Han pasado ochenta años desde la publicación de la primera edición del
Viaje al fin de la noche y nadie
hubiera dicho, ni siquiera hace 20 años que la editorial Edhasa publicaría en
el año 2001 la décima edición española de esta obra, ni tampoco –especialmente
después de la Segunda Guerra mundial– que Louis Ferninand Destouches, alias
“Céline”, sería hoy considerado, no sólo como el mejor escritor de su
generación, sino como el gran escritor en lengua francesa del siglo XX.
Finalmente, Céline ha logrado ser profeta en su tierra. Eso sí, con setenta
años de retraso. Más vale, en cualquier caso, tarde que nunca.
En la Francia de los años 20 existían autores tranquilizadores y otros
“difíciles”. Como en la Sevilla del Siglo de Oro, cuando Murillo pintaba sus
angelitos redondeados, sonrosados y tiernos suscitando el entusiasmo de la
crítica, mientras un pintor muy superior a su banalidad, Valdés Leal, causaba
espanto con su tenebrismo y su desesperanza y ahí están sus cuadros, en la Casa
de la Caridad en Sevilla, In ictu oculi
y Finis Gloriae Mundi cuya geometría
siniestra es sin duda superior a cualquier angelote tranquilizador. Con Céline
pasa otro tanto. Por ejemplo cuando escribe este fragmento ¿qué crítico podría
jalearlo y apreciar la energía de su prosa?
Los
hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no se
les puede sacar de ahí. Con eso ocupan el alma. Se vengan de la injusticia de
su presente revolviendo en su interior la mierda del porvenir. Justos y
cobardes que son todos, en el fondo. Es su naturaleza.
El reflejo de la genialidad
Estaba traduciendo las memorias de Stefano Delle Chiaie cuando he
llegado a la ocasión en la que en la Roma de la postguerra y del neorrealismo,
tuvo ocasión de entrevistarse con Ezra Pound en un pequeño apartamento de via
Merulana. En un momento dado y tras formularle una pregunta relativa a su
opinión sobre los Estados Unidos, Pound se quitó las gafas y se acarició con el
pulgar y el índice la base de la nariz como pensando la respuesta, justo en ese
momento Delle Chiaie creyó percibir en el ambiente de la pequeña estancia la
presencia de la genialidad. Pues bien, eso mismo me ha pasado a mí leyendo la
traducción del Voyage au fin de la nuit.
No esperéis grandes historias, ni la transmisión de elevados valores
éticos morales en el Voyage… Es solamente una colección de
experiencias existenciales en las que lo grotesco, la hilaridad, lo absurdo, lo
ridículo, lo miserable, lo desesperanzado, se suceden en singular cadencia. Eso
si qué es realismo y no las artificiales miserias contadas por los cineastas de
postguerra que hicieron de un globo un símbolo de una generación.
En efecto, cuando en el cine de los Escolapios, proyectaron El globo Rojo cuando apenas tenía seis
años, la película, literalmente, me pareció pura basura. En el fondo, En El Globo Rojo, ni siquiera está claro
quién encuentra a quién, si el niño al globo o el globo al niño. La película se
filmó en 1956 y se desarrolla en los arrabales parisinos que luego conocí
durante mi exilio y que fueron el escenario en el que nació Céline. Apenas tiene
diálogos y el niño protagonista era el hijo del propio director. Así que no
esperen maravillas. Mi padre decía que una película “de barbas” (histórica) o
con niños, no puede ser nunca una buena película. Y tenía razón. La película
fue para todos los que la vimos, los alumnos de Párvulos D, algo inolvidable.
Todos terminamos horrorizados. Finalmente, unos hijoputas revientan el globo
del niño que se queda, literalmente, huérfano deambulando por los arrabales
parisinos. Imposible evitar el llanto. Para colmo, los escolapios nos pusieron
apenas una semana después la película de Disney, Bambi, en donde la muerte de la madre de Bambi nos traumatizó
convenientemente. Siempre, a partir de entonces, sospeché que Disney era un
sádico redomado siempre dispuesto a hacer sufrir a los niños y traumatizarlos para
el resto de sus días. Deberían de denunciar a Disney como creador de un
universo singular en el que los niños, sino lloran, sino están traumatizados,
es porque no son suficientemente sensibles o, quizás, porque sus padres no les
han castigado lo suficiente llevándolos al cine.
