V. LAS INTERPRETACIONES PSICOANALÍTICAS
Llegados a este
punto, hay que repetir la pregunta que otros
muchos han hecho: ¿Dónde se albergan los simbolos? ¿Cuál es su lugar de
residencia? A partir de Jung y de su intento de psicología analítica, tales
preguntas han polarizado las discusiones centrales en torno a los símbolos. ¿Por
qué los mismos símbolos se repiten en todas las épocas en lugares distantes y
sin contacto entre sí? ¿Por qué encuentran eco en las profundidades del alma
humana? ¿No será que es ahí donde se encuentra su residencia?
Las teorías de Jung han intentado dar
respuesta a estas preguntas a través de la psicología analítica, heterodoxa en
relación a Freud, pero, al mismo tiempo, limitada, como ésta. Las tres teorías
de Jung ‑sobre los “procesos de individuación", el "inconscienie
colectivo" y los "arquetipos"‑ aminoran la importancia dada por
Freud a la sexualidad infantil, principal aberración del psicoanálisis, pero, a
decir verdad, no penetra en la naturaleza del mundo tradicional que pretendió
estudiar y desvelar.
Las distintas
técnicas tradicionales ‑y la alquimia en particular, a la que Jung consagró un
voluminoso trabajo: Psicología y Alquimia‑
serían para Jung proyecciones de contenidos psíquicos del inconsciente
sobre las cosas. A esto Jung lo llamaba "proceso de
individuación" y mostraría la tendencia hacia la realización del ser.
¿Por qué se producía una convergencia de símbolos? Porque todos los seres
humanos tenían desde el momento mismo de su nacimiento, grabados en su cerebro,
mitos y creencias propios de su raza, una especie de herencia psicológica a la
que Jung llamó "inconsciente colectivo". Otto Rank, psicoanalista
freudiano ortodoxo durante mucho tiempo, convergió con estos postulados
afirmando que "el mito es el sueño colectivo de un pueblo".
Sería en este inconsciente colectivo en donde residirían los "arquetipos",
modelos simbólicos recurrentes.
Estas teorías fueron expuestas en
diversos libros: El secreto de la flor de
oro, Transformaciones y símbolos de la líbido
y Psicología y Alquimia, fundamentalmente. Ya en su momento sufrieron
críticas muy duras, beneficiándose de la ventaja de eludir los aspectos más
problemáticos de las teorías freudianas y de recurrir a exposiciones
frecuentemente cargadas de poesía. Por lo demás, en la discusión entre Freud
y Jung lo que hubo fue una confrontación racista del "Slgfrido
suizo" contra el "judío de Viena", repleta de ajustes de
cuentas (Totem y tabú, de Freud,
es solo un ajuste de cuentas con la escuela de Jung), insultos mutuos y dos
personalidades en disputa por la jefatura de la Asociación Psicoanalítica
Internacional. Era rigurosamente cierto, por lo demás, como achacó Ernst Jones
a Jung, que éste solía cubrir sus exposiciones con "inmensa espuma de
verborrea".
Pero tras todas estas disputas y teorías,
lo que existe es una teoría freudiana difícil de comprobar, frente a un
"cuento de hadas" junguiano que se desvanece en presencia de la
genética actual (los caracteres adquiridos no se transmiten por herencia).
Efectivamente, ni uno ni otro utilizan el método científico para establecer
sus teorías. Freud fue lamarckista hasta su muerte y Jung no va más allá
de él cuando intenta explicar los símbolos tradicionales no como un eslabón de
enlace entre el mundo físico y el metafísico, sino entre el consciente y el
inconsciente. En este punto ‑el que interesa verdaderamente‑, Jung
permanece en el mismo nivel de ideas que Freud.
La tendencia del psicoanálisis, sea cual sea su escuela, es siempre la de haber superado efectivamente, al menos en parte, el materialismo que dominaba hasta finales del siglo XIX (“no existe más realidad que la que se puede percibir con los sentidos”) y haber concebido estados de conciencia subpersonales, pero sin conteniplar siquiera la posibilidad de existencia de estados suprapersonales, que trasciendan al individuo. La confrontación entre el psicoanálisis y las doctrinas tradicionales estriba en lo que los símbolos serían, para el psicoanálisis, una plasmación del inconsciente colectivo albergada en un estrato más profundo del insconsciente individual, mientras que para las doctrinas tradicionales tal inconsiciente no es sino una manifestación de lo mental y, por tanto, está alejada de la metafísica y la espiritualidad pura. El mundo tradicional contemplaba la existencia del inconsciente entendido en sentido psicoanalítico ‑a eso aluden los mitos sobre el "reino de Neptuno" y los monstruos abominables que moran en él‑, pero considerándolo como capas infrarracionales y subpersonales. Al mismo tiempo, afirma la existencia de niveles superiores a la conciencia ordinaria, supra‑personales. Estos niveles suprapersonales estarían en el umbral de la otra realidad, la metafísica, y mantendrían con ella "territorios" comunes. Esta situación privilegiada permitiría al símbolo ejercer su función de mediador entre lo humano y lo metafísico. Por lo demás, para la metafísica tadicional no existe realidad individualizada ‑este sería uno de los aspectos de "maya", la ilusión‑, sino unicidad orgánica, demostrable a través de la persistencia espacio‑temporal de los símbolos.
