jueves, 13 de junio de 2013

Enseñanza de la religión y sistema educativo


Infokrisis.- Como eco de otros tiempos, cuando se ha rumoreado que el ministro Wert planeaba transformar en obligatoria la enseñanza de la religión y ante la oposición habitual y previsible de la izquierda, se ha producido una reacción unánime de las cadenas de TV ligadas a la derecha religiosa (que no son sino apéndices mediáticos de la derecha del PP, nos referimos a Intereconomía y a la COPE) seguida por exaltadas peticiones en el mismo sentido de varias organizaciones de extrema-derecha. En las redes sociales, una y otra vez aparecían mensajes favorables a la enseñanza de la religión e invectivas contra los sectores “progres” que se oponían a la medida. Quizás valga la pena realizar algunas puntualizaciones al respecto.


Pero ¿sabéis realmente cuál es la situación de la enseñanza?

La primera reflexión es palmaria: el gran problema de la enseñanza en España -nos atreveríamos a decir que el único problema- es que el sistema educativo está literalmente destruido, pulverizado, inservible para formar personas, garante de las más elevadas tasas de fracaso escolar, farolillo rojo de la enseñanza en Europa y, vergüenza nacional. Y no es precisamente por la ausencia de la asignatura de religión, sino por muchos factores que se vienen arrastrando desde la Ley General de Educación de 1973 (la llamada Ley Villar-Palasí) y que, tras sucesivas reformas, ha ido acelerando su velocidad de caída.

Dicho de otra manera: aunque la Ley Wert garantizara la obligatoriedad de la enseñanza de la religión católica, ello no serviría absolutamente para nada. Tenemos alumnos que no saben ni realizar un razonamiento lógico básico, a los que les cuesta calcular 5 más 5 sin utilizar los dedos, que son incapaces de comprender un texto e incluso leerlo, que ni siquiera pueden concentrarse durante un cuarto de hora para escuchar las explicaciones del profesor y que ni siquiera han entendido la importancia de tener una aceptable formación cultural. Con este panorama puede pensarse lo que supondrá enseñar al alumnado que Dios es “uno y trino” o el dogma de la Inmaculada Concepción. Alumnos que tendrán dificultades en recordar las virtudes teologales, o que serán incapaces de enumerar los diez mandamientos o de recordar el Credo, porque desde 1973 se inició la lucha contra el uso de la memoria en el aprendizaje, no estarán en condiciones ni de asimilar los contenidos de esta asignatura, ni los de cualquier otra.

Nuestro sistema educativo no es, desde luego, el terreno más abonado para el aprendizaje de la religión, ni de cualquier otra asignatura. Reimplantarla sería algo así como pedirle a un ciego que utilice la panoplia de colores que se le ha regalado. Decimos esto para establecer la importancia del problema: la enseñanza de la religión o su desaparición de las aulas es un problema secundario en relación al problema principal que se dirime en el terreno de la educación: su reforma, a la vista de la innegable quiebra del sistema educativo. Se trata, pues, de debatir sobre cómo será esta reforma, de qué manera se hará, cuáles serán sus principios rectores y quienes la pondrán en práctica. Discusión, no precisamente menor, ni siquiera susceptible de llegar a buen puerto, a la vista de la sima en la que se encuentra el sistema educativo.

España y la religión

Los partidarios de la enseñanza religiosa insisten en que España es un país católico y que su historia se ha identificado con la defensa de la fe hasta ser la misma cosa. Por tanto, si se aspira a resucitar los valores de patriotismo e Hispanidad –y de eso, a fin de  cuentas, es de lo que se trata- hará falta difundir el mensaje religioso y, por tanto, situar de nuevo esta asignatura entre las que cuentan para aprobar un curso escolar. Bien, sobre esto, hay bastante que decir.

Es cierto que desde el episodio histórico de la “conversión de Recaredo”, España ha sido un país católico, pero es igualmente cierto que antes de ese episodio existía un Reino Visigodo arriano y que desde tiempos muy remotos existía lo que unos llamaban el “país de las Hespérides” y otros simplemente Hispaniae. Esto por lo que se refiere a los orígenes históricos de nuestro país.

