Info|Krisis.- Leo en la web The Fourth
Political Theory un texto de Alexandr Duguin que resume una serie de percepciones, en mi opinión,
erróneas y de ubicaciones conflictivas para el desarrollo de una lucha política
eficaz. Intentaré contestar dicho artículo tocando diversos aspectos. Se trata de un artículo breve, una especie de resumen, pero también
un receptáculo de errores encadenados que vamos a tratar de exponer.
¿Desde qué perspectiva se realiza
esta crítica? Desde ninguna. Desde la simple objetividad y la estricta
racionalidad. En lo personal no me puedo considerar hoy “identitario” como ayer
no me consideré “nacional–revolucionario”, espacios ambos sobre los que nunca
ha existido una definición concreta y que se aplican a sectores muy diversos
(Fidel Castro o las narcoguerrillas colombianas eran llamadas “nacional–revolucionarias”,
nombre que ayer se aplicaban a sí mismos los militantes de CEDADE o sus
descendientes; de la misma forma que hoy Jordi Pujol es un “identitario
catalán” e identitarios se quieren también los miembros de grupos anti–inmigracionistas
y anti independentistas). Así que, mejor no entrar en este tipo de definiciones
y de la misma forma que “se hace camino al andar”, el rótulo que debe de
acompañar a una crítica es mucho menos importante que la crítica en sí.
El artículo de Duguin está
redactado casi en forma de manifiesto y, por tanto, su brevedad y la
contundencia de algunos de sus juicios no vienen acompañados de argumentación.
La argumentación existe en otros trabajos suyos. Por nuestra parte, nos podemos
permitir no reducirnos solamente a lo expuesto en dicho artículo, sino
extenderlo a una parte de las ideas expuestas por Duguin. Aislamos cinco
actitudes que calificamos como erróneas.
Primer error: sobrevaloración de la geopolítica
Duguin firma el artículo como
“geopolítico” y vale la pena recordar lo que es la geopolítica. Recuerdo el Diccionario de Ciencia Política de
Jacques de Mahieu: “Geopolítica: ciencia
auxiliar de la política”. No es la única: la sociología, la economía, la
historia, la psicología, etc, son otras tantas. El hecho de que alguien esté
particularmente predispuesto hacia la geopolítica no implica que sea posible
universalizar la importancia de esta CIENCIA
AUXILIAR por encima de cualquier otra y reducir cualquier forma de
“política” a una dimensión “geopolítica”.
La geopolítica no lo explica todo
en la historia, aunque algunos aspectos de la historia pueden ser aclarados a
través de la geopolítica. La geopolítica puede servir como una de las bases
para realizar determinados análisis históricos; también permite aislar
determinados elementos que se repiten en la historia (la contradicción
potencias terrestres y potencias marítimas), permite tomar algunos conceptos
(el de “límite geopolítico”) para explicar éxitos y fracasos históricos; es un
elemento más para explicar comportamientos históricos (las fases de la
Reconquista a través de la llegada a determinados ríos)… pero la geopolítica
dista mucho de ser un determinismo histórico universal.
Un simple cambio climático
determina más alteraciones que los comportamientos geopolíticos. La llegada de
un valor nuevo, una nueva doctrina, genera impulsos vitales mucho mayores que
una frontera natural o el estímulo que supone la existencia de un espacio
oceánico. De hecho, los pueblos sin impulso vital no pueden aprovechar los
beneficios de su situación geopolítica por privilegiada que sea. Brasil es un
ejemplo de comportamiento geopolítico neutralizado por algo más importante que
el poseer recursos naturales, espacio, tecnología, salida al Atlántico y
posibilidad de alianzas con países que dan al Pacífico (Chile) o, finalmente,
poseer “población”: todo el potencial geopolítico que se podría atribuir a Brasil
queda neutralizado precisamente por ese último factor, una población que dista
mucho de ser homogénea y contiene en su interior elementos disolventes que por
vía del mestizaje neutralizan la voluntad de poder geopolítico de pequeñas
élites culturales, económicas y militares.
En realidad, puestos a establecer
preeminencias , casi valdría más situar la psicología por encima de la
geopolítica a la vista de que de aquella dependen los impulsos vitales y los
proyectos de expansión y grandeza de los Estados. Es cierto que los accidentes
geográficos están ahí y que seguirán estando cuando lo humano haya
desaparecido, pero no es menos cierto que sin la voluntad de grandeza de los pueblos, de poco sirven las
riquezas naturales o los determinismos geográficos. Situar la geopolítica por
encima de cualquier otra ciencia conduce directamente a errores de percepción y
a la ineficacia de cualquier trabajo político que se emprenda sobre esas bases.
Segundo error: “Eurasia” como concepto aplicable a la política
Desde hace más de treinta años,
Duguin defiende la idea de “Eurasia”, pero da la sensación de que ni en Rusia
ni en lugar alguno en donde existen núcleos de “eurasistas” (Francia, Italia,
especialmente, en Europa Occidental) ha cristalizado ninguna organización capaz de adoptar esta
posición como bandera y conseguir avances fehacientes. Quizás sea porque, como
demostramos más adelante, no se puede partir de un concepto tan amplio y lejano
como “Eurasia” para interesar a las masas. Así pues, si no se trata de hacer
política de a pie (esto es ganar elecciones, tener cargos públicos electos que
defiendan las propias posiciones en la tribuna de las instituciones, o bien de hacer una revolución, en una
palabra de ganar a las masas) ¿de qué se trata?
