martes, 2 de abril de 2019

365 QUEJÍOS (302) – NI BERGOGLIO ES PAPÁ, NI LA IGLESIA ES LO QUE ERA


No es que Bergoglio dé una a derechas, es que no da una. En materia teológica, no sabe/no contesta. En materia social, siempre comparte posiciones ultra-progresistas. Yo entiendo que asumir la pesada carga de la “infalibilidad papal” es un peso desmesurado para un humano en el que rige el viejo refrán castellano de “quién tiene boca se equivoca”. Vale la pena recordar que la “infalibilidad” aprobada hace, como quien dice dos días, en 1870 en el Concilio Vaticano I, se refiere a cuestiones de fe, como recuerdan los defensores de la institución papal. El Concilio Vaticano II, la refrendó y los teólogos consideran que dicha infalibilidad absoluta no se da cuando el papa habla como persona privado o cuando se dirige a un grupo solo y no a la Iglesia toda. Esto sirve para justificar que cuando Bergolio opina sobre las concertinas de Ceuta y Melilla lo haga a Jordi Évole, no a toda la Iglesia y, por tanto, aquí se cumple el principio de Murphy: “si existe la posibilidad de que alguien meta la pana, Bergoglio la mete como el que más”. A fin de cuentas, es humano y, como tal, puede opinar de fútbol, de política, sobre inmigración o sobre qué rapero le gusta más… y, claro está, equivocarse.

Begoglio no me interesa, francamente. La Iglesia pertenece a ese tipo de instituciones que “fueron”, pero que ya “no son”. De la misma forma que la monarquía actual no puede medirse con la que existió en España en el siglo XIII o en el XVI y la nobleza no es tampoco la misma, la Iglesia que algunos conocimos en nuestra infancia, simplemente, ya no existe.

Raro es el sistema religioso que dura más de 2.000 años en toda su pureza y esplendor. Habitualmente, los sistemas religiosos tienen, como cualquier especie viva, un nacimiento, un desarrollo, una juventud, una madurez, una decrepitud y una muerte. A la Iglesia Católica los problemas de madurez le llegaron con la “reforma protestante”, se rehízo, pero las revoluciones liberales y el Concilio Vaticano I, iniciaron la fase de decrepitud y, tras el Vaticano II, llegó la agonía. Con Bergoglio, la institución está liquidada como tal.

El primer y gran síntoma de que se ha alcanzado esa fase final es la desaparición casi completa de las Órdenes Religiosas tradicionales (franciscanos, benedictinos, cistercienses, trapenses, dominicos, agustinos, trinitarios, etc.) y su sustitución por grupos que, en realidad, son equiparables a cualquier otra secta de la modernidad: Neo-Catecumenales, Comunión y Liberación, Opus Dei, Kikos, Yunke, Familia-Trabajo-Propiedad, etc, etc. De hecho, en las grandes ciudades, estos grupos se disputan el control de las parroquias como si se tratase de una “guerra de posiciones”. Cada uno de estos grupos tiene su propia visión teológica, su propia estrategia, su propio santoral en el que el fundador del grupo tiene un carácter milagrero y axial.

Es curioso constatar que la Iglesia Católica se opuso especialmente al fascismo alemán, desde el momento en el que -a diferencia del italiano o el español- el Estado asumió la educación de la juventud. Era algo que la Iglesia no estaba dispuesta a permitir. Pero hoy, las órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza o bien están reducidas a la mínima expresión, o han desaparecido e, incluso, en el mejor de los casos, su plantilla está reducida a un director miembro de la orden, con un profesorado completamente formado por laicos. Eso ocurre en colegios escolapios, jesuitas, maristas, en la Salle, y mucho más en colegios de órdenes femeninas. ¿Enseñanza religiosa en colegios concertados? Eso, ha pasado a la historia.


Los motivos de la crisis de la Iglesia Católica son muchos y multiformes, el primero de todos que el mundo ha cambiado a más velocidad que la Iglesia. No era culpa, claro está, de la Iglesia: su culpa era no haber previsto estos cambios y haber adaptado su magisterio a ellos. La distancia se ha ido agravando de día en día. Especialmente, en materia de moral sexual, la Iglesia no supo adaptarse. De hecho, no tenía la obligación de adaptarse, sino tan solo de educar a la juventud en una moral sexual que pudieran asumir y que estuviera en consonancia con la tradición de la Iglesia. Pero, el problema era que, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, esa ha sido la asignatura pendiente y existió un problema de partida en el intento de universalizar los valores que solamente correspondían al clero (en concreto, el valor de la castidad) a todos los fieles. No se enseñó a dominar el sexo y vivirlo de forma sana, sino a reducirlo a la reproducción. Se esquivó durante siglos que el sexo, además de reproducción servía también para el placer. Es significativo que ninguna de las reformas teológicas y litúrgicas aprobadas por el Vaticano II sirvió absolutamente para nada, en la medida en que la moral sexual permaneció como en Trento.

