martes, 22 de agosto de 2023

3. LA DECADENCIA COMO SENTIDO DE LA HISTORIA MODERNA Y LA BRUTALIZACIÓN DE LAS MASAS COMO FORMA DE MANIFESTARSE

Lo fundamental para vivir en el siglo XXI consiste en entender su carácter y su naturaleza. Y, sobre esto, no vale la pena hacerse ilusiones. Mirando a nuestro alrededor se percibe con claridad meridiana que vivimos una época de decadencia. Fijar esta idea en la mente es fundamental para entender e interpretar el presente, rechazando la “pastilla azul”, propia de la ignorancia satisfecha.

No creo que haya mucha gente inteligente, en los tiempos que corremos que tenga el valor y/o la inconsciencia de ver nuestro tiempo como época de “progreso”. Lo más habitual es encontrarse con personas que comentan que, en efecto, algunas cosas van mal, muy mal (la delincuencia, la inmigración masiva, la ideología woke, la violencia, la creciente falta de educación cívica, el egoísmo extremo, etc, etc), pero, junto a esto, ven elementos para ser optimistas (cada día aparece un fármaco nuevo que remedia algún mal, los productos electrónicos de consumo lanzados al mercado son cada vez más sofisticados, las perspectivas científicas que se abren en los próximos años van a ser espectaculares, se está erradicando el hambre en el Tercer Mundo, somos solidarios, etc.).

Así pues, toda la cuestión que se plantea a muchas personas conscientes, responsables y ecuánimes, consiste en no dejarse impresionar por los aspectos negativos de la modernidad, y confiar en que puedan ser resueltos en los próximos años, gracias a medidas gubernamentales adecuadas. Esta es seguramente, la forma más extendida de ver las cosas. Y, también la más errónea.

La decadencia, cuando aparece en una sociedad, opera como un agujero negro: poco a poco, va atrayendo hacia su vórtice a cada vez más elementos, hasta que finalmente, ninguno consigue zafarse del proceso de degradación y termina entrando en el agujero negro que, al crecer más y más, hace que todo gire en torno suyo. Pondré varios ejemplos:

Nada como la telefonía móvil, un sueño hace solo 20 años; sin embargo, esta maravilla de la ciencia moderna es hoy el principal vehículo de alienación de masas. La “vida”, hoy, solamente puede ser definida como el espacio que media cuando no estamos pendientes de una terminal informática, cuando prescindimos del móvil, cuando no estamos dando cuenta de lo guay que es nuestra vida a través de una docena de redes sociales. Si consideramos “vida” a estar constantemente observando el móvil, el paso siguiente es trasladar nuestras vidas al entorno virtual, algo que el Metaverso está en trance de conseguir a la vuelta de cinco años, en realidad, nos estamos alejando de la “vida real” y sumergiéndonos en la “vida virtual”, esto es, en la “no-vida”.

De hecho, una “realidad virtual” construida por nosotros y a nuestra medida, es mucho más satisfactoria que la versión “mejorada” de nuestra vida que damos en redes sociales. Y, sin embargo, ¡qué gran logro técnico las redes 5G! El problema es que, cuando ha aparecido, el proceso de decadencia social de la humanidad estaba muy avanzado y, por tanto, lejos de ser mayoritariamente utilizado como un instrumento de enriquecimiento personal, se ha transformado en vehículo de alienación y la cobertura más drástica al nihilismo contemporáneo: no se aspira a cubrir tal o cual vacío en nuestras vidas, sino que se construye un mundo virtual en el que nos sintamos plenos, felices e integrados. Es una sobredosis de “pastilla azul” lo que asumimos.