Es aquí donde encontramos la
influencia de la nueva derecha francesa y sus reflexiones sobre la lucha
cultural sobre la práctica “eurasista”. Alain de Benoist lleva desde junio de
1968 implicado en la “lucha cultural” y a pesar de que aún no se ha realizado
un balance de la influencia de la “nueva derecha” en la vida cultural francesa,
la sensación que da es que el trabajo abordado en este casi medio siglo, no
tiene absolutamente nada que ver con el hecho de que el Front National sea en
estos momentos el primer partido en intención de voto en Francia. Los miembros
del GRECE que se sumaron en los años noventa al Front National lo abandonaron
con la escisión de Bruno Maigret y hoy no queda nadie dentro de este partido
que sea un “peso pesado” de la “nueva derecha”.
Sin olvidar algo que el “gramscismo
de derechas” elude siempre considerar: que Gramsci no fue solamente un teórico, sino que fue un militante, un dirigente
político, secretario general del Partido Comunista de Italia, de la misma forma
que Marx no fue sólo un doctrinario sino que se “mojó” en el terreno político,
que perteneció a la Primera Internacional y que fue con Engels el redactor del
Manifiesto Comunista. Cuando se separa la teoría de la práctica se producen
desfases como el que se ha producido con claridad en Francia: Medio siglo de
teorización cultural no han conseguido apenas influir en el Front National (no
digamos en otros partidos…).
Así pues, cuando Duguin y otros
“eurasistas” sugieren un “trabajo de élites” o avanzar en mayores niveles de
“profundización doctrinal”, cabe pensar que están olvidando lo esencial de la
lucha política que conduce al poder: ganar a las masas, encender voluntades,
despertar instintos dormidos, arrebatar corazones. No se puede eternamente
lanzar manifiestos en el desierto, interesar solamente a escasos intelectuales
cada uno de los cuales pondrá un reparo o formulará un matiz. No se puede
eternamente “escribir” y “teorizar”: es preciso actuar construyendo
organizaciones sólidas capaces de transmitir un mensaje a las masas,
levantarlas y generar nuevas simetrías políticas.
Ahora bien, si de lo que se trata
es de “asesorar” a grandes dirigentes políticos, si uno se conforma simplemente
con escribir o ha hecho de la escritura una profesión (como es nuestro caso), si se
aspira solamente a influir sobre élites culturales, actitudes todas ellas
razonables, es preciso no olvidar que existen decenas de círculos y personas que
intentan hacer exactamente lo mismo, mucho mejor relacionados y mucho mejor
conectados con esferas influyentes y, por tanto, es más que posible que el
trabajo teórico que se realice no puede ser aprovechado absolutamente por nadie,
que la influencia realizada sobre las “altas esferas” sea, en la práctica,
nula, y que, al final del camino, ni se tenga peso político, ni peso cultural,
ni siquiera élite alguna reconozca el trabajo realizado por tales círculos. Mucho
nos tememos que esto es lo que le ha ocurrido al movimiento “eurasista”.
Tercer error: reducir capitalismo a “imperialismo norteamericano”
Eurasia es un concepto
geopolítico extremadamente grande, diverso, desigual, contradictorio y
heterogéneo, como para que pueda aplicarse a la política real.
A fuerza de mirar a Eurasia
corremos el riesgo de olvidamos de lo que ocurre en el ángulo en el que nos ha
tocado vivir, Europa. Si tenemos en cuenta que la producción globalizada hace
de China y del Sudeste Asiático las “factorías del mundo”, podemos decir que en
parte vivimos ya una realidad “euroasiática”. La industria europea se
deslocaliza a China y los chinos establecen sus redes de distribución en
Europa.
En cuanto a Rusia hay que dejar
claro algunos elementos: con algunas restricciones, China y Rusia son dos
países capitalistas, competidores de los EEUU y, especialmente en lo que se
refiere a China, con enormes intereses en los EEUU (solamente en Fanny Mae y Freddy Mac, los dos grandes bancos hipotecarios norteamericanos,
China tenía en 2008 invertidos medio billón de dólares) hasta el punto de que
puede decirse que la economía norteamericana resiste en buena parte por la
llegada de dinero fresco chino a las bolsas norteamericanas. Rusia, por su
parte es una gran potencia económica con intereses propios.
El gran valor de Putin en la
política rusa consiste en haber restaurado la dignidad del Estado y en haber
reconstruido el poder del Estado Ruso. Pero Rusia y su gobierno tienen
intereses nacionales que se sitúan muy por encima de cualquier otra
consideración. Ocurre como en Irán que alberga el proyecto de convertirse en
potencia regional hegemónica en la zona, proyecto al servicio del cual el
régimen sacrifica todo lo demás.
Desde el punto de vista de Europa
Occidental, la amistad con Rusia debería cultivarse especialmente de cara a
garantizar el suministro de un petróleo y un
gas que, desde luego, nunca llegarán de los EEUU. Y para cultivar esa
amistad hace falta una política neutralista cuya primera muestra sea la
disolución de la OTAN y el decoupling
con los EEUU. Pero se trata de política, de aplicación de un sentido pragmático,
mucho más que de una consideración geopolítica. A fin de cuentas, si ésta es la
política exterior que más convendría para Europa se debe a la proximidad
geográfica con Rusia. Mientras que sean las necesidades comerciales de los EEUU
las que siguen manteniendo en pie a la OTAN, Europa seguirá bajo el riesgo de
convertirse en campo de batalla de un conflicto entre superpotencias. Así pues
–desde mi punto de vista– no se trata tanto de cambiar de alianzas (ayer con
EEUU, hoy con Rusia) como de forjar un “poder europeo”.
