Info|krisis.- El presente artículo fue escrito hace 10 años y publicado en alguna revista impresa que no recuerdo. De ahí que se aluda a personajes que ya hoy han pasado al basurero de la Historia: José Luis Rodróguez Zapatero, la Alianza de Civilizaciones, Santiago Carrillo. Hemos efectuado una corrección rápida y una adaptación mínima, pero lo esencial del artículo está intocable. Las alusiones a Podemos (progresismo quintaesenciado de este momento) son pocas y las hemos incorporado ahora. El tema daría para mucho más, pero esto son solo unos apunten que caracterizan a lo que es el "pensamiento progre". Algunos lo llaman "pensamiento soft" (blanco). Quizás sería mejor llamarle "pensamiento nulo". En cual quien caso, estos son sus destrozos.
«Progre», apócope de «progresista», suele utilizarse con voluntad denigratoria para resaltar las limitaciones de una ideología que no llega a tal, sino que apenas es un racimo de tópicos y prejuicios. «Progresía», por su parte, se utiliza como sinónimo de feligresía «progre». El «progresismo» es tan limitado en lo ideológico que «progre», su limitación silábica, se adapta mejor a sus contenidos, de la misma forma que un dinosauro político indocumentado no es un «reaccionario» –reaccionario sería un Donoso Cortés, un Metternich, un Guénon, un Evola, luminarias de un pensamiento conservador tan consecuente como coherente– sino más bien un «regre». Lo «progre» y lo «regre» son las dos caras de la misma moneda: la sobreutilización sistemática del tópico aplicado a la política y al día a día.
La naturaleza progre viviseccionada
El progre se quiere aureolado de tres rasgos que definen su médula:
1) de cara al sistema, es «renovador, reformista e innovador»
2) de cara a sí mismo, le gusta verse como «tolerante, humanista y laico»
3) de cara al arco político, es «de izquierdas», «de centro izquierda» o «centrista» (y si es centrista, por supuesto, se reafirma diciendo que es «de centro progresista» porque más acá de la izquierda hay que añadir la coletilla).
Es difícil no considerarse progre, porque, en principio, los dos primeros rasgos no los puede negar nadie. Nadie con dos dedos de frente se encierra en un bunker político negando la necesidad de reformas y renovaciones. En tanto la sociedad avanza y evoluciona (o involuciona, que todo es posible), siempre es preciso introducir correcciones en el sistema. Así mismo, es difícil negar que «tolerante» y «humanista» son posiciones más agradecidas que «intolerante» e «inhumano» e incluso semánticamente «progreso» parece más esperanzador que «regreso». Como aquel profesor de historia que me decía con una seriedad pasmosa que Hitler era un genio de la propaganda por hablar del “nuevo orden” en lugar del “viejo desorden”. Y en cuanto a lo laico siempre será más árido, pero más racionalista, que cualquier forma de pensamiento mágico.
Sería difícil encontrar un término político o cultural que, en sí mismo, resumiera todo su contenido y que, en sí mismo, quiera decir tanto y ser, en el fondo, tan limitado.
El progre y su ubicación política
Pero lo más sorprendente es que todo progre se ubique sistemáticamente del centro a la izquierda del panorama político. No hay progres de derecha o al menos, si los hay, nunca resultan creíbles, ni tolerables por los progres con marchamo de autenticidad. Esto crea algún problema a la vista de que ese espacio político es tan amplio como heterogéneo. En el fondo, uno de los motores del malhadado «proceso de paz» vasco fue la irracional creencia de ZP en que los «abertzales» se situaban a la izquierda del panorama político vasco, esto es, próximo a los socialistas y que solamente les hacía falta un pequeño impulso para que los chicos de la gasolina, el tiro en la nuca y la dinamita, hicieran causa común con ellos.
El razonamiento de ZP era más simple que el mecanismo de un botijo: «si se llaman a sí mismos «izquierda abertzale», eso quiere decir que son «progresistas» (porque son de izquierdas) y si lo son, es que son buenos chicos. Así que accederán a pactar con otros «progres» como nosotros». De ahí al fracaso no había más que un paso que ZP dio con una audacia propia de Cerolo, en sus mejores tiempos, reivindicando vaselina para sus rizos con cargo a la seguridad social.
El progre para serlo, debe ser de izquierdas, de lo contrario no es completamente progre. El progre centrista es un falso progre o un progre emboscado y a éste se le define como «oportunista» (y seguramente lo es). Una parte de él se ha quedado en el armario. El verdadero progre, como mínimo, está del «centro–izquierda» a la extrema–izquierda. Esto explica muy a las claras porqué el progre es «antifascista», pero nunca, oigan bien, nunca «anticomunista».
A decir verdad, si el progre fuera «tolerante, humanista y laico», difícilmente podría encajar con una doctrina que, desde Marx hasta que fue arrojada a las letrinas de la historia, sus tres rasgos esenciales eran la intolerancia de la que solían hacer gala sus partidarios, sus contenidos inhumanos cristalizados en una ideología fría y desprovista de sentimiento (Artur Koestler que la conocía bien porque fue uno de sus propagadores, explicaba en sus memorias que no podían entender por qué cuando su célula se reunía en los bosques, toda la naturaleza callaba en torno a ellos, como si muriera) y su formulación con forma de religión laica (dotada de libros sagrados –los escritos canónicos de Marx, Lenin, Stalin, Mao e incluso del «camarada Arenas», o el exótico «camarada Gonzalo», alias Abimael Guzmán –clase sacerdotal –los cuadros del partido–, símbolos sagrados –la hoz y el martillo, la bandera roja, el puño cerrado–, ritos –el canto de la Internacional, la discusión sobre la última resolución del Comité Central, la fiesta del partido– su horizonte mesiánico –la dictadura del proletariado y el fin de la historia– y el infierno para los impíos –el GULAG, psiquiátrico y/o el paredón–).
Pero a los progres de hoy les ocurre con los comunistas como a ZP con los chicos de la gasolina: si ellos dicen que son progres, es que lo son y poco importó que crearan el universo concentracionario más denso de la historia universal, las checas, el stalinismo y, simplemente, propusieran esa lindeza de la «dictadura del proletariado» quintaesencia del pensamiento teleológico y mesiánico aplicado a la política.
Si usted le niega a un progre, justamente, el que es progre, puede ocurrir que reaccione con violencia inusitada: el progre es progre porque lo dice él (de hecho, ¿quién va a saberlo mejor que él? Así que hay que hacerle caso).
Hubo un tiempo en el que el marxismo (y su precedente, el socialismo utópico) era de una austeridad propia de los profetas del desierto. No es por casualidad que el sufraguismo feminista naciera en esos pagos abonados por la ausencia de Dionisos, la ignorancia de Eros y el mutis de Apolo. Era el tiempo –desde la sociedad victoriana hasta el último suspiro de Mao o el reventón de Pol Pot– en el que una parte de la «izquierda progresista» condenaba a la sexualidad como una manía pequeño burguesa que alejaba de los verdaderos problemas del proletariado y creaba vicio y molicie en los militantes obreros.
Los maoístas siempre sostuvieron que un maricón era alguien para el que el ano del amante era más importante que la lucha del proletariado y, por tanto, prescribían la abstinencia en materia sexual. No vamos a discutir tan singular punto de vista, desde luego, pero en esa misma época y desde principios de los años 70, otra secta izquierdista, el «trotskysmo», ya advertía el inmenso potencial que albergaban los movimientos de liberación sexual y pasaba a constituir los primeros núcleos de los futuros «partidos arcoiris».
El progre y el comunismo histórico
Lo realmente sorprendente es que a poco que se examine lo que fueron los partidos comunistas, se percibe con facilidad que la mayor monstruosidad de la historia les pertenece como patrimonio inalienable y que nunca nadie como los partidos comunistas negaron justo lo que los progresistas afirman. Se conviene –y es un ejemplo– que el progresismo de Santiago Carrillo es incuestionable. Cuestionarlo, al parecer, equivaldría a cuestionar lo mejor de la transición.
Carrillo en España entendió que los crímenes de Stalin, la invasión de Checoslovaquia y la represión constante que se generaba allí en donde un comunista había echado raíces, no convenía a sus intereses, así que creó –junto con Georges Marchais y Enrico Berlinguer– el «eurocomunismo» que era menos comunista y más progresista a efectos de imagen. Lo que no impidió que Carrillo y el PCE siguieran contando con subsidios, subvenciones, ayudas y mordidas de los países del Este. Ceaucescu fue el último en cancelar estas ayudas y no voluntariamente sino porque la ciudadanía rumana se soliviantó contra él, dándole de su propia medicina: juicio bufo y paredón. Donde las dan, las toman.
El progre para serlo debe ser asimétrico: antifascista por un lado, mirará por otro con simpatía al comunismo y a la historia del movimiento comunista. Es de buen tono, por ejemplo, que cuando se examina el franquismo y la transición española, el progre, especialmente destaque las cualidades de Santiago Carrillo para llevar al PCE por la senda democrática.
