Algunas
conclusiones:
persiguiendo victorias imposibles
Thiriart se
consideraba, a sí mismo, un “realista científico”. Quería serlo, pero algo, en
su interior, le impulsaba por derroteros menos “científicos” y más “imaginativos”.
Intentaba elaborar todo su pensamiento en base a la lógica y a razonamientos
fríos y desapasionados. No es evidente que fuera así: su práctica y sus
oscilaciones demostraron ser, más bien, el resultado de reflexiones anteriores
subjetivas e incompletas, siempre muy influidas por las tendencias que
imperaban en el ambiente del que creía que podía extraer réditos políticos:
– En primer
lugar, en el área de la antidescolonización (período en el que participa en la
creación del CABDA).
– Luego en el
del nacionalismo convencional (primer período del MAC)
– Algo más
tarde, saltar con el MAC a una “dimensión europea” (e impregnarse de las ideas
del Oswald Mosley de la postguerra).
– Tratar de
crear una red propia, Joven Europa (que pronto atrajo a jóvenes neo–fascistas,
parte de los cuales llegaban con planteamientos “völkisch”, cuando él sostenía
un concepto “jacobino” y unitario de Europa. Esta fase supone el cénit del
“primer Thiriart”, pero no consigue alcanzar resultados tangibles y empiezan a
manifestarse rasgos de oposición interna que van degradando, poco a poco, el
movimiento. Hasta aquí abarca el “primer Thiriart”.
– Al constatar
los límites de esta orientación a mediados de los años 60, empieza a introducir
elementos procedentes de otras tradiciones políticas, en primer lugar, el “leninismo
organizativo” (sin relación con lo que se suele entender por “leninismo”). En
este punto podemos empezar a hablar del “segundo Thiriart”, que también podemos
llamar, la “etapa nacional–comunitaria antiimperialista”.
– En los
meses siguientes irá ampliando la brecha en esa dirección: del "leninismo
organizativo" pasará a aumentar la carga del “anti–americanismo” y a disminuir
su oposición a la URSS, sin desaparecer del todo.
– Orientará
los pasos de su movimiento en dos direcciones: anti–sionismo, con la intención
de congraciarse con el mundo árabe y mano tendida hacia China. El objetivo
preferencial de estas “aperturas” es obtener fondos para ampliar su radio de
acción. Pero esta nueva línea es demasiado contradictoria con el “primer Thiriart”
y el recuerdo de su acción pasada está demasiado presente como para que, tanto
los medios, como la opinión pública y los servicios de información, puedan
olvidarlo. El movimiento a partir de 1967 empieza a difuminarse e, incluso,
algunas de las secciones que mantiene, son meras entelequias sin militancia,
meros “corresponsales” de la revista.
– Los
contactos en el mundo árabe no dan ningún resultado y la “apertura” hacia China
tampoco, ni el intento de establecer relaciones en los países comunistas
europeos, más o menos disidentes de Moscú. Además, lejos de ganar afiliados,
los va perdiendo: aquellos que más se sientes identificados con la línea
“antiimperialista” y “pro–china”, terminan, como era de esperar en formaciones
maoístas. Los tránsitos van siempre en la misma dirección, son centrífugos
desde el núcleo de Joven Europa, hacia la extrema–izquierda; nunca en sentido
inverso.
– Desde 1970
hasta finales de los años 80 no hay elementos nuevos que introduzcan cambios en
la forma en las que Thiriart ve la situación internacional. Es más, la política
del ping–pong y las nuevas relaciones entre USA y China, desmienten sus
previsiones. Aparece la “revolución islámica” en Irán que se opone a Israel y
al sionismo, pero no desde el punto de vista que le hubiera resultado grato a
Thiriart –el racionalismo científico– sino exaltando la religiosidad islámica. Paralelamente,
el socialismo panárabe se repliega. En ese período, Thiriart solamente cultiva
viejas amistades o bien ofrece explicaciones sobre su trayectoria a algunos
jóvenes que acuden a él, teniéndolos como difusores de sus ideas (tal es el
caso de J. Cuadrado).
– Cuando se
desintegre la URSS, podemos decir que aparece el “tercer Thiriart”,
exclusivamente interesado por la geopolítica, que solamente ve una opción: la
alineación de “Europa” con Rusia y la formación de un “imperio euro–ruso”. Es
la etapa “nacional–comunista”. Esta etapa, desgraciadamente, concluye pronto:
Thiriart muere a poco de haber comenzado esta nueva fase de su aventura
intelectual. Pero su viaje a Rusia, así como la publicación del cuaderno de
Cuadrado Costa, dan en los ambientes “euro–asiáticos” y “nacionalistas–revolucionarios”,
la sensación de que su pensamiento es coherente y orgánico, cuando en realidad,
las reflexiones de los “tres Thiriarts” están motivadas, no tanto como lógica
consecuencia de sus aciertos anteriores, como por su intento de adaptarse a las
circunstancias y para superar errores cometidos con anterioridad:
– primer error al
considerar que la anti–descolonización podía ser una idea–fuerza movilizadora.
– siguiente error en
pensar que era posible construir un “partido europeo” en la cumbre de Venecia.
– sucesivos errores encadenados, el primero de los cuales sería pensar que podía construirse un movimiento europeo centralizado.
– error en
pensar que el mero anti–sionismo era suficiente para suscitar la ayuda árabe.
– error en el
enunciado de la “teoría cuatricontinental” que se reducía a un simplista “todos
contra EEUU”.
– error en
buscar el apoyo de China, cuando este país buscaba la alianza de EEUU, contra
la URSS.
– error final a la
hora de exaltar movimientos tercermundistas y experiencias de lucha armada
imposibles de traducir en Europa y que, además, eran monopolizadas por la
extrema–izquierda.

En la práctica, esta sucesión de errores lleva a Thiriart a un aislamiento creciente y dramático. El que se había codeado con Oswald Mosley, el que se había jactado de construir un movimiento intereuropeo, el que había mantenido contactos con la OAS, bruscamente se encontró solo, seguido por un pequeño grupo de italianos y, más tarde, visitado en su óptica por jóvenes neofascistas que habían mitificado Jeune Europa gracias a la lectura de Un Imperio de 400 millones de hombres. Eran demasiado jóvenes para conocer las causas del fracaso de la organización. Algunos de ellos, incluso, completamente ignorantes en política internacional, entusiastas de codearse con él y recibir sus confidencias. Y entre ellas, alguna "exageración", aunque solo fuera para impresionar al interlocutor.