Obviamente este “poder europeo”
sería una “pata” más de un mundo multipolar en el que dentro de Eurasia, China,
Rusia, India y el mundo árabe serían otras tantas “patas”… O si se quiere
plantear en los mismos términos que lo hicieron los economistas del Tercer
Reich, estaríamos delante de “grandes espacios económicos” cada uno de los
cuales sería independiente de los demás (con lo que la globalización quedaría
rota), colaborando solamente en la exportación y el intercambio de excedentes
de producción o de excedentes por recursos energéticos. Eso, además,
contribuiría a reconocer la diversidad irreductible de las distintas culturas
presentes en cada uno de esos “espacios”. Sin olvidar, por supuesto, que existe
un continente americano y que hay dos américas perfectamente definidas: la
hispana y la anglo–sajona.
El hecho de que buena parte de
las multinacionales tengan su sede social en los EEUU y el hecho de que las Bolsas
anglosajonas de Londres y Nueva York sigan siendo las que acaparan mayor
volumen de transacciones, no debe de hacer olvidar que la estructura del
capitalismo internacional ha ido variando sensiblemente en los últimos treinta
años. Estamos hablando de un capitalismo globalizado. Estamos hablando, no
solamente de un polo capitalista (EEUU), sino de varios: de hecho, cuando se
está hablando de “potencias emergentes”, se entiende por tales a países que
están progresando aceleradamente como “Estados capitalistas”, con intereses
propios, con élites capitalistas propias, presentes en los mercados
globalizados. Seguir reduciendo “capitalismo” a “imperialismo”, e “imperialismo”
a “EEUU” supone permanecer en el mundo situado el día antes de la caída del
Muro de Berlín.
Estamos en un mundo radicalmente
diferente en el que Rusia y China en primer lugar, luego India e Irán,
finalmente Brasil, quieren hacerse un hueco en el mercado mundial globalizado.
Y cada parte defiende sus propios intereses. No puede esperarse que ninguna de
ellas ayude a cualquier otra… sino es para tomar ventaja sobre algún
adversario. Quedaría por establecer dos elementos: 1) la viabilidad de los EEUU
a corto plazo a la vista de su situación económica y de su insostenible
déficit, de la irrupción de lo hispano como alternativa al mundo WASP, sin
olvidar las tensiones étnicas y las enormes diferencias interiores y 2) la
futura evolución de la Unión Europea abocada a su refundación a la vista de su
ineficacia o bien a su disolución a la vista del aumento del euroescepticismo.
Obviamente, estos extremos no entran dentro de la perspectiva de este artículo.
Cuarto error: el desconocimiento del “método de masas”
La evolución de Jean Thiriart
(considerado como uno de los padres del “eurasismo”) es bien significativa.
Mientras que Thiriart fue el conductor de un movimiento político, Joven Europa,
le interesaron muy poco las doctrinas geopolíticas. Simplemente se limitaba a
tomar partido a favor o en contra de determinados acontecimientos porque estaba
obligado a hacerlo por necesidades cotidianas de la lucha política. En su obra Europa: un imperio de 400 millones de
hombres, la geopolítica no aparece como tal. Se expresan ideas para la construcción
de un movimiento político, algunas de las cuales tienen que ver con la
geografía, pero no se subordina en absoluto la política a la geopolítica. Las
necesidades de la lucha política cotidiana se expresan a través de tomas de
posición sobre lo cotidiano, a partir de las cuales, Thiriart infiere
actitudes, valores y comportamientos universales. Dice: “la sublevación húngara
ha sido aplastada por los tanques soviéticos, luego hay que luchar contra el
comunismo en defensa de la libertad de Europa”. Dice: “los marines pusieron los
pies en Europa en 1944 y todavía siguen aquí, lo notamos por la dependencia de
las políticas de los gobiernos europeos en relación a la política exterior
norteamericana, luego hay que luchar contra los EEUU en defensa de la libertad
de Europa”.
Fue solamente en un segundo
tiempo, tras el fracaso de La Nation
Européenne, cuando Thiriart se retiró de la política activa y del
militantismo e inició un período de quince años de ejercicio de su profesión,
para reaparecer luego como geopolítico y euroasista. Lo que nos interesa
destacar de su evolución es que cuando existen necesidades políticas inmediatas
de conducción de un movimiento político no hay cabida para las abstracciones
teóricas y estas ocupan un lugar subordinado en el esquema doctrinal que se
forja tal movimiento político. Sin embargo, cuando las necesidades inmediatas
de la acción política destinada a captar a las masas, desaparecen, existe una
tendencia irreprimible a construir castillos en el aire.
Cuanto más separado de la
realidad política se está, tal castillo tiende a ser más desmesurado. Hay
límites extremos. Uno de ellos, por ejemplo, tiende hacia el ocultismo: tal es
el caso de la obra de Miguel Serrano que da una visión irreal y completamente
distorsionada del nazismo para ver en Hitler un “avatara” para la “nueva era”. Aquí no hay ninguna consideración
terrenal que pueda ser tomada en consideración. La fuga de la realidad es
absoluta. Otro límite extremo tiende a visiones geopolíticas irrealizables.
“Eurasia” es precisamente la muestra.
