Lo fundamental para vivir en el siglo XXI consiste en entender su
carácter y su naturaleza. Y, sobre esto, no vale la pena hacerse ilusiones. Mirando
a nuestro alrededor se percibe con claridad meridiana que vivimos una época de
decadencia. Fijar esta idea en la mente es fundamental para entender e
interpretar el presente, rechazando la “pastilla azul”, propia de la
ignorancia satisfecha.
No creo que haya mucha gente inteligente, en los tiempos que
corremos que tenga el valor y/o la inconsciencia de ver nuestro tiempo como
época de “progreso”. Lo más habitual es encontrarse con personas que comentan
que, en efecto, algunas cosas van mal, muy mal (la delincuencia, la inmigración
masiva, la ideología woke, la violencia, la creciente falta de educación
cívica, el egoísmo extremo, etc, etc), pero, junto a esto, ven elementos para
ser optimistas (cada día aparece un fármaco nuevo que remedia algún mal, los
productos electrónicos de consumo lanzados al mercado son cada vez más sofisticados,
las perspectivas científicas que se abren en los próximos años van a ser
espectaculares, se está erradicando el hambre en el Tercer Mundo, somos
solidarios, etc.).
Así pues, toda la cuestión que se plantea a muchas personas
conscientes, responsables y ecuánimes, consiste en no dejarse impresionar por
los aspectos negativos de la modernidad, y confiar en que puedan ser resueltos
en los próximos años, gracias a medidas gubernamentales adecuadas. Esta es seguramente,
la forma más extendida de ver las cosas. Y, también la más errónea.
La decadencia, cuando aparece en una sociedad, opera como un
agujero negro: poco a poco, va atrayendo hacia su vórtice a cada vez más elementos,
hasta que finalmente, ninguno consigue zafarse del proceso de degradación y termina
entrando en el agujero negro que, al crecer más y más, hace que todo gire en
torno suyo. Pondré varios ejemplos:
Nada como la telefonía móvil, un sueño hace solo 20 años; sin
embargo, esta maravilla de la ciencia moderna es hoy el principal vehículo de
alienación de masas. La “vida”, hoy, solamente puede ser definida como el espacio
que media cuando no estamos pendientes de una terminal informática, cuando
prescindimos del móvil, cuando no estamos dando cuenta de lo guay que es
nuestra vida a través de una docena de redes sociales. Si consideramos “vida”
a estar constantemente observando el móvil, el paso siguiente es trasladar
nuestras vidas al entorno virtual, algo que el Metaverso está en trance de conseguir
a la vuelta de cinco años, en realidad, nos estamos alejando de la “vida real”
y sumergiéndonos en la “vida virtual”, esto es, en la “no-vida”.
De hecho, una “realidad virtual” construida por nosotros y a
nuestra medida, es mucho más satisfactoria que la versión “mejorada” de nuestra
vida que damos en redes sociales. Y, sin embargo, ¡qué gran logro técnico las
redes 5G! El problema es que, cuando ha aparecido, el proceso de decadencia
social de la humanidad estaba muy avanzado y, por tanto, lejos de ser
mayoritariamente utilizado como un instrumento de enriquecimiento personal, se
ha transformado en vehículo de alienación y la cobertura más drástica al
nihilismo contemporáneo: no se aspira a cubrir tal o cual vacío en nuestras
vidas, sino que se construye un mundo virtual en el que nos sintamos plenos,
felices e integrados. Es una sobredosis de “pastilla azul” lo que asumimos.
Otro ejemplo. Hemos construido un mundo sin fronteras, en el que
un “derecho humano” fundamental consiste en elegir dónde queremos vivir y que,
por supuesto, no está relacionado con nuestra tierra natral, sino con aquella
en la que existen, aparentemente, mejores condiciones de vida. Gracias a la
ONU y gracias a los distintos programas de este organismo y de la UNESCO, en
tanto que “ciudadanos del mundo”, podemos instalarnos en donde nos apetezca.
