Introducción
En 1960, habían transcurrido 15 años desde
el final de la Segunda Guerra Mundial que selló el fin de “los fascismos”. Por
tanto, a partir de 1945, en rigor, debemos hablar de neo–fascismo. En el curso
de esos 15 años, el neofascismo europeo (e iberoamericano) había adquirido
suficiente experiencia y no siempre se mantenía a la defensiva. Los movimientos
que se reclamaban de aquella tendencia habían obtenido algunos éxitos entre la
juventud, especialmente en los países mediterráneos. Paradójicamente, a pesar
de la proximidad de la Segunda Guerra Mundial y del “ruido” armado por los
Procesos de Nuremberg, lo cierto es que la presión “antifascista” era mucho
menor que en la actualidad, sin embargo, la presión judicial estaba mucho más
presente. Normalmente, el antifascismo era protagonizado por antiguos
“resistentes”, pero no estaba continuamente presente en los medios de
comunicación. El por qué la presión antifascista era menor se explica porque en
1960 vivían muchos que conocieron los regímenes fascistas, se acomodaron a
ellos o fueron sus partidarios activos, y no estaban tan dispuestos a creer las
enormidades que proclamaban los “antifascistas” y los vencedores del conflicto.
Eran elementos que nunca habían percibido, ni sospechado.
Puede decirse que Alemania era una país vencido,
pero no derrotado, en el sentido de que el destino de las armas le había sido
desfavorable, pero la memoria histórica de los alemanes no había sido
completamente borrada: los que estuvieron allí, recordaban quién y porqué se
había desencadenado la Segunda Guerra Mundial, recordaban los bombardeos de
terror anglosajones y recordaban los logros económico–sociales del régimen, sabían
que para superar una crisis nacional como la que siguió al Tratado de Versalles
o a la crisis económica de 1929, era preciso unificar a un pueblo, liquidar las
querellas entre partidos y planificar la reconstrucción; incluso los más
jóvenes recordaban las escuelas del Reich y seguían asumiendo ideales
patrióticos.
En Alemania, todo cambió hacia 1966–69.
Fueron los años en los que empezaron a entrar en las universidades y alcanzar
la madurez, jóvenes que no se habían educado en las escuelas del Reich, ni se
habían formado en sus valores. Desde su más tierna infancia, esta nueva
generación había sido alimentada y modelada con imágenes del “Holocausto”, tenían
asumido un “complejo de culpabilidad colectivo” que nunca aceptaron sus mayores
y fueron permeables al lavado de cerebro propagandístico contra el que carecían
de armas para defenderse.


Los años 60 fueron, en todos los terrenos,
una época de cambios insospechados y vertiginosos, incluso imprevisibles. Al
llegar a esa época, el neofascismo había acumulado en los 15 años anteriores,
distintas experiencias, pero solo entonces empezaron a advertir que la lucha
política iba a ser, para ellos, algo mucho más largo que para la generación que
ideó los fascismos: de 1918 a 1923 en el caso italiano, esto es, apenas cinco
años; de 1919 a 1933, catorce años en el caso del NSDAP y apenas siete si se cuenta
solamente desde la reconstrucción del partido tras haber extinguido su condena
por el golpe de Munich; sólo tres años en el caso español, desde 1933, cuando
se funda Falange Española, hasta 1936 cuando se inicia la guerra civil.