Una cosa es sostener que un
sistema mundial se mantiene mejor si es multipolar que si es unipolar y otra
muy diferente establecer una contradicción entre “Eurasia” y los EEUU. Y cuando
un movimiento adopta como nombre Movimiento
Euroasista ya está claro en donde sitúa el énfasis, no tanto en la defensa
de la multipolaridad, como en la constitución de un bloque euroasiático tan
lejano e improbable como las galaxias que debe observar el telescopio Hubble.
El error del “eurasismo” es no
tener en cuenta que no es la geopolítica, sino la economía lo que rige los
destinos de la globalización en este inicio del siglo XXI. El desconocimiento
de la realidad económica de nuestro tiempo es lo que permite a Duguin
establecer su doctrina geopolítica euroasiática.
La evolución del nacional–socialismo
es significativa a este respecto. Llegado al poder con una teoría económica que
apenas pasaba de dos enunciados básicos (la lucha contra la servidumbre del
interés y el valor–trabajo), a partir de 1933 el Tercer Reich se vio obligado a
establecer una estrategia político–económica que le permitiera sobrevivir. Fue
entonces cuando se enuncia la teoría de los “grandes espacios económicos” cuyo
primer principio es tomar en consideración espacios homogéneos, económica y antropológicamente,
con los que pueda existir “complementareidad”. Era la única forma de “construir
Europa” (una Europa en la que el Tercer Reich fuera potencia hegemónica,
naturalmente…, lo que Thiriart llamaba la “Europa
alemana”) y emanciparla de las tendencias especulativas del capitalismo
anglo–sajón. Hoy Europa tiene una necesidad similar: precisa unidad e
independencia, precisa convertirse en un “poder” internacional.
Estamos hablando de “poder” y de
“voluntad de poder”. Ésta anida en una élite, pero al mismo tiempo esa élite
debe saber transmitir su proyecto a las masas. Cada vez más, a partir de la
Revolución Francesa, el poder pasa por las masas, por su conquista, por su
neutralización o por su adhesión, pero siempre pasa por ellas. Ningún proyecto
político que se pueda mantener en el tiempo puede hacerlo sin la adhesión de
sectores de las masas. Mientras las masas no acepten, entiendan y compartan
todo esto, las cosas seguirán exactamente como hasta hora: inestabilidad
económica mundial generada por la globalización e inestabilidad política
internacional generada por la voluntad de persistir del unilateralismo
norteamericano.
Así pues es preciso incorporar a
las masas a cualquier tarea política, transmitirles unas sugestiones y unos
nexos causales que les induzcan a apoyar un proyecto político en lugar de otros.
Los bolcheviques rusos (y Lenin en particular) idearon para este fin el llamado
“método de masas” que tiene un carácter universal. Su primer principio es: unir lo particular a lo global (siendo
los otros dos “unir la teoría a la
práctica” y “unir la vanguardia a las
masas”)
Las masas tienen la visión corta.
Carecen de la capacidad para ver más allá de los problemas inmediatos, y lo
máximo que puede hacer una propaganda política eficiente y un movimiento
político es partir de problemas que las masas experimenten como propios,
explicándoles que solamente tendrán solución dentro de una perspectiva más
amplia. Lo que recomienda el “método de masas” no es decir: “hay que luchar contra el capitalismo para
que la alimentación sea más barata”, sino “el encarecimiento de la cesta de la compra tiene lugar porque los
intereses de los intermediarios y especuladores, por tanto, si queremos poder
adquirirlos será preciso desmontar el capitalismo especulador”. Unir lo
particular con lo global, en definitiva.
Nadie experimenta “Eurasia” como
una necesidad, muy pocos la tienen como una posibilidad remota, por tanto, no
se puede partir de este concepto para acompañar una lucha política de
liberación. Es más bien de las necesidades reales e inmediatas de las que hay
que partir para poder alcanzar valores
universales como la “lucha contra el capitalismo y la especulación”, “la lucha
contra la globalización” y demás.
Quinto error: considerar “Eurasia” como un todo
Desde, como mínimo, 2001, vengo
diciendo y escribiendo:
1) En la actualidad (no hace 20
ni 50 años, hoy, aquí y ahora), la única fuerza política verdaderamente
existente en el mundo árabe es el Islam. Así pues, hay que entenderse con el
Islam para determinar políticas exteriores europeas orientadas hacia Oriente
Medio.
2) Europa no tiene nada que ganar
ni que perder en el conflicto de Oriente Medio entre palestinos y árabes; la
postura más adecuada sería inducir a las partes a la negociación a la vista de
que hay un problema que dura ya setenta años. Cualquier posición “a favor de” y
“en contra de” responde solamente a un intento de racionalización de filias y
fobias.
3) El sionismo no es nada más que
el intento de formar un Estado judío y, por tanto, en la práctica, supone el
alejamiento de los judíos de Europa en dirección a Israel (idea que me parece
menos conflictiva que mantener a los judíos en Europa), por tanto no me opondré
al Estado de Israel… aunque creo que debería ser un Estado pluriétnico a la
vista de que existían poblaciones anteriores a la llegada en masa de judíos
después de 1945.
4) la presencia de inmigrantes
procedentes de países islámicos del Magreb, África Subsahariana y Asia en
Europa es innecesaria desde el punto de vista económico, contraproducente desde
el punto de vista social y cancerígena desde el punto de vista de la identidad
europea.
5) El límite del Islam es el
Mediterráneo y los estrechos del Bósforo y Dardanelos, de allí hacia el sur y
hacia el Este, eso es tierra islámica; más acá estamos en Europa y Europa no
puede permitirse enclaves que generen conflictos sociales, religiosos y
económicos.
