lunes, 6 de julio de 2020

¿HA CAMBIADO ALGO EL COVID-19? REFLEXIONES (2 DE 4) – LA TUMBA (INSEPULTA) DE LA GLOBALIZACIÓN


No ha sido la primera pandemia de la globalización (de hecho, el SIDA puede considerarse como el precedente y entre la aparición de esta en 1986 y la del Covid-º9, 33 años después, se han producido otras muchas, desde el Ébola hasta el síndrome de las vacas locas, pasando por mutaciones del virus de la gripe que han alcanzado en España proporciones muy próximas a las de la epidemia actual: 15.000 muertos en 2018 por gripe). Pero sí ha sido la epidemia que indica que la globalización, también desde el punto de vista sanitario es algo inviable, peligroso, irracional y con más peligros que beneficios.

Hay dos datos para valorar esto:
1) mientras en Europa no se produzca un proceso de primitivización (cosa que no hay que descartar completamente a tenor de la imposibilidad de integrar a las cada vez mayores bolsas de inmigración que se hacinan en barrios ad hoc y en los que ni están presente la legislación, ni las costumbres, ni los hábitos culturales europeos), lo cierto es que, hasta ahora, absolutamente todas las pandemias que se han extendido en los últimos cuarenta años, tienen como origen el antiguo tercer mundo, con dos focos particularmente: África subsahariana y Oriente (China y la península de Indochina).
2) desde el fin de la Guerra Fría, la “globalización” ha sido la pauta de la economía mundial: a pesar de que, inicialmente, se proponía que cada país se especializara en la producción de algún tipo de producto concreto que luego pudiera intercambiar con otros países, lo cierto es que, desde el principio -como, por otra parte, era lógico- las plantas de producción de todo el mundo han tendido a desplazarse allí donde existía más alta productividad a un precio más bajo. A China y al Sudeste Asiático, en concreto, zonas de hacinamiento, con sistemas sanitarios muy primarios en zonas agrícolas y con una sociedad apática y una higiene que no tiene nada que ver con los estándares europeos.
La globalización, por tanto, ha implicado una dependencia del Primer Mundo de las plantas de producción desplazadas al Tercer Mundo. Una vez abiertas las fronteras a los intercambios comerciales mundiales ilimitados, la globalización llegó a también a los productos agrícolas. Sin olvidar que, previamente desde 1989, se había abierto la puerta al tránsito mundial de capitales: la “globalización de las manufacturas”, vino precedida por la “globalización del tránsito de capitales” y fue seguida por la “globalización agrícola”.


A todo esto, había que añadir un fenómeno anterior: el “mundialismo”. Si la “globalización” es un fenómeno económico, el “mundialismo” es una corriente ideológica nacida a finales del siglo XIX y que prevé la “unificación mundial” y para ello promueve el acercamiento de las culturas, el mestizaje étnico, los intercambios y las fusiones culturales, el “ecumenismo” en el sentido de creación de una “religión mundial”, la organización de certámenes internacionales que aproximen a los pueblos y, en sus elementos más extremos, la “unificación sexual” (mediante las ideologías de género y utilizando la palabra fetiche de “igualdad”).

El “mundialismo” ha estado hasta los años 90 muy por detrás de sus expectativas: frecuentemente ha quedado solamente como patrimonio de la UNESCO y de asociaciones cuya “capa dirigente” constituye una verdadera secta, frecuentemente, en relación con los restos y herederos de pequeñas sectas que dieron nacimiento al mundialismo en el siglo XIX. Pero, a partir de la década de los 90, cuando se inició la globalización, la izquierda europea percibió dos fenómenos:
- por una parte, la desaparición del proletariado europeos y- por otra parte, la necesidad de abaratar costes salariales si se deseaba competir en una economía mundial globalizada. Especialmente porque el salario mínimo medio en Europa está en 1.400 euros, mientras que en China anda por los 400 y en África por los 200.
La única forma de que Europa compitiera en el mercado mundial globalizado era abaratando costes de producción y, la clase política -de izquierdas, pero también de derechas- juzgó que esto solamente podría hacerse insertando artificialmente mano de obra masiva y barata en el mercado laboral. Fue entonces, cuando los gobiernos europeos abrieron la espita a la inmigración masiva. Espita que todavía hoy sigue abierta.