Hasta ese momento, el gran problema que
había encontrado el neofascismo era la falta de un liderazgo claro e
indiscutible, como el que ostentaron los dirigentes históricos del fascismo. No
habían aparecido nuevos “Hitler”, otros “Mussolini”, reencarnaciones de José
Antonio, ni émulos de Codreanu o de Ferenc Szlazi A esto se unían los nuevos
problemas derivados de los cambios económicos, sociales y tecnológicos, y la
nueva situación internacional creada desde la irrupción oficial de la Guerra
Fría en 1948 con el “golpe de Praga”. Sin olvidar el papel creciente de la
televisión cuya utilización no estaba al alcance de los grupos neo–fascistas. También
es cierto que existía para todos los grupos en toda Europa –incluido en España,
aunque por motivos diferentes a otros países de la “Europa democrática”–,
limitaciones a la libertad de expresión, vigilancia continua por parte de los
servicios de seguridad de los Estados, provocaciones a efectos descalificadores
y, finalmente, prohibiciones fulminantes cuando alguno de los grupos neo–fascistas
descollaban. Además, habían visto a lo largo de los años 50 como, uno tras
otro, sus proyectos embarrancaban electoralmente o, simplemente, se frustraban
por distintos motivos (enfoques erróneos, represión, medios insuficientes, campañas
hostiles, etc), las iniciativas en las que habían depositado sus ilusiones –como
veremos– lo más a menudo, por inadecuación de lo que defendían con la nueva
situación global.
Lo cierto era que los cambios en las
estructuras culturales en Europa y, especialmente, en la estructura económica,
generaban un marco muy diferente al que se había dado en los años 20, tras las
crisis generadas por el Tratado de Versalles, los problemas fronterizos entre,
prácticamente, todas las naciones de Europa central y del Este, con el ascenso
imparable de los nacionalismos y los problemas sociales generados por las
crisis económicas (la hiperinflación de 1922 o la gran crisis económica de
1929). El marco capitalista y la amenaza bolchevique habían quedado atrás, al
menos en la forma que tuvieron en los años 20. El capitalismo en el curso de
los años 60 pasó de ser industrial a multinacional, mientras que el
bolchevismo, a raíz de los acuerdos de Yalta, Postdam, etc, quedó varado en
Europa Central: los EEUU y la URSS habían llegado a un acuerdo para repartirse
Europa en zonas de influencia y, al menos, hasta el derrumbe de esta última,
las dos partes respetaron sus zonas (lo que explica que “Occidente” no
interviniera en los conflictos continuos que se registraron en todos los países
del otro lado del “Telón de Acero”: incidentes en Berlín, sublevación en
Hungría, invasión de Checoslovaquia, huelgas y manifestaciones en Polonia; y
explica también por qué la URSS ayudó a los Partidos Comunistas lo suficiente
como situarlos en Francia e Italia cerca del poder, pero no lo suficiente como
para llegaran al poder, o porqué existió un mano a mano durante esa época para
manipular organizaciones terroristas o se silenciaron maniobras de la CIA que
tendían a mantener los equilibrios logrados en 1945).
El neo–fascismo, por su parte, no
consiguió interpretar a tiempo lo que estaba ocurriendo en los años 50, no supo
prever los cambios en el sistema económico, asumir las nuevas orientaciones
culturales que se imponían en la sociedad, ni pudo prever (ni, por tanto,
adaptarse) la evolución de la sociedad y las exigencias que, una tras otra,
fueron imponiéndose como pautas de la realidad[1].
Esto hizo que las distintas estrategias
adoptadas por los grupos neofascistas, cojearan desde el momento mismo en que
se implementaron:
- El “electoralismo”, desde el principio se contentó con revestir las formas de un conservadurismo extremo, adaptarse al “mercado social”, practicar un anticomunismo –en ocasiones, delirante–, todo ello con el objetivo de forzar gobiernos de coalición con formaciones de centro–derecha.
- El “testimonialismo”, aspiraba a reproducir el esquema de los fascismos históricos, reprochando a los “electoralistas” haberlo traicionado; ese testimonialismo no fue homogéneo y tuvo siempre distintos niveles de “rigor”: en algunos, casi paródicos, se trataba de reproducir viejos esquemas que fascinaban a sus impulsores (el American Nazi Party, los movimientos integrados en la World Union of National Socialists o el Movimento Tradizionale Romano de Ildo Cella a finales de los 60), en otros existía una menor carga histórica, pero nunca desapareció del todo y siguió presente en rituales, cánticos, estética, etc (es el que se puede percibir en los grupos extraparlamentarios).
