viernes, 20 de mayo de 2022

CRÓNICAS DESDE MI RETRETE: EL MITO DE LA “ECONOMIA COLABORATIVA”

En 2016 Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial lanzó, en su libro sobre La Cuarta Revolución Industrial, la idea de “economía colaborativa”. Desde entonces, todos aquellos -y no son pocos- que quieren congraciarse con las ideas que “mueven la modernidad”, repitieron la temática como papagayos. Si lo decía Schwab –“un hombre que sabe”- es que debería ser cierto. La idea de Schwab es que la “cuarta revolución industrial” modificará, también, la idea de “propiedad”. Ya no buscaremos ser dueños de tal o cual bien u objeto de consumo, sino que estaremos dispuestos a compartirlo con otros, dado que no lo necesitaremos continuamente. Además, todo lo incluido en este concepto de “economía colaborativa” implica la aparición de “nuevos modelos de negocio”.

A fuerza de repetir estas ideas una y otra vez, incluso miles de veces, y por “líderes” de los más diversos sectores sociales, el concepto ha terminado de calar y parece, incluso auténtico, veraz y actualmente aplicable. Se dice, por ejemplo, que Uber, la mayor empresa de taxis, no tiene un solo taxi en propiedad. O que Facebook, la mayor red social que difunde contenidos, no ofrece por sí misma ningún contenido. Se recuerda que AirBNB, la mayor empresa de alojamientos, no tiene un solo piso en propiedad en lugar alguno del mundo. De lo cual se deduce que estos “nuevos modelos de negocio” entran en ruptura con las concepciones pasadas de la industria y de la propiedad (lo cual es rigurosamente cierto).

Más aún, andamos por las ciudades y vemos bicicletas y patinetes eléctricos que son utilizados a precios económicos por cientos de propietarios. Han optado, antes que por comprarse uno de estos medios de transporte urbano, alquilarlos. Hoy están penetrando en España también al alquiler de ciclomotores y en China ya se está ensayando el alquiler de vehículos convencionales.

Los “gurús” de la posmodernidad nos cuentan que, en el futuro, nadie buscará ser propietario de una casa: viviremos en casas que compartiremos con otros. Hoy estaremos aquí, pero mañana nos mudaremos allá. Viviremos tranquilamente en un apartamento compartido con otros, como nosotros, que también precisarán de viviendas móviles. Cualquier cosa que utilicemos, un ordenador, una consola de videojuegos, un dron, todo será rigurosamente utilizado por unos y por otros, alquilado por horas a precios mínimos. Un buen día, nos daremos cuenta de que ya no necesitamos nada que pueda ser considerado como “nuestro”. En la “economía colaborativa” todo será de todo aquel que lo necesite y esté en condiciones de pagar un alquiler mínimo por uso. Apenas nos daremos cuenta. Y eso, además, nos liberará de los miedos que genera la “propiedad”: nadie podrá robarnos algo que sea “nuestro”. Si sustraen un objeto, lo habrán robado a una corporación y el seguro lo cubrirá sin que nos tengamos que preocupar de nada.

Los gurús nos dicen: “en la era digital, la economía no puede ser sino colaborativa”. Y, como no podía ser de otra manera, este modelo se justifica “para salvar al planeta” y crear un “desarrollo sostenible”.

El modelo se basa en la “colaboración mutua”: alguien tiene algo que yo necesito y, por tanto, se lo cedo a cambio de una pequeña compensación que contrasta con el gran valor del servicio que me presta. Este toma y daca, viene favorecido por las nuevas tecnologías informáticas, sin las cuales no sería posible la existencia de las empresas que hemos mencionado en los primeros párrafos. Hoy, un modesto patinete eléctrico de alquiler puede estar permanentemente localizado mediante GPS. La idea de propiedad y de consumo quedan modificadas: la economía colaborativa es la que corresponde a un “modelo sostenible”: se produce menos, pero lo que se produce puede ser utilizado por muchos. En la economía convencional una bicicleta habitualmente era utilizada únicamente por su propietario. En la economía colaborativa, esa misma bicicleta a lo largo de su vida útil puede ser utilizada por miles de usuarios. Se produce, por tanto, menos y el medio ambiente queda salvaguardado… ¡Qué maravilla!

