dado en
llamar “antisemitismo sin judíos”) de matriz religiosa. A pesar de las
dificultades económicas de la España de Carlos IV, la propuesta del ministro de
hacienda, Pedro Valera, de repatriar judíos sefardíes para obtener créditos,
fue rechazada y los judíos para entrar en España debían obtener el visado del
Santo Oficio.
Tras
la invasión napoleónica se tuvo conocimiento en España de la publicación de la
obra del Abate Barruel, Memoria para servir a la historia de los
jacobinos, [14] en la que se sostenía por primera vez la hipótesis
de una conspiración entre la masonería y el judaísmo para derribar a la
monarquía francesa. Esto y el hecho, de que, a medida que avanzaba el
siglo, el enfrentamiento entre la masonería y el Vaticano se fuera aguzando,
generó el que la literatura de carácter antisemita y antimasónico,
terminaran por confluir y surgiera la idea de la existencia de un “complot
judeo-masónico”, al que ya, tras la Revolución Rusa, se añadiría también el
judaísmo, cuando habían aparecido Los
Protocolos de los Sabios de Sión. [15]
En esa
época también se habían difundido en España las obras de Leo Taxil, de carácter
antimasónico, pero que contribuían a mantener viva la “cuestión judía”. En
efecto, en la España del siglo XVIII y XIX, a raíz de la predicación en los
púlpitos por parte de un clero que tendía a simplificar los problemas para su
mayor comprensión popular, lo que tenía como efecto que términos que no tenían
nada que ver (luterano, ateo, herejes, judíos, etc) fueran asimilados y
convertidos en lo mismo. El antisemitismo seguía siendo de matriz religiosa,
pero en la medida en que, buena parte del siglo XIX español estuvo ocupado por
la lucha entre “absolutistas” y “liberales”, la fractura pasó a ser entre
católicos ultramontanos de un lado, e indiferentistas religiosos, ateos o
católicos relajados, de otro. Como era inevitable, los primeros percibieron que
entre los segundos existían muchos conversos, lo que reavivó el antisemitismo. Cuando
cayó el “trienio liberal”, en Palma de Mallorca se produjo un verdadero pogrom siendo asaltadas las casas de
muchos chuetas al ser considerados
como “autores de la constitución”. Así mismo, Juan Martín el Empecinado,
ejecutado al año siguiente, fue considerado como “judío”. Por su parte, los
carlistas solían llamar a modo de insulto a los isabelinos “judíos e
israelitas”. Juan Álvarez Mendizábal, ministro de la “desamortización”, fue,
sobre todo, criticado por descender de conversos. Se le llamó “rabino Juanón” o
“rabilargo Juanón”. La prensa conservadora difundió la noticia de que la desamortización
se había realizado para “saciar la codicia de los especuladores hebreos”.
Apenas
aparecieron rastros de “antisemitismo popular”, vinculado a los sectores
socialistas utópicos en las obras de Sixto Cámara, discípulo de Tousenel [16],
pero se trató casi de una excepción, como también los escritos de Blasco Ibáñez
y de Santiago Arambiliet en los que se consideraba que cristianismo y judaísmo
eran casi lo mismo y, en cualquier caso, trabajaban mancomunados (habitualmente
esta literatura confería a los jesuitas el carácter de instrumento de los
judíos dentro de la Iglesia). A diferencia de en Francia, en España, nunca
–seguramente a causa de la expulsión de los judíos e 1492- el movimiento obrero
fue antisemita al considerar que la banca y la gran industria estuviera en sus
manos. Al llegar el “sexenio liberal”, el general Serrano, a la petición de la
comunidad sefardí de Bayona, de que fuera derogado el decreto de expulsión de
1492, contestó que “la revolución de septiembre” la había derogado. Nuevamente,
al producirse la Restauración borbónica en 1875, los judíos británicos
formularon la misma pregunta sin recibir respuesta (o bien la respuesta fue la
Constitución de 1876 que reconocía al catolicismo como religión oficial del
Estado). Cuando en 1881, Práxedes Mateo Sagasta concedió asilo a 51 familias
judías rusas que huían de los pogroms,
volvió a reavivarse la polémica entre “derechas” e “izquierdas”, conservadores
y liberales, sobre la “cuestión judía”, convertida en un totum revolutum con la
masonería. Nocedal, líder católico tradicionalista, escribió que “Judaísmo y
masonería son la misma cosa” y que, por tanto, cuando León XIII renovó la
condena a la masonería en Humanum genus,
por eso mismo, estaba condenando de nuevo al judaísmo.
Los nacionalismos periféricos que surgieron en el último cuarto del siglo XIX en el País Vasco y en Cataluña, al ser en buena medida excrecencias de las derrotas carlistas, estuvieron en una primera época teñidas de un fuerte antisemitismo. Los escritos antisemitas son fácilmente rastreables en la obra de Sabino Arana y de los doctrinarios del nacionalismo catalán, en buena medida, procedentes del antiguo clero católico carlista. En Cataluña era frecuente que los doctrinarios nacionalistas estuvieran, además, influidos por las ideas de Charles Maurras [17] y, por tanto, existiera en algunas de sus obras, además, huellas perfectamente reconocibles de antisemitismo.
Y
entonces ocurrió la crisis de 1898. Con el inicio del siglo XX y la nueva
situación creada, el antisemitismo español también experimentó un cambio. Apareció
el “filosefarditismo”…
[1] Véanse los artículos
publicados en la Revista de Historia del Fascismo nº 17: Cuando Francia
era antisemita, 1880-1906, “antisemitismo popular” (1ª parte), Ernesto
Milá, págs. 160 a 200 y Revista de Historia del Fascismo nº 18: Cuando
Francia era antisemita, 1880-1906, “antisemitismo popular” (1ª parte),
Ernesto Milá, págs. 166 a 209.