VI. EL
SÍMBOLO COMO BASE PARA LA RECONSTRUCCIÓN DEL ORDEN TRADICIONAL
La sociedad tradicional, como todo lo que
tiene un soporte humano, se fue agotando en el curso de los siglos y su
influencia ha ido disminuyendo en el plano contingente. Hoy incluso ha
desaparecido el concepto mismo de "tradición" y
"tradicionalismo", pasando, en ocasiones, a ser sinónimo de
"ochocentismo" o de "burguesismo".
Pero es innegable
que cuando se habla de "alternativa al sistema" en materia
espiritual, una de las pocas alternativas posibles es la recuperación de los
valores de la Tradición. La búsqueda de la novedad parece el callejón sin salida de
todos los intentos "alternativistas". Martin Buber escribió: “Imago mundi, imago nulIum”; pero si no
se quiere ser tan radical, es preciso reconocer, como mínimo, que cuando se han
agotado todas las fórmulas "nuevas" no queda más remedio que buscar
entre el arsenal de las que se dieron en el pasado y adaptar sus principios al
tiempo moderno.
Pero esto suscita una serie de problemas.
En primer lugar, "tradición" implica "transmisión". Y
esto se ha perdido. El hilo que une las escuelas tradicionales del pasado con
el presente es tan débil que no puede considerarse como realmente válido y
operativo. Cualquiera que haya tenido relación con escuelas tradicionales ‑budistas,
sufíes, hinduístas, ortodoxas, residuos occidentales‑ habrá advertido lo
problemático de todas ellas. Desde Taishen Deshimaru, uno de los japoneses que
más hicieron por adaptar el budismo a Occidente, hasta Allan Wats, gurú de la
contracultura y divulgador del Zen en los años 60 y 70, pasando por el lama
Tchongyam Grumpa Rimpoché, uno de los más lúcidos maestros tibetanos llegados a
nuestras latitudes, todos ellos ‑cuyos escritos nos han ayudado
extraordinariamente- murieron de algo tan prosaico como la cirrosis
hepática... No puede esperarse encontrar un "maestro" perteneciente
a una escuela regular sobre cuyo origen o regularidad no existan dudas. El
mundo moderno no puede ofrecer ningún tipo de certidumbre si no es la de su
propio fin, y esto afecta a los residuos tradicionales que subsisten en su seno.
En la polémica entre Julius Evola y René
Guerion en torno a la "regularidad iniciática”, demos la razón al primero
en contra de la innegable ortodoxia del segundo. Como se sabe, todas las
doctrinas tradicionales sostienen la posibilidad de injertar en el aspirante
una fuerza que le trasciende a través del rito de la iniciación; algo así
como colocar un molino de viento justo donde pasa una corriente de aire para
activarlo. Pero nuestra experiencia personal nos ha permitido conocer decenas
de "iniciados regulares" en disatintas escuelas, cuya cualificación
humana ha variado tan poco, tras recibir la iniciación, como la de quienes
reciben los sacramentos mecánicamente en el catolicismo. En la Grecia
crepuscular ocurrió otro tanto: los ritos dejaron de ser "eficaces";
al igual que en los mornentos actuales, los ritos y las iniciaciones "se
democratizaron”: como los sacramentos, se recibían sin ninguna
preparación previa en profundidad, ni pasar por períodos de ascesis y, de la misma
forma que el corcho absorve cualquier vibración, el así "iniciado"
se convertía en impermeable a la "fuerza actuante" de los ritos.
Sobre este tema se podría discutir mucho ‑y
de hecho así ha ocurrido‑, pero a nuestros efectos carece de interés en tanto
que, si bien es posible dar la prueba en negativo (la actual ineficacia de las
iniciaciones), no lo es en positivo (nunca sabremos "positivamente"
si en el pasado fueron o no eficaces ciertos ritos). A su favor está la tesis
de la duración dilatada de los ciclos tradicionales; el arqueólogo e historiador
Contenau pone, al respecto, el dedo en la llaga: los ciclos tradicionales,
con sus ritos y mancias, nunca habrían podido sostenerse durante muchos años de
no ser por haber mostrado un porcentaje significativo de éxitos, Gaston
Bachelard, por su parte, abunda en la misma idea: "¿Cómo podría
perpetuarse y mantenerse una leyenda si cada generación no tuviera razones
íntimas para creer?‑.
Despojando al mundo tradicional de todo
aquello que es accesorio, de lo que fueron construcciones históricas sujetas a
imperativos étnicos, geográficos o históricos; quitando a todo exoterisrno sus
rasgos propios superfluos y su utilitarismo social, abandonando en el camino
todo aquello que se presta a discusión intelectual y reviste caracteres
problemáticos o indemostrables, lo único que nos queda hoy son tres
factores: unos métodos de meditación e introspección, unos elementos mínimos
de metafísica y un sistema de símbolos sobre los que apoyar la práctica. Es
decir: teoría, práctica y puntos de apoyo. ¿Para qué hace falta más?
A la hora de la
verdad, meditar ‑es decir, abordar una de las prácticas tradicionales posibles‑
es estar solo consigo mismo, y nada ni nadie puede ayudarnos en la búsqueda de
nuestro Ser más profundo. A la iniciación "real" y “ortodoxa" como la
teorizada por Guenon, el tiempo nuevo debe oponer, ha opuesto, una "iniciación
virtual”, derivada de una práctica seria, personalizada, basada en una
rigurosa ortodoxia metafísica y apoyada en un sistema de símbolos que encuentren
eco en nuestro interior.
No puede haber reconstrucción de orden
tradicional alguno, si antes no se reconstruye la élite tradicional que lo
alumbrará. Nunca el efecto fue anterior a la causa. El símbolo está ahí para
apoyar tal reconstrucción.