martes, 24 de julio de 2018

365 QUEJÍOS (86) – DEPORTES DE RIESGO

Me quejo de que existe una diferencia abismal entre el hoplita que llevó a Atenas la noticia del resultado del enfrentamiento en la llanura de Maratón y el gilipoyas que se estampa contra el terrazo que rodea a una piscina después de lanzarse desde un tercer piso en su hotel de la costa. Me quejo de que este cretino no ha calculado riesgos y no puede compararse con el escalador que ha estudiado la ruta de ascenso a un 8.000, es consciente de los riesgos, lleva en su mochila el equipo que podría garantizarle la supervivencia y está en condiciones físicas de asumir la aventura. Me quejo de que no es lo mismo un turista cretino que quiere vivir una descarga adrenalínica sumergiéndose en el Caribe dentro de una jaula anti-tiburones y luego viene un tiburón y la abre como una lata de sardinas, incomparable con un paracaidista que se lanza desde 8.000 metros de altura y él mismo ha revisado el plegado del paracaídas y la correcta colocación del arnés… Me quejo en definitiva, de que hay un grupo de gente que no parecen apreciar la vida o que son tan colgados para no darse siquiera cuenta de que la pueden perder por el canto de un duro.

No vivimos buenos tiempos para la inteligencia. Todas las civilizaciones han cantado a la embriaguez y a la droga, ciertamente, pero ambas se administraban solamente en fechas señaladas y las consumían gentes de dureza interior suficiente como para no quedar pillados. Nuestra sociedad está obligada a ser restrictiva ante la droga y el alcohol, simplemente porque los ciudadanos modernos parecen hechos de blandiblup y quedan enganchados a cualquier paraíso artificial con la facilidad con que una mosca acude a su vida con el pastel. Los legionarios siempre han fumado canuto y se han puesto a base de coñac, antes de entrar en combate. Los antiguos guerreros germánicos, los Berserker, eran presas de un furor destructor antes de entrar en combate, mordían sus escudos y se lanzaban con furia ciega sobre el enemigo sin protección, en un estado casi psicótico. Parece que se regalaban amanita muscaria y remataban con cerveza e infusión de beleño negro. Pero luego, terminada la dura jornada laboral, recuperaban la normalidad, superaban la resaca con latigazos de hidromiel y cogían el arado o acariciaban a su mujer y se mostraban perfectos padres de familia con sus hijos.

Hoy, un colgado, lo es las veinticuatro horas del día y no esperen más de él. Es más, si le da por practicar algún deporte lo hará de manera deslavazada y obtusa: claro está que, antes o después, se estampará contra el canto de la piscina o se perderá en el mar remando cuando no toca (solamente en los seis primeros meses de 2017 se ahogaron quinientas personas en playas españolas: cifra anormal en todos los sentidos, especialmente por la proliferación de banderas rojas o amarillas, de socorristas y de carteles indicativos del estado de la mar. No es que haya más ahogados porque hay más bañistas. El crecimiento debería estar absorbido por el aumento de medidas de seguridad. Es que hay más ahogados porque el número de colgados y de irresponsables va creciendo.

La gente que practica deportes de riesgo, busca experiencias únicas, adrenalínicas. El problema es que buena parte no están preparados para ello y que algunos de los “deportes” son excesivamente irresponsables: el puenting, por ejemplo, deriva de una antigua tradición aborigen de Nueva Guinea. Cualquier médico indicará que un  tirón brusco y sentirse como un yo-yo, no es el mejor tratamiento para el cerebro (como pueden atestiguar los aborígenes, por cierto). Además, ahí, el comportamiento del cuerpo es completamente pasivo, a diferencia de la escalada en la que hay que estar en cada momento consciente de lo que se hace.

Me quejo, en definitiva, que eso que se llama “deportes extremos” no aportan nada, ni al cuerpo, ni al espíritu, tan sólo una satisfacción hormonal momentánea que no es comparable con el riesgo que se asume. La humanidad del siglo XXI ha llegado a ser tan absolutamente panoli que ni siquiera es consciente de los riesgos que implican determinadas prácticas. Las hace porque están de moda y porque “molan”. Quizás el parque de gilipoyas se restrinja si conseguimos entre todos popularizar el “rocking” (lanzarse por un acantilado aleteando los brazos y sin más protección), el “cuelging” (ejercer de politoxicómanos reiteradamente los meses que contengan una “e” ), realizar el “salto BASE” (deporte de la foto que ilustra este artículo) con un jersey de lana tejido por la abuela, etc, etc, etc.

Me quejo de que hay gente que es tan absolutamente corta de miras que ni siquiera se da cuenta de que el único bien preciado que posee es la vida y está dispuesto a sacrificarlo, simplemente para practicar un “deporte guay”.