lunes, 5 de marzo de 2012

¿Es defendible el Estado de las Autonomías?



Info|krisis.- Era 1975 y se nos decía: “el Estado tiene que descentralizarse” y todos pensamos, “sí, el Estado tiene que descentralizarse”. A fin de cuentas no era normal que para matricular un coche en Barcelona hubiera que enviar los papeles a Madrid. Por otra parte, en lo que estábamos todos pensando era en que los centros de decisión estuvieran cerca de los ciudadanos. Eso debía ser democracia. Y dijimos, bueno, de acuerdo... descentralicemos.
La primera sorpresa vino porque, una vez se aceptó esto, se nos dijo que había una serie de instituciones radicadas en el extranjero a través de las cuales debía de iniciarse la descentralización. La Generalitat de Catalunya, por ejemplo, seguía existiendo y en Francia vivía alguien que se decía su presidente, un anciano de rostro venerable y no particularmente malvado que atendía al nombre de Joseph Tarradellas. Durante la guerra civil no había tenido un comportamiento particularmente sectario y, en realidad, todo lo que decía tenía sentido común. Era cierto que traer a Tarradellas como presidente “legítimo” de la Generalitat de Catalunya en el exilio parecía dar la razón a los que consideraban que eso equivalía a retrasar las manecillas del reloj de la historia la friolera de 40 años. Además, aquella Generalitat nació en un contexto histórico muy diferente –la república- por lo que encajaba como una cerradura en un ano de un elefante. Y por lo mismo, también existía un presidente de la República en el exilio, así que ¿por qué no lo traíamos también, le entregábamos el poder y le dábamos una pensioncilla? ¿Y por que se trajo a Tarradellas y no se hizo lo mismo en Euzkadi? Pero, lo cierto es que, a la vista de que Tarradellas en todas sus declaraciones parecía ser uno de los políticos más razonables de la transición, ¿por qué no traerlo a España y concederle de manera no democrática la presidencia de la Generalitat restaurada? Y se le dio.

A la autonomía catalana siguió la vasca y luego la gallega. Realmente nadie en Galicia –o casi nadie- parecía interesado en restaurar allí un gobierno autónomo. Los únicos que parecían interesados eran las clases políticas locales que, bruscamente, sin excepción de partido, todas se convirtieron al regionalismo y todas alabaron los nuevos estatutos de autonomía. A la hora de votar el Estatuto de Autonomía de Galicia, es bueno no olvidarlo, apenas acudieron a las urnas el 28% de la población y de estos, una cuarta parte no votó a favor... parecía evidente que a la inmensa mayoría de gallegos el Estatuto de Autonomía les traía al fresco.
Los resultados de otros referendos autonómicos demostraron algo parecido: en Andalucía votó, por ejemplo, el 53%. En Catalunya, en 2006 votó el 48% del electorado con una cuarta parte de los electores votando en sentido negativo a la propuesta de “nou Estatut”. Cifra que resultó rebasada durante la votación para aprobar el nuevo referéndum autonómico andaluz el 18 de febrero de 2007 que salió adelante, mal que bien, con apenas el 36% de participación... En otras autonomías, ni siquiera se consideró necesario convocar referendos a la vista de que posiblemente la participación hubiera sido mucho menor.
Estaba claro que la cuestión autonómica no interesaba mucho a la población, pero a partir de principios de los años 80 los medio de comunicación y todos los partidos políticos sin excepción empezaron a cantar glosas, loas y alabanzas al “Estado de las Autonomías”. No estaba muy claro el motivo de todas estas loas porque el coste de la vida se encarecía muy rápidamente y los salarios daba la sensación de que iban perdiendo poder adquisitivo. Afortunadamente las autonomías empezaron a cumplir sus funciones: carreteras, infraestructuras de nuevo cuño, todo parecía ir bien. Así que ¿por qué no aceptar el hecho consumado de que las autonomías no habían centrifugado España sino que estaban constituyendo un factor de progreso? A fin de cuentas, la extrema-derecha se había equivocado y España no se rompía.
No, no se rompía pero la corrupción había empezado a aflorar un poco por todas partes y daba la sensación de que estaba corroyendo ago más que el aparato central de la administración del Estado. Quien dice “autonomías” dice “dispersión” y quien dice “dispersión” dice falta de control. Eso es justamente lo que había ocurrido. Pronto, hasta el líder regional más gris promovía el nacionalismo regionalista como excusa para defender “lo suyo”, esto es, defender sus intereses. Aparecieron partidos regionalistas en zonas en donde nunca antes lo habían hecho (La Rioja, Cantabria), líderes de la derecha (en Murcia, Comunidad Valenciana) o de la izquierda (en Andalucía y Extremadura), se convirtieron al regionalismo y en los principales defensores de los derechos “regionales”... Aplausos para ellos.