[2] La práctica totalidad de medios de
comunicación dio cuenta de fragmentos de este informe publicado oficialmente el
21 de septiembre de 2009. Véase, por
ejemplo, http://www.libertaddigital.com/mundo/un-informe-denuncia-el-antisemitismo-en-alza-en-espana-1276371193/,
el informe originario puede encontrarse en la web de la ADL:
http://archive.adl.org/annual_report/Annual_Report_2009.pdf El informe fue
entregado el 21 de septiembre de 2009 en Nueva York al entonces ministro de
Asuntos Exteriores español, Miguel Ángel Moratinos, quien se comprometió con la
ADL –al recibir el informe y antes de haber leído y valorado su veracidad- a
“realizar sus propias investigaciones y facilitar a la ADL contactos en los
ministerios de Educación y Justicia.
[3] En el informe de ADL se recogen las viñetas antisemitas aludidas tanto de El País como de El Mundo (dibujadas por Romeu y Gallego/Rey respectivamente) y se habla de
“caricaturas en las que los tirabuzones (peinado típico con rizos a ambos lados
de la frente que llevan los judíos jasiditas) son de alambre de espino".
Se cita también algunos artículos de opinión de Antonio Gala en El
Mundo.
[4] Tácito llegó a definir a los
judíos como “enemigos de todo el género humano” (cita extraída de Los
judíos en España, Joseph Pérez, Marcial Pons Ediciones de Historia, Madrid,
2005, pág. 2, sin indicar origen).
[5] El Concilium Eliberritanum debió
celebrarse en las proximidades de la actual Granada entre el 300 y el 324 (o
bien antes de la persecución de Diocleciano o bien después del Edicto de
Constantino y nos inclinamos por esta última fecha). Entre sus 81 cánones se
encuentra la referencia más antigua al celibato del clero y a la institución de
las vírgenes consagradas, se prohibió incluso la asistencia de cristianos a las
carreras de cuadrigas y al culto imperial, así como a las relaciones con
paganos y judíos. Sobre este tema se autorizaba de manera extraña y
contradictoria que los judíos bautizados pudieran volver a su antigua religión.
[6] Cfr. Los godos en España, E. A.
Thompson, Grandes Obras de Historia nº 72, Editorial Altaya, págs. 186 a 193
[7] Idem, págs. 207-214
[8] Idem, págs. 228-240.
[9] Idem, págs. 281-282
[10] Cfr. Los judíos en España, op. cit.,
págs. 49-50
[11] De todos estos episodios, sin
duda, el más conocido es el caso de Santo Domingo del Val, monaguillo de la Seo
zaragozana, asesinado el 31 de agosto de 1250 y elevado a los altares. El
cadáver fue encontrado por unos barqueros al percibir fuegos fatuos a orillas
del Ebro. El obispo envió a Roma un escrito acusando a los judíos y atribuyendo
el crimen a un tal Albayuceto, afirmando que lo habían crucificado a una pared,
abierto el costado, decapitado, amputándole manos y pies. Detenido un grupo de
judíos, confesaron el crimen y fueron ejecutados. Las reliquias del niño fueron
veneradas en la seo. Existen relatos similares en toda Europa que fueron
aumentando con el paso de los siglos: 6 en el siglo XII, 15 en el XIII, 10 en
el XIV, 16 en el XV, 13 en el XVI, 8 en el XVII, 15 en el XVIII y 39 en el XIX
(http://es.wikipedia.org/wiki/Dominguito_de_Val). En el siglo XX quedó demostrado que solamente existen actas en la Seo
del encuentro del cadáver de un niño mutilado, lo que fue suficiente para que
en 1969, la Iglesia suprimiera su culto.
[12] Se ignora a ciencia cierta cuál fue el número de
judíos expulsados y las cifras todavía están sometidas a controversia. La obra
de Joseph Pérez los sitúa en torno a los 50.000, la mayoría de los cuales
cruzaron el estrecho en dirección a Marruecos. Otras fuentes los sitúan entre
70 y 100.000 de los que el 70% procederían de Castilla. De todas formas, se
suele olvidar que muchos de los expulsados retornaron en años siguientes a la
vista de que el antisemitismo en el Norte de África no era menor.
[13] Cfr. Execración de los judíos,
Francisco de Quevedo, Editorial Linkgua, Barcelona 2007. Así mismo en La
isla de los monopantos (cfr. Texto completo
en http://es.scribd.com/doc/32466351/La-Isla-de-los-Monopantos) Quevedo
denuncia un contubernio entre los judíos y la camarilla del Conde-Duque de
Olivares (“Pragas Chincollos”).
[14] Cfr. Abate Barruel: el
padre de todas las conspiraciones, Ernesto Milá, en Revista de Historia del
Fascismo, nº 4, marzo 2011, págs. 20-41 y en lo relativo a la presencia de su
obra en España págs. 38-40.
[15] Cfr. Un siglo de los
Protocolos de los Sabios de Sión, un clásico del antisemitismo, Ernesto
Milá, en Revista de Historia del Fascismo, nº 6, mayo 2011, págs. 4-53
[16] Cfr. La droite Revolutionnaire, Zeev
Sternhell, Éditions du Seuil, París, 1978, págs. 183-197.
[17] Cfr. Renovación Española y Acción
Española: la “derecha fascista” (I parte) ¿Fascistas o fascistizados?, Ernesto
Milá, en Revista de Historia del Fascismo, nº 2, págs. 89 a 113, especialmente
págs. 100 y sigs.