sábado, 23 de abril de 2022

AÑOS 60: LA ENCRUCIJADA DEL NEOFASCISMO (QUE TERMINÓ POR DESMANTELARLO)

Juanjo Espada, antiguo falangista, pasado al trotskysmo y uno de los fundadores de la Liga Comunista Revolucionaria, para luego dar marcha atrás y concluir con algunos de nosotros en Nueva Europa, repasando cómo se diluyó el trotskysmo entre sus dedos como un azucarillo, nos dijo: "Todo empezó cuando modificamos una parte mínima de la construcción realizada por Trotsky. A partir de ese momento, todo se vino abajo". En efecto, se empieza criticando la tesis de Trotsky de que las "fuerzas productivas" no han crecido desde los años 30, se pasa a discutir sobre si la URSS era o no un "Estado proletario" y se termina negando el carácter revolucionario de la clase obrera". De la ideología originaria, en ese punto, ya no queda nada. He pensado muchas veces en aquella conversación con el bueno de Espada (uno de los "hombres de acción" de la LCR) y ahora reconozco que en el neofascismo ocurrió algo parecido en los años 60. Todas las modificaciones introducidas (que, por otra parte, eran necesarias) fueron modificando la fisonomía del ambientes que, especialmente, con el "segundo Thiriart", perdió toda posibilidad de hacerse con un espacio político. Hoy, además, creemos, que no se tuvieron éxitos, simplemente, porque no podían tenerse: cuando se juega con todos los factores en contra, resulta imposible sacar un proyecto político adelante. Esta es la primera parte de nuestras reflexiones sobre el neo-fascismo de los 60.

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En 1960, habían transcurrido 15 años desde el final de la Segunda Guerra Mundial que selló el fin de “los fascismos”. Por tanto, a partir de 1945, en rigor, debemos hablar de neo–fascismo. En el curso de esos 15 años, el neofascismo europeo (e iberoamericano) había adquirido suficiente experiencia y no siempre se mantenía a la defensiva. Los movimientos que se reclamaban de aquella tendencia habían obtenido algunos éxitos entre la juventud, especialmente en los países mediterráneos. Paradójicamente, a pesar de la proximidad de la Segunda Guerra Mundial y del “ruido” armado por los Procesos de Nuremberg, lo cierto es que la presión “antifascista” era mucho menor que en la actualidad, sin embargo, la presión judicial estaba mucho más presente. Normalmente, el antifascismo era protagonizado por antiguos “resistentes”, poredispuestos a magnificar sus acciones más allá de la realidad, pero no estaba continuamente presente en los medios de comunicación. El por qué la presión antifascista era menor se explica porque en 1960 vivían muchos que conocieron los regímenes fascistas, se acomodaron a ellos o fueron sus partidarios activos, y no estaban tan dispuestos a creer las enormidades que proclamaban los “antifascistas” y los vencedores del conflicto. Eran elementos que nunca habían percibido, ni sospechado.

Puede decirse que Alemania era una país vencido, pero no derrotado, en el sentido de que el destino de las armas le había sido desfavorable, pero la memoria histórica de los alemanes no había sido completamente borrada: los que estuvieron allí, recordaban quién y porqué se había desencadenado la Segunda Guerra Mundial, recordaban los bombardeos de terror anglosajones y recordaban los logros económico–sociales del régimen, sabían que para superar una crisis nacional como la que siguió al Tratado de Versalles o a la crisis económica de 1929, era preciso unificar a un pueblo, liquidar las querellas entre partidos y planificar la reconstrucción; incluso los más jóvenes recordaban las escuelas del Reich y seguían asumiendo ideales patrióticos.

En Alemania, todo cambió hacia 1966–69. Fueron los años en los que empezaron a entrar en las universidades y alcanzar la madurez, jóvenes que no se habían educado en las escuelas del Reich, ni se habían formado en sus valores. Desde su más tierna infancia, esta nueva generación había sido alimentada y modelada con imágenes del “Holocausto”, tenían asumido un “complejo de culpabilidad colectivo” que nunca aceptaron sus mayores y fueron permeables al lavado de cerebro propagandístico contra el que carecían de armas para defenderse.