Pues bien, el genio, el verdadero genio, no está allí en donde se
apela al sentimiento como ariete contra la virilidad, sino allí en donde se
denuncia una época casi con nombres y apellidos. Y eso es lo que hace Céline en
su Voyage. Cultivar y aprovecharse de
la sentimentalidad de los humanos es patrimonio de los humanistas. Los
“fuertes” prefieren recordar los sentimientos como fatalidad y saben que los
sentimientos son el producto de la debilidad y solamente en una civilización
como la actual pueden ser situados en el centro de “lo humano”. Tal será una de
las líneas directrices de toda la obra de Céline. Los sentimientos son el
tributo al humanismo y a todo aquello que es débil y timorato; son un producto
de las emociones y dicen que permiten reconocer a cada cual el estado de su
propio estado anímico. No me lo creo. Los sentimientos son engañosos, reflejan sensaciones
y como todas las sensaciones son cambiantes y se adaptan a nuestras necesidades
coyunturales. Y todo gracias a la química del cerebro. Dopamina, noradrenalina,
serotonina, son neurotransmisores que actúan en nuestro cerebro y conducen,
orientan y reorientan nuestros sentimientos… Así pues, para el humanismo
moderno y para la ciencia que va a remolque, resulta que somos química y nada
más que química. Ya lo decía el conde de Lautremont en sus Cantos de Maldoror:
“Soy hijo del hombre y de la mujer, y eso me extraña
porque creía ser mucho más”.
Si usted acepta que es sólo química no lea el Voyage, no lo entenderá. Céline no lo acepta: es de algo más que sentimientos
y miserias humanas de lo que nos habla. En realidad, el libro no es más que el
primer reflejo, temprano y primaveral, de su genialidad.
El autor francés más traducido, leído y
compartido
Se dice que Céline es el autor francés más traducido después de Camus…
Ejem… el pobre Camus hoy es un huérfano de lectores. Los profesores de
literatura sesentones que siguen recomendándolo olvidan que sus alumnos ya no
aprecian, como los de otras generaciones, sus planteamientos progresistas. En
realidad, puede –y lo dudamos– que Camus sea el más traducido e incluso
podríamos aceptar para evitar discusiones que es el más leído, sí, por
obligación. Nadie lee a Céline por obligación. Se asume a Céline como autor de
cabecera, primero por curiosidad y luego por afán de ir más allá, casi como
adicción y enganche. Camus, lo único que trasmite es aburrimiento, desesperación
y moral de derrota. En Céline, que en el fondo, vivió casi la misma época de
Camus, el aburrimiento se ha convertido en irrisión, la desesperación en la
única actitud que se puede adoptar ante la vida
y la moral de derrota en comentario irónico. El pesimismo trágico
inherente a todos los fascismos está presente en cada página de Céline tanto
como el pesimismo humanitarista (esto es, el pesimismo de quien ama a la
humanidad aun sospechando que la humanidad precisa cualquier cosa, incluso ser
exterminada, mucho más que amada) está inciso en cada título de Camus (El hombre rebelde, Reflexiones sobre la
guillotina, La Peste, La muerte feliz, La caída…). No es raro que un
“progre” pesimista, roto por la contradicción, sea llevado en volandas al suicidio
y que un pesimista trágico como Céline vea en cada destrucción de la modernidad
un signo que confirma lo justo de sus posiciones.
Concedamos que Céline es el autor francés más traducido a lenguas
extranjeras y que es el novelista francés más leído del siglo XX. Cabe
preguntarse por qué. Hay que leer el Voyage
para entenderlo. Y, sobre todo, cabe preguntarse, porque siendo el más
leído y, presumiblemente, también el de prosa más enérgica, siendo como es el
más traducido, ¿por qué diablos no recibió el premio Nobel?