Todo esto no habría pasado de la típica relación entre "maestros" que quieren magnificar sus méritos y discípulos deslumbrados, de no ser porque Cuadrado Costa publicó su folleto De Joven Europa a las Brigadas Rojas... Fue entonces, cuando las exageraciones y las mentirijillas salieron de las relaciones entre "maestro" y "discípulo" y se difundieron para avalar las tesis de los que creían en la posibilidad de alumbrar una "izquierda nacional". Parecían decir: "¿Lo veis? Thiriart logró entrevistarse con Chu-Enlai. ¿Lo veis? Renato Curzio fue de los nuestros. ¿Lo veis? Es posible una lucha común con la extrema-izquierda. ¿Lo veis? Nuestra gente luchó y murió en Palestina luchando contra el sionismo con las armas en la mano..."
Era todo una ficción, ingenua e infantil. Un fantasma que todavía recorre esos mismos medios. Su difusor, terminó suicidándose. Ignoramos el motivo, como ignoramos el por qué Thiriart pretendía no saber nada del fin de Cuadrado Costa. ¿Por qué actuó así en nuestro encuentro en el Hotel Majestic de Barcelona? ¿Se sentía responsable de la reacción de su discípulo, cuando entendió que no todo lo que le había contado su maestro era la verdad pura y simple? El caso es que se fue sin despedirse de nadie, salvo, quizás, de sus familiares.
A esto se unía, claro está, el que las tesis de Cuadrado Costa sobre Ramiro Ledesma Ramos eran inasumibles. Los testimonios históricos y el propio Ledesma, sus biógrafos más fieles y exhaustivos, reconocen que, a pesar de que el himno de las "viejas JONS" dijera en una estrofa aquello de "no más reyes de estirpe extranjera", Ramiro siempre había recibido apoyos de la derecha alfonsina. Absolutamente en todos sus proyectos políticos y periodísticos, como ya hemos expuesto en nuestra obra sobre el personaje, Ramiro Ledesma a contraluz utilizando datos dispersos en sus biografías oficiales y en los testimonios de sus amigos. Quizás Cuadrado Costa, tras concluir su breve libro sobre Ledesma, releyó con calma las biografías sobre Ledesma y cayó en la cuenta de que no era un "exponente histórico de la izquierda nacional", sino un fascista español que solo aspiraba a la creación, como fuera, de un movimiento de masas en España similar a cualquier otro país europeo...
Demasiados errores para una vida joven y con poco rodaje.
Hay que
reconocer a Thiriart una gran honestidad intelectual y la búsqueda permanente
de un “método” de análisis de la realidad, sin dogmatismos, abierto a integrar
nuevos elementos percibidos en la marcha de los tiempos. Pero no es nuestra
tarea exaltar la figura de Thiriart, intelectual que iluminó algunos aspectos
de nuestra formación propia política y al que siempre he considerado como uno
de mis “guías” doctrinales. La tarea que nos hemos marcado es volver la mirada
atrás y analizar la aventura del neo–fascismo en los años 60. Thiriart, en ese
movimiento europeo, ocupa un papel central. Pero, lo sorprendente, es constatar
que, en otros países, estos mismos errores, exactamente los mismos, estuvieron
presentes por organizaciones, en principio neo–fascistas, pero que no tenían
absolutamente nada que ver con Thiriart, ni siquiera conocían su evolución y
sus tesis cambiantes.
El caso del FSR
En España,
por ejemplo, más o menos en la misma época, apareció el Frente Sindicalista
Revolucionario, en principio, una disidencia falangista más que, poco a poco,
fue ampliando su brecha con el nacional–sindicalismo fundado por José Antonio
Primo de Rivera y terminó en un ambiente completamente diferente. Este grupo –no
lo olvidemos, de origen falangista– editó un folleto titulado Hacia la
superación del leninismo y publicó a
finales de los años 60 la revista Frente y, a
mediados de los 70, Lucha Permanente. La
comparación de ambas revistas, evidencia un tránsito cada vez más acelerado
hacia posiciones viradas a la izquierda, que, llegado a un punto, hacen
irreconocible la imagen inicial del FSR, fundado por falangistas muy conocidos
y de mucha raigambre (entre ellos Narciso Perales).

Salvo la
temática “europea” (que nunca interesó al FSR), los ejes de agitación son muy
paralelos a los que fue tocando Thiriart: intentos de asimilación con fórmulas
de izquierdas que terminaron en idénticos fracasos. Existían, por supuesto,
diferencias: el FSR tendía hacia el “sindicalismo” y fue acentuando con los
años esa componente, hasta concluir en el “anarco–sindicalismo pestañista”
(mientras otros miembros ingresaban en la CNT durante la transición, practicar
una especie de culto a la “autogestión” obrera (de moda entonces entre la
“nueva izquierda"); Thiriart nunca demostró excesivo entusiasmo hacia esa
temática que, en el fondo sustituyo en el FSR a su “vocación europea”. Pero el
anti–imperialismo de las dos formaciones es idéntico, los intentos de
asimilación con grupos que estaban de moda entre los ambientes radicales de la
época, es el mismo en las dos experiencias. Idéntica es,
finalmente, la admiración por la “lucha armada” en el Tercer Mundo.
La evolución
del FSR es visible comparando el opúsculo “neo–marxista” de 1973, Hacia la superación del leninismo, con la revista Frente, de 1969, en
la que se utiliza la obra del “anti–marxista” Jules Monnerot,
para denunciar esta doctrina. Buena parte de las reflexiones del FSR van
orientadas hacia la definición de un “modelo de partido”: el que partía de la
tradición falangista ya no les resulta válido, así que, en su búsqueda de otro
modelo, que, después de muchas búsquedas terminará en el sindicalismo
pestañista: una formación sindical en la que esté presente su voluntad de
intervenir en política.