Los años 60 fueron, en todos los terrenos, una época de cambios insospechados y vertiginosos, incluso imprevisibles. Al llegar a esa época, el neofascismo había acumulado en los 15 años anteriores, distintas experiencias, pero solo entonces empezaron a advertir que la lucha política iba a ser, para ellos, algo mucho más largo que para la generación que ideó los fascismos: de 1918 a 1923 en el caso italiano, esto es, apenas cinco años; de 1919 a 1933, catorce años en el caso del NSDAP y apenas siete si se cuenta solamente desde la reconstrucción del partido tras haber extinguido su condena por el golpe de Munich; sólo tres años en el caso español, desde 1933, cuando se funda Falange Española, hasta 1936 cuando se inicia la guerra civil.

Hasta ese momento, el gran problema que había encontrado el neofascismo era la falta de un liderazgo claro e indiscutible, como el que ostentaron los dirigentes históricos del fascismo. No habían aparecido nuevos “Hitler”, otros “Mussolini”, reencarnaciones de José Antonio, ni émulos de Codreanu o de Ferenc Szlazi A esto se unían los nuevos problemas derivados de los cambios económicos, sociales y tecnológicos, y la nueva situación internacional creada desde la irrupción oficial de la Guerra Fría en 1948 con el “golpe de Praga”. Sin olvidar el papel creciente de la televisión cuya utilización no estaba al alcance de los grupos neo–fascistas.

También es cierto que existía para todos los grupos en toda Europa –incluido en España, aunque por motivos diferentes a otros países de la “Europa democrática”–, limitaciones a la libertad de expresión, vigilancia continua por parte de los servicios de seguridad de los Estados, provocaciones a efectos descalificadores y, finalmente, prohibiciones fulminantes cuando alguno de los grupos neo–fascistas descollaban. Además, habían visto a lo largo de los años 50 como, uno tras otro, sus proyectos embarrancaban electoralmente o, simplemente, se frustraban por distintos motivos (enfoques erróneos, represión, medios insuficientes, campañas hostiles, etc), las iniciativas en las que habían depositado sus ilusiones –como veremos– lo más a menudo, por inadecuación de lo que defendían con la nueva situación global.

Lo cierto era que los cambios en las estructuras culturales en Europa y, especialmente, en la estructura económica, generaban un marco muy diferente al que se había dado en los años 20, tras las crisis generadas por el Tratado de Versalles, los problemas fronterizos entre, prácticamente, todas las naciones de Europa central y del Este, con el ascenso imparable de los nacionalismos y los problemas sociales generados por las crisis económicas (la hiperinflación de 1922 o la gran crisis económica de 1929). El marco capitalista y la amenaza bolchevique habían quedado atrás, al menos en la forma que tuvieron en los años 20. El capitalismo en el curso de los años 60 pasó de ser industrial a multinacional, mientras que el bolchevismo, a raíz de los acuerdos de Yalta, Postdam, etc, quedó varado en Europa Central: los EEUU y la URSS habían llegado a un acuerdo para repartirse Europa en zonas de influencia y, al menos, hasta el derrumbe de esta última, las dos partes respetaron sus zonas (lo que explica que “Occidente” no interviniera en los conflictos continuos que se registraron en todos los países del otro lado del “Telón de Acero”: incidentes en Berlín, sublevación en Hungría, invasión de Checoslovaquia, huelgas y manifestaciones en Polonia; y explica también por qué la URSS ayudó a los Partidos Comunistas lo suficiente como situarlos en Francia e Italia cerca del poder, pero no lo suficiente como para llegaran al poder, o porqué existió un mano a mano durante esa época para manipular organizaciones terroristas o se silenciaron maniobras de la CIA que tendían a mantener los equilibrios logrados en 1945).

El neo–fascismo, por su parte, no consiguió interpretar a tiempo lo que estaba ocurriendo en los años 50, no supo prever los cambios en el sistema económico, asumir las nuevas orientaciones culturales que se imponían en la sociedad, ni pudo prever (ni, por tanto, adaptarse) la evolución de la sociedad y las exigencias que, una tras otra, fueron imponiéndose como pautas de la realidad[1].