Si Carrillo fue algo, fue cualquier cosa menos un ejemplo de político con escrúpulos. No los tuvo durante la guerra civil (Paracuellos no fue un accidente en la vida de Carrillo, ni siquiera un pecadillo de juventud), no los tuvo cuando traicionó a su padre Don Wenceslao, sustrayendo las juventudes socialistas al PSOE, ni lo tuvo cuando puso pies en polvorosa dejando a los «pringaos» (militantes) a que le cubrieran su retirada en 1939; volvió a mostrarse tal cual era cuando liquidó a sus enemigos políticos lanzándolos a la loca aventura del maquis en la «invasión del Valle de Arán». Volvió a mostrar ese oportunismo cuando envió marcado a España a Julián Grimau que, como era de esperar, resultó detenido y fusilado. Volvió a mostrar más de lo mismo cuando en las proximidades del «proceso de Burgos» lanzó su llamamiento a «las fuerzas del trabajo y de la cultura» para que sellaran su «pacto por la libertad» (año y medio después de que los tanques de su benefactor, Breznev, aplastaran la «primavera de Praga» en nombre de esa misma libertad). Y por si eso no fuera poco, viajó a EEUU, tras las elecciones de 1977 para rendir pleitesía a los «amos del mundo», en forma de diosecillos del CFR (Consejo de Relaciones Exteriores norteamericano) y, de regreso, iniciara la voladura tan controlada como sistemática del PCE. Y, finalmente, pirueta de piruetas, después de haber pasado cincuenta años aguijoneando a la sigla PSOE, ingresó en este partido en el cenit del felipismo con su último escuadrón de fieles despistados y cerriles. Ese fue Santiago Carrillo, el «progresista», disputado por las emisoras de PRISA como tertuliano de pro antes de convertirse en polvo.
El progre y el terrorismo
El progre en su decantación política es pura contradicción e incoherencia galopante, reflejo especular de todo aquello que critica: los que peinamos canas, recordamos todavía como los progres de los sesenta y setenta, se declaraban pacifistas pero vitoreaban al Vietcong, como entre el humo aplatanante del porrete se declaraban a favor de la armonía universal y del amor, para acto seguido lucir una camiseta del Ché o de Angela Davis y elogiaran la última «acción armada» (esto es, terrorista), de la última guerrilla olvidada en el último culo del mundo; eso era anteayer, pero nada ha cambiado en los últimos cuarenta años; hoy, alardeará de haber retirado a las tropas de Irak pero evitará reconocer que metió a nuestras tropas en lugares tan peligrosos como Afganistán o el Líbano. Y si se ve forzado a reconocerlo, sostendrá que fueron allí a repartir bocadillos y a morir por la democracia (que en Afganistán es como morir en defensa del bocata de choped). Y, por tan loables, intenciones, nuestros soldados, al parecer, generaron la hostilidad del «terrorismo internacional». Si estalla una mina bajo su vehículo, si el helicóptero que los transporta es tiroteado y cae, si la base donde duermen las tropas recibe en la noche un pepinazo de 125 mm, todo ello no son acciones de guerra, sino del «terrorismo internacional» que la ha tomado con los que no aspiran más que a ayudar a la población y repartir futesas. Cualquier cosa menos reconocer que nos encontramos en «estado de guerra» allí en donde ZP llevó a nuestras tropas y donde Rajoy las mantuvo.
Aunque se obstine en negarlo, el concepto áureo del progre es: «dos pesos, dos medidas». La guerra es guerra sólo cuando nos mete en ella la derecha, pero es cualquier cosa menos guerra si la desencadena uno de ellos.
El progre, la religión y el laicismo
Las relaciones del progre y la religión son particularmente sorprendentes El progre, en sí mismo, suele definirse como laico, lo cual no está reñido con que algunos afinen un poco más y reconozcan que tienen fe religiosa, pero que ésta se aplica solamente a la «esfera personal». Eso está bien, ves.
Les pierde la simpatía por los «movimientos apostólicos de base», es decir, si les va algún tipo de religión es la religión de la no–religión, esto es, el cristianismo postconciliar más «avanzado». Un progre que se precie no albergará el menor problema en comulgar con una rosquilla que le tenderá el islamista que se sienta junto a él el día en que las cámaras de TV lo registren en la parroquia de San Carlos Borromeo, mientras el yonki de turno allí albergado le pispa la cartera o el peluco. Será de buen tono que considere esta «comunión» como «aproximación a los que sufren», pero nunca –y esto es definitivo, nunca– como una liturgia y un ritual religioso (porque si para él la religión católica debe ser algo, debe ser un ente desprovisto de liturgia, rito y dogma, reducida a demagogia social que la doctrina progre rotula abusivamente como «religión»).
El progre defenderá a capa y espada el laicismo del Estado. Hará todo lo posible para eludir que la historia enseña que la religión católica fue la tradicional de España y que difícilmente podría entenderse nuestra historia desconociendo el hecho católico. Lo que realmente le interesa es que la religión no se enseñe en las aulas y si hay que hacerlo, sin duda, el catolicismo debe estar en pie de igualdad con cualquier otra religión «para que el niño conozca y elija»… Resulta chocante que toda la hostilidad indisimulada servida en relación a la Iglesia se transforme en una admiración desmesurada hacia el Islam y todo lo que representa. Un progre que obstaculiza la enseñanza y simple mención del catolicismo, sin embargo, no tiene empacho en alentar la difusión, permisividad y promoción del Islam.
Y es que, si en materia religiosa el progre alberga alguna simpatía es hacia el islamismo hasta el punto de que en el mismo momento en el que defiende la desaparición de la asignatura de religión en la escuela, no tiene empacho en promover con cargo a los presupuestos generales del Estado la contratación de imanes y electroimanes para enseñar el islamismo en las aulas.
¿A qué se debe? Es simple entenderlo: en su particular visión histórica la «pérdida de España» en tiempos de Rodrigo no fue tal, sino apenas una colonización pacífica que llevó a la península a ser «el país de las tres culturas» hasta que los Reyes Católicos y los «grandes Austrias» dinamitaron este sueño dorado y convirtieron a nuestro país en el terreno abonado para el fanatismo religioso. El progre tiene tendencia a ignorar que el ejercicio de la inquisición fue racionalista en España, mientras que abundaron las brujas quemadas a mansalva en el resto de Europa. Si la «leyenda negra» ha cuajado en alguien ha sido en el progre que la ha asumido acríticamente y la ha dado por buena, sin más. De ahí que el progre no tenga inconveniente en «considerar» (PSOE, Podemos y su galaxia, sin ir más lejos) la propuesta de nacionalizar españoles a los descendientes de los moriscos expulsados (expulsados por pactar con el turco una nueva «pérdida de España, por cierto).
La Alianza de Civilizaciones o el progresismo quintaesenciado
¿Se acuerdan de la Alianza de Civilizaciones aquella memez en la que Zapatero dilapidó capitales, tiempos, energías en un vano intento de entrar en la historia por la puerta grande y que tan sólo consiguió hacerle un hueco en el capítulo de los memos? Tras haber lanzado en NNUU su llamamiento, ZP fue apoyado entusiásticamente por Mongolia –si, por Mongolia, capital Ulán Bator– pero ZP declinó educadamente tanto fervor y se fue en busca de aliados más acordes con su proyecto. Le salieron dos de los llamados «países oportunistas», Marruecos y Turquía, aspirantes ambos a los mercados y a los subsidios de la UE, únicos apoyos del esperpéntico y coriáceo proyecto. Así que ZP contrató a un «grupo de sabios» –o presuntos tales– para que enunciaran las medidas más adecuadas para alcanzar la «armonía civilizacional» a la que aspiraba. Estos «sabios» después de deliberar dictaminaron que había que cuidar particularmente a la infancia e imbuirles desde pequeños ideas loables: por tanto habría que enseñar a los niños españoles el Islam y a los afganos el cristianismo… Os juro que fue así hace ya diez años. Les pagaron sus emolumentos y nadie volvió a acordarse del disparate, ni de retirar a los «sabios» el marchamo de tales. Hubieran merecido, más bien, ser corridos a alpargatazos.
De la Alianza de Civilizaciones queda hoy el sorprendente hecho de que parece unilateralmente orientada hacia el Islam, como si el hinduismo, el confucianismo, el budismo y el sintoísmo no existieran. La Alianza de Civilizaciones miró al Islam como el mariquita de poco cuerpo y mucha pluma suele mirar al metromacho esculpido a base de pesas, esteroides y anabolizantes. El día en el que ZP se ausentó de La Moncloa sin dejar señas, este proyecto apetardado se fue con él.
En el fondo, la inspiración de ZP vino de Catalunya. Gracias a Maragall pudo ser secretario general del PSOE y gracias al Pacto del Tinell encontró una estrategia para aislar al PP. Y fue también gracias al alcalde Joan Clos (luego ministro) que encontró un modelo a universalizar en forma de «Alianza de Civilizaciones». Ese modelo fue el «Forum de las Culturas 2004», una verdadera orgía progre.
