lunes, 27 de marzo de 2017

Diario de un pobre Diablo (44)

POR QUE LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA ES (Y SEGUIRÁ SIENDO) DE MALA CALIDAD

Empecemos vulnerando la corrección política diciendo que la eugenesia debería de ser una de las razones de la existencia del Estado. Llevar una política eugenésica consiste en velar para que la salud y la calidad de vida de la población no se deteriore, sino todo lo contrario: que mejore hasta el límite de las posibilidades de lo humano. En lugar de esto, la eugenesia es considerada como algo satánico y, en cualquier caso, rechazable. Se olvida, con frecuencia que la inmensa mayoría de cánceres que afectan extrañamente a edades intermedias se deben a que nadie, absolutamente nadie, se preocupa sobre la calidad de la alimentación. Es mucho más fácil condenar la eugenesia que investigar si lo que se etiqueta y se vende como producto alimenticio no es más que un veneno que, por aquello de las casualidades, puede ser tu peor boleto para la rifa de cualquier tumor maligno. Hoy sabemos que de cada 4 personas vivas, 3 morirán de cáncer e intuimos que la alimentación, sobre todo, influye en esta siniestra estadística, junto a emisiones de ondas y a polución atmosférica. Y nadie, hace nada… precisamente porque la “salud de la raza” (es decir, la salud de los individuos que la componen) es algo que, lejos de interesar a los gobiernos, estos, simplemente, la condenan.

¿A qué viene todo esto? No es, desde luego, un grito iracundo sobre algo que sabemos que no tiene remedio en las actuales circunstancias. Viene a cuento de que nunca como ahora existen posibilidades para una vida humana feliz y venturosa, y nunca como ahora, esta ha estado tan lejos de nuestro alcance. En política, por ejemplo, está claro que llevamos ya 40 años de libertades políticas y democracia más o menos formal. A lo que habría que sumar los 40 años del franquismo, si se reconociera que fueron años de recuperación del atraso económico, en los que todo –incluidas las libertades públicas- se sacrificaron en aras de alcanzar este fin. Así pues, desde 1939, llevamos casi 80 años de paz: algo inimaginable en nuestra historia. Ahora bien, hay que elegir entre si nos conformamos con esto o comparamos dónde podríamos estar con dónde estamos efectivamente. De esta desproporción deriva una desazón fundamental.

Tenemos democracia, como tenemos comida, pero de la misma forma que ésta genera todo tipo de enfermedades y tumores nunca vistos hasta ahora, nuestra democracia es de baja calidad. Y, en ambos casos, no existen medios para rectificar esta realidad, ni voluntad política en las cúpulas de los partidos, ni siquiera en la voluntad del electorado.

La sociedad española, desde el momento en que terminó la Reconquista, como si el esfuerzo realizado hubiera sido superior al que estaba en condiciones de acometer y la llegada de los Austrias le exigiera un esfuerzo imperial que la población ni siquiera podía imaginar y mucho menos asumir, se refugió en la apatía y el desinterés por la cosa pública que fue avanzando y calando más hondo, a medida que avanzaba nuestra historia. Hoy, esa apatía es total y se agrava con 30 años de hundimiento del sistema educativo y de pérdida de capacidad crítica: incluso quienes son extremadamente críticos con el poder (Podemos, sin ir más lejos), lo son desde posiciones absolutamente ignorantes, ingenuas en unos casos, superficiales en otros y zafias en gran medida. Los mecanismos culturales han dejado de preparar ciudadanos para asumir responsabilidad. La cultura se ha convertido en ocio y el ocio en una simple cobertura al nihilismo. Pero eso no es lo peor.

Cuando un pueblo tiene, en sí mismo valores, conciencia de su existencia y de su identidad, puede superar cualquier crisis periódica que afronte porque, al final, siempre anidará en el interior de determinadas élites, un estilo de vida y unos valores, a partir de los cuales será posible movilizar las sanas reacciones populares. Pero el problema es que el pueblo Español y el nacionalismo español se han reconocido, no en valores propios, sino en los valores de la Iglesia Católica y ésta, reconozcámoslo, es hoy una entidad en fase de liquidación.

En otro tiempo era posible sostener que el catolicismo había hecho a España. Hoy ya no: en los años 60 tuvo lugar el Concilio Vaticano II; luego vino el “desencanto”, el tránsito de amplios sectores de la Iglesia del “catolicismo espiritual” al “cristianismo social”, más tarde se sucedieron los escándalos en el interior de la institución vaticana y, finalmente, un buen día, como si todo hubiera cambiado, la tensión de la fe descendió, los dogmas se convirtieron en cada vez patrimonio de menos gente, perdieron vigor y, finalmente, hoy apenas son compartidos por minorías testimoniales. ¿Qué ha ocurrido? Simplemente, que todo lo humano –y la Iglesia es algo humano, casi “demasiado humano”– está sometido a ciclos de nacimiento, crecimiento, madurez, vejez y muerte, y el ciclo de la Iglesia –no hay nada más que asomarse y comprobarlo– ha terminado. Ya es imposible seguir defendiendo una “España católica”, por la sencilla razón de que España ya no es católica: lo es una minoría por mucho que la apatía evita que buena parte de la población se dé oficialmente de baja como católico. Hace falta acercarse a una iglesia el domingo por la mañana para comprobarlo.