Maravilloso ¿no? Sin embargo, cuando viajo a Canadá o a Australia, con un
pasaporte de la Unión Europea, me piden que lleve dinero en efectivo suficiente
para sufragar mis gastos, seguro médico privado, billete de retorno a mi país
de origen, que facilite la dirección de dónde voy a vivir y que al cabo de 90
días (o de 180) retorne, o de lo contrario, detención, cárcel y expulsión con
prohibición de retornar al país. Pero eso solo es válido para europeos y solo es
respetado por europeos. Parece complicado explicar cómo Canadá es uno de los
destinos prioritarios de la inmigración marroquí… salvo por el hecho de que para
ellos rige otra normal muy diferente a la nuestra. Un inmigrante de cualquier
país africano que pisa tierra europea es, por ese mismo hecho, inexpulsable. Le
basta con rellenar una instancia en la que se declare “refugiado político”…
incluso en países con los que la UE mantiene buenas relaciones. El resultado
es que, grupos sociales con valor suficiente como para venir a Europa, tratar
con mafias de la inmigración y pagar cantidades que, incluso no estarían al
alcance de un trabajador español de sueldo medio (hoy el sueldo medio en
España es de 1.200 euros/mes y el cruce del Estrecho o el pasaje en patera
hasta Canarias está en 1.800 euros… a partir de lo cual el Estado Español paga
cualquier gasto adicional: vestimenta, alimentación, comunicación, residencia,
etc, etc). Lo que, en principio, era un derecho humano atractivo, se ha
convertido en un foco de desestabilización de pueblos, países y regiones enteras…
Otro ejemplo más. Retornamos a la tecnología. Internet garantiza
el tránsito libre de información de un lugar a otro del planeta. El monopolio
de la comunicación ha sido arrebatado a los grandes consorcios mediáticos. Hoy,
cualquiera puede tener acceso libre a la información que desee… ¡con permiso de
Google! ¡observado, seguido y “buitreado” por millones de programas espía, de bots
que siguen todos nuestros movimientos, recopilan datos sobre nuestra vida y los
comercializan. La intimidad y la privacidad son prácticamente imposibles en la
red. La red nos conoce mejor que nosotros mismos. Pero, ese no es todo el
problema: el volumen de información a nuestro alcance es tal que no podemos
estar seguros de la veracidad de nada de lo que leemos cada día. Google
realiza un primer tamizado: todo lo que interesa a Google lo difunde, todo aquello
que puede ser considerado, por algún motivo, como lesivo para sus propios
accionistas, para la corrección política o para la mitología contemporánea, lo
desecha y resulta prácticamente imposible llegar hasta ello. En la era de la
hiperinformación la mayor paradoja es que nadie ha estado tan desinformado como
el actual usuario de la red. El exceso de información, mata a la información.
Los “verificadores” que aparecieron durante la pandemia pronto quedaron
desenmascarados como nuevos censores al servicio de la “corrección política” y
de los intereses de las multinacionales de farmacia.
Un último ejemplo. Vivimos una época extraña en la que las
religiones tradicionales o sufren un descrédito (el catolicismo) o bien se han
visto adulteradas (budismo, zen, sufismo) por “predicadores” (en realidad,
vendedores de cursos) que, en sus países de origen, no pasaban de ser
charlatanes con una exclusiva audiencia turística, a ser gurús venerados, santones
a 500 euros en cursillo, chamanes infalibles o babalaos que reclaman dignidad y
respeto que, en otro tiempo, fueron propias purpurados… El impulso religioso que siempre
ha acompañado a la naturaleza humana (que percibía que en sí misma, existía
algo que trascendía a lo biológico) se ha convertido en supersticiones,
ritualismos desprovistos de sentido y de efectividad, cumpliéndose lo
augurado por Spengler hace exactamente 100 años: la caída de la religión
tradicional, no abre períodos de racionalidad, sino que instala en el
imaginario popular las supersticiones más absurdas. La última, la que se
promociona más en estos momentos a partir de EEUU es la existencia de vida
extraterrestre. Ya no se alza la mirada a los cielos para contemplar la
grandeza del Universo, sino para tratar de ser los primeros en saludar al
primer hombrecillo verde que venga a graduarse la vista en Carglass.