Respondamos primero de todo a la segunda cuestión. Se suele decir que
Céline no recibió el Nobel simplemente porque era antisemita y cometió el
pecado contra el espíritu de colaborar con los alemanes. Haría falta matizar
que esta colaboración se limitó a escribir en algunas publicaciones de la época
y que nunca realizó grandes elogios ni alabanzas al III Reich del que apreciaba
especialmente su antisemitismo. Sí, porque Céline era sobre todo y por encima
de todo, antisemita. Razón suficiente para que el Nobel le fuera enajenado.
¿Han pensado la cantidad de escritores más o menos buenos, cuya obra alumbra
cinco o diez años, tiempo justo para estar en el candelero, dar su discurso en
Estocolmo y caer en el más absoluto olvido? Céline no necesitó el Nobel para
afirmar su calidad intelectual, y ni siquiera fue merecedor del Goncourt por el
Voyage…
Se dice que porque era su primera novela y el Goncourt es para autores
consagrados. ¿Cuántos Goncourt han ganado autores “consagrados” de los que
nunca más ha vuelto a oírse hablar? Y por situarnos en nuestro horizonte
lingüístico: ¿cuántos autores han ganado el Premio Planeta simplemente por
tener algún impacto mediático y una calidad literaria a la altura de las
cloacas? Así que dejémonos de premios y galardones y estimemos que en un
momento desquiciado de la historia como el nuestro y como el que vivió Céline,
el genio no puede ser públicamente reconocido porque su reconocimiento
implicaría compararlo con los enanos mediáticos. Y la lectura de Céline es
suficiente como para que cualquier otro “gigante” de la literatura de los
últimos 70 años pase a ser redimensionado a su dimensión de enano irrelevante,
bienintencionado en el mejor de los casos y fenómeno mediático habitualmente.
No puede extrañar, por tanto, que el tribunal francés que lo procesó como
“colaboracionista” lo declarase textualmente una “desgracia nacional”. En
aquellos tiempos en los que los jueces llegaron en los furgones de cola de los
vencedores angloamericanos, cualquiera que no los hubiera aplaudido era reo
digno de picota y/o paredón (a punto estuvo de lo último y siempre a partir de
1945 se encontró públicamente expuesto a lo primero).
¿Antisemitismo en el Voyage…?
En 2011 se cumplió el 50 aniversario de la muerte de Céline. Hubo
homenajes pero nada de reconocimientos oficiales ni de medallas. El propio
Ministerio de Cultura francés (en su ejercicio de nuevo “Ministerio de la
Verdad” orwelliano) sentenció que no se podía homenajear al “autor de inmundos
escritos antisemitas”. Claro está que el gobierno francés estaba en la época
presidido por un judío húngaro.
¿Qué había dicho Céline en el fondo? Entresaco alguna de sus boutades “antisemitas”: “No sé que es
más asqueroso, si una mierda de judío bien aplanada o un burgués francés de
pie” (se diría que la invectiva no va tanto contra los judíos como contra los
burgueses que han asumido el afán de lucro y la capacidad usurera que
caracterizó durante siglos al judaísmo). Y qué me dicen de aquella otra que
dice así “si en Francia existiera una asociación antisemita, el presidente, el
vicepresidente y el tesorero serían judíos”, que es como decir “nada es lo que
parece”, algo en lo que hoy todos convendremos que es rigurosamente cierto. En
cuanto a la última frase antisemita pronunciada en la postguerra también puede
entenderse de muchas maneras: “Los judíos deberían elevarme una estatua por el
mal que no les hice y que tendría que haberles hecho”, que implica el
reconocimiento del victimismo judío y también el reconocimiento de que su
antisemitismo fue fundamentalmente visceral y popular. ¿O es que vamos a
olvidar que a principios del siglo XX prácticamente todo el espectro político
francés estaba poblado de antisemitas y que antes del caso Dreyfus existía un
antisemitismo de izquierdas tan fuerte como el de extracción católica? Hoy,
después de 70 años de que la ONU y la UNESCO subvencionen la condena a
cualquier juicio antisemita, es difícil entender la mentalidad de la época en
la que Céline creció, cuando el judío era considerado como usurero y, por
tanto, excluido de los “honestos”, cuando se consideraba que la banca y la alta
finanza eran indudablemente de extracción judía y especulaban sobre la miseria
humana y cuando los obreros estaban convencidos de que los judíos eran quienes
les explotaban mucho más que los patronos franceses.