Desaparecida la vinculación de los españoles al catolicismo que fue uno de los cimientos de nuestra nacionalidad, desaparecen también imperativos morales: a diferencia de otros países europeos en donde han estado presentes elementos laicos de adhesión al Estado y a la Nación, en España, el nacionalismo se ha justificado hasta hace poco sólo con elementos religiosos. Y hoy con el recurso a algo que apenas ha penetrado en el subconsciente de los españoles: la constitución. España es “una” sólo porque lo dice la constitución. La autoridad de Dios difícilmente puede ser discutida, pero cuando desaparece, “todo está permitido”. Y, en cuanto a la constitución, no puede decirse que, ni en su origen (el consenso), ni en su desarrollo (que ha conducido por el caos autonómico, entre otras lacras), ni en sus posibilidades de reforma (inéditas), sea ninguna ganga. Es, digámoslo ya, la matriz de una democracia de baja calidad. Y, añadamos, que es irreformable.

Nada que beneficia a una clase política va a ser reformado por esa clase política, sino es para contentar a esa misma clase política. Nadie renuncia a sus intereses ni privilegios voluntariamente. Por eso, nuestra norma fundamental permanece inamovible desde hace 40 años. La Constitución llegó de la mano de la “banda de los cuatro” (PSOE, UCD, CDC y PCE). El PCE ha desaparecido y sus restos se han convertido en minúsculos satélites de Podemos, CDC ya no existe e incluso su avatar –el PDcat– está sometido a tensiones internas que permiten pensar que será residual en las próximas legislaturas, UCD se difuminó y ese espacio ha quedado ocupado por el PP; y, en cuanto al PSOE, simplemente, está en vías de implosionar. Todo esto debería inducir al optimismo: los inmovilistas de los últimos 40 años, debilitados por sus errores, por su mala gestión y por sus corruptelas, están en recesión. Pero, en realidad, no es así.

En primer lugar, el PP resiste e incluso, si hoy se convocaran elecciones generales es más que probable, que mejoraría sus posiciones. Podemos, por su parte, lleva camino de sustituir al PSOE, pero, no solamente evidencia una mala calidad en su dirección (en algunos casos hasta extremos difícilmente digeribles), sino que además es un agregado explosivo de fracciones inestables. Ciudadanos, empeñado en ocupar el espacio centrista, vuelve a ser lo que siempre ha sido el centrismo: el receptáculo de todos los oportunismos. No hay, ni se le espera –vale la pena reconocerlo para evitar decepciones futras– ningún partido euroescéptico al estilo de los que se han configurado en Europa como segunda o tercera fuerza. Y, en lo que se refiere a “fuerzas vivas”, están completamente ausentes de la escena. La fiebre de los “indignados” en 2009-2010 es algo que hoy queda lejos y que fue, a poco de nacer, ganado por la extrema-izquierda. La duda es durante cuánto tiempo el PP permanecerá íntegro y unido interiormente.

Ninguna de estas fuerzas políticas está en condiciones ni interesado en alterar la constitución, ni es capaz de aportar valores al conjunto nacional, ni siquiera de hacer otra cosa que lo que han hecho los partidos mayoritarios en los últimos 40 años: alimentar a sus élites corruptas. La telebasura, la falta de capacidad crítica y el aroma a porro hacen el resto, unido a la apatía consuetudinaria de nuestro pueblo. Lo peor que podría hacerse es ignorar estos hechos esenciales que llevan a una terrible conclusión: España carece de futuro y está encarrilada en una vía muerta porque no dispone de élites de reemplazo, de un sistema cultural capaz de producirlas y de una élite intelectual en condiciones de elaborar un proyecto nacional para la España del siglo XXI.

Mi decepción por la política y por el futuro de mi nación, cada día encuentran más y más argumentos para confirmarse. Me gustaría, simplemente, que alguien me diera el más simple argumento para el optimismo. Hoy me considero apolítico, si por ello se entiende permanecer distanciado de la política, pero no desinteresado por ella. El problema es que la política española es tan absolutamente aburrida y miserable que, cada día resulta más difícil, seguir preocupándose por los vaivenes del día a día, incluso desde posiciones de alejamiento y distancia. ¿A quién le puede interesar hay la política? Sólo al que vive de ella (como político o como periodista). Si hay un milagro en esta democracia de mala calidad es que la gente siga acudiendo a las votaciones. ¿Ni siquiera hace falta un dios para que haya milagros en estos tiempos crepusculares.