No parece aventurado ni sesgado recordar que la religión católica no vive hoy sus mejores momentos y que desde mediados de los años 60 su influencia en la sociedad española ha ido declinando progresivamente. Hoy, los seminarios están vacíos, cada vez más parroquias se encuentran sin titular o teniendo al frente un sacerdote en edad de jubilación. Diariamente se cierran conventos e incluso desaparecen órdenes religiosas enteras. De hecho, la mayoría de órdenes religiosas, especialmente femeninas, estarían reducidas a la mínima expresión de no ser porque sus conventos han ido cubriendo, mal que bien, las bajas con ordenaciones procedentes del tercer mundo. Hoy nos tememos que la presencia de inmigrantes entre las órdenes religiosas femeninas ya está en una proporción de 1 a 3 (una monja española por tres inmigrantes). Sin embargo, la llegada masiva de inmigrantes que suscitó esperanzas en la Iglesia española no ha podido transformarse en una fuente de revitalización de la misma. Para sorpresa de la Conferencia Episcopal, buena parte de los andinos que llegaron entre 1997 y 2009, procedentes de países de mayoría católica, luego resultó que optaron por acercarse a confesiones protestantes, Testigos de Jehová, pentecostales, evangélicos, etc. En cuanto a los procedentes de países del África Negra con fuertes comunidades católicas, la mayoría… son islamistas.

Cuando Manuel Azaña en los años 30 pronunció aquella odiosa frase de que España había dejado de ser católica, evidentemente exageraba, porque España seguía siéndolo. Cuando empezó a dejar de serlo fue tras el cierre en falso del Concilio Vaticano II (en pleno tardofranquismo), cuando una parte del clero y de la jerarquía católica viraron a la izquierda y se produjo el hundimiento en cadena que todavía prosigue hoy y que hace que, año tras año, la Iglesia española se repliegue cada vez más.

Es importante reconocer esta situación porque si se acepta el principio de la historiografía católica según el cual España y la fe están indisolublemente unidos, hasta el punto de que España empezó cuando se asentó el catolicismo romano en nuestro país, cuidado, porque, por lo mismo se puede inferir que España dejará de ser tal en cuanto el catolicismo haya dejado de ser la religión de los españoles. Y, de hecho, el sector mayoritario de la sociedad, hoy, hace gala de un indiferentismo religioso innegable. Basta ver los medios de comunicación para darse cuenta de que solamente dos cadenas televisivas, ambas de segunda fila y con unas audiencias bastante residuales, mantienen viva la llama de la fe, especialmente a través de programas de debate político excepcionalmente polémicos (y, a ratos, incluso zafios).

En nuestra opinión, la historia de España es, hasta cierto punto, la historia de la defensa de la fe católica… como también Francia reclama este privilegio, Inglaterra, con su particular iglesia nacional, se sitúa en la misma órbita y otro tanto hace Portugal, por supuesto, con el mismo derecho que España. Y si se trata de discutir qué catolicismo nacional es el más militante y combativo, desde luego este título recaería, desde 1789, sobre el francés mucho más que sobre el español. Nosotros tuvimos nuestra “reconquista” realizada bajo el signo de la fe, como los caballeros teutónicos tuvieron su combate en defensa de la fe en las marcas del Este y los cruzados procedentes de toda Europa lo tuvieron en Palestina. Más razonable, pues, parece aceptar el hecho de que la historia de España no empieza con la conversión de Recaredo y que, por lo mismo, no terminará aunque la Iglesia católica agote su crédito en la sociedad española.

Por otra parte, a los que sostienen que la enseñanza de la religión es necesaria para vivir el ideal patriótico, le diríamos que mucho más importante para entender lo que es una patria es la enseñanza de la historia, de la geografía, de la sociología… Lo que nos lleva de nuevo a considerar la crisis de la enseñanza en su totalidad y no solamente a interesarnos por el destino de la religión católica en las aulas, discusión completamente secundaria en las actuales circunstancias.

Una institución globalmente en crisis

Las visitas de los últimos papas a España no se han saldado con una revitalización de la fe, ni con un reforzamiento de las parroquias, gestionadas por un clero diocesano que casi completamente ha optado por integrarse en algún “grupo”: Opus Dei, Comunión y Liberación, Neo-Catecumenales, Legionarios de Cristo, El Yunque, etc, organizaciones que, aun reconociendo a Roma como faro y guía de la cristiandad… simplemente mantienen su política de grupo por encima de las órdenes tradicionales que ilustraron los mejores momentos de la cristiandad (benedictinos, dominicos, jesuitas, franciscanos, etc.).