Esto hizo que las distintas estrategias adoptadas por los grupos neofascistas, cojearan desde el momento mismo en que se implementaron:

– El “electoralismo”, desde el principio se contentó con revestir las formas de un conservadurismo extremo, adaptarse al “mercado social”, practicar un anticomunismo –en ocasiones, delirante–, todo ello con el objetivo de forzar gobiernos de coalición con formaciones de centro–derecha.

– El “testimonialismo”, aspiraba a reproducir el esquema de los fascismos históricos, reprochando a los “electoralistas” haberlo traicionado; ese testimonialismo no fue homogéneo y tuvo siempre distintos niveles de “rigor”: en algunos, casi paródicos, se trataba de reproducir viejos esquemas que fascinaban a sus impulsores (el American Nazi Party, los movimientos integrados en la World Union of National Socialists o el Movimento Tradizionale Romano de Ildo Cella a finales de los 60), en otros existía una menor carga histórica, pero nunca desapareció del todo y siguió presente en rituales, cánticos, estética, etc (es el que se puede percibir en los grupos extraparlamentarios).

– Los intentos de resistencia armada, protagonizados en Iberoamérica por la Tacuara argentina, en Italia por las Squadri d’Azione Musolini, en Bolivia por la Falange Socialista Boliviana, en Francia por la OAS, habían demostrado suficientemente que, al carecer de una amplia base social, sus integrantes eran desarticulados con facilidad por las fuerzas de seguridad del Estado y los movimientos no tenían capacidad suficiente para reemplazar las bajas (por muertos, exiliados o encarcelados).

– El activismo que se había practicado un poco por toda Europa, incluso por las bases juveniles de los partidos electoralistas, a diferencia de en los años de ascenso de los fascismos históricos –años de crisis económica y moral– no estaba reportando adhesiones en la medida de los esfuerzos realizados. Y, lo que era peor, las nuevas adhesiones desaparecían del terreno activista al cabo de unos meses o años de lucha, reconociendo su impotencia y la necesidad de asumir empleos y funciones incompatibles con el activismo desenfrenado.

– En cuanto a los intentos de coordinación europea, hacia 1961 era evidente que tanto la intentona protagonizada por el Movimiento Social Europeo (MSE), tras la Conferencia de Malmoe, como la Oficina de Enlace Europeo, o el Nuevo Orden Europeo (NOE) y la Cumbre de Venecia que tenía como función lanzar un Partido Nacional Europeo (PNE), todos estos intentos se habían saldado con estrepitosos fracasos, ya fueran protagonizados por partidos electoralistas (MSE), por grupos ultranostálgicos (WUNS) o por grupos völkisch (NOE). Cuando no era por falta de medios (MSE), era por discrepancias (PNE) o bien por orientaciones excesivamente ideologizadas en un sentido que dificultaba la acción política al partir, monotemáticamente, del factor étnico (NOE).

Todos, absolutamente todas estas estrategias y proyectos, fueron fracasando unos tras otros. Cuando se extinguieron los ecos de la OAS (que, en realidad, distaba mucho de poder ser considerada como neo–fascista, aunque fuera apoyada por los neo–fascistas franceses y europeos, incluidos, en primera fila, los falangistas españoles), se abrió un período de reflexión. Para el neo–fascismo europeo, esta reflexión se inicia con la Conferencia de Venecia en 1961 y termina con la desintegración de los grupos más excéntricos nacidos en esa época, a lo largo de los meses en los que se prolongaron los efectos del embargo petrolero posterior a la guerra del Kom–kippur en 1973 que puso fin a los “30 años gloriosos” de la economía mundial, en los que se produjo un crecimiento económico constante, sin crisis, ni estallidos de burbujas.

Pues bien, ese tiempo –entre la Conferencia de Venecia (a la que asistieron los líderes de los partidos neofascistas más fuertes de Europa Occidental, sin presencia de españoles ni portugueses) y el fin de los grupúsculos “nazi–maoístas” italianos– consideramos que es un período de 12–13 años, rico en búsquedas, muy pobre en resultados, incomprendido en la actualidad por los propios neo–fascistas o por herederos del neo–fascismo (llámense corrientes “nacional–revolucionarias”, “nacional–populares”, “euro–revolucionarias”, “nacional–bolcheviques” y demás) y, lo que es peor, cuyos errores –y aberraciones, en algunos casos–, lejos de quedar vinculados a un pasado concreto, vienen reapareciendo con inusitada frecuencia en los medios herederos del neo–fascismo.