Otro ejemplo. Hemos construido un mundo sin fronteras, en el que un “derecho humano” fundamental consiste en elegir dónde queremos vivir y que, por supuesto, no está relacionado con nuestra tierra natral, sino con aquella en la que existen, aparentemente, mejores condiciones de vida. Gracias a la ONU y gracias a los distintos programas de este organismo y de la UNESCO, en tanto que “ciudadanos del mundo”, podemos instalarnos en donde nos apetezca. Maravilloso ¿no? Sin embargo, cuando viajo a Canadá o a Australia, con un pasaporte de la Unión Europea, me piden que lleve dinero en efectivo suficiente para sufragar mis gastos, seguro médico privado, billete de retorno a mi país de origen, que facilite la dirección de dónde voy a vivir y que al cabo de 90 días (o de 180) retorne, o de lo contrario, detención, cárcel y expulsión con prohibición de retornar al país. Pero eso solo es válido para europeos y solo es respetado por europeos. Parece complicado explicar cómo Canadá es uno de los destinos prioritarios de la inmigración marroquí… salvo por el hecho de que para ellos rige otra normal muy diferente a la nuestra. Un inmigrante de cualquier país africano que pisa tierra europea es, por ese mismo hecho, inexpulsable. Le basta con rellenar una instancia en la que se declare “refugiado político”… incluso en países con los que la UE mantiene buenas relaciones. El resultado es que, grupos sociales con valor suficiente como para venir a Europa, tratar con mafias de la inmigración y pagar cantidades que, incluso no estarían al alcance de un trabajador español de sueldo medio (hoy el sueldo medio en España es de 1.200 euros/mes y el cruce del Estrecho o el pasaje en patera hasta Canarias está en 1.800 euros… a partir de lo cual el Estado Español paga cualquier gasto adicional: vestimenta, alimentación, comunicación, residencia, etc, etc). Lo que, en principio, era un derecho humano atractivo, se ha convertido en un foco de desestabilización de pueblos, países y regiones enteras

Otro ejemplo más. Retornamos a la tecnología. Internet garantiza el tránsito libre de información de un lugar a otro del planeta. El monopolio de la comunicación ha sido arrebatado a los grandes consorcios mediáticos. Hoy, cualquiera puede tener acceso libre a la información que desee… ¡con permiso de Google! ¡observado, seguido y “buitreado” por millones de programas espía, de bots que siguen todos nuestros movimientos, recopilan datos sobre nuestra vida y los comercializan. La intimidad y la privacidad son prácticamente imposibles en la red. La red nos conoce mejor que nosotros mismos. Pero, ese no es todo el problema: el volumen de información a nuestro alcance es tal que no podemos estar seguros de la veracidad de nada de lo que leemos cada día. Google realiza un primer tamizado: todo lo que interesa a Google lo difunde, todo aquello que puede ser considerado, por algún motivo, como lesivo para sus propios accionistas, para la corrección política o para la mitología contemporánea, lo desecha y resulta prácticamente imposible llegar hasta ello. En la era de la hiperinformación la mayor paradoja es que nadie ha estado tan desinformado como el actual usuario de la red. El exceso de información, mata a la información. Los “verificadores” que aparecieron durante la pandemia pronto quedaron desenmascarados como nuevos censores al servicio de la “corrección política” y de los intereses de las multinacionales de farmacia.

Un último ejemplo. Vivimos una época extraña en la que las religiones tradicionales o sufren un descrédito (el catolicismo) o bien se han visto adulteradas (budismo, zen, sufismo) por “predicadores” (en realidad, vendedores de cursos) que, en sus países de origen, no pasaban de ser charlatanes con una exclusiva audiencia turística, a ser gurús venerados, santones a 500 euros en cursillo, chamanes infalibles o babalaos que reclaman dignidad y respeto que, en otro tiempo, fueron propias purpurados… El impulso religioso que siempre ha acompañado a la naturaleza humana (que percibía que en sí misma, existía algo que trascendía a lo biológico) se ha convertido en supersticiones, ritualismos desprovistos de sentido y de efectividad, cumpliéndose lo augurado por Spengler hace exactamente 100 años: la caída de la religión tradicional, no abre períodos de racionalidad, sino que instala en el imaginario popular las supersticiones más absurdas. La última, la que se promociona más en estos momentos a partir de EEUU es la existencia de vida extraterrestre. Ya no se alza la mirada a los cielos para contemplar la grandeza del Universo, sino para tratar de ser los primeros en saludar al primer hombrecillo verde que venga a graduarse la vista en Carglass. La nómina de las seudo-religiones, llamadas eufemísticamente “nuevas religiones”, es infinita. Existe “libertad religiosa”, existe la racionalidad, se reconoce que cualquier culto por excéntrico, absurdo y alienante que sea, tiene derecho a la existencia, ¿por qué no? Basta leer el Aso de Oro de Apuleyo, escrito en la segunda mitad del siglo II de nuestra era, para ver que la decadencia en este terreno no tenía límites: “Entonces yo, tembloroso, saltándome el corazón con pulsaciones aceleradas, tomé con ávida boca la corona resplandeciente, tejida de rosas delicadas, y la devoré ansioso de conseguir lo prometido. No me engañó la promesa celestial: seguidamente desapareció mi aspecto deforme de asno”.