El Forum 2004 surgió de la colusión de dos elementos: 1) las ansias recalificadoras del Ayuntamiento de Barcelona (Barcelona, encerrada entre montañas y por otros términos municipales difícilmente podría expanderse si no era apurando la zona de Diagonal Mar donde se construyó el foro y se promocionó un nuevo sector urbano como 12 años antes se hizo con la Zona Olímpica) y 2) el misticismo masónico presente siempre en el ayuntamiento de la ciudad condal, cuyas loables intenciones aportaron el contenido emotivo y sentimental a una operación que era, a la postre, inmobiliaria.
Los progres del ayuntamiento enunciaron los principios que inspiraron al foro y estos serían «libertad, igualdad y fraternidad» (originalidad ante todo). De los tres términos, el tercero era el clave: «fraternidad», no ya entre las personas, sino entre las culturas, como si las culturas dialogaran entre sí como las parientas de una corrala. Del Forum 2004 no quedó nada tras el día del cierre, salvo la operación inmobiliaria que había resultado triunfal (Digonal Mar). Pues bien, la idea, ampliada, terminó en Alianza de Civilizaciones cristalización del buenismo más ramplón y babosillo que pudiera concebirse.
El progre y el sentido de la historia
El progre, en este como en cualquier otro aspecto de su vida, suele confundir sus deseos con la realidad. Nadie niega la necesidad de reformar constantemente la sociedad; la diferencia entre el progre y una persona sensata es que mientras ésta última será consciente de que las reformas sino funcionan en una dirección hay que hacerlas en otra, el progre es sólo capaz de concebir una sola dirección, hacia delante, es decir, hacia el “último grito”, como aquellos mulos de carga a los que cubrían lateralmente los ojos para que solamente pudieran avanzar siguiendo a su nariz. La primera actitud es la razonable, por tanto, no es lo que cabe en la mentalidad de un progre.
Para el progre, la historia es unidimensional, lineal y siempre ascendente. En su extraordinaria simplicidad reduce la historia a un «va p’adelante y va p’arriba» que desalienta cualquier crítica. Así pues, todo lo que vaya en esa dirección, esto es, que no se haya ensayado anteriormente, es positivo, saludable y lo que pide la situación. El progre nunca mira hacia atrás en busca de inspiración, ni de enseñanzas históricas: si no es completamente ciego –que también ocurre– mira hacia delante en dirección a las novedades nunca antes ensayadas, de eficacia indemostrable y resultados dudosos.
Suele ocurrir que por mor de esta actitud rígida, con una frecuencia inusual, las «propuestas progresistas» supongan verdaderas catástrofes. En la enseñanza es, sin duda, en donde los progres han hincado más sus garras y no es por casualidad que la enseñanza es una de las instituciones que sufren una crisis más profunda en nuestro país (el PSOE no admite ninguna otra reforma de la educación que no haya inspirado él, es decir, que no degrade, más y más la enseñanza). La enseñanza es, a decir verdad, la pira de las vanidades progresistas. Ni una sola de sus intuiciones se ha demostrado eficaz; y lo que es peor, a medida que se han ido aplicando unas y otras, el sistema de enseñanza ha ido decayendo hasta ingresar, finalmente, en la UVI sin grandes esperanzas de recuperación. Y así lleva en coma desde hace como veinte años. La fuga hacia la enseñanza privada de la población que se lo puede permitir evoca el momento en el que los aspirantes a náufragos del Titanic se abalanzaron hacia las lanchas. Mientras, la orquesta del PSOE toca en cubierta.
El progre dice tener memoria «histórica». Lo dudamos. Si la tuviera se preocuparía muy mucho de guardarse sus vergüenzas. Gracias a la «memoria histórica» hemos podido recordar lo que muchos hubiéramos deseado olvidar: las checas de Madrid, y Barcelona, Carrillo firmando autógrafos en Paracuellos, los paseos al amanecer que afectaron no solo a Lorca, la vergonzosa guerra en el Norte, los fusilamientos de sacerdotes, el desentierro de momias de monjas, las quemas de conventos, la inviabilidad de la República, la subversión socialista de octubre de 1934. Lindezas de la memoria histórica que solamente hemos logrado recordar gracias a Zapatero y a su inefable abuelito.
El progre y la ecología
No es raro que, a la vista de lo visto, el progre se refugie en campos que, a primera vista, solamente domina en exclusiva. En la ecología, por ejemplo, hay acumulación de progres. El progre se reviste aquí de rasgos apocalípticos, mesiánicos y escatológicos propios del profeta iracundo del Antiguo Testamento. También aquí se produce la paradoja de que los actos desmienten las palabras del progre que, una vez más, parece decir: «fijaros en lo digo pero no en lo que hago». Salvo honrosas excepciones –alguna habrá– el progre de bulto, no acompaña sus jeremiadas sobre el calentamiento climático, el agotamiento de recursos o lo insostenible del desarrollo (problemas muy reales, por lo demás), aplicándose el cuento y moderando su consumo energético, acudiendo a los transportes públicos y reciclando, sino que suele hacer una vida como el regre más regre del universo regre. Salvo en sus palabras, el progre no hace nada por el medio ambiente o lo que hace es tan pequeño que se pierde en el mar de la nada.
Además, conoce las necesidades de conservación (la palabra conservación produce estremecimientos en el progre salvo en materia ecológica) del medio de manera completamente aproximativa. Los campesinos y agricultores son, además de la clase más conservadora, los que mejor conocen las necesidades ecológicas del medio natural. Raro es que un campesino haga algo contra el medio ambiente del que, necesariamente, vive y depende. Pero el ecologismo tiene tanto que ver con los agricultores, como el progre con el sentido común.
Superficial entre los superficiales, el progre repetirá la necesidad de aplicar el protocolo de Kyoto sin tener una idea muy exacta de lo que es e ignorando que ni siquiera contribuye a disminuir de manera apreciable los niveles de CO2 en la atmósfera. Le bastará ver una mediocre y alarmista cinta de Al Gore para preocuparse por la tarde y volver a sus hábitos normales consumistas por la noche. Con esto su solidaridad con la naturaleza queda satisfecha. Acto seguido abre la puerta de su automóvil y contamina como cualquier otro hijo de vecino, progre, regre o mediopensionista.
Cuando un progre da una solución a un problema ecológico, podemos estar seguros de que causará más daños que los que aspira a combatir. «Hay que reciclar para evitar que la tala de árboles en Amazonia…», encomiable tarea que ignora, sin embargo, que el reciclado de papel y la necesidad de lavarlo con detergentes enérgicos, genera más contaminación y erosiona más el medio ambiente que una tala. Por citar un ejemplo. Hay muchos más. Además los ecoprogres solamente se ponen de acuerdo cuando afrontan a alguien que no es ecologista, ahora bien, cuando se trata de discutir entre ellos, se llevan la contraria unos a otros por el mero placer de hacerlo. Si unos dicen que hacen falta energías alternativas y proponen energía eólica, habrá otros que sostengan que las aspas pueden matar a especies en vías de extinción (a lo mejor están en vías de extinción por selección natural: pegársela contra un aspa no es, desde luego, la mejor forma de evidenciar instinto de supervivencia). Si unos dicen que hay que instalar paneles solares otros sostendrán que tienen «impacto visual» y, por tanto, son rechazables. Y todo así. Serán capaces de cambiar la variante de una carretera porque pasa a través de un paraje residencial de mariposonas. Repoblarán los Pirineos con osos y lobos, prohibirán su caza… hasta que finalmente, los osos y los lobos amenacen la seguridad de los rebaños y los excursionistas.
Créanme: si un ecologista le da una solución a algo, piense que existe un alto porcentaje de posibilidades de que esa sea, de todas las soluciones posibles, la peor.
El finalismo progre y la negación de lo instrumental
El progre es fundamentalmente alguien que ejerce el noble arte de la solidaridad con una facilidad y una reiteración pasmosa: se solidariza con quien haga falta, donde haga falta y para lo que haga falta. En su escala «finalista», aquellos valores que contribuirán a hacer una sociedad ideal al final del camino son mucho más importantes que los valores «instrumentales» que nos ayudan en el día a día a llevar una vida mejor y a hacer más soportable la cotidianeidad.
Los valores finalistas a los que se apresta a transmitir la asignatura «Educación para la Ciudadania» son encomiables y suponen la quintaesencia de la doctrina progre: pacifismo, solidaridad, humanismo, ecologismo, tolerancia, multiculturalidad… así que calculen; pero no dice nada de los valores instrumentales: jerarquía, fidelidad, rectitud, disciplina, esfuerzo, constancia, autocontrol, espíritu de sacrificio, etc.
Y así se da nuevamente la paradoja de que un chaval educado en los nobles valores finalistas, modelo de virtudes cívicas del universo progre, sea un perfecto borde, tirando a hijoputa, en su casa y esté dispuesto a solidarizarse con el cachalote de Borneo en trance de desaparecer, pero sea incapaz de facilitar la vida a sus padres, hacer una cama o simplemente contribuir al mantenimiento del hogar familiar.
