1. LA CONSTATACION DE UN FRACASO
Durante los últimos cuatro años, el mundo ha constatado un fracaso tanto en el orden internacional, como en el económico, como en el social. Es el fracaso del “ultraprogresismo”, paralelo a la “globalización”: el deseo de ampliar las medidas de “ingeniería social”, contra viento y marea, de forma dogmática y sin reconocer que estaban resultando un fracaso absoluto y los hechos han demostrado la imposibilidad de existencia de un mercado único mundial. De locuras como estas había surgido el programa de la Agenda 2030. Eran los restos del “viejo orden”, lo que quedaba del viejo “progresismo” del siglo XX. Hoy estamos asistiendo a su agonía. Y luchará hasta el final para resistir a su entierro definitivo. Pero si el “ultraprogresismo” empieza a ser cosa del pasado, para las próximas décadas el frente de batalla que se diseña será entre “transhumanismo” y “Arqueofuturismo”. En esta serie de artículos pretendemos explicar lo que implica este fracaso y cómo insertar lo que está naciendo, dentro de una “interpretación tradicional”, y los problemas del “tiempo nuevo”
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Se había olvidado que todo poder solamente puede asentarse sobre elementos “objetivos” y que demuestre unos niveles mínimos de eficiencia en la gestión. Un “poder” no puede cimentarse solo en metas irrealizables, sino absurdas (Agenda 2030), en ideales utópicos finalistas (paz mundial, armonía universal, igualdad absoluta), en miserias ideológicas dictadas por anormales (“wokismo”, “estudios de género”, “corrección política”, “ningún ser humano es ilegal”), que, una vez aplicados, generan más problemas que soluciones. En realidad, si nos atenemos a los resultados de todas esas políticas aplicadas en los últimos cuatro años y que llevan más de una década agitadas por el ultraprogresismo, vemos que, hoy el mundo y sus sociedades están mucho peor que cuando se implementaron y ese empeoramiento es causa directa de su aplicación. Ha sido frecuente que, en ese tiempo, el “poder político” alegara que todo iba bien, que caminábamos hacia los objetivos de la Agenda 2030 “con seguridad y progresos continuos", que se "avanzaba" y se "progresaba". Y el ciudadano, lo que veía era justo lo contrario: más presión fiscal, una sociedad cada vez más caótica, culturalmente empobrecida, con las disfunciones generadas por la inmigración masiva y los transvases de población de sur a norte, menos capacidad adquisitiva, mayores niveles de corrupción, caída en picado de la natalidad, todo ello en una sociedad que ha renunciado a los “valores” y que, por tanto, es inviable.
Poco importaba que, quien quisiera ver la realidad de manera objetiva, quedase impresionado por la constatación de que todo estaba yendo de forma muy visible a peor y que el resultado era la formación de sociedades cada vez más débiles en todos los terrenos: en el de la política, en el de los planes de estudios, en el de la moral pública, en la calidad de la clase política, en el orden social cada vez más turbulento y brutalizado. Y lo que peor: los estudios de prospectiva más objetivos indicaban que todo iría empeorando en los próximos años.
Lo cierto es que ya hoy nadie puede negar que cada vez más personas precisan asistencia psicológica (en España, en 2050, el 50% de la población precisará asistencia psicológica y ya hoy, el 35% de la población de entre 15 y 35 años, la precisa), cada vez hay menos nacimientos y aparecen más “manías sociales”, cada vez asistimos a una brutalización creciente de nuestras sociedades, el trabajo no permite vivir una existencia digna y plena a la mayor parte de las poblaciones, el multiculturalismo obligado y el mestizaje culturas han terminado siendo el talón de Aquiles de las sociedades occidentales: los recién llegados no se adaptan y crean muchos problemas, ocultados pero irresolubles de orden público, de convivencia, de identidad, las bolsas de personas que viven del Estado y reciben subsidios no contributivos aumenta de forma desmesurada y, paralelamente, la muerte de las ideologías, ha generado una nueva generación de políticos preocupados solamente por sus propios intereses de casta, la cleptocracia ha sustituido a la democracia, como ésta había sido sustituida por la partidocracia en la anterior fase de degeneración. La deuda de los Estados resulta impagable y tiende a aumentar cada día. Las rentas no procedentes del trabajo, la especulación, los grandes negocios realizados a la sombra del Estado y de sus atajos y las incontables corruptelas, gravan la economía de las naciones. Negar todo esto, es negar lo que cada vez es más visible para un número creciente de electores.