Duguin en cambio nos dice que los
identitarios no tienen razón “cuando
atacan a los inmigrantes musulmanes”. Y sí la tienen: la perspectiva que
utiliza Duguin para juzgar este hecho deriva 1) de la incomprensión hacia lo
que representa el problema de la inmigración en Europa (fundamentalmente
vinculada a la globalización) y hacia los problemas de todo tipo que genera, y 2) del
intento de presentar su teoría de manera coherente: no se puede apoyar la lucha
del pueblo palestino y, como ha ocurrido, manifestarse en las calles de Europa
en apoyo a la causa palestina… junto a inmigrantes de países islámicos, ¡cuya
repatriación se pide en tanto que inmigrantes! Una vez más, el sueño de la coherencia
produce paradojas insostenibles.
La coherencia alternativa que proponemos en este terreno es de otro tipo:
1) Reconocer que el conflicto de
Palestina solamente puede resolverse por la vía de la negociación y que las
“filias” y las “fobias” no ayudan a resolver el problema sino simplemente a
generar un terreno particularmente crédulo para la propaganda negra generada
por ambos bandos,
2) Reconocer que la inmigración
islámica (y no islámica) presente en Europa constituye un problema derivado de
las exigencias de una economía mundial globalizada y que la repatriación de
estos excedentes de inmigración es la única forma de restablecer la normalidad
del mercado laboral, la paz social y los conflictos étnicos y religiosos
traídos por la incapacidad para asimilarse de los contingentes llegados con la
inmigración,
3) Reconocer que Europa no es
territorio del Islam y que, por tanto, el Islam no tiene nada que hacer entre
nosotros ni puede aspirar a un reconocimiento como cualquier otra religión
dadas, además, sus particulares características y su increíble tendencia hacia
el fundamentalismo y la expansión mediante uno de sus “pilares”, la guerra
santa,
4) Reconocer que el mundo
islámico es una realidad y que es otro de los “grandes espacios” y, en tanto
que tal, otra “pata” de un mundo multipolar y que Europa debe reconocer su
independencia, su naturaleza religiosa y su peso económico, pero teniendo como
contrapartida el establecimiento de una línea clara de división (el
Mediterráneo y el Bósforo) más allá del cual es “territorio del Islam” y más
acá “territorio europeo”.
Y es que, el fondo de la cuestión
es que “Eurasia” no es un todo homogéneo, sino un gigantesco conjunto
extremadamente heterogéneo que en el siglo XXI solamente puede ser gobernado, o
bien por la globalización o bien mediante el establecimiento de “grandes
espacios económicos” homogéneos cada uno de los cuales no tenga derecho de
injerencia en los asuntos del resto (y, por supuesto, se trata de arrojar a la
basura el “derecho de Núremberg” y sus secuelas).
Sexto error: tratar de abolir la Nación aquí y ahora
Duguin tiene formación
tradicionalista… lo cual no es decir mucho, porque yo también la tengo. Dejando
aparte los distintos matices de cada visión “tradicionalista”, el problema del
tradicionalismo se complica cuando se intenta aplicar a la política cotidiana. He
visto justificar con una cita de Evola el terrorismo islámico. Y he visto como
los evolianos y guenonianos de “estricta observancia” terminan excluyéndose
unos a otros por un quítame allá esas pajas. Propio de sectas. Es por lo demás,
completamente subjetivo elegir el lugar en el que se aplica un “análisis
tradicionalista” y aquel otro en el que se ignora el tradicionalismo.
Encontraría normal, por ejemplo, que se aplicara un análisis tradicionalista a
la “nación” y que dicho análisis se aplicara tradicionalista también a la raza
o a Europa, o a la forma de gobierno en la que desemboca un sistema
tradicionalista (inevitablemente, la monarquía). Lo que es discutible es aplicar
el análisis tradicionalista solamente allí en donde interesa, simplemente porque
refuerza el propio criterio, para eludir aplicarlo en lugares en los que se
muestra contrario a las propias “filias”.
Dice Duguin haciendo gala de
ortodoxia evoliana: “No puedo defender la nación, porque la nación es un concepto
burgués imaginado por la modernidad para destruir las sociedades tradicionales
(Imperio) y las religiones para su sustitución por pseudo–comunidades
artificiales basados en la identidad individual”, frase que suscribimos de principio a fin. Incluso podemos
suscribir también la disyuntiva que cita unas líneas más adelante “Tradición o modernidad”. Ahora bien…
El propio Evola reconoce que la
historia contemporánea es dinámica. Cita, por ejemplo, que el concepto de
“liberalismo” nació a la izquierda del mapa político, pero en doscientos años
se ha ido desplazando progresivamente hacia la derecha y hoy es considerado
como una doctrina de derechas. Así mismo, si el tradicionalismo cristaliza en
el plano político en posiciones aristocráticas y monárquicas, habría que
recordar que este último concepto se ha pervertido por completo, tal como pudo
verse en la reciente mascarada parlamentaria de “entronización” de Felipe VI,
una ceremonia descafeinada en la que la monarquía se traicionó a sí misma
renunciando incluso a su propia tradición, representada en el escudo por los
símbolos de los Reyes Católicos, el yugo y las flechas.
Estamos en tiempos de caos y crisis;
la confusión está presente en todos los territorios que exploremos y no podemos
emitir un juicio sin tratar de definir antes los elementos de la ecuación.