El progre y las «fuerzas de la cultura»
El progre sufre mucho al percibir las «injusticias» y sufriría más si fuera capaz de reflexionar sobre los problemas que genera. La política nacional e internacional, la educación, la ecología son terrenos en los que los fracasos progres se cuentan tanto como sus iniciativas. Pero siempre les quedará la «cultura». Porque el progre está convencido de que es una persona «de cultura». Saber las cuatro reglas, habitualmente, las sabe, pero eso no le da necesariamente un marchamo de cultura; aspira a algo más a ser el representante genuino de las «fuerzas de la cultura».
La cultura progre es mediática, esto es, facilona: sus popes son Ramoncín para los más simplones y Saramago para los edulcorados, tontorrón uno y tristón el otro. Si fallece el Fary o se nos va Juanito Valderrama, alegría uno y gracejo torero el otro, no tendrá ni una palabra de cariño; desconfiará de Tintín, y en cuanto a Schwarzeneger o Clint Easwood le generarán todo tipo de desconfianza. Porque el progre tiene sus preferencias: en música, por supuesto, Camarón. Sobre todo Camarón el de voz más rota y cazallosa. Y en segundo lugar la «música étnica», «de mestizaje» o de «fusión». En cine, arte y ensayo, cuando lo había. Cine intimista, siempre (a la vista de que el cine de Pontecorvo desapareció) y si ha que ver algún producto americano que sea exclusivamente de «cine indi», «cine independiente» (los festivales de Sundance proveen anualmente de obras suficientemente aburridas como para satisfagan al progre de estricta observancia), minimalista y si puede ser, llegado del Tercer Mundo.
Y, luego, claro está, un tributo a la producción nacional: porque los actores y directores españoles son los niños mimados de las «fuerzas de la cultura» progre. Los actores españoles, además de actuar, se creen obligados a opinar y cuando hablan lo hacen ex cátedra. Gran problema éste. ¿Cómo se puede explicar a un actor que realiza su función cuando repite textos, mejor o peor, que otros han escrito y que cuando habla por sí mismo, expresando su opinión, frecuentemente hace el ridículo? No hay nada más simple que un actor expresando sus opiniones políticas. Habitualmente, logran hacerlo mediante una pegatina. Hubo un tiempo en que eran «panfletos parlantes», hoy apenas son «percheros de pegatinas». Su fiesta anual son los Goya que viene a ser como un reparto de la miseria.
No es raro que los esperpentos (a lo Torrente o a lo Mortadelo) generen más favor del público, puestos a elegir, la mayoría no progre se decanta hacia los productos no progres del sector. Sector subvencionado oficialmente en un 30% por cierto (y realmente casi en el 100%), el cine español agoniza de sobredosis progre. El director de cine progre ha aprendido a presentar proyectos sobrevalorados capaces de ser llevados a la práctica justamente con ese 30% que recibe de subvención. Si hay ingresos, hay beneficio y si no, al menos él, ya ha pillado. Tal es la mentalidad de la «industria del cine» español, última trinchera en el que la progresía hispana es mayoritaria.
El progre y las drogas
Hablando de sobredosis. El progre y las drogas es otro capítulo sorprendente. La postura políticamente correcta del progre es despenalizar las drogas, todas las drogas, menos el alcohol, el tabaco y los toros que deberían de estar, no sólo prohibidos, sino castigados.
En este terreno de las drogas, pensar en que un progre podría hacer realidad algún día su «proyecto» es, literalmente, aterrador. Miles de yonkis comprando heroína y cocaína en los supers y atracando al resto de clientes en la cola de la caja. Millones de chavales tirados por las calles consumiendo hachís a destajo y todos ellos –como los yonkis– con los vicios pagados por los caudales públicos.
¿Eso es “leglización de las drogas”? Seguramente es la visión que más se aproxima. Por si no hubiera suficiente con un «efecto llamada» para delincuentes, otro para inmigrantes, otro para los transexuales en busca de la sopa boba quirúrgica, ahora lo que la totalidad del universo progre plantea es un efecto llamada para los colgados de todo el mundo.
Gracias a los progres celtibéricos hemos conseguido que según NNUU, España sea el país del mundo que más drogas consume… mucho más que los EEUU. Finalmente, hemos logrado superar a los EEUU en algo. El mérito es para la progresía que en 1983 subió de la mano del PSOE enarbolando, entre otras lindezas, el slogan de «despenalización del porro». Aquellas aguas trajeron estos lodos.
Gracias a Felipe González el consumo de drogas se despenalizó, gracias a Aznar el porro se banalizó (a fin de cuentas, eso y la cerveza barata eran las formas de tener calladitos a las legiones de futuros parados o de subempleados), gracias a Zapatero todo esto se convirtió en pandémico y con Rajoy, simplemente, se ha mirado a otro lugar. Hoy es más fácil liarse un porro que fumarse un cigarrillo.
El progre y la inmigración
Hubo un tiempo en el que el progre de estricta observancia se pirraba por el olor a sudor. Era algo que él no conocía ni conocería: el olor destilado por probos trabajadores después de horas de esfuerzo físico y antes de la ducha. Para el progre era como una droga embriagadora. Cuando eso se disipó -y se disipó cuando el marxismo dejó de ser lo último de lo último en cuestión de progresía- el progre buscó otro aroma que sedujera su pituitaria y excitaran su pchique. Lo encontró en la inmigración.
Hemos dicho «efecto llamada» y esto tiene que ver muy mucho con la inmigración. La posición tradicional del progre en esta materia es simple: «papeles para todos», por no hablar de aquel otro memorable de «ningún ser humano es ilegal» o el «refugiados welcome». Lamentablemente tanta solidaridad no se traduce, como es habitual, en un comportamiento diferente entre el progre y el resto de la población: el progre no pone un inmigrante en su vida (como máximo lo tiene de chófer, de jardinero, baby sister o chacha), no le ofrece su hogar para que pueda eludir la repatriación, ni un puesto de trabajo remunerado dignamente: en el terreno de la inmigración, una vez más, el progre predica unas cosas que nada tienen que ver con su comportamiento real. No conozco ningún empresario progre que pague un salario digno a sus trabajadores inmigrantes. De hecho, tampoco conozco muchos empresarios regres que lo hagan, lo que demuestra la equidistancia simétrica de clase entre progres y regres.
Para el progre la inmigración es necesaria dada nuestra baja tasa de natalidad. Justo después de lamentarlo enuncia su batería de medidas progres: aborto libre y gratuito, más facilidad para el divorcio que sea express, legalización de los matrimonios estériles, esto es gays y, sobre todo, inmigración y adopción de niños recogidos de los hospicios de medio mundo o vendidos al peso por empresas habilitadas ad hoc. Hoy un progre compra una niña negra o china como si se tratara de una mascota.
Cualquier cosa antes que medidas mucho más razonables (ayudas a las familias numerosas, desgravaciones fiscales a la paternidad, subsidios para la formación de nuevas familias, campañas de natalidad, etc.) son consideradas con desconfianza, sino motejadas pura y simplemente de fascistoides. Hay algo insano en el progre que le impulsa a ser «etnocida»: cualquier cosa antes que favorecer en algo a la propia etnia. Favorecer a cualquier otra, vale, a la propia, en absoluto.
Ahora bien, sobre este tema ¿para qué hablar? Si ha habido alguna medida que destile mejor el espíritu progresista es, sin duda, la reforma de la ley de inmigración que llevó a la regularización masiva de febrero–mayo de 2005. A partir de ahí ¿se pueden considerar con seriedad las posiciones «progres» en materia de inmigración? En absoluto, son el resultado de la ignorancia, de la irresponsabilidad, de la falta de criterios y de visión histórica y del humanitarismo elevado a la enésima potencia.
Hasta aquí no hemos caricaturizado, como máximo frivolizado y lo justo, sin pasarnos. Los progres son así. El progre es lo que es, una contracción risible y grotesca surgida del universo más simplón de la izquierda postmarxista. Un hombre de izquierdas es un pogre ilustrado, un progre a secas es un pobre individuo con déficit de conocimientos reales e inflación de tópicos.
El hombre de la izquierda tradicional (socialista, socialdemócrata, comunista) es una especie en vías de extinción, sin embargo, la proliferación vermicular de progres a secas constituye, sin duda, uno de los factores esenciales de la recomposición de la izquierda europea. Asumir una ideología es comprometerse a demasiado y el progre no está dispuesto a hacerlo como hizo la izquierda marxista, resulta mucho más fácil asumir simplemente un catálogo de tópicos. Ahí está Podemos para recordárnosolo, y ahí está lo que queda del PSOE para confirmarnos que más allá del socialismo, más allá de la democracia, del bolchevismo y del anarquismo, está la nadaría progre. De paso se ahorran la lectura de las sesudas obras de los clásicos del marxismo. Eso que ganan.