“Hacer política” se ha convertido en sinónimo de amiguismo, corruptelas, nepotismo y latrocinios, decididamente una de las tareas más innobles a las que puede aspirar el ser humano, tan indigna como la “trata de blancas” o el tráfico de drogas. El desprestigio de las clases políticas ha hecho que se produjera una selección a la inversa: los gestores mejor preparados, los individuos con moral y conciencia han huido del escenario político, mientras que los más incapaces, los ambiciosos sin creatividad ni límites a sus ambiciones, incluso, como en el caso español o el canadiense, verdaderos psicópatas integrados, han ocupado su lugar. Y es que el psicópata integrado es el político que puede descollar mejor en tal situación: no tiene miedo a mentir, no duda en crear “ministerios de la verdad”, en retorcer las leyes, en engañar a las masas, todo ello para seguir indemne en el poder y poder expoliar mejor a la ciudadanía. Para el político al uso solamente existe en “aquí y el ahora”, hecho -como decía Víctor de Aldama, junto con Sánchez, uno de los arquetipos del momento presente- de “casinos, putas y drogas”. El mañana ni les importa, ni es algo que les quite el sueño.
Luego está la figura del “intermediario”, del especulador, del negociante especializado en comprar barato y vender caro, en amasar fortunas como contratista del Estado, que aspira, no a gobernar, sino a que otros gobiernen para él y para él. Durante la administración Biden, hemos visto como un anciano decrépito y con lagunas en el cerebro, accedía a la campaña electoral de los EEUU en 2019 (se suele olvidar que ya en esa época, eran frecuentes los lapsus en los que el candidato mostraba un comportamiento errático que dejaba intuir, muy a las claras, su enfermedad), se convirtió luego en presidente (en unas elecciones en las que no faltaron graves denuncias de fraude y que gran parte de la opinión pública no aceptó, evidenciando su protesta en el asalto espontáneo al Capitolio de los EEUU), un presidente que vino flanqueado por Kamala Harris, sin apenas historia política, ni relevancia, pero que estaba destinada a sustituir al presidente en cuanto este diera muestras de incapacidad manifiesta e indudable ante toda la nación. Pero Kamala Harris es, mujer y mestiza, las dos exigencias que imponía el eje wokismo-corrección política-LGTBIQ+, pronto se convirtió en la persona peor valorada de la administración Biden y solamente después de que éste mostrara su incapacidad en un patético debate con Trump ante las cámaras de TV que fueron incapaces ocultar el desbaratamiento mental del presidente, fue nombrada -a falta de cualquier otro candidato- para enfrentarse a Trump. Lo más sorprendente de este episodio es que, desde junio de 2024, Biden siguió siendo presidente de los EEUU a pesar de que todos pudieron ver que no estaba en condiciones de ser candidato y ni siquiera se le abrió un empeachment para sustituirlo en los siete meses que le quedaban como presidente del país más poderoso del mundo, con el peligro que conlleva el dejar en el cargo a un incapacitado mental. Kamala Harris fue derrotada clamorosamente por un candidato que había aprendido las marrullerías del Partido Demócrata, los ejes básicos del fraude electoral, evidenciados en 2020 y ésta vez no estaba dispuesto a dejarse derrotar. La amplitud de la victoria de Trump dio la razón a los que pensamos que en 2020 sí podía haberse dado un alto grado de fraude electoral, lo que explicó la ira de sus partidarios.
Desde la derrota de Trump en 2020, la administración demócrata no ha hecho otra cosa que tratar de inhabilitarlo para que pudiera presentarse de nuevo como candidato: primero acusándole de haber organizado la toma del Capitolio, luego la acusación varió, siendo acusado de haberse llevado papeles confidenciales de la Casa Blanca y, finalmente, del pago de un chantaje a una prostituta. Dado que todas estas iniciativas judiciales fracasaron, el “stablishment” recurrió a su segunda arma “infalible”: el atentado realizado por el habitual “lobo solitario”, tan habitual en la historia de los EEUU. En tres ocasiones, durante la campaña electoral se produjeron intentos de atentado, para llegarse, finalmente a las elecciones que dieron un total de 226 votos electoral para Kamala Harris y 312 para Donald Trump.
Vale la pena preguntarse qué había ocurrido en los cuatro años de gobierno de Biden:
1) Biden había demostrado ser un presidente débil y enfermo, sin restos de la energía, la fuerza y la personalidad que tuvo en su madurez, un títere de los centros de poder que le llevaron a la Casa Blanca y a los que dejó hacer: especialmente el complejo militar-industrial y del poder financiero.
2) Este complejo militar-industrial necesitaba una guerra y llevó a Ucrania al matadero creando una situación en la que Vladimir Putin reaccionó tal como previeron y tal como la lógica política exigía: a la provocadora propuesta de que Ucrania entrase en la OTAN y colocara misiles a 20 minutos de Moscú, la respuesta fue destruir al régimen ucraniano, lo suficientemente ignorante e ingenuo como para pensar que la OTAN le “protegería”.
3) La consecuencia de este conflicto fue la alineación de los Estados en dos bloques: o a favor de Ucrania y, por tanto, del complejo-militar-industrial promotor del conflicto, con la UE (la más expuesta a una reacción rusa desmesurada) a remolque, o bien a favor de Rusia y, por tanto, de un orden mundial multipolar, con los países BRICS como apoyo. Las sanciones impuestas por la UE a Rusia, tuvieron como efecto secundario, marcar el principio del fin de la globalización. El mundo, desde entonces e irremisiblemente, dejó de ser un mercado global.