Quizás el problema estribe en
tratar de aplicar las categorías políticas tradicionalistas a un mundo que hace
más de dos siglos ha dejado de ser tradicionalista. Evola en Los hombres y las ruinas fue el último
en tratar de elaborar una línea política para la derecha tradicionalista de
postguerra; su proyecto tuvo cierta influencia entre los cuadros del Movimiento
Social Italiano y entre la nueva derecha francesa. Pero ya en aquel momento se
demostró la dificultad para adaptar la teoría tradicionalista a la práctica
política y este intento desembocó en posiciones pro–atlantistas: Evola mismo
opinaba que el bolchevismo anulaba completamente cualquier margen de actuación,
mientras que la democracia tutelada por los EEUU permitía trabajar
políticamente. Sin olvidar que el MSI, en su tendencia mayoritaria fue siempre
pro–atlantista y que existen artículos de Evola en la misma dirección.
La alta estima que siento por
Evola no se ve en absoluto empañada por estos errores de percepción que, simplemente, me
llevan a reconocer la imposibilidad de formular un análisis político
tradicionalista. En lo personal, hace tiempo que hemos renunciado a aplicar las
categorías y los análisis tradicionalistas a la política, para aplicarlos solamente
a la búsqueda de una práctica individual que conduzca a la liberación interior
y al desplazamiento del eje de la personalidad a capas más profundas y
auténticas. A fin de cuentas, uno de los aspectos que planteaba Evola en Cabalgar el tigre. Para lo cual existen distintas vías que pueden
experimentarse sin necesidad de la rigidez propuesta por Guénon y de su
sobrevaloración del fenómeno iniciático. Pero no es este el tema que estamos tratando
ahora.
¿Es la nación un instrumento de
la burguesía o un “concepto burgués” imaginado para “destruir las sociedades
tradicionales”? Lo fue durante la revolución americana y la revolución
francesa, lo fue durante las revoluciones burguesas impulsadas fundamentalmente
por la masonería… No lo es hoy. La historia ha desplazado la importancia y el
interés de la nación.
Hay que tratar de situar de
nuevo el papel de las naciones. La nación es un “menos” en relación a un “más”, el Imperio. Pero las naciones son un “más” en relación a una situación
inferior e indeseable, a un "menos" que es el “internacionalismo” de matriz marxista (hoy
reconvertido en “altermundialismo”) y que es también la globalización de carácter
económico y la mundialización de carácter cultural.
Desde un punto de vista
espacial y tradicionalista, todo lo que conduce hacia “arriba” (hacia el
Imperio”) es positivo, y todo lo que lleva hacia “abajo” (la globalización) es
negativo. Si se acepta esto y si se considera el análisis de la globalización
que hemos desarrollado en nuestra obra Teoría
del mundo cúbico, se aceptará que las naciones, hoy, aquí y ahora, son
muros contra la globalización en la medida en que disponen de realidad
jurídica, instrumentos coercitivos, leyes e instituciones propias que impiden
que el rodillo globalizador las uniformice. De ahí la necesidad actual de
defender el concepto de Nación y la posibilidad de ganar espacio político
dentro de los parlamentos y de las instituciones nacionales que supongan
reforzamiento del papel antiglobalizador de las naciones.
Lo que es una irresponsabilidad
y algo completamente irreal es olvidarse de la existencia de las naciones
actuales y proclamarse “euroasista”, proponiendo además, la destrucción de los
Estados–Nación actuales por ser “creaciones de la burguesía”. Verdadero salto
mortal al vacío sin red. Sería mucho más lógico aceptar que la marcha de la
historia obliga a la colaboración entre naciones, especialmente después de la
Segunda Guerra Mundial y, mucho más aún, que se precisa una colaboración entre
naciones europeas (y no la destrucción de las mismas o su sacrificio en aras de
la entelequia “euroasista”). Es cierto que el tiempo de la “dimensión nacional”
ha pasado y que ésta ya no responde a la realidad de un mundo hecho por las
grandes potencias: de ahí el énfasis puesto en la colaboración entre naciones.
De la misma forma que los distintos países europeos desde hace 40 años ya no
están en condiciones de realizar cada uno de ellos, independientemente de los
otros, grandes proyectos de investigación científica, se ha afirmado la
tendencia a impulsar grandes proyectos como el Airbus o el avión europeo de combate, que han requerido la
colaboración de distintos Estados–Nación.
Realizar una crítica a la
Nación afirmando que fue creada por la burguesía, no dice nada sobre el papel
actual de la Nación (papel que el propio Evola aceptaba y reconocía en los años
cincuenta, por cierto). Y, desde luego, lo que no puede olvidarse es que
aboliendo la Nación o no defendiéndola con suficiente vigor o defendiendo su
centrifugación en nombre de las identidades regionales, lo que se abre es el
paso a la globalización. Así pues, la alternativa de hoy es “nación
o globalización” y la óptima sería “grandes espacios económicos o
globalización”. Pero nunca, “¡abajo
la nación!” ni la igualdad “nación -
poder burgués”.
De hecho, aquí aparece otra vez
una incomprensión de los mecanismos económicos que han llevado a la modernidad:
ya no hay “poder burgués”, el capitalismo hace décadas que dejó de tener
relación con los ideales burgueses (eso correspondía al capitalismo artesanal y
al primer capitalismo industrial, en absoluto al capitalismo multinacional, ni
mucho menos al capitalismo globalizado) y, en absoluto, es protagonizado e
impulsado hoy “por la burguesía”, sino por élites financieras que invierten
mucho más allá de los límites de sus Estados–Nación y que en los que ya no
resta nada o muy poco de los ideales burgueses. Algo que implícitamente
reconoce Duguin cuando dice: “Las naciones han cumplido su papel de destructor de
identidades orgánicas y espirituales, y ahora los capitalistas destruyen sus
propios instrumentos para hacer posible la globalización”, a pesar de que no extrae las conclusiones necesarias de
esta realidad.