El Concilio Vaticano II se cerró con una serie de reformas en todos los terrenos salvo con reformas en lo relativo a la moral sexual excepcionalmente restrictiva de la Iglesia y, casi diríamos, insostenible. Las campañas antiabortistas que incluso podemos compartir quienes no nos sentimos miembros de la Iglesia, adolecen de un radicalismo innecesario que ignora que, bajo determinadas circunstancias y en determinados casos puntuales, el aborto puede ser necesario. La falta de vocaciones hace imposible la “recristianización” de Europa que, desde hace años, debería ser considerada “tierra de misiones”. El eje sociológico de la Iglesia se va progresivamente desplazando fuera de su marco tradicional (Europa), para adentrarse en horizontes geográficos en donde su futuro es problemática (África en donde las características de la población subsahariana hacen imposible la aceptación de la moral sexual de la Iglesia y en donde deben competir con un Islam cada vez más agresivo; Asia en donde la Iglesia crece especialmente en sectores marginales y extremadamente minoritarios y le resulta imposible competir con escuelas filosóficas budistas, hinduistas, zen, confucianistas, etc; estando en recesión en toda América –en el católico Québec hemos encontrado una iglesia convertida en spa, varias en bibliotecas públicas, otra en almacén de modas… y con una asistencia mínima a los oficios en aquellas iglesias todavía en funcionamiento).

La historia de los últimos papas es significativa. Juan Pablo II consiguió, efectivamente, contribuir a la caída del bloque soviético… pero en su largo pontificado no pudo, ni probablemente quiso, hacer nada para reformar la liturgia, acaso la asignatura pendiente más importante del post-Vaticano II. Convertido en una figura mediática, la Iglesia que dejó era bastante más débil que la que recibió en 1979. Lo mismo puede decirse de Ratzinger-Benedicto XVI, cuyas innegables cualidades intelectuales tampoco fueron puestas para realizar en casi una década de pontificado ninguna rectificación esencial. De hecho, su dimisión, inédita en la historia de la Iglesia, dice mucho de la desesperación de un intelectual ante una reforma cada vez más imposible. Y, por lo mismo, creemos que no puede esperarse gran cosa de su sucesor. De hecho, si las profecías de Nostradamus marcaban un límite ya superado para los papas que quedaban, los que siguen a ese límite parecen no contar a efectos proféticos en razón de su irrelevancia o, si se quiere, de su incapacidad para enderezar la barca de Pedro. La sensación que tiene alguien que, aun no considerándose católico, mantiene simpatías por el pasado católico que fue el de sus padres, es que la Iglesia sigue existiendo pero ya no es el eje de Europa, ni de Occidente. Constatar esta situación no supone aprobarla, ni celebrarla.

Entendemos la preocupación de los sectores católicos de la sociedad española por el problema de la enseñanza de la religión, pero a estos sectores les valdría más darse una buena dosis de realismo: la iglesia española está en una posición de debilidad extrema, ni siquiera el partido al que mayoritariamente apoyan los católicos, el PP, está dando ejemplo de una política que pueda satisfacerles.

El bien más preciado de la Iglesia española, en este momento, es su red de centros de enseñanza concertados. Se trataría, más bien, de que esos centros se convirtieran en un ejemplo de cómo, aun sin orientaciones del Estado, puede generarse un sistema educativo eficiente. Y para eso haría falta que la Iglesia concentrara en este frente sus esfuerzos, no tanto para lograr la victoria tan pírrica como inútil de 45 minutos de clase de religión semanales, como para que en sus aulas, ante el signo de la cruz, los alumnos allí formados mostraran una superior preparación y una mayor calidad pedagógica que luego pudiera aplicarse al sistema público de enseñanza.

Obstinarse en presentar batalla en el terreno de la enseñanza de religión, supone haber perdido la batalla por anticipado y equivocarse en la estrategia: porque el gran problema de la enseñanza en España (pública y privada) es su baja calidad y las altísimas cotas de fracaso escolar. Supérense ambos problemas y ese será el sistema educativo extrapolable a toda la sociedad.

© Ernesto Milá – infokrisis – ernesto.mila-rodri@gmail.com