¿Cuáles son los laboratorios de la ideología progre? Sólo uno. Recordarlo: así como las revoluciones burgueses tuvieron en las logias masónicas sus laboratorios ideológicos, así como las revoluciones bolcheviques tuvieron a los partidos comunistas como instrumento, el mundo progre tiene en la UNESCO su centro elaborador y difusor de ideas. Vale la pena leer El Correo de la UNESCO para ir actualizando la doctrina progre. Ese es el laboratorio, no hay otro.
© Ernesto Milá – info|krisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com – Prohibida la reproducción de este texto en soporte digital, sin indicar origen
¿QUÉ ES UN PROGRE Y CÓMO VE EL MUNDO?
«Progre», apócope de «progresista», suele utilizarse con voluntad denigratoria para resaltar las limitaciones de una ideología que no llega a tal, sino que apenas es un racimo de tópicos y prejuicios. «Progresía», por su parte, se utiliza como sinónimo de feligresía «progre». El «progresismo» es tan limitado en lo ideológico que «progre», su limitación silábica, se adapta mejor a sus contenidos, de la misma forma que un dinosauro político indocumentado no es un «reaccionario» –reaccionario sería un Donoso Cortés, un Metternich, un Guénon, un Evola, luminarias de un pensamiento conservador tan consecuente como coherente– sino más bien un «regre». Lo «progre» y lo «regre» son las dos caras de la misma moneda: la sobreutilización sistemática del tópico aplicado a la política y al día a día.
La naturaleza progre viviseccionada
El progre se quiere aureolado de tres rasgos que definen su médula:
1) de cara al sistema, es «renovador, reformista e innovador»
2) de cara a sí mismo, le gusta verse como «tolerante, humanista y laico»
3) de cara al arco político, es «de izquierdas», «de centro izquierda» o «centrista» (y si es centrista, por supuesto, se reafirma diciendo que es «de centro progresista» porque más acá de la izquierda hay que añadir la coletilla).
Es difícil no considerarse progre, porque, en principio, los dos primeros rasgos no los puede negar nadie. Nadie con dos dedos de frente se encierra en un bunker político negando la necesidad de reformas y renovaciones. En tanto la sociedad avanza y evoluciona (o involuciona, que todo es posible), siempre es preciso introducir correcciones en el sistema. Así mismo, es difícil negar que «tolerante» y «humanista» son posiciones más agradecidas que «intolerante» e «inhumano» e incluso semánticamente «progreso» parece más esperanzador que «regreso». Como aquel profesor de historia que me decía con una seriedad pasmosa que Hitler era un genio de la propaganda por hablar del “nuevo orden” en lugar del “viejo desorden”. Y en cuanto a lo laico siempre será más árido, pero más racionalista, que cualquier forma de pensamiento mágico.
Sería difícil encontrar un término político o cultural que, en sí mismo, resumiera todo su contenido y que, en sí mismo, quiera decir tanto y ser, en el fondo, tan limitado.
El progre y su ubicación política
Pero lo más sorprendente es que todo progre se ubique sistemáticamente del centro a la izquierda del panorama político. No hay progres de derecha o al menos, si los hay, nunca resultan creíbles, ni tolerables por los progres con marchamo de autenticidad. Esto crea algún problema a la vista de que ese espacio político es tan amplio como heterogéneo. En el fondo, uno de los motores del malhadado «proceso de paz» vasco fue la irracional creencia de ZP en que los «abertzales» se situaban a la izquierda del panorama político vasco, esto es, próximo a los socialistas y que solamente les hacía falta un pequeño impulso para que los chicos de la gasolina, el tiro en la nuca y la dinamita, hicieran causa común con ellos.
El razonamiento de ZP era más simple que el mecanismo de un botijo: «si se llaman a sí mismos «izquierda abertzale», eso quiere decir que son «progresistas» (porque son de izquierdas) y si lo son, es que son buenos chicos. Así que accederán a pactar con otros «progres» como nosotros». De ahí al fracaso no había más que un paso que ZP dio con una audacia propia de Cerolo, en sus mejores tiempos, reivindicando vaselina para sus rizos con cargo a la seguridad social.
El progre para serlo, debe ser de izquierdas, de lo contrario no es completamente progre. El progre centrista es un falso progre o un progre emboscado y a éste se le define como «oportunista» (y seguramente lo es). Una parte de él se ha quedado en el armario. El verdadero progre, como mínimo, está del «centro–izquierda» a la extrema–izquierda. Esto explica muy a las claras porqué el progre es «antifascista», pero nunca, oigan bien, nunca «anticomunista».
A decir verdad, si el progre fuera «tolerante, humanista y laico», difícilmente podría encajar con una doctrina que, desde Marx hasta que fue arrojada a las letrinas de la historia, sus tres rasgos esenciales eran la intolerancia de la que solían hacer gala sus partidarios, sus contenidos inhumanos cristalizados en una ideología fría y desprovista de sentimiento (Artur Koestler que la conocía bien porque fue uno de sus propagadores, explicaba en sus memorias que no podían entender por qué cuando su célula se reunía en los bosques, toda la naturaleza callaba en torno a ellos, como si muriera) y su formulación con forma de religión laica (dotada de libros sagrados –los escritos canónicos de Marx, Lenin, Stalin, Mao e incluso del «camarada Arenas», o el exótico «camarada Gonzalo», alias Abimael Guzmán –clase sacerdotal –los cuadros del partido–, símbolos sagrados –la hoz y el martillo, la bandera roja, el puño cerrado–, ritos –el canto de la Internacional, la discusión sobre la última resolución del Comité Central, la fiesta del partido– su horizonte mesiánico –la dictadura del proletariado y el fin de la historia– y el infierno para los impíos –el GULAG, psiquiátrico y/o el paredón–).
Pero a los progres de hoy les ocurre con los comunistas como a ZP con los chicos de la gasolina: si ellos dicen que son progres, es que lo son y poco importó que crearan el universo concentracionario más denso de la historia universal, las checas, el stalinismo y, simplemente, propusieran esa lindeza de la «dictadura del proletariado» quintaesencia del pensamiento teleológico y mesiánico aplicado a la política.
Si usted le niega a un progre, justamente, el que es progre, puede ocurrir que reaccione con violencia inusitada: el progre es progre porque lo dice él (de hecho, ¿quién va a saberlo mejor que él? Así que hay que hacerle caso).
Hubo un tiempo en el que el marxismo (y su precedente, el socialismo utópico) era de una austeridad propia de los profetas del desierto. No es por casualidad que el sufraguismo feminista naciera en esos pagos abonados por la ausencia de Dionisos, la ignorancia de Eros y el mutis de Apolo. Era el tiempo –desde la sociedad victoriana hasta el último suspiro de Mao o el reventón de Pol Pot– en el que una parte de la «izquierda progresista» condenaba a la sexualidad como una manía pequeño burguesa que alejaba de los verdaderos problemas del proletariado y creaba vicio y molicie en los militantes obreros.
Los maoístas siempre sostuvieron que un maricón era alguien para el que el ano del amante era más importante que la lucha del proletariado y, por tanto, prescribían la abstinencia en materia sexual. No vamos a discutir tan singular punto de vista, desde luego, pero en esa misma época y desde principios de los años 70, otra secta izquierdista, el «trotskysmo», ya advertía el inmenso potencial que albergaban los movimientos de liberación sexual y pasaba a constituir los primeros núcleos de los futuros «partidos arcoiris».
El progre y el comunismo histórico
Lo realmente sorprendente es que a poco que se examine lo que fueron los partidos comunistas, se percibe con facilidad que la mayor monstruosidad de la historia les pertenece como patrimonio inalienable y que nunca nadie como los partidos comunistas negaron justo lo que los progresistas afirman. Se conviene –y es un ejemplo– que el progresismo de Santiago Carrillo es incuestionable. Cuestionarlo, al parecer, equivaldría a cuestionar lo mejor de la transición.
Carrillo en España entendió que los crímenes de Stalin, la invasión de Checoslovaquia y la represión constante que se generaba allí en donde un comunista había echado raíces, no convenía a sus intereses, así que creó –junto con Georges Marchais y Enrico Berlinguer– el «eurocomunismo» que era menos comunista y más progresista a efectos de imagen. Lo que no impidió que Carrillo y el PCE siguieran contando con subsidios, subvenciones, ayudas y mordidas de los países del Este. Ceaucescu fue el último en cancelar estas ayudas y no voluntariamente sino porque la ciudadanía rumana se soliviantó contra él, dándole de su propia medicina: juicio bufo y paredón. Donde las dan, las toman.
El progre para serlo debe ser asimétrico: antifascista por un lado, mirará por otro con simpatía al comunismo y a la historia del movimiento comunista. Es de buen tono, por ejemplo, que cuando se examina el franquismo y la transición española, el progre, especialmente destaque las cualidades de Santiago Carrillo para llevar al PCE por la senda democrática.