Estos ejemplos permiten hacernos una idea de que aspectos, incuestionablemente, positivos en un primer momento, al aplicarse en el seno de una civilización que ha entrado en un proceso de decadencia, se convierten en factores inmediatamente acelerantes y coadyuvantes de esa decadencia: el agujero negro siempre crece más, nunca deja de atrapar todo lo que nace en su periferia. Es una ley física que se conoce desde hace algo más de 100 años y de la que no se salva absolutamente nada.

Ahora bien, ¿por qué se produce la decadencia? ¿Cómo se inicia?

Cuando se admite que la historia no es lineal y que la flecha del “progreso” no es una curva asindótica ascendente, sino que se ve como una sucesión de ciclos y de fases, ascendentes y descendentes, todo empieza a tener sentido. Todo lo que es humano está sometido a la ley de las dualidades: cualquier elemento positivo, tiene otro, negativo, como contrapartida. Solamente, lo Absoluto, escapa de las dualidades y, por tanto, de la decadencia.

En una fase “ascendente”, cuando adelanto técnico se integra en un modelo que tiende “hacia lo alto”, es decir, a encontrar un sentido a la vida humana y una vía de perfección. Por que la vida solamente puede ser un camino de perfección, o, de lo contrario, solo cabe considerarla como valle de lágrimas en el que el hedonismo de hoy se convierte en doloroso cuando ya no se puede ejercer. Pero, en una fase “descendente”, todo tiende a materializarse, a medirse en términos de rentabilidad, a someterse a métricas y a consideraciones de utilidad personal. Desde los años 80 se viene observando un repliegue hacia lo personal que hoy llega al límite: “lo que es bueno para mí es lo que debo hacer, aunque cause problemas a todos los demás”.  Esta es la normal moral más extendida en la modernidad, desde el presidente del gobierno hasta el último chulo de piscina. Tal es el camino que conduce hacia el salvajismo y al actual proceso de brutalización de las sociedades.

El salvaje es aquel que no reconoce otra norma que la dictada por él mismo, útil y beneficiosa para sí mismo. No es algo nuevo: siempre ha existido esta construcción mental en algunas personalidades enfermas o con la psique deformada. La diferencia es que, en otro tiempo, mediante la educación, se conseguía -o se trataba, al menos- de que esas personas rectificaran sus comportamientos o, al menos, fueran objeto de censura general hasta que desistieran de los mismos. Hoy, sin embargo, esos comportamientos, en tanto que mayoritarios resultan imposibles de corregir e, incluso, de afrontar. A fin de cuentas, intentar rectificar esos comportamientos, supone una vulneración de la sacrosanta “libertad personal” y ésta ya no tiene ningún tipo de límite.

La decadencia, por tanto, se inicia, cuando se diluye la moral de una comunidad; se va acelerando cada vez más, arrastra cualquier actividad, por genial, constructiva o ilusionante que pueda ser. No importa dónde aparezca ni en que área de actividad humana: si aparece en un momento de decadencia, pronto será tiznada por esa misma decadencia. Pienso ahora en aquel cormorán que durante la Guerra de Kuwait fue fotografiado envuelto en petróleo y agonizando. Reconozco que he perdido mucho tiempo observando el vuelo de cormoranes en el Caribe. Me fascina ver como pican sobre el mar a una velocidad endiablada y remontan el vuelo con un pez agitándose en su pico. La más noble muestra de progreso técnico o científico en nuestra época, me recuerda a un cormorán que intentara lanzarse sobre una charca de hidrocarburo. Imposible remontar el vuelo, imposible sobrevivir, imposible pescar nada tras chocar con la negrura oleosa y pegajosa de la charca.