No hay, pues, “leninismo”, ni
“jacobinismo”: el FSR terminará declarándose “sindicalista y autogestionario”
y, más adelante “federalista”. Esta evolución es continua, incluso atraviesa un
período, casi diríamos “thiriartiano”, en el que se teoriza la “necesidad de
una vanguardia política jacobina”
y una indecisión sobre si la “revolución” debe de “ser dirigida por los
trabajadores o por un partido de vanguardia”… Hay algunas citas en las
publicaciones del FSR extraídas de los mismos libros y autores que gustaban a
Thiriart (Max Weber, Simone Weil), mientras que en otros se cita a personajes y
situados de la “nueva izquierda” (Cohn Bendit, las huelgas de la LIP en
Francia, la Aliance Syndicaliste) o autores de izquierdas de moda en aquel
momento (Bertold Brecht), llamamientos desgarrados a la lucha contra la
represión y soflamas revolucionarias,
desconfianza hacia la “democracia burguesa”,
de tono muy parecido al que siempre había expresado Thiriart en sus tres
épocas. En definitiva, las orientaciones del FSR evolucionan a la misma
velocidad que las del pensamiento de Thiriart y en la misma época, solo que, en
direcciones hasta cierto punto similares, pero con notables diferencias que se
deben al carácter propio del nacional–sindicalismo español, que estuvo en el
origen de la “disidencia” del FSR (y que la condicionó) y el neo–fascismo
europeo de postguerra cuyas ideas europeístas nunca llegaron a penetrar en
España.

Se da la circunstancia de que Thiriart,
llegado a un callejón sin salida en 1969–70, decidió poner fin a sus
actividades políticas, reconociendo implícitamente su fracaso y manteniéndose
quince años sin salir al exterior, dedicado a sus quehaceres profesionales,
mientras que el FSR demostró no tener “freno” en su evolución y terminó
convirtiéndose en un movimiento minúsculo pero que llegó a sus conclusiones
últimas en el proceso de “izquierdización” iniciado poco a mediados de los años
60.
Ahora bien, esta evolución no fue el resultado –y aquí sí que puede
establecerse una comparación directa con Thiriart– de los éxitos del
movimiento, sino que precisamente, a medida que se fueron imponiendo estas
innovaciones y cambios de rumbo, ambos grupos fueron empequeñeciéndose cada vez
más. En el caso de Joven Europa, el Partido Comunitario Europeo de Luc Michel,
estamos ante una formación que logra sobrevivir hasta la primera década del
nuevo milenio reducida a la mínima expresión.
Estas evoluciones no lograron en ambos
casos, un crecimiento de sus propias filas, sino una pérdida creciente de
identidad y un alejamiento de las propias raíces, que se saldó con abandonos,
por un lado, y con un continuo goteo de militantes hacia distintas formaciones
de izquierdas, mucho más sólidas y coherentes, por otro.
Dado que el recuerdo de estos grupos se
perdía para las generaciones posteriores, algunos jóvenes que llegaron detrás
tendieron a mitificar estos grupos –que, repetimos: en su época habían
protagonizado fracasos rotundos– y a tratar de reproducir, a veces con pocas
variaciones, sus líneas políticas. El resultado fue análogo: lo que ha
fracasado en una época, es inevitable que fracase en las siguientes cuando,
además, se han registrado cambios radicales en las condiciones políticas,
culturales, económicas o sociales. Pero, dado que, la historia de estos grupos
se escribe con caracteres hagiográficos y en absoluto críticos, el militante
que lee cuadernos del estilo del escrito por J. Cuadrado Costa, adquiere una
visión de formada de lo que fueron aquellas instancias europeístas, de su
evolución y de su viabilidad.
Tienden a atribuir su fracaso a “falta de medios”, “infiltraciones” o “represión”,
cuando en realidad el origen de su esterilidad política está en sus errores de
apreciación, en sus dobles y triples saltos mortales sin red, en la misma
incoherencia de su evolución interior y en las contradicciones no resueltas. En
una palabra: en la poca credibilidad de quien asume una evolución continua (por
justificada y razonada que esté, en el caso de Thiriart, o apoyada meramente en
razones pragmáticas) en muy poco tiempo y cree que la sociedad está en
condiciones de seguir al mismo paso esa evolución.

Una época que
cambió el neofascismo
Lo hemos
dicho al principio de este estudio: los años 60 cambiaron al neo–fascismo.
Estos sectores, en toda Europa, incluso en Iberoamérica (la evolución ocurrida
en el interior del argentino Movimiento Nacionalista Tacuara idéntica a la de
Thiriart y a la del FSR, con la diferencia de que el movimiento se partió en
dos, uno que siguió manteniendo las mismas posiciones de los orígenes y otra
que se fue “izquierdizando” progresivamente hasta que su líder, Joe Baxter,
terminó muriendo en el curso de un accidente aéreo cuando acudía a Europa para
asistir a la reunión del Secretariado Internacional de la IVª Internacional trotskista
a la que se había incorporado) es muestra inequívoca de lo que decimos. También
en el caso de la Tacuara argentina puede establecerse como el cambio de “clima
político” en los años 60, favoreció una evolución de determinados sectores del
neo–fascismo hacia la izquierda.
Hasta 1960,
existían solamente dos vías estratégicas para este sector político: la
vanguardia extraparlamentaria o el partido electoralista. El primero es siempre
débil, el segundo solo registra progresos lentos. A partir de ese momento,
tanto unos como otros, constatan el límite de sus respectivas iniciativas. Y, a
partir de entonces, empiezan a ensayarse nuevas ideas y proyectos. En cada país,
estas búsquedas obedecen a “tempos” y rasgos diferentes.
En España, a
partir de ese momento, empiezan a proliferar los grupos falangistas “disidentes
del Movimiento” franquista, que hacia mediados de la década ya habrán dado
lugar a una marejada de siglos (Frente de Estudiantes Sindicalistas, Círculos
Doctrinales José Antonio, Frente Sindicalista Revolucionario, Asociación de
Antiguo Miembros del Frente de Juventudes, la propia Joven Europa, a pesar de
su pequeñez, poco después, la fundación del Círculo Español de Amigos de
Europa, aparecen una prensa “disidente”: Juanpérez, ¿Qué Pasa?, SP, Montejurra,
Sindicalismo, etc.).