Dado que, hasta ahora, nadie ha realizado una crítica en profundidad, algunos de estos modelos pasan por ser “canónicos”, tienden a ser considerados como “experiencias dignas de ser emuladas” y “ejemplos de acción revolucionaria”. La realidad, fuera de las hagiografías, es que se trató de un período en el que el neo–fascismo entró en la una fase de dificultades insuperables.

– Antes, entre 1945 y 1965 el universo neo–fascista había perdido la iniciativa estratégica: ya no era capaz de elaborar una estrategia eficiente que marcara la ruta para la conquista de los objetivos políticos.

– A partir de 1965, además, es ganado por estrategias y temáticas que no tienen nada que ver con sus orígenes históricos ni con su identidad política, sino más bien con tradiciones políticas opuestas.

Varios grupos neofascistas europeos asumieron tesis, formas y expresividad propias de la extrema–izquierda, tratado de crear un nuevo espacio político no situado a la derecha de la derecha, ni en la extrema–derecha, ni más allá de la derecha–nacional, sino en un espacio que podría definirse como “ni de derechas, ni de izquierdas, pero son simpatías hacia los mitos de la extrema–izquierda”. Detrás de este rasgo característico existe cierta fascinación por la “nueva izquierda”, la búsqueda sincera de un nuevo espacio político, la creencia que, de ahí, podían salir apoyos, ayudas, simpatías y militantes y, finalmente, que sería más eficiente una lucha desde ese espacio nuevo que el que se había elegido en el período anterior (1945–1962).

Además, algunos sectores neo–fascistas optaron por basar esta transformación en un “modelo histórico”: el aportado por la “izquierda fascista” europeo anterior a 1939 (Otto Strasser y su “frente negro”, algunos sectores de la “revolución conservadora”, el “fascismo revolucionario” italiano, las ideas de Georges Valois y de la última etapa de su Faisceau, esto es de los Fascios de Acción Revolucionario, etc). Y volvió a ocurrir lo que ya había ocurrido en el período histórico: que esos intentos, jamás lograron cristalizar en verdaderos movimientos de masas, jamás consiguieron arrancar a militantes de izquierda de su “zona de confort” y llevarlos a la “izquierda fascista” y, que, finalmente, se extinguieron sin pena ni gloria.

Es significativo que, en 1962, el propio Otto Strasser, que había fundado en 1956 la Deutsch–Soziale Unión con los mismos ideales con los que había sido expulsado del NSDAP en 1930, decidiera disolver esta organización en la conferencia de Butzbach celebrada el 25 de mayo de 1962. Cuatro años antes, en su única incursión electoral en el Lander de Renania del Norte–Westfalia, apenas había obtenido 540 votos, siendo la única vez que pudo presentar una lista electoral[2]. Como veremos, tres años después del reconocimiento de este fracaso, es cuando esa misma orientación se difunde en Europa Occidental como veremos a lo largo de este estudio. Se da, por tanto, la contradicción, de que la “estrategia de asimilación”, el “seguidismo hacia la extrema–izquierda”, el “neo–fascismo de izquierdas” o el “adaptacionismo revolucionario” que, termina ganado a algunas remas del neo–fascismo se adopta cuando ya ha demostrado su fracaso histórico en los años 30 y cuando Otto Strasser, icono de esta corriente, cesa en su actividad, reconocimiento implícitamente su fracaso. Un fracaso que el neo–fascismo, lejos de reconocer, reproduce e incluso intenta –como veremos– llevarlo más lejos.  