¿Cuál es el límite a la decadencia? Es frecuente que siempre, cuando se suscita esta cuestión en una conversación, alguien responda: “¿Decadencia? Sí, existe, pero cuando se toque fondo, se empezará a remontar”. Error. Esto no es psicología conductista que estima -con razón- que cuando una depresión toca fondo, solamente queda esperar que, con el tiempo, mejore espontáneamente o con poca ayuda. La decadencia, llega para quedarse. Si algo toca fondo, las posibilidades son dos: o bien se sigue arrastrando por el fondo, o bien su peso y su densidad, hacen que aún se hunda más.

Los procesos de “recuperación” de la decadencia, nunca son espontáneos ni están sometidos a leyes mecanicistas. Se sale de la decadencia, porque aparece un tipo de hombre nuevo decidido a combatir la decadencia, no solo por afán de supervivencia, sino por la sensación de que hace falta restablecer la idea de Orden.

Cuando se habla de “Orden”, con mayúscula, obviamente, no aludimos al “orden público” o a una necesidad de “control social”, sino a un principio de estabilidad que debe, ante todo, estar presente en aquellos que reaccionan contra la decadencia. Difícilmente triunfaría una “opción de Orden” guiada por individuos turbulentos y descontrolados.

Es obligado pensar que “el Orden nace de la Orden”, es decir, que para que exista un movimiento de recuperación que conduzca a los pueblos del caos al Orden, deben de existir, en primer lugar, individuos que hayan reconstruido en su interior ese “Orden”: capaces de haber dejado atrás el nihilismo, autónomos, serenos, estables, visiblemente superiores al resto de la humanidad, capaces de imponer su Autoridad por su mera presencia, de portar y vivir en sí mismos, los valores que proclaman: orden, autoridad, jerarquía, tradición, perfección, espíritu, responsabilidad, disciplina, entrega, sacrificio. Con la mirada de las águilas en sus ojos y una determinación a llevar a cabo la única revolución necesario hoy en día que, nunca mejor dicho, consistirá en “tender rieles de acero sobre ríos de sangre”. Esos hombres, inicialmente individualidades, tenderán a agruparse en la estructura organizativa de una Orden. Sin Orden no hay posibilidades de luchar contra la decadencia. Pero una Orden solamente puede actuar como tal, si está constituida por hombres que sean portadores, en sí mismos, de Orden.

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Estas reflexiones que parten de elementos muy distintos presentes en la actualidad que vivimos cada día en nuestro país, nos han llevado a cuestiones mucho más amplias. El tránsito de “lo particular a lo global” es condición sine qua non para la transmisión de ideas. En estas tres entregas hemos pasado repaso a crímenes horrendos, a interpretaciones sesgadas de los procesos de brutalización y salvajismo que se han instalado en nuestra sociedad. Hemos mencionado lo irreversible de tales procesos, especialmente, cuando los grandes canales de comunicación, los niegan, o sugieren señuelos equívocos mediante informaciones sesgadas. Lo hemos hecho viendo algunos ejemplos, para finalmente determinar que el común denominador de todos estos procesos, es la DECADENCIA. Hemos definido lo que es decadencia, lo que implica y visto como todo lo que aparece en un momento de cadencia, se ve ganado por ella y se convierte en un nuevo factor de aceleración de esa decadencia. Hemos establecido, que el punto de arranque de toda decadencia es la pérdida de una regla moral y su sustitución por mitos e imágenes sugerentes y, hemos llamado a todo ello, como decía Evola, como formas de “coberturas al nihilismo”. Así mismo, en los últimos párrafos hemos conjeturado que solamente una Orden, estructura organizativa, formada por una élite en cuyo interior ya esté instalado ese Orden que se propone para la sociedad, será eficiente para iniciar un nuevo ciclo de civilización. Porque, no nos engañemos, ni queramos alumbrar falsas esperanzas o esperanzas infundadas por irrealizables: éste, el nuestro, está acabado y, aunque “no sabemos ni el día ni la hora”, todo induce a pensar que hay que actuar, prever y pensar, en función de esa convicción. Ya que resulta imposible detener el curso de la decadencia, preparémonos, al menos, para afrontar el día después, o para facilitar el nacimiento de una generación preparada para ese momento.