En Francia,
el nacionalismo clásico de Jeune Nation se verá alterado por la guerra de
Argelia y la colaboración con la OAS; inmediatamente después regularizará su
aparición mensual la revista Europe–Action y el movimiento que la
difundía, la Fédération des Étudiants Nationalistes, se creará el Mouvement
Jeune Révolution, a partir de la OAS–Metro, disidentes parisinos del primer
darán vida al Mouvement Occident y, tras la disolución de este, aparecerán
paralelamente Pour une Jeune Europe, y Ordre Nouveau. Una parte del
antiguo equipo de Europe–Action, en torno a Alain de Benoist, dará vida
en junio de 1968 a la publicación Nouvelle École y a una actividad
basada en la intervención exclusiva en el terreno cultural. Así mismo, en
Francia aparecieron diversos grupos –en todos los casos minúsculos– a finales
de los 60 y en los primeros años 70, que se reclamaban del “socialismo
europeo”, algunos en la estela de Thiriart.
En Italia, el
Movimiento Social Italiano proseguirá su trabajo electoral y parlamentario,
albergando a unas juventudes más activas, inquietas e inestables que no se
unificarán hasta principios de los 70 en el Fronte Della Gioventù, cuando hayan
regresado al partido algunos dirigentes del Centro Studi Ordine Nuovo;
aparecerá una miríada de siglas a lo largo de aquellos años, especialmente,
tras la autodisolución de Avanguardia Nazionale Giovanile que se reconstruirá
al acabar la década, consiguiendo una estructura sólida en toda Italia, siendo
particularmente fuertes en Roma y Reggio Calabria. Algunos antiguos miembros de
Giovane Europa darán vida a Lotta di Popolo que se extinguirá hacia 1973,
fundada a partir de antiguo miembros de Giovane Europa y algunos del Movimento
Studentesco de Giurisprudenza, que contactarán con grupos “nacional–populares”
del sur de Italia.
En Alemania,
la década está protagonizada por la fusión de varios grupos en el NDP que
proseguirá su ascenso hasta las elecciones de 1969, cuando por apenas 0’5% no
pudo entrar en el parlamento y, a partir de ese momento, especialmente en su
rama juvenil, empezará a sufrir escisiones y debates que harán estallar el
ambiente neofascista y atomizarlo a lo largo de los años 70. Aparecerán
entonces corrientes “nacional–revolucionarias”, los viejos strasseristas de la
Deutsch–Soziale Union (Unión Social Alemana). Este
estallido del NDP y, en especial, de sus juventudes, en infinidad de siglas y
pequeños movimientos, tendrá como detonante por su fracaso electoral.
¿Y en
Bélgica? Inicialmente, Thiriart (o al menos, algunos de sus compañeros de esa
época) aspiraba a tener un “espacio electoral” con el MAC y, de hecho, eso fue
lo que le llevó a la Conferencia de Venecia. La falta de resultados de esta
cumbre con los partidos electoralistas, le hizo desarrollar una vía propia, el
MAC–Jeune Europe, que también mostró pronto sus límites. Esto indujo a
rectificar posiciones y orientaciones políticas. Como hemos visto, cuando Jeune Europe empieza
a sufrir escisiones, expulsiones y abandonos, poco a poco, se va viendo incapaz
de afrontar una lucha política real y traspasa a Francia la dirección de la revista
La Nation Européenne, apareciendo él solamente como “consejero” del
Parti Communautaire Européenne. Los sectores escindidos y/o expulsados
ingresarán o darán vida a nuevas formaciones nacionalistas flamencas,
revirtiendo el camino que habían llevado algunos hasta ese momento. En efecto,
algunos dirigentes nacionalista flamencos (de la Algemeenm Diets Juegdverbond,
ADJV) pasarán a Jong Europa, para luego escindirse (o ser expulsados) y
constituir el Europafront. Uno de los más próximos colaboradores de Thiriart,
Émile Lecerf fundará la revista Nouvel Europe Magazine y los NEM–Club,
que participarán en el intento –frustrado– de constituir un partido
parlamentario “belguista”, mientras que los flamencos optan por reforzar
organizaciones activistas (la Vlaamse Militanten Orde, VMO) y el partido
parlamentario, la Volksunie. Es significativo que, en Bélgica, las ideas del
“segundo Thiriart” y, en los 80 del “tercer Thiriart” solamente estuvieran
representadas por una minúscula formación –el Parti Communautaire Européenne–
de la que se sabe solo lo que ellos mismos colocaban en la web.
Como puede
verse, el proceso que ha seguido el universo neo–fascista en toda Europa
durante los años 60 es muy similar y lo podemos resumir así:
– Límites
constatables del electoralismo (o bien, techos bajos que no superaban el 5–9%)
o bien fracasos electorales.
– Límites
constatables de la acción activista.
– Aparición
de nuevos planteamientos que tienen como denominador común superar estos dos
problemas.
Ninguna de
las líneas adoptadas a partir de ese momento, se traduce en avances
perceptibles:
– El
electoralismo demostrará, incluso hasta entrado el siglo XXI, que el
crecimiento electoral solamente puede obtenerse a costa de ir perdiendo perfil
político y adaptándose a las circunstancias (serán los intentos de Alleanza
Nazionale y del Front National de Marine Le Pen) terminando por instalarse en
el “post–fascismo” primero y luego en el “populismo de derechas”.
– El
activismo extraparlamentario que cosechará algunos avances en Italia,
especialmente en las revueltas del Sur y de la mano de Avanguardia Nazionale,
se verá absolutamente incapaz de superar los tres efectos de la represión:
limitaciones a la libertad de expresión y de organización, encarcelamiento de
militantes o su asesinato e imágenes deformadas ofrecidas por los medios de
comunicación.
