viernes, 9 de enero de 2015

Metafísica del piropo (a propósito de las declaraciones de Ángeles Carmona)



Info|krisis.- El piropo, una de las especificidades propias de nuestra cultura en la que el varón juega con la imaginación y el ingenio para halagar a la ricahembra. Una tradición que, de perderse, supondría una verdadera tragedia nacional, en tanto que peculiaridad propia de nuestra identidad. Escrito hace diez años, rescatamos este artículo que fue publicado en varios medios escritos a raíz de las declaraciones de Ángeles Carmona, directora del malhadado y muy zapateriano "Observatorio contra la Violencia de Género", una institución que hace cualquier cosa salvo identificar el origen de la violencia de género... Decíamos así hace diez años y nos reiteramos a día de hoy:

El piropo es una metáfora halagadora, desorbitada, chistosa y, en ocasiones, desagradable o chabacana, dedicado a la mujer. La hipérbole suele ser la característica más habitual en la que se basa el piropo. El piropo alcanza en España su máximo nivel de ingenio con los diálogos de los hermanos Alvarez Quintero, verdaderos duelos entre piropeador y piropeada. 

Del piropo lo esencial es aguantar la mirada de la piropeada (que hasta hace poco tendía a bajar la vista abochornada por lo chabacano del lance o bien la sostiene acompañada de sonrisa premiando el ingenio del piropeador y desde hace unos años tiende a responder con un desarbolador “¡gilipollas!” si la chica comparte los ideales del “Women’s Lib”). Y es que para piropear hacen falta buenas dosis de aplomo. Por que el piropo se lanza a pocos centímetros del objeto de lisonja y a la cara; salvo aquellos, naturalmente, aquellos piropos que glosan las cuartos traseros de la anatomía femenina. En esta España en que el toreo no ha podido desbancar al Día de la Constitución como “Fiesta Nacional”, el piropeador tiene algo de banderillero, incluso en la pose para lanzar el piropo. Al hacerlo estira el cuerpo, tensándolo hacia atrás, dando la sensación de que así va a saltar mejor sobre la presa. También el canon del piropo acepta arrimar el cuerpo hacia el de la hembra como el mataor acerca la muleta al morlaco.


El piropo dicho con arte y conforme al canon tradicional, debe permanecer entre los dos seres que entran en juego: la garbosa y el atrevido. Éste debería lanzar su lisonja al oído sin compartirlo con terceros. Nada que ver con la chabacanería de quien piropea en alta voz para que el respetable admire el ingenio, el arrojo o incluso la zafiedad del dador, más que el halago para la interesada. Para piropear conforme al canon hay que hacerlo midiendo las distancias y estas deben ser más cortas que largas. 



Es falso que el piropo sea algo que ha arraigado sólo en Andalucía indiscutible tierra del gracejo y la chufla. No hay nada tan español como el piropeo. Lo que ha ocurrido es que el piropo ha seguido una evolución notable que le ha llevado del canto coral al solo, de la cuadrilla a la individualidad, de la noche al día. 



Hubo un tiempo en el que los mozos de todas las regiones de España, organizados en cuadrillas, recorrían amparados en la noche las calles de las ciudades y los pueblos para ir a cantar, bandurria en mano y flauta en boca, las glorias de las mujeres más hermosas: “¿Quien fuera rayo de luna para entrar en tu ventana?” o aquel otro más lúgubre: “Quisiera ser el sepulcro donde a ti te han de enterrar, para tenerte en mis brazos por toda la eternidad”. Tales cuadrillas son, en la práctica, un remedo de las “mannerbünde” germánicas, las sociedades de hombres con su dominio propio (la taberna del lugar), sus cofrades (la patulea) y sus armas (bandurrias, flautas, gaitas). Estas agrupaciones no crecen hasta el infinito, alcanzada una masa crítica se escinden y surgen así rivalidades entre unas y otras. A menudo, las diferencias se dirimían a las bravas. Pero más frecuentemente unos terminaban cantando coplas ridiculizando a los rivales y estos respondían procurando hacer gala de su más cruel mordacidad e ingenio. Sólo en algunos casos se llegaba al puñetazo y en muchos menos las partes descubrían pinchos y navajas y sólo en unas pocas se oía algún disparo. Pero haberlos, húbolos. Como en cualquier mannerbünde que se preciara.