La nómina de las seudo-religiones, llamadas eufemísticamente “nuevas religiones”,
es infinita. Existe “libertad religiosa”, existe la racionalidad, se reconoce
que cualquier culto por excéntrico, absurdo y alienante que sea, tiene derecho
a la existencia, ¿por qué no? Basta leer el Aso de Oro de Apuleyo,
escrito en la segunda mitad del siglo II de nuestra era, para ver que la
decadencia en este terreno no tenía límites: “Entonces yo, tembloroso,
saltándome el corazón con pulsaciones aceleradas, tomé con ávida boca la corona
resplandeciente, tejida de rosas delicadas, y la devoré ansioso de conseguir lo
prometido. No me engañó la promesa celestial: seguidamente desapareció mi
aspecto deforme de asno”.
Estos ejemplos permiten hacernos una idea de que aspectos,
incuestionablemente, positivos en un primer momento, al aplicarse en el seno de
una civilización que ha entrado en un proceso de decadencia, se convierten en factores inmediatamente acelerantes y coadyuvantes de esa decadencia: el agujero negro siempre crece más, nunca deja
de atrapar todo lo que nace en su periferia. Es una ley física que se
conoce desde hace algo más de 100 años y de la que no se salva absolutamente
nada.
Ahora bien, ¿por qué se produce la decadencia? ¿Cómo se inicia?
Cuando se admite que la historia no es lineal y que la flecha del “progreso”
no es una curva asindótica ascendente, sino que se ve como una sucesión de ciclos
y de fases, ascendentes y descendentes, todo empieza a tener sentido. Todo
lo que es humano está sometido a la ley de las dualidades: cualquier elemento
positivo, tiene otro, negativo, como contrapartida. Solamente, lo Absoluto,
escapa de las dualidades y, por tanto, de la decadencia.
En una fase “ascendente”, cuando adelanto técnico se integra en un
modelo que tiende “hacia lo alto”, es decir, a encontrar un sentido a la vida
humana y una vía de perfección. Por que la vida
solamente puede ser un camino de perfección, o, de lo contrario, solo cabe
considerarla como valle de lágrimas en el que el hedonismo de hoy se convierte
en doloroso cuando ya no se puede ejercer. Pero, en una fase “descendente”, todo
tiende a materializarse, a medirse en términos de rentabilidad, a someterse a
métricas y a consideraciones de utilidad personal. Desde los años 80 se
viene observando un repliegue hacia lo personal que hoy llega al límite: “lo
que es bueno para mí es lo que debo hacer, aunque cause problemas a todos los
demás”. Esta es la normal moral más
extendida en la modernidad, desde el presidente del gobierno hasta el último
chulo de piscina. Tal es el camino que conduce hacia el salvajismo y al actual
proceso de brutalización de las sociedades.
El salvaje es aquel que no reconoce otra norma que la dictada por
él mismo, útil y beneficiosa para sí mismo. No es algo nuevo: siempre ha
existido esta construcción mental en algunas personalidades enfermas o con la
psique deformada. La diferencia es que, en otro tiempo, mediante la
educación, se conseguía -o se trataba, al menos- de que esas personas
rectificaran sus comportamientos o, al menos, fueran objeto de censura general
hasta que desistieran de los mismos. Hoy, sin embargo, esos comportamientos, en
tanto que mayoritarios resultan imposibles de corregir e, incluso, de
afrontar. A fin de cuentas, intentar rectificar esos comportamientos,
supone una vulneración de la sacrosanta “libertad personal” y ésta ya no tiene
ningún tipo de límite.
La decadencia, por tanto, se inicia, cuando se diluye la moral de
una comunidad; se va acelerando cada vez más, arrastra
cualquier actividad, por genial, constructiva o ilusionante que pueda ser. No
importa dónde aparezca ni en que área de actividad humana: si aparece en un
momento de decadencia, pronto será tiznada por esa misma decadencia. Pienso
ahora en aquel cormorán que durante la Guerra de Kuwait fue fotografiado
envuelto en petróleo y agonizando. Reconozco que he perdido mucho tiempo observando
el vuelo de cormoranes en el Caribe. Me fascina ver como pican sobre el mar a
una velocidad endiablada y remontan el vuelo con un pez agitándose en su pico. La
más noble muestra de progreso técnico o científico en nuestra época, me
recuerda a un cormorán que intentara lanzarse sobre una charca de hidrocarburo.
Imposible remontar el vuelo, imposible sobrevivir, imposible pescar nada tras
chocar con la negrura oleosa y pegajosa de la charca.