- Los intentos de resistencia armada, protagonizados en Iberoamérica por la Tacuara argentina, en Italia por las Squadri d’Azione Musolini, en Bolivia por la Falange Socialista Boliviana, en Francia por la OAS, habían demostrado suficientemente que, al carecer de una amplia base social, sus integrantes eran desarticulados con facilidad por las fuerzas de seguridad del Estado y los movimientos no tenían capacidad suficiente para reemplazar las bajas (por muertos, exiliados o encarcelados).
- El activismo que se había practicado un poco por toda Europa, incluso por las bases juveniles de los partidos electoralistas, a diferencia de en los años de ascenso de los fascismos históricos –años de crisis económica y moral– no estaba reportando adhesiones en la medida de los esfuerzos realizados. Y, lo que era peor, las nuevas adhesiones desaparecían del terreno activista al cabo de unos meses o años de lucha, reconociendo su impotencia y la necesidad de asumir empleos y funciones incompatibles con el activismo desenfrenado.
- En cuanto a los intentos de coordinación europea, hacia 1961 era evidente que tanto la intentona protagonizada por el Movimiento Social Europeo (MSE), tras la Conferencia de Malmoe, como la Oficina de Enlace Europeo, o el Nuevo Orden Europeo (NOE) y la Cumbre de Venecia que tenía como función lanzar un Partido Nacional Europeo (PNE), todos estos intentos se habían saldado con estrepitosos fracasos, ya fueran protagonizados por partidos electoralistas (MSE), por grupos ultranostálgicos (WUNS) o por grupos völkisch (NOE). Cuando no era por falta de medios (MSE), era por discrepancias (PNE) o bien por orientaciones excesivamente ideologizadas en un sentido que dificultaba la acción política al partir, monotemáticamente, del factor étnico (NOE).
Todos, absolutamente todas estas
estrategias y proyectos, fueron fracasando unos tras otros. Cuando se
extinguieron los ecos de la OAS (que, en realidad, distaba mucho de poder ser
considerada como neo–fascista, aunque fuera apoyada por los neo–fascistas
franceses y europeos, incluidos, en primera fila, los falangistas españoles),
se abrió un período de reflexión. Para el neo–fascismo europeo, esta reflexión
se inicia con la Conferencia de Venecia en 1961 y termina con la desintegración
de los grupos más excéntricos nacidos en esa época, a lo largo de los meses en
los que se prolongaron los efectos del embargo petrolero posterior a la guerra
del Kom–kippur en 1973 que puso fin a los “30 años gloriosos” de la economía
mundial, en los que se produjo un crecimiento económico constante, sin crisis,
ni estallidos de burbujas.
Pues bien, ese tiempo –entre la
Conferencia de Venecia (a la que asistieron los líderes de los partidos
neofascistas más fuertes de Europa Occidental, sin presencia de españoles ni
portugueses) y el fin de los grupúsculos “nazi–maoístas” italianos–
consideramos que es un período de 12–13 años, rico en búsquedas, muy pobre en
resultados, incomprendido en la actualidad por los propios neo–fascistas o por
herederos del neo–fascismo (llámense corrientes “nacional–revolucionarias”, “nacional–populares”,
“euro–revolucionarias”, “nacional–bolcheviques” y demás) y, lo que es peor,
cuyos errores –y aberraciones–, lejos de quedar vinculados a un pasado concreto,
vienen reapareciendo con inusitada frecuencia en los medios herederos del neo–fascismo.
Dado que, hasta ahora, nadie ha realizado
una crítica en profundidad, algunos de estos modelos pasan por ser “canónicos”,
tienden a ser considerados como “experiencias dignas de ser emuladas” y
“ejemplos de acción revolucionaria”. La realidad, fuera de las hagiografías, es
que se trató de un período en el que el neo–fascismo entró en la una fase de
dificultades insuperables.