Dentro de la economía colaborativa, nada se deshecha hasta que resulta totalmente inservible. De ahí la multiplicación de apps de venta de bienes de segunda mano. Sí, por lo que sea, ya no necesitamos una cámara de vídeo siempre encontraremos a un coleccionista que le interese. Si nos hemos hartado de una prenda que ya hemos lucido demasiado, la ponemos a la venta. Un libro leído, puede ser vendido a otro que le pueda interesar.

Además, todos estamos dispuestos a compartir nuestra intimidad en forma de datos, para mejorar los servicios que precisamos. Empresas como AirBNB, Amazon, Facebook, Alibaba, Uber, Blablacar, etc, están cambiando la fisonomía económica de las sociedades y generando nuevas formas de relacionarse, trabajar, entretenerse, comprar o informarse.

Así pues, Klaus Schwab tiene razón y la cuarta revolución industrial que augura está ya aquí, operando, presente entre nosotros. Caminamos hacia nuevos modelos, hacia nuevos valores, hacia nuestros criterios de propiedad y de consumo, hacia nuevas formas de relaciones sociales… Estamos viendo como el futuro se construye ante nuestros ojos y nosotros mismos podemos participar en esa construcción.

Cualquier cosa que diga Schwab es repetida por papagayos emocionados de ser los primeros intérpretes de la nueva era y saber por dónde está discurriendo.

Pero, a decir verdad, el libro de Schwab contiene numerosos errores e imprecisiones, sobre todo en sus previsiones (que ya trataremos en otro momento). Pero, lo peor, no es eso, sino lo que oculta: porque una cosa es el modelo hacia el que caminamos, y otra muy diferente que esa evolución sea “positiva” y suponga un “progreso”.

En primer lugar, no hace falta emocionarse con esta idea de “economía colaborativa”. Es una vieja idea. Desde hace mucho tiempo, existen cientos de empresas de alquiler de automóviles. Es una buena idea. Yo mismo prefiero alquilar un automóvil en determinados momentos que tener uno en propiedad que apenas utilizaría. Tampoco las viviendas compartidas son una novedad. Se trata de una práctica que viene realizándose desde hace más de treinta años. No ha dado mucho resultado, a decir verdad. Cada inquilino ocasional de esa vivienda trata de aportar algún detalle de su personalidad (el “desordenado”, la entregará desordenará, el “original” introducirá variaciones discutibles en la decoración, el “guarro” la convertirá en un estercolero y el “aprovechado” la utilizará en los mejores momentos del año). Y luego está el “estafador” que convertirá una propiedad de este tipo en algo inutilizable que ha servido solamente para defraudar dinero a gentes bienintencionadas que han cometido el error de crear en la “bondad universal”. El “renting” de vehículos, por ejemplo, es la mejor alternativa actual a la “propiedad”, la más extendida, la más arraigada y la más efectiva para la mayor parte de la población.

Por otra parte, el nuevo rumbo de las tecnologías está en contradicción con la evolución de la sociedad, contribuirá a dar el carpetazo a algunas formas de “economía colaborativa”: el momento en el que una habitación que sobraba se ponía a disposición de turistas y viajeros, está descendiendo. En primer lugar, porque los hoteles se han visto a rectificar los precios a la baja y mejorar sus servicios. En segundo lugar, porque muchos propietarios han comprobado que el incivismo, las rarezas psicológicas, las molestias generadas por muchos de estos inquilinos ocasiones, son mucho mayores que las ventajas de este concepto de “economía colaborativa”. Los alquileres de pequeños objetos para desplazarse dentro de una gran ciudad, pueden tener cierto interés para el usuario, especialmente joven, pero el alquiler de turismo ya es otra cuestión y no parece que en nuestro ámbito cultural pueda tener el mismo éxito que se augura en China. En cuanto a las aplicaciones de venta de segunda mano, no es nada nuevo: hoy siguen existiendo tiendas de ropa de segunda mano de venta directa a las que acuden gentes con limitaciones económicas que no pueden comprar en los grandes centros comerciales.