¿Cuál es el límite a la decadencia? Es
frecuente que siempre, cuando se suscita esta cuestión en una conversación, alguien
responda: “¿Decadencia? Sí, existe, pero cuando se toque fondo, se
empezará a remontar”. Error. Esto no es psicología conductista que
estima -con razón- que cuando una depresión toca fondo, solamente queda esperar
que, con el tiempo, mejore espontáneamente o con poca ayuda. La decadencia,
llega para quedarse. Si algo toca fondo, las posibilidades son dos: o bien se
sigue arrastrando por el fondo, o bien su peso y su densidad, hacen que aún se
hunda más.
Los procesos de “recuperación” de la decadencia, nunca son espontáneos
ni están sometidos a leyes mecanicistas. Se sale de la decadencia, porque
aparece un tipo de hombre nuevo decidido a combatir la decadencia, no solo por
afán de supervivencia, sino por la sensación de que hace falta restablecer la
idea de Orden.
Cuando se habla de “Orden”, con mayúscula, obviamente, no aludimos
al “orden público” o a una necesidad de “control social”, sino a un principio
de estabilidad que debe, ante todo, estar presente en aquellos que reaccionan
contra la decadencia. Difícilmente triunfaría una “opción de Orden” guiada
por individuos turbulentos y descontrolados.
Es obligado pensar que “el Orden nace de la Orden”, es decir, que
para que exista un movimiento de recuperación que conduzca a los pueblos del
caos al Orden, deben de existir, en primer lugar, individuos que hayan
reconstruido en su interior ese “Orden”: capaces
de haber dejado atrás el nihilismo, autónomos, serenos, estables, visiblemente
superiores al resto de la humanidad, capaces de imponer su Autoridad por su
mera presencia, de portar y vivir en sí mismos, los valores que proclaman:
orden, autoridad, jerarquía, tradición, perfección, espíritu, responsabilidad,
disciplina, entrega, sacrificio. Con la mirada de las águilas en sus ojos y una
determinación a llevar a cabo la única revolución necesario hoy en día que,
nunca mejor dicho, consistirá en “tender rieles de acero sobre ríos de
sangre”. Esos hombres, inicialmente individualidades, tenderán a agruparse
en la estructura organizativa de una Orden. Sin Orden no hay posibilidades de
luchar contra la decadencia. Pero una Orden solamente puede actuar como tal, si
está constituida por hombres que sean portadores, en sí mismos, de Orden.
* * *
Estas reflexiones que parten de elementos muy distintos presentes
en la actualidad que vivimos cada día en nuestro país, nos han llevado a
cuestiones mucho más amplias. El tránsito de “lo particular a lo global” es
condición sine qua non para la transmisión de ideas. En estas tres entregas
hemos pasado repaso a crímenes horrendos, a interpretaciones sesgadas de los
procesos de brutalización y salvajismo que se han instalado en nuestra
sociedad. Hemos mencionado lo irreversible de tales procesos, especialmente,
cuando los grandes canales de comunicación, los niegan, o sugieren señuelos
equívocos mediante informaciones sesgadas. Lo hemos hecho viendo algunos
ejemplos, para finalmente determinar que el común denominador de todos estos
procesos, es la DECADENCIA. Hemos definido lo que es decadencia, lo que implica
y visto como todo lo que aparece en un momento de cadencia, se ve ganado por ella
y se convierte en un nuevo factor de aceleración de esa decadencia. Hemos
establecido, que el punto de arranque de toda decadencia es la pérdida de una
regla moral y su sustitución por mitos e imágenes sugerentes y, hemos llamado a
todo ello, como decía Evola, como formas de “coberturas al nihilismo”. Así
mismo, en los últimos párrafos hemos conjeturado que solamente una Orden, estructura
organizativa, formada por una élite en cuyo interior ya esté instalado ese
Orden que se propone para la sociedad, será eficiente para iniciar un nuevo
ciclo de civilización. Porque, no nos engañemos, ni queramos alumbrar falsas
esperanzas o esperanzas infundadas por irrealizables: éste, el nuestro, está
acabado y, aunque “no sabemos ni el día ni la hora”, todo induce a pensar que
hay que actuar, prever y pensar, en función de esa convicción. Ya que resulta
imposible detener el curso de la decadencia, preparémonos, al menos, para
afrontar el día después, o para facilitar el nacimiento de una generación
preparada para ese momento.