Lo que estaba unido en el
inicio de las naciones históricas (el poder económico burgués y la necesidad de
la burguesía de un marco jurídico nacional favorable con el que amparar su
pretensión a la hegemonía) ya no está unido en el siglo XXI y, por tanto, no
puede ser juzgado de la misma manera. Las naciones se levantaron sobre las
ruinas de los Reinos y las cabezas cortadas de los Reyes… hace 225 años. Hoy
son defensas frente a la globalización.
Séptimo error: proponer la aparición de “identitarios de
izquierda”
Dice Duguin: “Sería algo bueno ver aparecer “Identitarios de izquierda” que por un lado
defendiesen la justicia social, atacando el capitalismo, y por otro defendiesen
las tradiciones espirituales atacando la modernidad”. Dejando
aparte qué habría que hablar de cuáles son esas “tradiciones espirituales” y si
alguna todavía goza de buena salud y dejando aparte que se trata de una
discusión apta solamente para élites culturales que dominen la temática, en
España es frecuente decir “antes muerto
que sencillo”.
En esta pobre y peripatética
España han florecido capullos “nacional–bolcheviques”, “falangistas de
izquierda”, “castro–cristianos”, “anarco–fascistas”, y no importa quién ha
tocado la gaita que le ha venido en gana por puro afán de originalidad. Así que
ahora faltan solamente “identitarios de izquierdas”, como hubo pretendidos
“nacional–revolucionarios de izquierdas”, strasserianos o postulantes de la
línea de Farinaci frente a la derecha fascista, y demás lindezas. Hasta incluso hemos leído que
Ramiro Ledesma era “nacional–bolchevique” simplemente porque “unía lo nacional
y lo social”. Franco, por esto mismo, lo sería también; a fin de cuentas, los
derechos sociales que se nos van restando ahora para “ganar competitividad”
tienen su origen en el período franquista en su intento de ganarse a las masas.
Así pues, tenemos a Francisco Franco convertido en “identitario de izquierdas”,
pues no en vano, reconoció que el catolicismo era el primer rasgo de nuestra identidad
y lo que le daba forma desde la conversión de Recaredo. Seamos serios y no
simplifiquemos tanto…
A estas alturas ya resulta
enfermizo seguir esquematismos de este tipo: "la “derecha” defiende lo nacional,
la “izquierda” defiende lo social"… Estas categorías sumarias ya no tienen nada
que ver con la realidad. Cada día estamos viendo partidos “socialistas”
realizando políticas de apuntalamiento del capitalismo y hemos visto como el
Front National ha recuperado prácticamente a todo el electorado obrero francés
¿para una política de derechas? Más bien para políticas sociales... Y en
España, derecha e izquierda, estatalistas o nacionalistas, todas riman con
corrupción, así que ¿para qué seguir con adjetivaciones que solamente evocan
partidocracia, cleptocracia y simple bandidismo propio de salteadores de
caminos?
Escribe Duguin: “Si los
Identitarios realmente aman su identidad, se han de convertir en eurasistas y
unirse a los tradicionalistas, los enemigos del capitalismo de todos los campos
políticos, razas, religiones o culturas. Ser hoy anti–comunista, anti–musulmán,
anti–oriental, pro–yankee, atlantista, significa pertenecer al otro campo,
estar en el lado del Nuevo Orden Mundial y de la oligarquía financiera”… frase que, en su conjunto, ya ha sido respondida en las
líneas precedentes.
Nosotros, en cambio, decimos:
Si los identitarios
aman su identidad, deben defender a sus naciones y lo que representan. Estamos
todos obligados, claro, a no limitarnos a la “dimensión nacional” y a buscar
fórmulas de cooperación que generen un “gran espacio económico europeo” y
supongan una alternativa al actual Tratado de la Unión Europea.
Estamos obligados a
establecer estrategias realistas que no pueden ser sino gradualistas, con etapas claramente marcadas y elegir en
cada momento entre enemigos principales y enemigos secundarios. No basta ya con
decir “contra el capitalismo allí donde
esté”: hay que poner nombres y apellidos, señalar enemigos concretos y no formular
meras abstracciones generalizadoras. Hay que dejar de ver el capitalismo como un todo: estamos en la época del capitalismo financiero y globalizado... pero siguen existiendo residuos más o menos grandes procedentes de las anteriores etapas capitalistas (artesanal, industrial, multinacional). El capitalismo no es un fenómeno homogéneo, ni todos sus niveles tienen la misma peligrosidad.
No basta con decir
sólo “contra los EEUU”, cuando
existen otros centros del capitalismo y de la globalización y aunque los EEUU
desaparecieran –y hay motivos suficientes como para pensar que un proceso de
desplome interior pudiera producirse en aquel país– la globalización y el
capitalismo seguirían existiendo.
No se puede tomar
partido ni manifestar solidaridad incondicional por proyectos políticos que no
son los propios (el proyecto nuclear iraní, el proyecto de reconstrucción del
poder ruso, el proyecto de unificación del mundo árabe), esos proyectos
solamente hay que valorarlos en relación a sus repercusiones entre nosotros.