Zeev Sternhell, él mismo judío, ha realizado estudios científicos
sobre la materia y ha concluido que en Francia existió lo que llama un
“antisemitismo popular” a principios del siglo XX que solamente fue borrado
tras la Segunda Guerra Mundial con todo el tema del Holocausto, los seis
millones de judíos muertos y el diario de Ana Frank. En la época en la que
creció Céline, el antisemitismo era prácticamente una obligación de todo
patriota, como en la época en la que yo me crié los niños insultaban a otros
llamándolos “perro judío”, o simplemente “judío” sin aludir a la condición
canina, se daban vueltas a las carracas en Pascua, cuando Cristo fue
crucificado, y se nos explicaba que en cada vuelta moría un judío. Realmente,
el antisemitismo de Céline no se basa en aspectos religiosos sino que es,
fundamentalmente, una dinámica heredada de su infancia, cuando se sentaban en
el Parlamento diputados de un Partido Antisemita con los que el presidente del
gobierno debía pactar para formar gobierno.
Tiene gracia que, incluso, en aquellos mismos años, el alcalde de
Argel, antisemita y exiliado, visitara España y encontrara como interlocutor
válido a los pro–hombres de la Lliga Regionalista de Cataluña que veían con
buenos ojos las invectivas contra los judíos. Todo esto, patrimonio de un
amplio dossier, será publicado en los próximos números de la RHF y demostrará
que el antisemitismo fue connatural a las poblaciones europeas hasta 1945 y que
a Céline, en este sentido, lo único que podría reprochársele es ser hijo de una
época y haber mamado hasta las heces los rasgos de su tiempo.
Hubo judíos entre sus admiradores: Lévy–Strauss, Ginsberg, ¿Sartre?
¿Burroughs? Todos ellos no tuvieron inconveniente en reconocer en el autor del Voyage a un autor fundamental para
entender la renovación de la literatura francesa en el siglo XX y entender cómo
esta renovación se transmitió a la literatura universal. Así pues, hay que
tener a los “progres” de hoy como más papitas que el papa. Hay que reconocer a
muchos intelectuales judíos una sensibilidad y un respeto por la verdad que
desde luego siempre ha estado ausente en la progresía (y de eso sabemos mucho
en este país en donde todavía el “progre”, “los de la ceja”, los “intelectuales
y artistas comprometidos”, siguen dictando sus normas sobre el mundo de la
cultura hasta el punto de que hoy la palabra “cultura” haya dejado de tener
sentido y significado positivo pasando a ser sinónimo de tópicos sin fin y de
todo aquello que otras épocas han rechazado, no por ignorarlo sino por abominar
de lo conocido).
También suele decirse que Céline es con Marcel Proust el gran
renovador de las letras francesas en el siglo XX. Quien haya leído a Proust
conoce perfectamente su pedantería decadentista que quizás renovara la
literatura de principios del siglo anterior pero que en la actualidad ha
quedado como paradigma del tedio y de la fatuidad. Y lo dice uno que
experimenta hacia Proust la más profunda de las solidaridades, pues no en vano
nuestros recorridos se cruzaron en un punto que a ambos con ochenta años de
diferencia nos embelesó, el Château du Reveillón en el Marne apenas a 70
kilómetros de París. Tuve ocasión de permanecer seis meses disfrutando allí de
los rosales búlgaros en los que Proust entró en éxtasis y dormimos en la misma
cama en la que había escrito las mejores páginas de su Jean Lantier. Pero justo es reconocer que su estilo ya no dice
nada a las nuevas generaciones y su decadentismo que hace algo más de cien años
causó furor es hoy apenas un subterfugio narrativo que ha dejado de
impresionar. Con Céline, todo es otra cosa…
El hecho de que la edición del Voyage…
en castellano haya superado con mucho la décima edición (sin olvidar las que se
publicaron en España, entre otras la primera en 1956 traducida por Carmen Kurtz
y, por supuesto, las varias que se han publicado en Argentina) demuestra que
hay al menos un tipo de público que no se alimenta sólo de best–sellers de baratillo escritos por autores de aluvión. Haced
una prueba: recomendad a no importa quien la lectura del Voyage…, no importa su edad, ni sus gustos, ni las ideas políticas
que pueda tener o su ausencia de ellas), hacedlo y percibiréis un extraño
consenso en todos ellos: aun a pesar de su desmesurada longitud, apenas de
haber sido escrito hace ochenta años, a pesar de las traducciones y de ser hijo
de otra cultura nacional, a pesar incluso de ser obra de un autor, para los
más, completamente desconocido, a pesar de que habla de otra época, a pesar de
los pesares, todos, absolutamente todos, convienen, sin excepción, que se trata
de una novela notable que no pueden abandonar sea cual sea el soporte que
utilicen.