¿Qué estaba ocurriendo? Hacia mediados de los 80 advertimos que no estábamos en una democracia sino en plena orgía partidocrática. Y partidocracia no es democracia. Y en partidocracia habíamos observado como se formaban en todos los partidos castas políticas regionales que velaban por sus propios intereses y no por los de su región. Es más, tendían a confundir sus propios intereses de casta con los de su región. Por eso pedían más transferencias, más fondos, más recursos... porque así las comisiones a percibir eran mayores, los fondos públicos a repartir entre los “amigos”, mas jugosos y los proyectos faraónicos más enloquecidos podían adquirir carta de naturaleza con facilidad. Todas las Cajas de Ahorro, penetradas por los partidos políticos pasaron a financiar esta locuras antes de desaparecer una tras otra. Hacia finales de los años 80, allí en donde las autonomías estaban más arraigadas, las corruptelas eran más profundas. Catalunya, sin duda, ocupaba la vanguardia de la corrupción: desde el Palau de la Generalitat una banda de salteadores de caminos habían pasado a ser la mano derecha y la izquierda de Pujol. Él mismo había hundido a Banca Catalana al financiar con sus depósitos la llamada “construcción nacional de Catalunya”. Y la prensa catalana recibía jugosos subsidios para que no proclamar la mala nueva: a saber, que Catalunya era la región más corrupta del Estado. A poca distancia, eso sí, de Andalucía, en donde el socialismo había transformado a aquella autonomía en su jardín particular durante más de 30 años. El franquismo duró 40, pero nunca expolió teniendo la cara dura de alardear de que estaba al servicio del pueblo. Los socialistas andaluces, en cambio, sí lo hicieron.
Y este era el problema en 2005: España estaba parcelada en 17 autonomías, cada una con una arsenal de leyes nuevas, intrascendentes casi todas, que no se respetaban por pura ignorancia y que solamente se aprobaban para justificar el que los pequeños y redonditos parlamentitos autonómicos servían para algo. Un pescador que descendiera por el Ebro debería adquirir para ejercer su afición cuatro diferentes licencias de pesca en cada Autonomía por la que discurría sus aguas. La locura estaba institucionalizada. Y cada vez más daba la sensación de que las loas, glosas y alabanzas hacia el Estado de las Autonomías contrastaban más y más con la realidad de los hechos, cada vez más terribles.
Era cierto que hubo un período dorado de las autonomías que se prolongó entre nuestra entrada en la UE y los años del aznarismo. España recibía fondos estructurales de la UE –enormes pero pobre contrapartida a la “reconversión industrial” que liquidó sectores estratégicos enteros de nuestra industria- que dieron la sensación ficticia de una vitalidad de nuestra economía... que se agotó cuando se agotó esta llegada de fondos estructurales y cuando en lugar de recibir empezó a tocarnos dar a otros ayudas. Pero ese agotamiento no se percibió inmediatamente porque su final coincidió con el momento más álgido de la burbuja inmobiliaria. Durante este ciclo –un ciclo que une la llegada masiva de fondos estructurales buena parte invertidos (y en gran medida, dilapidados) por las autonomías, con la burbuja inmobiliaria- nadie se preocupó porque el monstruo autonómico iba creciente, nadie atendía a que se estaban construyendo aeropuertos que nadie utilizaría pero que devengarían millones en comisiones y, nadie advirtió que se estaba cavando la fosa de las Cajas de Ahorro. Y bruscamente, en julio de 2007, unos negros que habían recibido hipotecas que todo el mundo sabía que no podrían pagar jamás, dejaron de abonar sus mensualidades. Había estallado la crisis de las hipotecas subprime que pronto contaminaron a todo el sistema bancario mundial y en España fueron una de las causas del estallido de la burbuja inmobiliaria.
Entonces, y solo entonces, nos dimos cuenta de que el Estado de las Autonomías había crecido demasiado, que era un paquidermo hipertrofiado que nos costaba demasiado y que no nos aportaba gran cosa (lo que nos podía aportar, lo podía aportar igualmente el Estado central, incluida la promoción de las lenguas regionales). Y, lo peor, nos dimos cuenta de que las clases políticas autonómicas no estaban dispuestas a renunciar a su modus vivendi aunque esto supusiera arruinar al país. Tiene gracia que cuando se planteó el Portugal un referéndum para la descentralización del país, ganara el NO; en efecto, la campaña del NO fue muy fuerte: se puso a España como ejemplo de lo que podían convertirse.