4) Los años de Biden fueron “los años del wokismo” y de la exaltación LGBTIQ+ como única teoría admisible para interpretar la sexualidad. La cultura de la cancelación, del “todo vale y todo merece el mismo respeto”, la “cultura de las 37 formas de identidad sexual” y del camino abierto hacia la pederastia que en Hollywood ya se había convertido en una norma casi de obligado cumplimiento.
5) En política exterior, la UE se había convertido en el único aliado importante de Biden, además de Israel. El resto del mundo ha mirado con desconfianza creciente a la administración Biden. A la OTAN no le ha ido mucho mejor: la ampliación a países antes neutralistas o con poco valor militar y estratégico, lejos de fortalecer a la Alianza, ha ampliado el nivel de discusión interior y la disparidad de puntos de vista, ralentizar la toma de decisiones y, en definitiva, operar el efecto contrario al que se pretendía, sin olvidar la defección, en la práctica, de Turquía, hoy completamente desinteresada de la OTAN al no poder entrar en la UE.
Desde el comienzo algunos sectores “influyentes” percibieron que este panorama era el precedente de una catástrofe. Sociedades, en las que la educación ha quebrado o se ha hecho imposible (bien por los trasvases masivos de población, bien por las teorías educativas “progresistas”, bien por los condicionantes del wokismo y los “estudios de género”, o por una sinergia de todo esos factores), el tema del “cambio climático generado por el hombre”, el dogma de la “huella de carbono”, el fanatismo y la falta de previsión y realismo en la implantación de las “energías limpias”, la aplicación de la Agenda 2030, etc., dieron la sensación - todos los que quisieran verlo por sí mismos y no se fiasen de los medios de comunicación oficialistas, al servicio de los gobiernos, o bien de las grandes concentraciones de capital especulativo- de que la Humanidad -y, especialmente Occidente- se estaba precipitando por un precipicio. El mundo de 2024, no solamente no era “mejor” que el de 2020, sino que, a medida que se iban imponiendo los tópicos pro-inmigracionistas, pro-woke, pro-estudios de género, pro-corrección política, todo se iba haciendo cada vez más oscuro, más caótico y sobre todo más irracional y crecientemente brutalizado.
Era hora de dar un enérgico frenazo, desandar lo andado y partir para el futuro desde bases más sólidas. Solamente un psicópata, interesado en obtener algún beneficio o un perfecto imbécil podía negar esta descripción de la realidad. El hecho de que sectores cada vez más amplios de la sociedad mostraran su rechazo, votando a opciones “rupturistas” con este pasado (eso que algunos llaman “populismos”, otros como el psicópata ignorante de la Moncloa “retorno del fascismo” y otros “extrema-derecha”) es significativo de un estado de ánimo: contra el “viejo orden” que nos ha llevado por ese camino y que, visto su fracaso, se niega a rectificar, incluso ante problemas que podrían resolverse fácilmente. Poco a poco, en Iberoamérica y en Europa han ido avanzando estas opciones que están gestionando el poder en cada vez más Estados, sin que se hayan registrado “regresiones en las libertades”, “reformas antidemocráticas” o, simplemente, “recorte de libertades”: están presentes en Europa Central, en Italia, en Holanda, como segundos partidos -por el momento- en Francia y Alemania, creciendo en el Reino Unido, y, desde hace cinco años en El Salvador y desde hace uno en Argentina e irradian a todo el subcontinente. Pero todo esto parece poco en comparación con el retorno de Donald Trump al poder en EEUU. No vamos, ni a mitificar la figura de Trump -un conservador típicamente norteamericano surgido del mundo de los negocios-, ni a elogiar su figura: vamos, eso sí, a interpretar sus posiciones y a explicar lo que implica su llegada al gobierno por segunda vez y como ha logrado el apoyo de Sillicon Valley.
Y esto nos sitúa en el aquí y el ahora. En el auténtico “año cero” de la modernidad. Porque ahora es cuando empieza, de verdad, el Tercer Milenio. Decir que el primer cuarto de siglo ha sido solamente un rescoldo del “viejo orden” puede parecer excesivo. Pero es así. Estos veinticinco años, han sido los últimos en los que la Tercera Revolución Industrial era hegemónica, el tiempo de los Warren Buffet y de los Bill Gates, de los Larry Fink (Black Rock) y de los Klaus Schwab (Foro de Davos), de los George Soros (Quantum Fund y Open Society) y de los demás profesionales de la especulación. Ahora estamos entrando en el “tiempo nuevo”: el que corresponde a la Cuarta Revolución Industrial, ahora lo suficientemente fuerte como imponer otros modelos políticos, de vida y de organización. Podemos prever que la dialéctica de las contradicciones se desplazará en las próximas décadas desde el "progresismo - conservadurismo" al "transhumanismo - arqueofuturismo".
Y vamos a tratar de demostrarlo.