Hoy los medios de difusión de la cultura se han multiplicado en razón
inversa al interés que las poblaciones albergan por la cultura (a más medios
convencionales, digitales, e–books, internet, pdf, audiolibro, corresponde un
menor interés general por la cultural). Hoy es fácil conseguir a precio cero, a
través de cualquier programa P2P, el PDF del Voyage, insertarlo en un portátil,
en un tablet, en un e–book reader o incluso en una tv digital, para leerlo. No
hay excusa. Está al alcance de todos y a coste cero. Pues bien, si enviáis a
alguien el libro y empieza a leerlo, siempre, inevitablemente, queda atrapado,
le es imposible abandonar su lectura hasta las últimas páginas, no consiente
alternar su lectura con cualquier otra, ni siquiera con las de los best–sellers
de moda en ese momento. Y, creedme, que os agradecerá el regalo. Quien disponga
todavía de algo de sensibilidad y compare las 600 páginas del Voyage con las 600 de cualquier obra de
Ken Follet o de Dan Brown, verá en términos celinianos la diferencia entre la
pura basura convertida en mero excremento cultural, y la alta literatura de una
época. Y es que el Voyage es la vida
misma.
Todos encontraremos algo en nuestra vida que nos haga solidarios de
Destouches/Céline. El autor ha conseguido hablar de sí mismo de tal forma que
está hablando de todos nosotros, de nuestras angustias y de nuestras
decepciones, de nuestros deseos y nuestras frustraciones, de todo aquello que
constituye la miseria de lo humano y que no tiene grandeza, porque en lo humano
existe cierto conservadurismo que se resiste al cambio y que tiene en la muerte
el colofón del nihilismo.
¿De qué nos habla realmente el Voyage…?
En su Voyage, Céline nos
habla de sí mismo. No es por tanto raro que la narración destile una
irreprimible desesperación que solamente es compensada por el estilo a ratos
irónico y en otras destilado de una irresistible tristeza. Suele decirse que
Céline fue un “hombre atormentado” y que su vida estuvo marcada por el
infortunio. La suya fue una vida dura y es su vida la que se narra en el Voyage.
Elaborando este artículo he mirado las fotos que existen sobre Céline.
Su rostro, especialmente a medida que avanza su edad, se va haciendo el espejo
indeleble de su amargura interior. Cada arruga de su rostro evidencia un
conflicto que ha debido afrontar. Y su rostro estuvo plagado de frunces y
profundas estrías. Es curioso, pero si debiéramos contabilizar las arrugas del
rostro de Ezra Pound y las de Céline, resultaría difícil establecer cuál de los
dos estaría más surcado por los profundos golpes de la vida. En cierto sentido
ambas fueron vidas paralelas: si Pound figura como uno de los renovadores de la
poesía inglesa, Céline lo es de la prosa francesa. Y también en lo que se
refiere a la salud mental de ambos, los dos fueron tenidos por locos, Pound
encerrado y Céline al borde del frenopático por razón de Estado, esto es, por
la razón de los vencedores del conflicto que decretaron, a partir de entonces,
quien estaba o dejaba de estar loco.