Si Carrillo fue algo, fue cualquier cosa menos un ejemplo de político con escrúpulos. No los tuvo durante la guerra civil (Paracuellos no fue un accidente en la vida de Carrillo, ni siquiera un pecadillo de juventud), no los tuvo cuando traicionó a su padre Don Wenceslao, sustrayendo las juventudes socialistas al PSOE, ni lo tuvo cuando puso pies en polvorosa dejando a los «pringaos» (militantes) a que le cubrieran su retirada en 1939; volvió a mostrarse tal cual era cuando liquidó a sus enemigos políticos lanzándolos a la loca aventura del maquis en la «invasión del Valle de Arán». Volvió a mostrar ese oportunismo cuando envió marcado a España a Julián Grimau que, como era de esperar, resultó detenido y fusilado. Volvió a mostrar más de lo mismo cuando en las proximidades del «proceso de Burgos» lanzó su llamamiento a «las fuerzas del trabajo y de la cultura» para que sellaran su «pacto por la libertad» (año y medio después de que los tanques de su benefactor, Breznev, aplastaran la «primavera de Praga» en nombre de esa misma libertad). Y por si eso no fuera poco, viajó a EEUU, tras las elecciones de 1977 para rendir pleitesía a los «amos del mundo», en forma de diosecillos del CFR (Consejo de Relaciones Exteriores norteamericano) y, de regreso, iniciara la voladura tan controlada como sistemática del PCE. Y, finalmente, pirueta de piruetas, después de haber pasado cincuenta años aguijoneando a la sigla PSOE, ingresó en este partido en el cenit del felipismo con su último escuadrón de fieles despistados y cerriles. Ese fue Santiago Carrillo, el «progresista», disputado por las emisoras de PRISA como tertuliano de pro antes de convertirse en polvo.
El progre y el terrorismo
El progre en su decantación política es pura contradicción e incoherencia galopante, reflejo especular de todo aquello que critica: los que peinamos canas, recordamos todavía como los progres de los sesenta y setenta, se declaraban pacifistas pero vitoreaban al Vietcong, como entre el humo aplatanante del porrete se declaraban a favor de la armonía universal y del amor, para acto seguido lucir una camiseta del Ché o de Angela Davis y elogiaran la última «acción armada» (esto es, terrorista), de la última guerrilla olvidada en el último culo del mundo; eso era anteayer, pero nada ha cambiado en los últimos cuarenta años; hoy, alardeará de haber retirado a las tropas de Irak pero evitará reconocer que metió a nuestras tropas en lugares tan peligrosos como Afganistán o el Líbano. Y si se ve forzado a reconocerlo, sostendrá que fueron allí a repartir bocadillos y a morir por la democracia (que en Afganistán es como morir en defensa del bocata de choped). Y, por tan loables, intenciones, nuestros soldados, al parecer, generaron la hostilidad del «terrorismo internacional». Si estalla una mina bajo su vehículo, si el helicóptero que los transporta es tiroteado y cae, si la base donde duermen las tropas recibe en la noche un pepinazo de 125 mm, todo ello no son acciones de guerra, sino del «terrorismo internacional» que la ha tomado con los que no aspiran más que a ayudar a la población y repartir futesas. Cualquier cosa menos reconocer que nos encontramos en «estado de guerra» allí en donde ZP llevó a nuestras tropas y donde Rajoy las mantuvo.
Aunque se obstine en negarlo, el concepto áureo del progre es: «dos pesos, dos medidas». La guerra es guerra sólo cuando nos mete en ella la derecha, pero es cualquier cosa menos guerra si la desencadena uno de ellos.
El progre, la religión y el laicismo
Las relaciones del progre y la religión son particularmente sorprendentes El progre, en sí mismo, suele definirse como laico, lo cual no está reñido con que algunos afinen un poco más y reconozcan que tienen fe religiosa, pero que ésta se aplica solamente a la «esfera personal». Eso está bien, ves.
Les pierde la simpatía por los «movimientos apostólicos de base», es decir, si les va algún tipo de religión es la religión de la no–religión, esto es, el cristianismo postconciliar más «avanzado». Un progre que se precie no albergará el menor problema en comulgar con una rosquilla que le tenderá el islamista que se sienta junto a él el día en que las cámaras de TV lo registren en la parroquia de San Carlos Borromeo, mientras el yonki de turno allí albergado le pispa la cartera o el peluco. Será de buen tono que considere esta «comunión» como «aproximación a los que sufren», pero nunca –y esto es definitivo, nunca– como una liturgia y un ritual religioso (porque si para él la religión católica debe ser algo, debe ser un ente desprovisto de liturgia, rito y dogma, reducida a demagogia social que la doctrina progre rotula abusivamente como «religión»).
El progre defenderá a capa y espada el laicismo del Estado. Hará todo lo posible para eludir que la historia enseña que la religión católica fue la tradicional de España y que difícilmente podría entenderse nuestra historia desconociendo el hecho católico. Lo que realmente le interesa es que la religión no se enseñe en las aulas y si hay que hacerlo, sin duda, el catolicismo debe estar en pie de igualdad con cualquier otra religión «para que el niño conozca y elija»… Resulta chocante que toda la hostilidad indisimulada servida en relación a la Iglesia se transforme en una admiración desmesurada hacia el Islam y todo lo que representa. Un progre que obstaculiza la enseñanza y simple mención del catolicismo, sin embargo, no tiene empacho en alentar la difusión, permisividad y promoción del Islam.
Y es que, si en materia religiosa el progre alberga alguna simpatía es hacia el islamismo hasta el punto de que en el mismo momento en el que defiende la desaparición de la asignatura de religión en la escuela, no tiene empacho en promover con cargo a los presupuestos generales del Estado la contratación de imanes y electroimanes para enseñar el islamismo en las aulas.
¿A qué se debe? Es simple entenderlo: en su particular visión histórica la «pérdida de España» en tiempos de Rodrigo no fue tal, sino apenas una colonización pacífica que llevó a la península a ser «el país de las tres culturas» hasta que los Reyes Católicos y los «grandes Austrias» dinamitaron este sueño dorado y convirtieron a nuestro país en el terreno abonado para el fanatismo religioso. El progre tiene tendencia a ignorar que el ejercicio de la inquisición fue racionalista en España, mientras que abundaron las brujas quemadas a mansalva en el resto de Europa. Si la «leyenda negra» ha cuajado en alguien ha sido en el progre que la ha asumido acríticamente y la ha dado por buena, sin más. De ahí que el progre no tenga inconveniente en «considerar» (PSOE, Podemos y su galaxia, sin ir más lejos) la propuesta de nacionalizar españoles a los descendientes de los moriscos expulsados (expulsados por pactar con el turco una nueva «pérdida de España, por cierto).
La Alianza de Civilizaciones o el progresismo quintaesenciado
¿Se acuerdan de la Alianza de Civilizaciones aquella memez en la que Zapatero dilapidó capitales, tiempos, energías en un vano intento de entrar en la historia por la puerta grande y que tan sólo consiguió hacerle un hueco en el capítulo de los memos? Tras haber lanzado en NNUU su llamamiento, ZP fue apoyado entusiásticamente por Mongolia –si, por Mongolia, capital Ulán Bator– pero ZP declinó educadamente tanto fervor y se fue en busca de aliados más acordes con su proyecto. Le salieron dos de los llamados «países oportunistas», Marruecos y Turquía, aspirantes ambos a los mercados y a los subsidios de la UE, únicos apoyos del esperpéntico y coriáceo proyecto. Así que ZP contrató a un «grupo de sabios» –o presuntos tales– para que enunciaran las medidas más adecuadas para alcanzar la «armonía civilizacional» a la que aspiraba. Estos «sabios» después de deliberar dictaminaron que había que cuidar particularmente a la infancia e imbuirles desde pequeños ideas loables: por tanto habría que enseñar a los niños españoles el Islam y a los afganos el cristianismo… Os juro que fue así hace ya diez años. Les pagaron sus emolumentos y nadie volvió a acordarse del disparate, ni de retirar a los «sabios» el marchamo de tales. Hubieran merecido, más bien, ser corridos a alpargatazos.
De la Alianza de Civilizaciones queda hoy el sorprendente hecho de que parece unilateralmente orientada hacia el Islam, como si el hinduismo, el confucianismo, el budismo y el sintoísmo no existieran. La Alianza de Civilizaciones miró al Islam como el mariquita de poco cuerpo y mucha pluma suele mirar al metromacho esculpido a base de pesas, esteroides y anabolizantes. El día en el que ZP se ausentó de La Moncloa sin dejar señas, este proyecto apetardado se fue con él.
En el fondo, la inspiración de ZP vino de Catalunya. Gracias a Maragall pudo ser secretario general del PSOE y gracias al Pacto del Tinell encontró una estrategia para aislar al PP. Y fue también gracias al alcalde Joan Clos (luego ministro) que encontró un modelo a universalizar en forma de «Alianza de Civilizaciones». Ese modelo fue el «Forum de las Culturas 2004», una verdadera orgía progre.
El Forum 2004 surgió de la colusión de dos elementos: 1) las ansias recalificadoras del Ayuntamiento de Barcelona (Barcelona, encerrada entre montañas y por otros términos municipales difícilmente podría expanderse si no era apurando la zona de Diagonal Mar donde se construyó el foro y se promocionó un nuevo sector urbano como 12 años antes se hizo con la Zona Olímpica) y 2) el misticismo masónico presente siempre en el ayuntamiento de la ciudad condal, cuyas loables intenciones aportaron el contenido emotivo y sentimental a una operación que era, a la postre, inmobiliaria.