Entonces se planteó el gran problema: cómo financiar todo esto. Era imposible. El optimismo antropológico del zapaterismo se disolvió como un azucarillo en los dos primeros años de su segunda legislatura: se vio que ya no había dinero para comprar los votos de los partidos nacionalistas en el parlamento de Madrid  y que las autonomías no estaban dispuestas a reducir y a disciplinar su gasto: chupaban demasiados militantes inútiles, demasiados cuñados golosos, demasiados amigotes corruptos, demasiados funcionarios a dedo, demasiadas empresas públicas creadas para engañar los déficits, etc. Y entonces cundió el pánico.
Nadie volvió a hablar de “estatutos de segunda generación”: el valenciano, el catalán, el andaluz, habían sido aprobados sin que existiera demanda social y sin que las discusiones suscitaran el más mínimo interés en la opinión pública. Rápidamente se relegaron al olvido a partir de 2009 y nunca nadie más ha vuelto a hablar de ellos.
Zapatero pensó inicialmente que la crisis duraría entre dos y tres años, sería superficial y pronto las cosas volverían a su lugar, demostrando con ello lo limitado de su celebro y lo nulo de su capacidad de previsión. Pero se equivocó al pensar que era una crisis coyuntural y no estructural. Y la recuperación tardó. Hacia principios de 2011 ya era evidente que el Estado de las Autonomías pesaba demasiado y no había fondos suficientes para mantenerlo. Y entonces, a socialistas y populares se les ocurrió la idea más absurda que hayan visto los siglos: ahorrar en gastos sociales. Había, en efecto, que lograr que los costes sanitarios y de educación disminuyeran, que los subsidios y ayudas se redujeran al máximo y que se ahorrara en materia social. La única ley con pies y cabeza aprobada por el PSOE (la de acompañamiento) no se pudo poner en práctica en la mayoría de autonomías por falta de fondos...
Así que los gestores del régimen elaboraron una teoría: el Estado de las Autonomías era un gran hallazgo de nuestra democracia, un faro y una luz para occidente. Sin embargo, en todo occidente el Estado del Bienestar venía a ser una antigualla insostenible a la que debíamos renunciar de buen grado o por la fuerza. En otras palabras: para mantener al Estado de las Autonomías era necesario liquidar el Estado del Bienestar. ¡Qué gran idea! ¡Cómo no iba a apoyarla una clase política corrompida y corrupta que vivía de las ubres autonómicas! ¡Y cómo no iba a apoyarla una prensa que cada vez vendía mes y precisaba de más y mas recursos y subvenciones! ¿Y los intereses de la sociedad? ¡A quién coño le importaban los intereses de la sociedad que esa misma sociedad no es capaz de defender sino es a través de instituciones como los sindicatos subsidiados o la clase política devoradora de fondos y vaga hasta la exasperación!
Y esta es la situación: o Estado de las Autonomías o Estado del Bienestar. Ambos son demasiado caros para un país de tamaño medio y de recursos escasos que hoy ni siquiera tiene modelo económico y ni siquiera dispone de una clase política capaz de planificar modelo alguno que vaya más allá del pelotazo. La sensación que algunos tenemos es que el Estado de las Autonomías cuesta demasiado y el ciudadano se beneficia muy poco y que el Estado del Bienestar cuesta mucho pero cubre las necesidades de previsión social de la población. Si hoy se hipertrofia el Estado de las Autonomías y se pone la piqueta en el Estado del Bienestar es solamente porque el primero cubre los intereses de la clase política y el segundo los de la sociedad. Y no olvidemos que hoy más que nunca los intereses de la sociedad están en contradicción con los intereses de la clase política. Ah, y si esto no estalla se debe a que los medios de comunicación desvían la atención difundiendo diariamente miles y miles de informaciones intrascendentes y de datos filtrados por las clases políticas regionales, no sea que haya alguien que despierte de la ilusión y se dé cuenta de que “el Rey está desnudo”, o, mejor dicho, de que no hay nada tan inútil como un “Estado de las Autonomías”.
¿Se puede liquidar el Estado de las Autonomías? No, en condiciones normales. Para hacerlo hará falta el “cirujano de hierro” que pidiera Joaquín Costa hace más de cien años. Con políticos de blandyblup, coriáceos, pelotilleros y soft, no se puede hacer otra cosa más que ir paso a paso hacía el abismo. Y en eso estamos en este país que en otro tiempo se llamó España y hoy es un amasijo de 17 autonomías a cual más dilapidadora.
© Ernesto Milà – Prohibida la difusión de este texto sin indicar origen.