Políticamente, la respuesta al liberalismo llegó demasiado tarde y cuando la Iglesia quiso intervenir en política, se sacó ese engendro de la “democracia cristiana”, salida de los “partidos populares” que aparecieron en las primeras décadas del siglo XX y que era una simple respuesta a la revolución de Octubre de 1917, aludiendo a una vaga “justicia social” y a una “doctrina social de la Iglesia” que jamás llegó al fondo de la cuestión: la condena de la usura, de los abusos del capitalismo, y que terminó definiéndose como un “centrismo” que, desde el principio ostentó alta capacidad para las corruptelas y un oportunismo sin principios.

Y un buen día el pueblo católico que no cuestionaba los dogmas de la Iglesia empezó a dejar de ir a misa. Pero había algo peor que el cambio de liturgia, el cambio del mensaje que se produjo tras el Vaticano II. La Iglesia tenía que “ir al pueblo”, debía “defender al pueblo de la opresión”. El catolicismo debía de “comprometerse” con los pobres y los menesterosos. Una parte de los fieles se apearon del carro primero. Pasaron a engrosar las filas de “católicos no practicantes”. Pero lo que ocurrió luego fue todavía peor: los dogmas se diluyeron en la nada. Se cuestionaron (¿por qué un Dios “uno y trino”? ¿por qué el dogma de la Inmaculada Concepción? ¿por qué Dios creó el mundo a partir de la nada? ¿por qué la Santísima Trinidad? ¿por qué el dogma de las dos naturalezas de Jesús que ni se mezclan ni se transforman? Y así sucesivamente…). Las creencias de un día, dejaron de tener valor al siguiente y todo empezó a parecer una gigantesca historieta para niños.


Bergoglio es hijo de la crisis de la Iglesia. El último Papa, Benedicto XVI, dimitió como dimite el presidente de un club de fútbol: cuando es consciente que ya no puede hacerse nada para salvarlo del descenso de categoría y cuando ya no se quiere seguir protagonizando una agonía marcada por escándalos económicos, santificaciones a cascoporro, casos de pederastia y desaparición efectiva de la Iglesia en Europa… y de avances en África.

Debo a la Iglesia el haber dado tranquilidad y serenidad a mis padres en el momento de la muerte. Cada sistema de creencias es lo que es y sirve para lo que sirve. Soy ateo y maurrasiano en mis consideraciones sobre la Iglesia, pero considero que la Iglesia ha dado a Europa algunas de sus mejores páginas y ha polarizado los esfuerzos de los europeos y de sus élites durante siglos. Pero ahora ya no. Esto se ha acabado. La lista de los Papas dada por las profecías de San Malaquías -ciertas o falsas- ha concluido. Después de Ratzinger, lo que viene es el período de “liquidación por cierre del negocio”. Y le ha tocado a Bergoglio gestionarlo. Yo creo que ni él mismo piensa en términos de Papa, como cabeza de una institución que tiene en torno a dos milenios, sino como un pobre tipo, con ideas propias, que lee cada día la prensa y que oscila como una caña al viento: ahora toca humanismo, ahora toca progresismo a ultranza, ahora ecumenismo a tutiplé, ahora inmigracionismo… Ya no es Roma la que dicta la ética, la moral y el comportamiento, sino la UNESCO en sus boletines, nuevo credo y nuevos dogmas.

Salvo el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, libros de belleza literaria especial, el resto de libros del Antiguo Testamento, no pasan de ser la historia y la producción de un pueblo especial de Oriente Medio. Hay muchas literaturas similares en la zona y ésta, desde luego, no es ni mejor ni peor que otras. El lastre de la Iglesia asumiendo el Viejo Testamento es uno de los problemas inseparables de la institución. Menos mal, que la romanización y la aportación de sangre nueva en los siglos de la Alta Edad Media, trocó al cristianismo primitivo en catolicismo, europeizándolo. Pero hoy, el continente en el que el catolicismo está más decrépito es en Europa, su tierra natal.

Bergoglio es el gran reflejo de esa crisis, no el desencadenante de la misma, sino el personaje que confirma en que ésta es irreversible. Los casos de pederastia y de homosexualidad entre el clero, así como los escándalos económicos que estallaron bajo Paulo VI, componen las portadas de esta crisis terminal. La entropía -o el agotamiento de energía en el interior de un circuito cerrado- hace imposible un “revival”. La esperanza en que, tras las “tribulaciones”, se producirá la Segunda Venida de Cristo es como la quimera judía de que un día llegará el Mesías.

Las religiones también tienen una “obsolescencia programada”, parecen haber sido creadas para durar dos milenios. Más allá de los cuales, mutan, decaen, se transforman, son sustituidas por otras. Y esto es lo que le ha ocurrido al catolicismo. Quizás, con otro en lugar de Bergoglio, sentado en la silla de Pedro, el final habría sido menos ridículo, pero, no lo dudemos, también se hubiera producido. Porque todo lo que es humano -y la Iglesia lo es, por mucho que su publicidad diga lo contrario- está sometida a la ley de la entropía, esto es a la ley de la decadencia. Ahí están las tonterías que le ha dicho Bergoglio a Jordi Évole para certificarlo…