Los progres del ayuntamiento enunciaron los principios que inspiraron al foro y estos serían «libertad, igualdad y fraternidad» (originalidad ante todo). De los tres términos, el tercero era el clave: «fraternidad», no ya entre las personas, sino entre las culturas, como si las culturas dialogaran entre sí como las parientas de una corrala. Del Forum 2004 no quedó nada tras el día del cierre, salvo la operación inmobiliaria que había resultado triunfal (Digonal Mar). Pues bien, la idea, ampliada, terminó en Alianza de Civilizaciones cristalización del buenismo más ramplón y babosillo que pudiera concebirse.
El progre y el sentido de la historia
El progre, en este como en cualquier otro aspecto de su vida, suele confundir sus deseos con la realidad. Nadie niega la necesidad de reformar constantemente la sociedad; la diferencia entre el progre y una persona sensata es que mientras ésta última será consciente de que las reformas sino funcionan en una dirección hay que hacerlas en otra, el progre es sólo capaz de concebir una sola dirección, hacia delante, es decir, hacia el “último grito”, como aquellos mulos de carga a los que cubrían lateralmente los ojos para que solamente pudieran avanzar siguiendo a su nariz. La primera actitud es la razonable, por tanto, no es lo que cabe en la mentalidad de un progre.
Para el progre, la historia es unidimensional, lineal y siempre ascendente. En su extraordinaria simplicidad reduce la historia a un «va p’adelante y va p’arriba» que desalienta cualquier crítica. Así pues, todo lo que vaya en esa dirección, esto es, que no se haya ensayado anteriormente, es positivo, saludable y lo que pide la situación. El progre nunca mira hacia atrás en busca de inspiración, ni de enseñanzas históricas: si no es completamente ciego –que también ocurre– mira hacia delante en dirección a las novedades nunca antes ensayadas, de eficacia indemostrable y resultados dudosos.
Suele ocurrir que por mor de esta actitud rígida, con una frecuencia inusual, las «propuestas progresistas» supongan verdaderas catástrofes. En la enseñanza es, sin duda, en donde los progres han hincado más sus garras y no es por casualidad que la enseñanza es una de las instituciones que sufren una crisis más profunda en nuestro país (el PSOE no admite ninguna otra reforma de la educación que no haya inspirado él, es decir, que no degrade, más y más la enseñanza). La enseñanza es, a decir verdad, la pira de las vanidades progresistas. Ni una sola de sus intuiciones se ha demostrado eficaz; y lo que es peor, a medida que se han ido aplicando unas y otras, el sistema de enseñanza ha ido decayendo hasta ingresar, finalmente, en la UVI sin grandes esperanzas de recuperación. Y así lleva en coma desde hace como veinte años. La fuga hacia la enseñanza privada de la población que se lo puede permitir evoca el momento en el que los aspirantes a náufragos del Titanic se abalanzaron hacia las lanchas. Mientras, la orquesta del PSOE toca en cubierta.
El progre dice tener memoria «histórica». Lo dudamos. Si la tuviera se preocuparía muy mucho de guardarse sus vergüenzas. Gracias a la «memoria histórica» hemos podido recordar lo que muchos hubiéramos deseado olvidar: las checas de Madrid, y Barcelona, Carrillo firmando autógrafos en Paracuellos, los paseos al amanecer que afectaron no solo a Lorca, la vergonzosa guerra en el Norte, los fusilamientos de sacerdotes, el desentierro de momias de monjas, las quemas de conventos, la inviabilidad de la República, la subversión socialista de octubre de 1934. Lindezas de la memoria histórica que solamente hemos logrado recordar gracias a Zapatero y a su inefable abuelito.
El progre y la ecología
No es raro que, a la vista de lo visto, el progre se refugie en campos que, a primera vista, solamente domina en exclusiva. En la ecología, por ejemplo, hay acumulación de progres. El progre se reviste aquí de rasgos apocalípticos, mesiánicos y escatológicos propios del profeta iracundo del Antiguo Testamento. También aquí se produce la paradoja de que los actos desmienten las palabras del progre que, una vez más, parece decir: «fijaros en lo digo pero no en lo que hago». Salvo honrosas excepciones –alguna habrá– el progre de bulto, no acompaña sus jeremiadas sobre el calentamiento climático, el agotamiento de recursos o lo insostenible del desarrollo (problemas muy reales, por lo demás), aplicándose el cuento y moderando su consumo energético, acudiendo a los transportes públicos y reciclando, sino que suele hacer una vida como el regre más regre del universo regre. Salvo en sus palabras, el progre no hace nada por el medio ambiente o lo que hace es tan pequeño que se pierde en el mar de la nada.
Además, conoce las necesidades de conservación (la palabra conservación produce estremecimientos en el progre salvo en materia ecológica) del medio de manera completamente aproximativa. Los campesinos y agricultores son, además de la clase más conservadora, los que mejor conocen las necesidades ecológicas del medio natural. Raro es que un campesino haga algo contra el medio ambiente del que, necesariamente, vive y depende. Pero el ecologismo tiene tanto que ver con los agricultores, como el progre con el sentido común.
Superficial entre los superficiales, el progre repetirá la necesidad de aplicar el protocolo de Kyoto sin tener una idea muy exacta de lo que es e ignorando que ni siquiera contribuye a disminuir de manera apreciable los niveles de CO2 en la atmósfera. Le bastará ver una mediocre y alarmista cinta de Al Gore para preocuparse por la tarde y volver a sus hábitos normales consumistas por la noche. Con esto su solidaridad con la naturaleza queda satisfecha. Acto seguido abre la puerta de su automóvil y contamina como cualquier otro hijo de vecino, progre, regre o mediopensionista.
Cuando un progre da una solución a un problema ecológico, podemos estar seguros de que causará más daños que los que aspira a combatir. «Hay que reciclar para evitar que la tala de árboles en Amazonia…», encomiable tarea que ignora, sin embargo, que el reciclado de papel y la necesidad de lavarlo con detergentes enérgicos, genera más contaminación y erosiona más el medio ambiente que una tala. Por citar un ejemplo. Hay muchos más. Además los ecoprogres solamente se ponen de acuerdo cuando afrontan a alguien que no es ecologista, ahora bien, cuando se trata de discutir entre ellos, se llevan la contraria unos a otros por el mero placer de hacerlo. Si unos dicen que hacen falta energías alternativas y proponen energía eólica, habrá otros que sostengan que las aspas pueden matar a especies en vías de extinción (a lo mejor están en vías de extinción por selección natural: pegársela contra un aspa no es, desde luego, la mejor forma de evidenciar instinto de supervivencia). Si unos dicen que hay que instalar paneles solares otros sostendrán que tienen «impacto visual» y, por tanto, son rechazables. Y todo así. Serán capaces de cambiar la variante de una carretera porque pasa a través de un paraje residencial de mariposonas. Repoblarán los Pirineos con osos y lobos, prohibirán su caza… hasta que finalmente, los osos y los lobos amenacen la seguridad de los rebaños y los excursionistas.
Créanme: si un ecologista le da una solución a algo, piense que existe un alto porcentaje de posibilidades de que esa sea, de todas las soluciones posibles, la peor.
El finalismo progre y la negación de lo instrumental
El progre es fundamentalmente alguien que ejerce el noble arte de la solidaridad con una facilidad y una reiteración pasmosa: se solidariza con quien haga falta, donde haga falta y para lo que haga falta. En su escala «finalista», aquellos valores que contribuirán a hacer una sociedad ideal al final del camino son mucho más importantes que los valores «instrumentales» que nos ayudan en el día a día a llevar una vida mejor y a hacer más soportable la cotidianeidad.
Los valores finalistas a los que se apresta a transmitir la asignatura «Educación para la Ciudadania» son encomiables y suponen la quintaesencia de la doctrina progre: pacifismo, solidaridad, humanismo, ecologismo, tolerancia, multiculturalidad… así que calculen; pero no dice nada de los valores instrumentales: jerarquía, fidelidad, rectitud, disciplina, esfuerzo, constancia, autocontrol, espíritu de sacrificio, etc.
Y así se da nuevamente la paradoja de que un chaval educado en los nobles valores finalistas, modelo de virtudes cívicas del universo progre, sea un perfecto borde, tirando a hijoputa, en su casa y esté dispuesto a solidarizarse con el cachalote de Borneo en trance de desaparecer, pero sea incapaz de facilitar la vida a sus padres, hacer una cama o simplemente contribuir al mantenimiento del hogar familiar.