- Antes, entre 1945 y 1965 el universo neo–fascista había perdido la iniciativa estratégica: ya no era capaz de elaborar una estrategia eficiente que marcara la ruta para la conquista de los objetivos políticos.
- A partir de 1965, además, es ganado por estrategias y temáticas que no tienen nada que ver con sus orígenes históricos ni con su identidad política, sino más bien con tradiciones políticas opuestas.
Varios grupos neofascistas europeos
asumieron tesis, formas y expresividad propias de la extrema–izquierda, tratado
de crear un nuevo espacio político no situado a la derecha de la derecha, ni en
la extrema–derecha, ni más allá de la derecha–nacional, sino en un espacio que
podría definirse como “ni de derechas, ni de izquierdas, pero son simpatías
hacia los mitos de la extrema–izquierda”. Detrás de este rasgo característico
existe cierta fascinación por la “nueva izquierda”, la búsqueda sincera de un
nuevo espacio político, la creencia que, de ahí, podían salir apoyos, ayudas,
simpatías y militantes y, finalmente, que sería más eficiente una lucha desde
ese espacio nuevo que el que se había elegido en el período anterior (1945–1962).
Además, algunos sectores neo–fascistas
optaron por basar esta transformación en un “modelo histórico”: el aportado por
la “izquierda fascista” europeo anterior a 1939 (Otto Strasser y su “frente
negro”, algunos sectores de la “revolución conservadora”, el “fascismo
revolucionario” italiano, las ideas de Georges Valois y de la última etapa de
su Faisceau, esto es de los Fascios de Acción Revolucionario, etc). Y volvió a
ocurrir lo que ya había ocurrido en el período histórico: que esos intentos,
jamás lograron cristalizar en verdaderos movimientos de masas, jamás
consiguieron arrancar a militantes de izquierda de su “zona de confort” y
llevarlos a la “izquierda fascista” y, que, finalmente, se extinguieron sin
pena ni gloria.
Es significativo que, en 1962, el propio
Otto Strasser, que había fundado en 1956 la Deutsch–Soziale Unión con los
mismos ideales con los que había sido expulsado del NSDAP en 1930, decidiera
disolver esta organización en la conferencia de Butzbach celebrada el 25 de
mayo de 1962. Cuatro años antes, en su única incursión electoral en el Lander
de Renania del Norte–Westfalia, apenas había obtenido 540 votos, siendo la
única vez que pudo presentar una lista electoral[2].
Como veremos, tres años después del reconocimiento de este fracaso, es cuando
esa misma orientación se difunde en Europa Occidental como veremos a lo largo
de este estudio. Se da, por tanto, la contradicción, de que la “estrategia de
asimilación”, el “seguidismo hacia la extrema–izquierda”, el “neo–fascismo de
izquierdas” o el “adaptacionismo revolucionario” que, termina ganado a algunas
remas del neo–fascismo se adopta cuando ya ha demostrado su fracaso histórico
en los años 30 y cuando Otto Strasser, icono de esta corriente, cesa en su
actividad, reconocimiento implícitamente su fracaso. Un fracaso que el neo–fascismo,
lejos de reconocer, reproduce e incluso intenta –como veremos– llevarlo más
lejos.
La tesis que sostenemos, por tanto, es que
durante el período que estudiamos (1961–1973), al constatar el fracaso, la
inviabilidad, la inadaptación o la lentitud de las fórmulas de lucha política
ensayadas en la postguerra, los neo–fascistas empezaron a buscar nuevas
alternativas estratégicas. Todas ellas fracasaron, pero la mitificación
posterior, la ausencia de autocrítica sistemática, convirtieron tales fracasos
en “episodios memorables” y a sus responsables en “brillantes doctrinarios”, lo
que ha facilitado el que generaciones posteriores de militantes reprodujeran
los mismos esquemas, una y otra vez, volvieran a intentarse, con el efecto que
cabía esperar y que, de hecho, ya habían demostrado su inoperancia en los años
50–60 y en el período histórico: nunca existió como fenómeno político un
“fascismo inmenso y rojo”. Existió solamente como abstracción, impotencia y
declamación grandilocuente y arrebatada, imposible de traducir a estrategias
asumibles por sectores de la sociedad, aunque sus impulsores, sobre el papel,
se convencieran de lo contrario.