El objetivo final que era recordado en las tabernas como Don Juan de Austria recordó Lepanto en los palacios, era que la mujer objeto del deseo, saliera al balcón y deparara una sonrisa a los cofrades tras la mejor de sus canciones. Habitualmente quien salía al balcón era el padre, garrota en mano, o la madre tenía a bien arrojar un cubo de inmundicias. Gajes del oficio, se decían, para volver al día siguiente a ese o a cualquier otro balcón. “Debajo de tu ventana paso las noches al claro y no logro que te asomes por más que canto y te llamo”, era una letrilla clásica, como la de “Bien sé que estás en la cama, bien sé que no duermes, no, bien sé que estás escuchando cantares que canto yo...” (imposibles de ignorar por que los cofrades más que cantar, daban alaridos y aquello terminaba pareciendo un concurso de desafinos). Pero buena voluntad, eso si que podían.



Habitualmente, en aquel tiempo, un cofrade cantaba una copla de apertura y luego otro pronunciaba el “yo sigo” y seguía con su cuarteta y luego otro y otro más, hasta que al final la interesada descorría levemente el visillo o la cortina y las más audaces saludaban con la mano. Entonces el cante se enfebrecía y las voces ganaban en aplomo y convicción, aunque no en calidades tonales. Al cabo de un rato venía la despedida: “Divina estrella, buenas noches tenga usted y asómate a la ventana y te lo diré”. Era el último intento antes de irse con la música a otra parte.



Había regiones en las que la función concluía cuando un familiar -nunca la interesada- o una fámula arrojaban algunas monedas... Y a la taberna, que al día siguiente un solemne cátedro les aburriría (y abrumaría) con su saber.



Los piropos cantados fueron sin duda lo más sofisticado del arsenal lisonjero nacional. Y como todas las artes patrias tuvieron sus recopiladores. Rodríguez Marín, tras el desastre del 98, realizó un compendio de las más brillantes coplillas. Las ordenó por alusiones a la anatomía femenina. Y las había de todo: “Mañana, si Dios quiere, voy a confesar lo que unos ojos negros me han hecho pecar”, “Los dientes de tu boquita campanitas de oro son”, “Esos ricitos, rubita, que te cuelgan, por la frente son campanillas de oro que van llamando la gente”. Se ve la tónica del piropo cantado.



Si estos eran piropos cantados en cuadrilla -de los que la Tuna ha sido el último resabio- lo más habitual eran los piropos unipersonales y estos han sobrevivido, mal que bien, especialmente en determinados oficios y especialidades de la construcción. Difícilmente lo tiene el encofrador colgado más allá de un segundo proyecto de piso, en advertir las bondades de la anatomía femenina y mucho más lo tiene el albañil perdido en las alturas de los andamios. El piropo es algo que se da a nivel de calle, a menudo surge del pozo o la zanja o a pie de obra en el momento de la descarga de materiales. 



Morfológicamente el piropo, que no la copla cantada, debe ser breve, no más de dos frases, entre tres y cuatro segundos para expelerlo. Necesariamente la hipérbole no debe ser excesivamente retorcida, o la aludida no lo entenderá a la primera. Debe causar un impacto positivo, halagador en cualquier caso. Por supuesto, no debe ofender ninguna de las cualidades físicas de la aludida, por evidentes que sean. Es una afirmación de las preferencias sexuales. Quien lo dice aprecia a la mujer, piensa en la mujer y su placer está en la mujer y sólo en ella. Por que el piropo, aun intercambiándose entre individuos del mismo sexo, alcanza su clímax de hombre a mujer. Y es bueno que así sea por que su intención lejana fue lejanamente, acercar a los jóvenes al noviazgo y de allí al altar y del altar al paridero, que tal era el riguroso orden de las cosas. Probablemente, de seguir con buena salud la tradición del piropo otro gallo cantaría a la demografía patria. 



El origen del piropo se pierde en la noche de los tiempos. Debió derivar, sin duda, del romance medieval con fases de transición. Cantado al son de la vigüela y la flauta, el romancero viejo castellano está repleto de poemillas que hablan de los amores de Lanzarote (“Nunca hubo caballero de damas tan bien servido como era Lanzarote cuando de Bretaña vino”), los amores imposibles de cristianos y moras (romances fronterizos) o bien los cortejos que descarrilaron nuestra historia, con particular énfasis en la traición de Don Opas y la “pérdida de España” por el amor de una mujer. 