Esto último nos da una pista sobre la verdadera naturaleza del problema, aquella sobre la que Klaus Schwab no dijo ni una sola la palabra: el verdadero nudo de la cuestión. El dinero cada vez vale menos, la inflación cabalga a mas velocidad que las alzas salariales y esto se traduce desde principios de los años 70 en una pérdida de poder adquisitivo, especialmente de las clases medias hacia abajo. A esto se une, el que el ciudadano tiene que afrontar una oferta de consumo cada vez mayor y teme quedarse atrás: a partir de los años 80, la presencia de un ordenador personal empezó a ser necesario en los hogares. Luego vino el ordenador portátil. Más tarde el móvil y el Tablet. Y los drones. Y luego están cientos de pequeños adminículos que ayudan a aprovechar y disfrutar. O no tan pequeños: incluso para los que aspiran a “salvar al planeta”, la carrera por un “consumo responsable” les deja agotados: el coche eléctrico es caro y su mantenimiento más caro aún; los productos procedentes de cultivos biológicos y no contaminantes, además de ser más caros, resultan mas perecederos.

No se trata de que el ciudadano vea las necesidades de la “economía colaborativa”, sino que, en realidad, la pérdida de poder adquisitivo, le obliga a arrojarse en sus brazos, aunque no lo quiera. El avance en esa dirección, no puede considerarse como un “progreso”, sino como una muestra de crisis económica irreversible. Si no estamos en condiciones de poder pagar 40.000 euros para comprar un híbrido último modelo, ni siquiera bajo la forma de renting, siempre podemos hacernos la ilusión de que “salvamos al planeta” siendo uno de los miles de usuarios del mismo vehículo que cada día cambia endiabladamente de manos. Ignoramos si quien lo ha conducido antes es un patán o un conductor responsable, si ha llevado al vehículo hasta más allá del límite de sus capacidades y nosotros lo tomamos seriamente dañado.

No es optimismo lo que genera una observación de la sociedad: si tenemos ojos y miramos y entendimiento, nos daremos cuenta de que la sociedad no evoluciona hacia mayores niveles de educación, responsabilidad y civismo, sino a todo lo contrario. Una economía colaborativa en el mejor de los casos, sería viable si existiera una conciencia cívica, una honestidad, una responsabilidad, una seriedad y una estabilidad mental en las sociedades. Elementos todos de los que nos vamos alejando a marchas forzadas. Por eso están en regresión los alquileres de habitaciones en apps, por eso los usuarios de plataformas de compra-venta de segunda mano, están cada vez más alertados de estafas, timos, y problemas. Por eso las “viviendas de propiedad compartida” están en desuso y nunca han terminado de funcionar bien.

El fondo de la cuestión es que el ciudadano medio ya no tiene dinero suficiente para atender a toda la oferta de consumo que se presenta ante él. Por mucho que trabaje, por alto que sea su sueldo, siempre verá que hay objetos que se escapan a sus posibilidades (en muchos casos para atender a las necesidades básicas). Y, por tanto, no le queda más remedio de recurrir al concepto de “economía colaborativa”. Pero no es un “progreso”, sino el reconocimiento de una crisis que se viste con el habitual ropaje de “salvar al planeta” para presentarlo como una forma de economía necesaria en nuestros días.

Si la República Popular China es el modelo hacia el que la élite quiere conducirnos es porque se trata de una simbiosis entre un comunismo (que no es comunismo a la forma marxista-leninista) y de un capitalismo (que tampoco es el capitalismo liberal convencional). “Colectivismo” para la masa; “Propiedad” para la élite. La “economía colaborativa”, es una adaptación de la “economía colectivista” (todo es de todos y nadie posee nada en propiedad), pero no derivada de una revolución social, ni siquiera impuesta por una idea de “consumo responsable”, sino derivada de la imposibilidad de que la mayoría disfrutemos de los bienes de los que sí dispone la “élite económica”.

No nos imaginamos al barón de Rothschild compartiendo un Uber con el vástago de los Rockefeller. Los destinos de la élite van por otro lado. Los de la gran masa pasan por la “economía colaborativa” que se nos mostrará como un “progreso tecnológico”, cuando en realidad es un síntoma de carencia y de crisis.