– Las nuevas
experiencias en el sentido de las apuntadas por Thiriart de asumir temas de
moda en la izquierda de la época, utilizar argumentaciones y temáticas anti–imperialistas
y evitar ser confundidos con otras fuerzas neo–fascistas, aparecieron también
en todos los países europeos. Pero en ninguno de ellos, absolutamente,
estuvieron en condiciones de superar la etapa subgropuscular y en todos los
casos tuvieron una presencia mínima e irrelevante en la vida política: desde
Lotta di Popolo en sus distintas versiones nacionales, hasta el
Parti Communautaire Européen, pasando por el Frente Sindicalista
Revolucionario.

En esta última
corriente es el resultado –en toda Europa– de un “síndrome” generado por tres
rasgos subyacentes:
1) Por una parte, la aparición de cierto
complejo de inferioridad en el seno del neo-fascismo en relación a la izquierda.
A mediados de los años 60 la extrema–derecha neo–fascista, que había conservado
una gran influencia en las universidades, empieza a replegarse ante el aumento
desmesurado del peso de los estudiantes de izquierdas. Este proceso es
particularmente visible en Italia y tiene dos hitos importantes: la ocupación
de la facultad de Valle Giulia
y el documento elaborado por los estudiantes de Avanguardia Nazionale.
En este último se analiza la condición estudiantil y la función de la
universidad, así como el diseño de la “verdadera universidad”; en el episodio
de Valle Giulia, los testimonios y las fotos (que permiten poner nombres,
apellidos y militancia a cada uno de los protagonistas que aparecen) se percibe
la voluntad de los estudiantes que había ocupado la facultad de construir, en
tanto que neo–fascistas, en las protestas estudiantiles (la mayoría de aquellos
estudiantes luego darían vida a Avanguardia Nazionale, mientras que otros
constituirían el Movimento Studentesco di Giurisprudenza, algunos de cuyos
elementos pasarían a formar Lotta di Popolo, mientras que otros aceptarían ser
llamados “nazi–maoístas”).
2) Por otra parte, apareció la sensación
de que las “viejas ideas” encarnadas por el Movimiento Social Italiano y por
los partidos de la “derecha nacional” en nada nación europea, ya no estaban en
condiciones de atraer a las masas juveniles. En particular, se reprochaba a
todos estos partidos que hubieran abandonado la línea “ni capitalismo, ni
comunismo”, “ni USA, ni URSS”, para apoyar a la OTAN y basar sus resultados
electorales en el anticomunismo (lo que, por otra parte, era rigurosamente
cierto). Era, además, inevitable que las modas que aparecían en la juventud de
la época, se reflejaran también entre la militancia juvenil de estos partidos
de la “derecha nacional”. Los llamados “grupos extraparlamentarios
neofascistas”, experimentaran cierto auge, a pesar de que las condiciones en
las que debían realizar su trabajo se veían marcadas por el antifascismo cada
vez más agresivo de una “nueva izquierda” que, a partir de los incidentes de
Valle Giulia, ya no distinguía entre “neofascismo revolucionario” y “neofascismo
parlamentario”.
3) Un estado psicológico especial cuya
primera característica era el estrés producido por el aumento de las “luchas
revolucionarias” en todo el mundo, y la sensación de los propios militantes neo–fascistas
de que se estaban “quedando atrás”, que cada vez su radio de acción era más
reducido y que no habían desarrollado “armas” (doctrinales, de análisis, de
agitación y de propaganda) suficientes para interpretar y actuar sobre los
cambios que se estaban produciendo. Esa sensación de que la “revolución” discurrían
por un camino diferente al propio, los llevó a adoptar posiciones de
solidaridad con organizaciones y movimientos que habían nacido en otras
tradiciones políticas o que muy poco o nada tenían que ver con el ámbito neo–fascista.

En el fondo de todos estos problemas se
encontraba la terrible lucha contra el tiempo: el ejemplo histórico de los
fascismos había demostrado que la posibilidad de realizar una revolución de
este tipo se desarrollaba en un corto espacio de tiempo (entre cinco y diez
años). En la tradición revolucionaria del fascismo no habían existido plazos
prolongados. A medida que un grupo neo–fascista percibía que apenas avanzaba en
su trabajo político, que le resultaba imposible acumular y capitalizar éxitos
en cortos espacios de tiempo, se hacía necesario aplicar “rectificaciones” a la
línea política. Esto fue particularmente evidente a partir, como hemos visto,
de principios de los años 60, cuando se van disolviendo las esperanzas creadas
en la década anterior: no solamente, los pueblos europeos, no vuelven su mirada
a los fascismos históricos, no sólo no advierten que siguen perteneciendo a
naciones ocupadas por los vencedores de 1945 (norteamericanos y soviéticos),
sino que, además, aceptan los sistemas impuestos por los ocupantes y cada vez
se muestran más comprometidos con ellos. En ese momento, es cuando se producen
las grandes mutaciones en el neo–fascismo: se ensayan ideas y estrategias
nuevas, formas estéticas y de presentación de las viejas ideas no ensayadas
hasta entonces, o bien formulación de planteamientos nuevos. El experimento de
Thiriart pertenece a este tipo de iniciativas.
Pero el neo–fascismo ha olvidado que su
matriz histórica se había desarrollado en un momento histórico concreto del
desarrollo capitalista, era hijo de ese tiempo y su cordón umbilical se unía
vitalmente a él, con sus crisis internacionales, con las grandes ofensivas
comunistas, con la decepción generada por el Tratado de Versalles, con legiones
de excombatientes desmovilizados en las calles, con la inoperancia del
parlamentarismo... La situación de los años 60 era completamente nueva: el
capitalismo ha mutado, va dejando atrás su etapa industrial; por su parte, ha
pactado con los soviéticos la división de Europa en zonas de influencia. Los
neo–fascistas,
ni logran adaptarse, ni mucho
menos anticiparse a las nuevas situaciones que, a partir de ese momento, se
desarrollarán a velocidades cada vez más vertiginosas; y, por supuesto, tampoco
logra reconstruir un marco doctrinal y analítico capaz de interpretar esos
cambios (Evola mismo, en los poco más de 10 años que median entre Los
hombres y las ruinas y el Cabalgar el Tigre debe variar
sustancialmente sus opiniones sobre las posibilidades de acción política).