Se olvidaba que “ser revolucionario” no es
repetir más veces en menos tiempo las palabras fetiche (“revolución”,
“liberación”, “antiimperialismo”, etc), sino hacer avanzar el propio proyecto
político hacia la conquista de sus objetivos finales. Habitualmente, estas
formaciones desembocaron en “paradojas” de las que sus impulsores se sentían
orgullosos al “romper los esquemas” y no actuar como, generalmente, se creía
que iba a actuar un movimiento neo–fascista. Eso les permitió llamar la atención
brevemente en algunos medios de prensa, pero también, aceleró en la práctica su
desintegración, al forzarles, cada vez más a asumir elementos de otras
tradiciones políticas.
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El autor de estas líneas, conoció el
ambiente neo–fascista a partir de febrero de 1968 y estuvo en contacto con
experiencias europeas e iberoamericanas desde ese mismo momento (con la
fracción nacionalista–revolucionaria de la Tacuara argentina, con los núcleos
que dieron vida a Lotta di Popolo y a Lutte du Peuple en Francia, con
disidentes “por la izquierda” del NPD, con antiguo miembros de Giovane Europa y
del Movimento Studentesco Europeo, etc.). Con la perspectiva que da el tiempo, hemos
intentado en estas páginas realizar un esfuerzo crítico y entender qué ocurrió
y porqué se dilapidó tanta energía.
[1] El único intento real de “comprensión” de la
modernidad lo realizó Julius Evola y la diferencia entre sus obras escritas en
aquella época (en 1951, Los hombres y las ruinas, y en 1961 Cabalgar
el Tigre) denotan la riqueza y profundidad de los cambios que se estaban
sucediendo atropelladamente. Evola, en el primer libro, marca la línea política
de una “derecha nacional y tradicional”. Diez años después, rectifica lo
esencial de Los hombres y las ruinas y sostiene que ya nada puede hacerse para
evitar la decadencia, tan solo entenderla y refugiarse en la propia
interioridad. Sin embargo, el problema del pensamiento evoliano es que Los
hombres y las ruinas siguió influyendo en las opciones de derecha nacional,
mientras que Cabalgar el Tigre, fue la lectura de una minoría que, o
bien no la interpretó correctamente, o bien no la asumió. También fue visible
que, cuando un grupo, más o menos coherente, de militantes neo-fascistas
asumieron las tesis de Cabalgar el Tigre a finales de los 70, algunos de
los fenómenos sobre los que Evola había llamado la atención (hipismo,
revolución sexual, existencialismo, etc.) ya habían quedado atrás por un
fenómeno que solamente dos décadas después empezó a llamarse “aceleración de la
historia”.
[2] Un sector de la DSU optó por constituir la Unabhängige Arbeiter-Partei (Partido de los Trabajadores Independientes, UAP) haciendo referencia a las ideas de los hermanos Strasser. La AUP, se convirtió en los años 70 en una especie de “refugio momentáneo” para escindidos del NDP. Su mejor resultado electoral tuvo lugar en las elecciones de 1969, obteniendo en las elecciones federales apenas 3.959 votos y su última intervención electoral en Renania del Norte-Westfalia en 2010 con 108 votos. El 1 de noviembre de 2014 el partido optó por disolverse. También en este caso se cumplió la norma de que, el planteamiento de “izquierda nacional” no consiguió atraer a nuevos militantes procedentes de la izquierda, pero sí facilitó en tránsito de algunos cuadros a esa misma izquierda (o a Los Verdes).