Y sí se puede
proponer una ruptura de la globalización y el establecimiento de “grandes
espacios económicos” autosuficientes en área con cierto grado de homogeneidad.
Nunca atacar a los Estados–Nación actuales, barreras ante la globalización.
Nunca dejar que utopías futuras distraigan de realidades presentes. Nunca mezquitas
en mi tierra, ni población halógena innecesaria. Nunca más una OTAN para
defendernos de enemigos inexistentes. Nunca más mitos multiculturalistas. Nunca
más valores humanistas y universalistas llegados de los laboratorios ideológicos de la ONU y de la UNESCO. Nunca
más intentar gobernar el mundo del siglo XXI con ideas del siglo XVIII.
Nunca más izquierdas
ni derechas. Nunca más conservadores con poco que conservar, ni progresistas haciendo
permanentes acrobacias de ingeniería social. Nunca más élites narcisistas
separadas de la población: elaborar una línea política y una práctica política
que pueda ser entendida por las masas. La tarea del revolucionario hoy es,
fundamentalmente, educadora y su práctica debe consistir en encontrar en los
elementos de la cotidianeidad que experimenta la población como negativos,
aquellos argumentos y caminos que hacen entender a los ciudadanos cuáles son
las vías a través de las que opera la globalización y porqué hay que
combatirla.
Dicho sea todo ello, sin ánimo de polemizar, naturalmente…
© Ernesto Milá – infokrisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com –
Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.
Artículo:
Alexandr Duguin
Considero que los Identitarios son aliados cuando rechazan la
modernidad, la oligarquía global y el capitalismo liberal mortífero para las
culturas étnicas y las tradiciones. El orden político moderno es esencialmente
global y se basa puramente en la identidad individual. Es el peor orden posible
y debe ser totalmente destruido.
Cuando los Identitarios militan por una reafirmación de la
Tradición y de las antiguas culturas de los pueblos europeos, tienen razón.
Pero cuando ellos atacan a los inmigrantes, musulmanes
o a los nacionalistas de otros países (en base a conflictos históricos), cuando
defienden a los Estados Unidos, el atlantismo, el liberalismo o la Modernidad,
cuando consideran a la raza blanca (la que ha producido la modernidad) como la
raza superior y afirman que las otras razas son inferiores, estoy en total
desacuerdo con ellos.
Más que eso, no puedo defender a los
blancos contra los no-blancos por la única razón de que yo mismo sea un blanco
y un indoeuropeo. Reconozco la diferencia de otros grupos
étnicos como una cosa natural y rechazo cualquier jerarquía entre los pueblos,
ya que no existe, y no puede existir, una medida universal para la comparación
de las sociedades étnicas y los sistemas de valores.
Estoy orgulloso de ser ruso, exactamente como los estadounidenses,
los africanos, los árabes y los chinos están orgullosos de ser como son. Es nuestro derecho y nuestra dignidad afirmar
nuestra identidad. No la de unos contra otros, sino los unos al lado de los
otros, sin resentimiento hacia los demás ni remordimientos hacia uno mismo.
No puedo defender la nación, porque la nación es un concepto
burgués imaginado por la modernidad para destruir las sociedades tradicionales
(Imperio) y las religiones para su sustitución por pseudo-comunidades artificiales
basados en la identidad individual. Actualmente, la nación está siendo
destruida por las mismas fuerzas que la crearon en el primer período de la
modernidad. Las naciones han cumplido su papel de destructor de identidades
orgánicas y espirituales, y ahora los capitalistas destruyen sus propios
instrumentos para hacer posible la globalización.
Debemos atacar el capitalismo
como un enemigo absoluto, responsable tanto de la creación de la nación como simulacro de
la sociedad tradicional como de su destrucción actual. La razón de la
catástrofe actual tiene sus raíces en los fundamentos ideológicos y filosóficos
del mundo moderno. Y la modernidad que era blanca y nacional en su origen se ha
vuelto global al final. Es por eso que los Identitarios deben elegir su campo
real: la Tradición (lo que incluye su propia tradición indoeuropea) o la
modernidad. El atlantismo, el liberalismo, el individualismo son las formas del
mal absoluto para la identidad indoeuropea, que son incompatibles con ella.
Si los Identitarios realmente
aman su identidad, se han de convertir en eurasistas y unirse a los
tradicionalistas, los enemigos del capitalismo de todos los campos políticos,
razas, religiones o culturas. Ser hoy anti-comunista, anti-musulmán,
anti-oriental, pro-yankee, atlantista, significa pertenecer al otro campo,
estar en el lado del Nuevo Orden Mundial y de la oligarquía financiera. Pero es una actitud ilógica porque las consecuencias de la
globalización destruyen todas las identidades excepto las individuales y hacer
una alianza con aquellos que la apoyan significa traicionar la esencia misma de
la identidad cultural.
El problema con la izquierda es diferente. Es positiva en su
oposición al orden capitalista, pero carece de la dimensión espiritual. La
izquierda se presenta habitualmente como una vía alternativa a la
globalización, que es la razón de su oposición a los valores orgánicos, a las
tradiciones y a la religión.
Sería algo bueno ver aparecer
“Identitarios de izquierda” que por un lado defendiesen la justicia social,
atacando el capitalismo, y por otro defendiesen las tradiciones espirituales
atacando la modernidad.
El enemigo es único, es el
orden global liberal del capitalismo de la hegemonía norteamericana (que también va dirigida contra la verdadera identidad americana).
Nosotros ganaremos si unificamos nuestros esfuerzos
.