Los neo–fascistas se encuentran con que
los resultados de la Conferencia de Yalta y la división de Europa no logra
suscitar reacciones enconadas en los distintos países europeos, como
aparecieron tras la Primera Guerra Mundial en contestación al Tratado de
Versalles. Les faltan ejes y temas de propaganda con la misma fuerza
movilizadora. Y seguirán sin encontrarlo, oscilando entre el nostalgismo, el
electoralismo, el activismo y la exploración de caminos nuevos (en ocasiones,
como hemos visto, poco meditados). No advierten que el gran hallazgo de los
vencedores del conflicto consiste en utilizar masivamente los nuevos medios de
comunicación (que se habrán generalizado en los años 60) como instrumentos para
lograr una absoluta narcosis social. Y, contra esto, tienen muy poco que hacer.
Además, la Guerra Fría facilita el
mantenimiento de “ondas de terror” (ciclos de tensión seguidos de períodos de relajación,
para luego caer en nuevas “crestas” de incertidumbre y desasosiego) que sumen a
las poblaciones en estados psicológicos de confusión: tan pronto creen en el
progreso indefinido, como perciben la posibilidad de una muerte inmediata a
causa de un conflicto nuclear; tan pronto se instalan en la “distensión” como,
bruscamente, aparece un nuevo hecho político en la escena internacional (Suez,
la descolonización, la revolución húngara, la crisis de los misiles de Cuba)
que amenaza con hacerlo saltar todo. En esas circunstancias, la población huye
de ejercicios revolucionarios y prefiere colocarse siempre bajo el paraguas
protector del Estado.

Los cambios culturales que se sucederán a
lo largo de los años 60, contribuirán a inhibir a la “mayoría silenciosa” de
los grandes temas políticos y a convertir todas las opciones políticas con
posibilidades de gestionar el poder en “centristas” (de centro–derecha o de centro–izquierda,
poco importa: moderación tanto en las ideas de progreso, como en los criterios
conservadores, que, junto con el conformismo, se extenderán a todos los
partidos). Además, en esa década triunfa definitivamente el hedonismo como una
proyección de los ideales burgueses que tratan de realizarse, como sea, en la
nueva situación socio–económica y, en su vertiente “contestaria” con la
aparición de movimientos de liberación sexual por un lado y la extensión de
nuevas drogas psicodélicas por otro.
El resultado es que el espacio de los que
quieren un cambio efectivo, se va restringiendo progresivamente: en la segunda
mitad de la década de los 60, queda reducido a los jóvenes. La izquierda
teoriza en la época sobre si la “juventud” es o no una “clase objetivamente
revolucionaria”. Algo inédito en la izquierda convencional que consideraba
solamente al proletariado como fuerza revolucionaria. Antes de que el debate
pueda concluir, los movimientos revolucionarios de juventud ya se han
extinguido completamente hacia 1973. Apenas quedan las brasas de la “revolución
de mayo”. En los EEUU, patria del “underground” y de la “contestación”, ya ha
aparecido la “new age” ajena por completo a la política, vendiendo terapias,
cursos de autoayuda y sectas seudo–religiosas.
¿Y el neo–fascismo? Ya no está dentro de
la corriente principal de los movimientos sociales. Se ha convertido en un
sector marginado, por la derrota de 1945, por supuesto, pero también por su
imposibilidad para crear una estrategia propia y crecer en función de
mecanismos clásicos de “agitación – propaganda – organización”.
Le ha faltado también liderazgo. Los
líderes de los movimientos históricos, ya no están presentes. Los nuevos líderes
carecen del carisma que tuvieron en otro tiempo. Tanto Hitler como Mussolini,
el propio José Antonio o Codreanu, el mismo Mosley, supieron interpretar las
necesidades de su tiempo y elevarse por encima de sus coetáneos. Pero de aquella
generación de líderes queda solamente el recuerdo directo de quienes los
conocieron y la propaganda masiva de los vencedores de 1945 que los presente
como criminales. A los nuevos dirigentes neo–fascistas de la postguerra les resultará imposible
conectar con el “alma popular”, establecer ese lazo místico entre el “jefe” y
sus “seguidores” que galvaniza a estos y les hace llegar hasta donde nadie
hubiera pensado. Es posible que entre los neo–fascistas más destacados
existieran personalidades notables, pero todas parecían cortadas de este
“vínculo místico” que había unido a los jefes históricos con sus masas
nacionales.
Y, por último, faltan medios económicos
para llevar adelante su lucha. Esta no es, desde luego, la causa principal para
explicar la parálisis de los movimientos fascistas, pero sí una de las que
contribuyen a estancarlos. Hitler, en 1927 se encontró con un movimiento con
pocos medios económicos y muchos gastos: sin embargo, supo despertar un
voluntarismo extremo entre sus partidarios que pagaban las entradas a los
mítines, se compraban ellos mismos el uniforme y el tabaco en almacenes del
NSDAP, pagaban sus desplazamientos, compraban la prensa del movimiento, todo
ello además de aportar la cuota mensual… Tenían convicción en el éxito de su
misión. El “Führer” les había reforzado en esa opinión. Luego, cuando el
movimiento creció, fue cuando llegaron las ayudas de los grandes industriales.
Pero, ahora, en los años 60, los grandes líderes habían desaparecido y los
empresarios eran conscientes de que los pequeños grupos neo–fascistas no eran
una “buena inversión”. Así mismo, los fascismos históricos, en algunos países
se habían beneficiado de fondos procedentes de sectores de la aristocracia (en
España, por ejemplo). Pero, en los años 60, esta clase social también se
hallaba inmersa en profundas transformaciones: los hijos de los nobles que
habían apoyado a los fascismos, eran educados por sus padres para ejercer
profesiones burguesas desvinculadas por completo de la política que había
pasado a ser considerada como una actividad peligrosa, sin ningún tipo de
rentabilidad económica, y que tampoco reportaba satisfacciones morales.

Podemos decir, a fin de cuentas, que, en
los años 60, la situación del neo–fascismo era desesperada y, como hemos dicho
al principio, algunos de sus dirigentes, conscientes de la situación, optaron
por ensayar nuevas vías. Thiriart fue uno de ellos. Sin duda, fue quién realizó
un trayecto más prolongado en menos tiempo (apenas 10 años) durante esa búsqueda
de “nuevas fronteras”. Él mismo opinaba que su proyecto había fracasado porque
se adelantó “un cuarto de siglo a los hechos”. No estamos muy seguros de eso.