El progre y las «fuerzas de la cultura»
El progre sufre mucho al percibir las «injusticias» y sufriría más si fuera capaz de reflexionar sobre los problemas que genera. La política nacional e internacional, la educación, la ecología son terrenos en los que los fracasos progres se cuentan tanto como sus iniciativas. Pero siempre les quedará la «cultura». Porque el progre está convencido de que es una persona «de cultura». Saber las cuatro reglas, habitualmente, las sabe, pero eso no le da necesariamente un marchamo de cultura; aspira a algo más a ser el representante genuino de las «fuerzas de la cultura».
La cultura progre es mediática, esto es, facilona: sus popes son Ramoncín para los más simplones y Saramago para los edulcorados, tontorrón uno y tristón el otro. Si fallece el Fary o se nos va Juanito Valderrama, alegría uno y gracejo torero el otro, no tendrá ni una palabra de cariño; desconfiará de Tintín, y en cuanto a Schwarzeneger o Clint Easwood le generarán todo tipo de desconfianza. Porque el progre tiene sus preferencias: en música, por supuesto, Camarón. Sobre todo Camarón el de voz más rota y cazallosa. Y en segundo lugar la «música étnica», «de mestizaje» o de «fusión». En cine, arte y ensayo, cuando lo había. Cine intimista, siempre (a la vista de que el cine de Pontecorvo desapareció) y si ha que ver algún producto americano que sea exclusivamente de «cine indi», «cine independiente» (los festivales de Sundance proveen anualmente de obras suficientemente aburridas como para satisfagan al progre de estricta observancia), minimalista y si puede ser, llegado del Tercer Mundo.
Y, luego, claro está, un tributo a la producción nacional: porque los actores y directores españoles son los niños mimados de las «fuerzas de la cultura» progre. Los actores españoles, además de actuar, se creen obligados a opinar y cuando hablan lo hacen ex cátedra. Gran problema éste. ¿Cómo se puede explicar a un actor que realiza su función cuando repite textos, mejor o peor, que otros han escrito y que cuando habla por sí mismo, expresando su opinión, frecuentemente hace el ridículo? No hay nada más simple que un actor expresando sus opiniones políticas. Habitualmente, logran hacerlo mediante una pegatina. Hubo un tiempo en que eran «panfletos parlantes», hoy apenas son «percheros de pegatinas». Su fiesta anual son los Goya que viene a ser como un reparto de la miseria.
No es raro que los esperpentos (a lo Torrente o a lo Mortadelo) generen más favor del público, puestos a elegir, la mayoría no progre se decanta hacia los productos no progres del sector. Sector subvencionado oficialmente en un 30% por cierto (y realmente casi en el 100%), el cine español agoniza de sobredosis progre. El director de cine progre ha aprendido a presentar proyectos sobrevalorados capaces de ser llevados a la práctica justamente con ese 30% que recibe de subvención. Si hay ingresos, hay beneficio y si no, al menos él, ya ha pillado. Tal es la mentalidad de la «industria del cine» español, última trinchera en el que la progresía hispana es mayoritaria.
El progre y las drogas
Hablando de sobredosis. El progre y las drogas es otro capítulo sorprendente. La postura políticamente correcta del progre es despenalizar las drogas, todas las drogas, menos el alcohol, el tabaco y los toros que deberían de estar, no sólo prohibidos, sino castigados.
En este terreno de las drogas, pensar en que un progre podría hacer realidad algún día su «proyecto» es, literalmente, aterrador. Miles de yonkis comprando heroína y cocaína en los supers y atracando al resto de clientes en la cola de la caja. Millones de chavales tirados por las calles consumiendo hachís a destajo y todos ellos –como los yonkis– con los vicios pagados por los caudales públicos.
¿Eso es “leglización de las drogas”? Seguramente es la visión que más se aproxima. Por si no hubiera suficiente con un «efecto llamada» para delincuentes, otro para inmigrantes, otro para los transexuales en busca de la sopa boba quirúrgica, ahora lo que la totalidad del universo progre plantea es un efecto llamada para los colgados de todo el mundo.
Gracias a los progres celtibéricos hemos conseguido que según NNUU, España sea el país del mundo que más drogas consume… mucho más que los EEUU. Finalmente, hemos logrado superar a los EEUU en algo. El mérito es para la progresía que en 1983 subió de la mano del PSOE enarbolando, entre otras lindezas, el slogan de «despenalización del porro». Aquellas aguas trajeron estos lodos.
Gracias a Felipe González el consumo de drogas se despenalizó, gracias a Aznar el porro se banalizó (a fin de cuentas, eso y la cerveza barata eran las formas de tener calladitos a las legiones de futuros parados o de subempleados), gracias a Zapatero todo esto se convirtió en pandémico y con Rajoy, simplemente, se ha mirado a otro lugar. Hoy es más fácil liarse un porro que fumarse un cigarrillo.
El progre y la inmigración
Hubo un tiempo en el que el progre de estricta observancia se pirraba por el olor a sudor. Era algo que él no conocía ni conocería: el olor destilado por probos trabajadores después de horas de esfuerzo físico y antes de la ducha. Para el progre era como una droga embriagadora. Cuando eso se disipó -y se disipó cuando el marxismo dejó de ser lo último de lo último en cuestión de progresía- el progre buscó otro aroma que sedujera su pituitaria y excitaran su pchique. Lo encontró en la inmigración.
Hemos dicho «efecto llamada» y esto tiene que ver muy mucho con la inmigración. La posición tradicional del progre en esta materia es simple: «papeles para todos», por no hablar de aquel otro memorable de «ningún ser humano es ilegal» o el «refugiados welcome». Lamentablemente tanta solidaridad no se traduce, como es habitual, en un comportamiento diferente entre el progre y el resto de la población: el progre no pone un inmigrante en su vida (como máximo lo tiene de chófer, de jardinero, baby sister o chacha), no le ofrece su hogar para que pueda eludir la repatriación, ni un puesto de trabajo remunerado dignamente: en el terreno de la inmigración, una vez más, el progre predica unas cosas que nada tienen que ver con su comportamiento real. No conozco ningún empresario progre que pague un salario digno a sus trabajadores inmigrantes. De hecho, tampoco conozco muchos empresarios regres que lo hagan, lo que demuestra la equidistancia simétrica de clase entre progres y regres.
Para el progre la inmigración es necesaria dada nuestra baja tasa de natalidad. Justo después de lamentarlo enuncia su batería de medidas progres: aborto libre y gratuito, más facilidad para el divorcio que sea express, legalización de los matrimonios estériles, esto es gays y, sobre todo, inmigración y adopción de niños recogidos de los hospicios de medio mundo o vendidos al peso por empresas habilitadas ad hoc. Hoy un progre compra una niña negra o china como si se tratara de una mascota.
Cualquier cosa antes que medidas mucho más razonables (ayudas a las familias numerosas, desgravaciones fiscales a la paternidad, subsidios para la formación de nuevas familias, campañas de natalidad, etc.) son consideradas con desconfianza, sino motejadas pura y simplemente de fascistoides. Hay algo insano en el progre que le impulsa a ser «etnocida»: cualquier cosa antes que favorecer en algo a la propia etnia. Favorecer a cualquier otra, vale, a la propia, en absoluto.
Ahora bien, sobre este tema ¿para qué hablar? Si ha habido alguna medida que destile mejor el espíritu progresista es, sin duda, la reforma de la ley de inmigración que llevó a la regularización masiva de febrero–mayo de 2005. A partir de ahí ¿se pueden considerar con seriedad las posiciones «progres» en materia de inmigración? En absoluto, son el resultado de la ignorancia, de la irresponsabilidad, de la falta de criterios y de visión histórica y del humanitarismo elevado a la enésima potencia.
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Hasta aquí no hemos caricaturizado, como máximo frivolizado y lo justo, sin pasarnos. Los progres son así. El progre es lo que es, una contracción risible y grotesca surgida del universo más simplón de la izquierda postmarxista. Un hombre de izquierdas es un pogre ilustrado, un progre a secas es un pobre individuo con déficit de conocimientos reales e inflación de tópicos.
El hombre de la izquierda tradicional (socialista, socialdemócrata, comunista) es una especie en vías de extinción, sin embargo, la proliferación vermicular de progres a secas constituye, sin duda, uno de los factores esenciales de la recomposición de la izquierda europea. Asumir una ideología es comprometerse a demasiado y el progre no está dispuesto a hacerlo como hizo la izquierda marxista, resulta mucho más fácil asumir simplemente un catálogo de tópicos. Ahí está Podemos para recordárnosolo, y ahí está lo que queda del PSOE para confirmarnos que más allá del socialismo, más allá de la democracia, del bolchevismo y del anarquismo, está la nadaría progre. De paso se ahorran la lectura de las sesudas obras de los clásicos del marxismo. Eso que ganan.
¿Cuáles son los laboratorios de la ideología progre? Sólo uno. Recordarlo: así como las revoluciones burgueses tuvieron en las logias masónicas sus laboratorios ideológicos, así como las revoluciones bolcheviques tuvieron a los partidos comunistas como instrumento, el mundo progre tiene en la UNESCO su centro elaborador y difusor de ideas. Vale la pena leer El Correo de la UNESCO para ir actualizando la doctrina progre. Ese es el laboratorio, no hay otro.
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