Con la inmigración masiva, el panorama sanitario del viejo continente cambió radicalmente: si bien es cierto que las primeras promociones de inmigración llegaron con la idea de trabajar duro para sacar adelante a sus familias, lo cierto es que, pronto advirtieron que en Europa habían encontrado a Estados y a partidos que estaban dispuestos a dar mucho a cambio de nada. La noticia se fue extendiendo como un reguero de pólvora por el Tercer Mundo: Europe es el lugar en donde, simplemente por estar, los gobiernos financiaban a los recién llegados en no importa qué condiciones sanitarias llegaran (el 72% de afectados por SIDA en todo el mundo son africanos y la prevalencia del SIDA entre 15 y 49 años es del 6,’1%).


Los intereses del “mundialismo” ideológico -los intercambios culturales y trasvases de población, mestizajes y demás fantasías productos de visionarios utópicos perdidos en sus elucubraciones- terminaron convergiendo con los intereses muy reales de la “globalización” y con una izquierda que se había quedado, al perder a la clase obrera, sin electorado preferencial. Tal es la situación actual.

Ahora bien, para que la globalización y el mundialismo fueran posibles y “enriquecedores” para todas las partes eran precisas una serie de condiciones:
1) Que las partes que compitieran lo hicieran en las mismas condiciones, sin que ninguna jugara con ventaja: es decir que los salarios y las condiciones sociales fueran equiparables.
2) Que no existieran riesgos sanitarios o, al menos, que existieran controles sanitarios para el acceso a Europa de población procedente de zonas con sistemas sanitarios deficientes.
3) Que la inmigración, si iba a ser masiva, se pudiera canalizar, seleccionar y, en una palabra, controlar.
Ninguna de estas circunstancias se dio. Con lo que ocurrió, lo que cualquier observador podía haber previsto desde el principio:
- reaparición en Europa de enfermedades que estaban desterradas desde hacía décadas del continente.
- aumento del gasto sanitario en Europa al llegar poblaciones con problemas de salud crónicos que solamente se manifestaron en los CAP europeos.
A esto se añadió, en países confinados al “sector servicios”, esto es, a la periferia europea, otro problema: el tener una economía basada especialmente en el turismo. Tal era el caso de España: la mala negociación de Felipe González para entrar en la UE, las prisas, las promesas en que los problemas de reconversión industrial se superarían mediante la llegada de fondos estructurales, todo ello, hizo que los restos de la estructura económica franquista (apostar por varios sectores, algunos de ellos estratégicos, siderurgia, sector naval, agricultura y… turismo) quedaran reducidos a dos, turismo y construcción. En 2019 llegaron a España 87 millones de turistas y se preveía que el número fuera aumentando un 5% anual hasta 2050.

A nadie se le escapa que apostar solamente por el turismo y la construcción era SUICIDA para nuestra economía y, no solamente, porque su “valor añadido” fuera íntimo, sino porque son sectores sometidos a modas, tendencias y ciclos.

Esto hace que, para España, la irrupción del Covid-19 haya constituido la culminación de la “tormenta perfecta” para la desintegración de un país, coyuntura que se ha dado, por primera vez en democracia, con la presencia de un pequeño partido de extrema-izquierda-marciana en el poder: Podemos, al que ha tenido que recurrir el PSOE para poder gobernar.

No es por casualidad que definamos como “izquierda marciana” a la coalición PSOE-Podemos: la desintegración doctrinal de la izquierda, ha favorecido el que asumiera, sin espíritu crítico, para llenar el vacío, la ideología “mundialista”, tal como es formulada por la UNESCO: más inmigración, más multiculturalidad, más mestizaje, más igualdad sexual, más globalización…

A esto se une un enésimo factor: la mala calidad del gobierno español. Surgido de una coalición forzada por los resultados electorales, lo cierto es que examinar la composición del gobierno, genera una sensación desoladora: personajes sin historial previo, sin ningún especialista en nada, con apenas currículos laborales, con formación, en muchos casos, precaria y sospechas de compra de títulos, tesis doctorales prestadas o simplemente copiadas, indican a las claras que las élites de la sociedad española hace tiempo que han dado la espalda a la política, precisamente porque la política es para el conjunto de la sociedad la actividad más deshonesta que puede practicarse, a corta distancia de la trata de blancas o del tráfico de drogas.

Al frente del ministerio de sanidad, por ejemplo, tenemos a un licenciado en filosofía que solamente está allí como tributo al PSC. Illa lo ignora todo sobre la sanidad. Cuando alguien lo ignora todo sobre el departamento a cuyo frente está, es normal, que a la hora de elegir “asesores”, se equivoque también y no sea capaz de deducir, quienes “entienden” sobre una materia. Habitualmente, un gobierno como el del PSOE-Podemos, no suscita, precisamente, entusiasmo, entre profesionales de carreras intachables que no querrían ver empañados sus nombres por una pequeña colaboración con un gobierno de ambiciosos ignorantes. 