En realidad, el proyecto de Thiriart y la evolución de sus ideas nunca se
hubiera detenido de no haber muerto en 1992. Su principal problema es que
terminó considerando solamente las vertientes geopolíticas y nada en absoluto
las culturales, mientras que fue olvidando la política cotidiana (que debía
aportar elementos de agitación y propaganda). También otros personajes de la
época (Venner, Benoist, por citar otros dos del área francófona) advirtieron la
situación y aplicaron sus conclusiones a Europe Action y a la FEN. Incluso
en España, se produjo en esa década un aluvión de siglas (FES, CDJA, FSR, PENS,
y iniciativas en torno a personajes como Cantarero del Castillo, Manuel
Hedilla, Rodrigo Royo) que intentaban abrir nuevos caminos al margen del
“Movimiento Nacional” oficialista.
Ninguna de todas estas opciones pudo ser.
Y el motivo es muy claro: los adversarios del neo–fascismo en todas sus formas,
habían alcanzado tal poder y dimensiones, que era absolutamente imposible
afrontarlos y reconstruir una estrategia capaz de hacerles avanzar. No era que
fracasaran en sus intentos: es que, la desproporción entre las fuerzas neo–fascistas y
las estructuras a las que se enfrentaban eran tales, que cualquier intento de
crear un espacio político propio resultaba absolutamente imposible. No es que los neo–fascistas no
encontraran una desembocadura estratégica para su acción: es que tal
desembocadura, simplemente, no existía.
Europa estaba ocupada y dividida. La
amenaza no procedía de ejércitos convencionales, sino de armas nucleares. Los
ocupantes eran imperialismos de dimensión mundial que además contaban con la
complicidad de los gobiernos democráticos liberales en el Oeste y de las
democracias populares en el Oeste. Ni siquiera bloques de países (el mundo
árabe, China, la no–alineación en general), estaban en condiciones de afirmar y
mantener su independencia frente a estas dos grandes potencias y a su
armamento. En esas condiciones, ¿qué posibilidades tenían los que enarbolaron
el consabido “ni Washington, ni Moscú”? Salvo espíritus muy jóvenes o muy
fanatizados, era difícil que las masas populares se adhirieran a lo que podemos
definir por una “cruzada imposible”.
Thiriart partió de posiciones idealistas
(por mucho que se considerase “realista científico”). Luego, se dio cuenta de
la desproporción entre el objetivo que se había propuesto (la creación de una
Europa–Nación) y la realidad. Optó por buscar apoyos en la no–alineación y en
otros discursos de “liberación nacional” que aparecían en el Tercer Mundo
(olvidando que Europa formaba parte del “primer mundo”). Más tarde, se refugió
en la lógica geopolítica para su última fase de evolución. Y en ella estaba
cuando le sorprendió la muerte.
Si Thiriart hubiera leído a René Guénon,
habría caído en la cuenta de que vivimos lo que el tradicionalista francés
llamó “proceso de solidificación del mundo”:
las redes de la modernidad se habían hecho demasiado tupidas, rígidas, casi
inamovibles. Resultaba cada vez más difícil realizar cambios, especialmente si
iban en dirección opuesta a la modernidad. Desde el punto de vista geométrico,
lo que había ocurrido es que la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial,
era similar a una esfera, el cuerpo tridimensional al que resulta más fácil de
mover imprimiendo un leve impulso que la desequilibra. Sin embargo, tras las
Segunda Guerra Mundial, en la segunda postguerra, el mundo se estaba
convirtiendo en un cubo, la figura geométrica más estable de la geometría
espacial. Cualquier intento de mover ese cubo resultaba absolutamente
imposible, sin importar el modelo estratégico que se adoptase. Había que
esperar a que este cubo empezara a tener fisuras, grietas internas, se fuera
degradando y terminara desplomándose interiormente por sus propias dinámicas
autodestructivas, para encontrar el momento en el que lanzar un movimiento
político de nuevo cuño. Hoy, empezamos a aproximarnos a esa situación.
Thiriart tenía razón cuando escribía: “Acabe
usted con toda nostalgia fascista o nacional–socialista (todo esto ha
terminado: FINI). Acabe con toda ilusión nacionalista francesa (o alemana o italiana).
Francia, está también acabada: FINI)”.
Pero le faltaba añadir una última consideración: “No sea impaciente, no creo
que las crisis duren toda la eternidad; cualquier organismo en permanente
degradación terminará por desplomarse. No apueste por nada que tenga que ver
con el ‘sistema’. El ‘sistema’ está acabado: FINI. Apueste por lo que está más
allá del ‘sistema’, y mientras tanto, como dice la vieja canción ‘cree y
espera’”. En el fondo era una cuestión de paciencia: Thiriart (y, por
extensión, los neo–fascistas de los 60 eran demasiado activos como para que considerasen
la paciencia como una cualidad revolucionaria).
Las tres actitudes adoptadas por el
neofascismo entre 1965 y 1973
Esto generó la aparición en Italia de distintas
posiciones. Si, a pesar de ser Bélgica el eje central de Jeune Europe, ahora
nos desplazamos a este país Mediterráneo es por dos razones: en primer lugar,
porque la “sección nacional” de Jeune Europe que tuvo mayor implantación desde
su creación, fue la italiana y, en segundo lugar, porque, a partir de 1966–67,
el movimiento desaparece prácticamente de Bélgica tras haber perdido a la mayor
parte de sus dirigentes y de su militancia. Por otra parte, no hay que olvidar
que el neofascismo italiano en la época, era el más fuerte de los existentes en
Europa Occidental.