Cuando la flecha de la historia hizo que los grandes y pequeños romances medievales quedarán muy atrás, irrumpió la costumbre del piropo cantado en cuadrilla. Y luego, visto el éxito, el mozo aislado, repitió en la calle las frases surgidas de su ingenio. Al no tener instrumento alguno que acompañara al cante, se limitó a recitar la copla y al no estar amparado por la noche, se fue desarrollando una técnica nueva que incluía una plástica específica. Acombar el cuerpo, arrimarlo, estampar la frase a quemarropa, al oído inicialmente; luego, en la fase evolutiva siguiente, el alarde pasó a ser representado para la contemplación de los transeúntes y haciendo gala de vozarrón. 



Existió una fase de transición que logró sobrevivir. Cuando se hizo el día, la cuadrilla seguía de taberna en taberna. Seguía siendo preciso demostrar, no solo quien estaba enamorado, sino quien era más machito. Apareció así el piropeo en grupo. Del seno de la formación de compañeros se destacaba uno ante la proximidad de la dama de buen ver y lanzaba sus frases tal como indicaban los cánones. Los había sin mucho valor, nulo aplomo, pero inspirados, que solían ampararse en el muro de sus compañeros y en su presencia, para disparar el piropo sin que la dama pudiera ver su rostro. Sin duda, el piropo en voz alta, indiscreto y chillón, a menudo ofensivo, debió nacer entre estas compañías cuando hacerse consideraron que la virilidad y el arrojo se demostraba realizando alardes ante los cofrades. El piropo dejó de estar amparado por la nocturnidad, dejó también de ser un lance entre dos, dejó incluso de tener como objeto a la mujer hermosa para ser una demostración de virilidad ante los propios. El piropo así ganó en decibelios, y se hizo público, llegando a ser tal como lo conocemos. 



Pero el piropo puede ser algo más que una frase ingeniosa. A menudo fue un gesto. Los hidalgos españoles arrojaban las capas al paso de la dama deseada. La costumbre pasó luego a otras categorías sociales y hubo un tiempo en el que las capas de los estudiantes eran, literalmente, un deshecho a fuerza de ser pisadas una y otra vez por calzado femenino y enfangadas por su envés. 



Casas recuerda que en el siglo XIX español los varones al pasar ante una ricahembra se tapaban los ojos como indicando que podían ser deslumbrados por la bella. Luego estaba la costumbre de arrojar un beso al aire, la de orientar la dirección del beso con la palma de la mano como asegurándose que iba a llegar a la dama. Y el suspiro profundo, sin palabras, acompañado de un cierre momentáneo de párpados, evidenciando que el varón había alcanzado el cortocircuito psicológico a la vista de la dama. Por haber, hubo tiempo atrás la costumbre ibicenca de disparar un trabucazo (sin plomos) a los pies de la amada, de tal manera que ésta, cuando se dispersaba el humo y el polvo, ésta se sabía cortejada pero no por ello distraía su paso. Era el piropo apetardado. Quería la costumbre que el agresivo mozo se situara junto a la joven y le diera conversación. El trabucazo, que las zagalas ibicencas soportaban con estoicismo y tenían por el más elevado de los halagos, era una forma traumática pero aceptable de iniciar la conversación.



Si ustedes miran a los niños y adolescentes en las verbenas verán que, la costumbre de la mayor de las Pityusas se ha extendido a la Península, pues no en vano, los petardos son preferentemente arrojados a los pies de las chicas. Las costumbres han cambiado pero la embriaguez de la pólvora persiste. Sólo que las chicas ya no comprenden el universal lenguaje del petardeo nacional, ni los chicos quieren iniciar una conversación para la que les faltarían las palabras. El estallido no es más que un albor del sentimiento sadomasoquista que hace que los jóvenes amen el rictus de sorpresa y miedo en las niñas antes de amarlas de verdad. Pero eso ya no es piropo, es el primer despunte de la sexualidad más dura que pura. 



Cuando el noble arte del piropeo se recupere, España volverá a ser grande como en sus mejores tiempo. Y probablemente hasta suban las tasas de natalidad en un plazo prudencial.



© Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es