La situación, en conclusión, es la siguiente:
- España es, además de un país de tránsito entre Europa y África, el gran puerto para la entrada de inmigración masiva procedente de Marruecos, el país en donde cualquiera que pone los pies en él, ya puede aspirar a un subsidio y a los gastos pagados por el resto de sus días y, donde no se le preguntará ni con qué enfermedades llega, ni qué sabe hacer, ni mucho menos si tiene trabajo. Se le admite y punto.
- España es un país cuya economía se basa en el turismo, actividad que, en el fondo, no es otra cosa, que un tránsito de millones de personas llegadas de todo el mundo, sin ningún tipo de controles.
- España es un país cuya economía de consumo depende, en grandísima medida, de productos y manufacturas fabricadas en el exterior, lo que implica grandes tránsitos de mercaderías, especialmente en puertos y en fronteras.
- España es un país, cuyo gobierno esta atenazado por una serie de prejuicios ideológicos que constituyen los “rasgos diferenciales” en relación a la derecha, y que suponen una sumisión a la ideología mundialista (mientras que la derecha, asume devotamente la globalización, pero rechaza la mayor parte de las impostaciones “mundialistas”).
- España está hoy gobernada por una izquierda en la que la inteligencia, la seriedad, la capacidad crítica, han desertado, y lo único que ha quedado es el ansia de detentar el poder por el poder y por los beneficios de por vida que reporta (esto puede decirse también de la derecha, por supuesto, pero es que esta crisis, como la de 2008, se ha producido durante un gobierno de izquierdas).
Un país así no está preparado para afrontar una crisis como la del Covid y eso explica por qué, hasta ahora, España, sigue a la cabeza en el mayor porcentaje de víctimas por habitantes. Es significativo que los medios, especialmente oficiales, alardeen de países que van por delante del nuestro en número de muerte… ¿Cómo no iban a ir países como EEUU, Italia, Reino Unido o Francia, por delante, teniendo una población mayor que la nuestra? Las cifras en bruto no significan nada, salvo una coartada para el gobierno español: lo que cuentan son los porcentajes de muertes en relación a la población total. Y en este terreno, desgraciadamente, somos líderes mundiales.

El principio de prudencia determinaría que la crisis -no concluida- del Covid-19 marcaría el final de la globalización, la reimplantación de aranceles, la disminución del comercio mundial y la reindustrialización de los países, poner coto a la inmigración masiva y procurar que el turismo descendiera a un nivel a “apoyo” a la economía española, en lugar de ser el pilar central… Incluso a nivel internacional, el hecho de que todas las pandemias procedan de determinadas zonas del planeta obligaría en buena lógica a que la “comunidad internacional”, tomara cartas en el asunto y obligar a estos países a mejorar sus sistemas sanitarios y a garantizar que no seguirán siendo focos de difusión de pandemias.

De hecho, la crisis sanitaria es solamente uno de los aspectos en donde la globalización ha fracasado. La movilidad internacional de capitales -siempre en busca de las mejores áreas de inversión- es inaceptable para un mundo demasiado desigual. La propia globalización es inasumible mientras no existan igualdad de condiciones para la competencia entre los países. La inmigración “laboral” es inútil en países con altas tasas de paro, como España, y en un momento en el que se inicia la época robótica que asumirá un 20% del mercado laboral en los próximos años y que se hará cada vez más presente en los campos y en aquellas actividades poco cualificadas que suele realizar la inmigración.

Pero una cosa es la lógica y otra las pautas que mueven a los gobiernos.

De todas formas, los rebrotes y mutaciones del Covid-19 garantizan que la globalización y sus prácticas, están condenadas a muerte. La economía mundial no podrá soportar, ni nuevos -y presumibles- parones como el que se ha producido entre marzo y junio de 2020, ni un descenso de la población mundial, del consumo y de los intercambios comerciales. Pero, el gran problema, es que los gobiernos, en la actualidad, resultan incapaces de planificar, idear y establecer nuevos patrones económicos que garanticen prosperidad en las poblaciones, seguridad sanitaria y estabilidad para los próximos años.

La globalización ha muerto -el Covid-19 la ha rematado. Pero no hay enterradores con valor suficiente para reconocerlo, ni gobiernos con imaginación suficiente para planificar el futuro más allá de los tópicos del “mundialismo”, de las ilusiones “neoliberales” y de las impostaciones de la izquierda marciana.