El neofascismo italiano sufrió un proceso
de recomposición en el curso de este ciclo en el que pueden percibirse las
siguientes tendencias y actitudes:
– Los “integracionistas”:
quienes, conscientes de que era necesario agrupar esfuerzos y protegerse, tanto
de la extrema–izquierda como de la represión que el sistema desataba de manera
creciente contra los sectores neo–fascistas, optaron por integrarse en los
partidos de la “derecha nacional” (el MSI en el caso italiano) e insertarse
como una corriente más (fue el papel elegido por Pino Rauti después de quince
años de estar al frente del Centro Studi Ordine Nuovo, defendiendo la posición
opuesta que había justificado su salida del partido). Esta tendencia siguió
viva hasta la desintegración del MSI en 1995 y su transformación en Alleanza
Nazionale. Esta línea estaba formada por los “ordinovistas”, la mayor parte de
los cuales eran evolianos, pero no solo por ellos: también existían
monárquicos, seguidores de Antonio Massimo Sgabelloni (a) “Massimo Scaligero”
(el propio Rauti estaba, inicialmente, más influido por Scaligero que por
Evola), etc.
– Los “neo–fascistas evolianos”:
que adoptaron el pensamiento de Julius Evola como patrón explicativo de la
realidad y componente principal de su “concepción del mundo” e intentaron, a
partir de su obra, elaborar una línea política propia que nunca cristalizó en
una fuerza política unitaria, sino que, por el contrario, asumió rasgos
estratégicos muy distintos y contradictorios:
A) Por una parte, como hemos dicho, los
“evolianos” estaban presentes en la corriente de Pino Rauti dentro del
Movimiento Social Italiano, demostrando un mayor interés por los “principios” y
por las “raíces” de su lucha cultural, pero tratando de modularlas en función
de una estrategia política que fuera acorde con la lucha política
parlamentaria.
B) Por otra parte, los “evolianos”
presentes en los movimientos extraparlamentarios de los que el más importante
fue Avanguardia Nazionale. Esta organización participó en dos momentos álgidos
con la revuelta de Reggio Calabria,
y la participación en el llamado “golpe Borguese”.
Esta opción abarcaría todos los años 70. Tanto estos, como los anteriores,
basaban sus posiciones en la obra de Evola Los hombres y las ruinas.
C) Los que se desvincularon de la lucha
política sosteniendo que las “condiciones del fin del ciclo” no eran favorables
para el desarrollo de una lucha política y era necesario replegarse, crear
“órdenes” y “linajes iniciáticos” en las catacumbas, abandonar cualquier forma
de activismo y renunciar a una presencia activa en la política y en la sociedad;
estaban especialmente inspirados en el texto de Evola, Cabalgar el Tigre.
D) Los que, inspirados inicialmente en una
interpretación del Cabalgar el Tigre, sostenían que era necesario formar
un “frente unido” con la extrema–izquierda para “desintegrar el sistema”.
Tampoco se trató nunca de un grupo homogéneo, pero sí muy infiltrado por los
servicios de seguridad del régimen e, incluso, por el Partido Comunista de
Italia. El personaje más conocido de esta tendencia era Giorgio Franco Freda,
pero también, Enzo Vinciguerra, antiguo ordinovista. Este sector era conocido
como “stragisti” (literalmente, “masacradores”) partidarios del
terrorismo ciego para derribar el sistema. En la actualidad es imposible dudar
de que algunos miembros del entorno de las Edizioni di Ar, tuvo algún tipo de
vinculación con el atentado de Piazza Fontana en 1969. Vinciguerra, por su
parte, nunca ocultó que había sido el impulsor de una célula que atentó y mató
a tres carabinieri.
– La “izquierda neofascista”: opción
de quienes optaron por sumarse a la corriente general que se vivía en las
universidades e incorporaron temáticas que, en principio, resultaban “gratas” especialmente
a la extrema–izquierda y les permitían tratar los mismos temas convergentes con
ella: antiimperialismo, luchas de liberación nacional, estrategia subversiva
contra el sistema, etc. Esta tendencia estuvo representada por algunos núcleos
que sobrevivieron a la desbandada de Jeune Europe y a la intentona de
reconstruir el movimiento sobre otras bases, que realizó Thiriart con el
lanzamiento del Partido Comunitario Europeo y de La Nation Européenne,
para quien lo esencial era la “lucha cuatricontinental contra el imperialismo
yanqui”. A pesar de que el grupo Lotta di Popolo, estaba forma por
militantes que antes habían pertenecido a Giovane Italia (sección italiana de
Jeune Europe), lo cierto es que su línea política, en su momento álgido, 1970–1971,
difería mucho de los rescoldos del movimiento de Thiriart (no recordamos ningún
texto de Lotta di Popolo que aludiera directamente a la geopolítica y si bien
era cierto que la temática “europeísta” estaba presente, no lo estaba con la
misma intensidad que en la organización creada por Thiriart). Sin embargo, se
reconocían en la “lucha antiimperialista” y el apoyo a los movimientos de
liberación, especialmente a los palestinos como continuación de las tesis
sostenidas por La Nation Européenne.

Es significativo que en el momento álgido
de Jeune Europe (hasta 1964) las reflexiones geopolíticas de Thiriart fueran
escasas y muy sumarias, todas en torno a la idea de “Europa Nación”, sin
embargo, al embarrancar el movimiento y, a medida que se iba extinguiendo, el
doctrinario belga se embarca en hipótesis geopolíticas cada vez más alejadas de
la política real e intraducibles a estrategias que pudieran aplicarse en la
práctica política. El propio Thiriart parece entenderlo y se retira de la vida
política en 1969.
Dirá hasta su muerte que era un
incomprendido. Y es posible que fuera así, incluso para muchos que lo tuvimos
como nuestro guía y faro durante unos años –siempre he reconocido el tributo
que le debo al “primer Thiriart” por haber distanciado del “pequeño
nacionalismo” y haber dado una “dimensión europea” a la patria de la que me
siento parte.
Thiriart era un espíritu inquieto: estuvo en continua evolución hasta que su
fatigado corazón ya no pudo más. Pero, a pesar de su energía, a pesar de su
creatividad, a pesar de su portentosa imaginación y de su voluntad de poder,
incluso a pesar de no pretenderlo, el sendero por el que circuló Jean Thiriart
estaba marcado por la crisis del neo–fascismo de los 60 y su evolución
solamente puede explicarse en función de esta crisis. Y esto es lo que hemos
intentado en este dossier.