La tesis que sostenemos, por tanto, es que durante el período que estudiamos (1961–1973), al constatar el fracaso, la inviabilidad, la inadaptación o la lentitud de las fórmulas de lucha política ensayadas en la postguerra, los neo–fascistas empezaron a buscar nuevas alternativas estratégicas. Todas ellas fracasaron, pero la mitificación posterior (que dura hasta hoy), la ausencia de autocrítica sistemática, convirtieron tales fracasos en “episodios memorables” y a sus responsables en “brillantes doctrinarios”, lo que ha facilitado el que generaciones posteriores de militantes reprodujeran los mismos esquemas, una y otra vez, volvieran a intentarse, con el efecto que cabía esperar y que, de hecho, ya habían demostrado su inoperancia en los años 50–60 y en el período histórico: nunca existió como fenómeno político un “fascismo inmenso y rojo”. Existió solamente como abstracción, impotencia y declamación grandilocuente y arrebatada, imposible de traducir a estrategias asumibles por sectores de la sociedad, aunque sus impulsores, sobre el papel, se convencieran de lo contrario. Se olvidaba que “ser revolucionario” no es repetir más veces en menos tiempo las palabras fetiche (“revolución”, “liberación”, “antiimperialismo”, etc), sino hacer avanzar el propio proyecto político hacia la conquista de sus objetivos finales. Habitualmente, estas formaciones desembocaron en “paradojas” de las que sus impulsores se sentían orgullosos al “romper los esquemas” y no actuar como, generalmente, se creía que iba a actuar un movimiento neo–fascista. Eso les permitió llamar la atención brevemente en algunos medios de prensa, pero también, aceleró en la práctica su desintegración, al forzarles, cada vez más a asumir elementos de otras tradiciones políticas.

El autor de estas líneas, conoció el ambiente neo–fascista a partir de febrero de 1968 y estuvo en contacto con experiencias europeas e iberoamericanas desde ese mismo momento (con la fracción nacionalista–revolucionaria de la Tacuara argentina, con los núcleos que dieron vida a Lotta di Popolo y a Lutte du Peuple en Francia, con disidentes “por la izquierda” del NPD, con antiguo miembros de Giovane Europa y del Movimento Studentesco Europeo, etc.). Con la perspectiva que da el tiempo, hemos intentado realizar un esfuerzo crítico y entender qué ocurrió y porqué se dilapidó tanta energía…


[1] El único intento real de “comprensión” de la modernidad lo realizó Julius Evola y la diferencia entre sus obras escritas en aquella época (en 1951, Los hombres y las ruinas, y en 1961 Cabalgar el Tigre) denotan la riqueza y profundidad de los cambios que se estaban sucediendo atropelladamente. Evola, en el primer libro, marca la línea política de una “derecha nacional y tradicional”. Diez años después, rectifica lo esencial de Los hombres y las ruinas y sostiene que ya nada puede hacerse para evitar la decadencia, tan solo entenderla y refugiarse en la propia interioridad. Sin embargo, el problema del pensamiento evoliano es que Los hombres y las ruinas siguió influyendo en las opciones de derecha nacional, mientras que Cabalgar el Tigre, fue la lectura de una minoría que, o bien no la interpretó correctamente, o bien no la asumió. También fue visible que, cuando un grupo, más o menos coherente, de militantes neo-fascistas asumieron las tesis de Cabalgar el Tigre a finales de los 70, algunos de los fenómenos sobre los que Evola había llamado la atención (hipismo, revolución sexual, existencialismo, etc.) ya habían quedado atrás por un fenómeno que solamente dos décadas después empezó a llamarse “aceleración de la historia”.

[2] Un sector de la DSU optó por constituir la Unabhängige Arbeiter-Partei (Partido de los Trabajadores Independientes, UAP) haciendo referencia a las ideas de los hermanos Strasser. La AUP, se convirtió en los años 70 en una especie de “refugio momentáneo” para escindidos del NDP. Su mejor resultado electoral tuvo lugar en las elecciones de 1969, obteniendo en las elecciones federales apenas 3.959 votos y su última intervención electoral en Renania del Norte-Westfalia en 2010 con 108 votos. El 1 de noviembre de 2014 el partido optó por disolverse. También en este caso se cumplió la norma de que, el planteamiento de “izquierda nacional” no consiguió atraer a nuevos militantes procedentes de la izquierda, pero sí facilitó en tránsito de algunos cuadros a esa misma izquierda (o a Los Verdes).