El Voyage es, pues, una
novela autobiográfica pero hace falta ahora saber a qué episodios se refiere en
concreto. En sus 600 páginas, Louis Ferdinand Destouches, que primero pasó a
ser Céline y más tarde por arte y gracia de su pluma pasó a ser “Ferdinand
Bardamu”, nos habla de la que tiene por su gran estupidez, presentarse
voluntario en la Primera Guerra Mundial para sufrir durante cuatro años las
peripecias de un combatiente de a pie. Trincheras, barro, nieve, muertos y
destripados en torno suyo. No lo lamenta, simplemente se limita a juzgar que lo
que se defendía era muy poco para un sacrificio tan extremo. Lo que se
defendía, Céline lo tenía muy claro, era la democracia, el capitalismo liberal
y los negocios de aquellos que nunca estarían en los frentes porque la usura
–también en esto las vidas y las condenas de Pound y Céline son paralelas–
solamente puede ejercerse desde rascacielos lujosos y a resguardo de la
metralla y de las cargas a la bayoneta.
Bardamu se hace pasar por loco. A fin de cuentas no le era tan difícil
en medio de aquel universo de destrucciones sincopadas. Encerrado en un
hospital psiquiátrico lo que más teme es una declaración de cordura que
inevitablemente le acarrearía de nuevo un agujero en el frente. Y la muerte,
claro. En el relato no da la sensación de que le importase mucho morir, pero sí
por tan poco: de hecho, el sacrificio que se exigía a los combatientes eran tan
extremo que entraba en contradicción con la pobreza y la obvia falsedad de los
ideales a defender. Eso era lo que no podía soportar: morir en defensa de los
intereses de los especuladores y de los agiotistas, en defensa de los usureros
y de los grandes negocios hechos a la sombra de la carne destripada, de los
cuerpos triturados y del despilfarro de sangre vertida. Escribe al respecto:
Os lo
digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de
sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es
porque van a convertiros en carne de cañón
Bardamu como Destouches como Céline es médico. Le gusta su profesión y
la intenta ejercer con dignidad. Cree que todos merecemos una sanidad digna
(hoy esta idea se cuestiona en las alturas y se muestra cada vez más como una
exigencia entre las poblaciones) y él está dispuesto a ir a los barrios
populares a atender a unos pacientes, en su mayoría zafios, embrutecidos,
chabacanos, lenguaraces e impertinentes, con sus mujeres gruesas, con sus hijos
desnutridos, esqueléticos, con sus ideales de mera supervivencia y su
incapacidad para el agradecimiento y, por supuesto, para el pago de las
facturas. En realidad, casi nadie paga al buen doctor Bardamu que pronto se
convierte en objeto de chácharas y comadreos. Los miserables parecen odiar a
quien sienten que está muy por encima de ellos. Ha ocurrido siempre y no sólo
en los arrabales de París, allí donde terminan los bulevares y empieza la
maldita banlieu.
Céline había nacido en Courvevoie. Yo he vivido unos meses en esa
población de la banlieu transformada ya en “zona de inmigración” y hoy en “zona
libre de franceses autóctonos”. Aquello es otro mundo y da la sensación de que
en el período en el que el joven Céline creció entre aquellas calles anónimas
ya era algo radicalmente distinto a los bulevares parisinos. Quien dice banlieu
dice miseria existencial y tristeza en las calles. Cambia poco si son turbantes
o minifaldas las que pueblan la banlieu parisina. En otro tiempo eran ciudades
dormitorio, hoy son almacenes de parados de razas llegadas de vaya usted a
saber dónde. Es posible incluso que vivan allí extraterrestres y nadie lo haya
advertido…
En esa frontera se diría que uno se sumerge en un primitivismo moral y
en una ausencia de valores éticos que hurta la posibilidad a la mayoría de
habitantes de ser llamados “humanos”. Y ahí está Bardamu renunciando a lo
imposible, a que sus pacientes le paguen el estipendio, olvidadizos cuando
logra curarlos y acusado de ser el causante del fallecimiento de aquellos que
revientan como chinches por cualquier enfermedad surgida de la pobreza. Aquello
le abomina. Es la Francia de los años 20 en donde un desertor no puede aspirar
a un puesto en la naciente medicina pública. Así que decide ir a otros
horizontes. A África.
Habría que preguntarse qué pensaba encontrar Destouches–Bardamu en un
continente que si se caracteriza por algo es por ser en su conjunto más
primitivo que el parisino de banlieu más primitivo. Aquello todavía le quema
más. Hay un momento en el que se diría que se está leyendo a Joseph Conrad y su
perturbadora obra El corazón de las
tinieblas (en las que se inspiró Coppola para rodar su Apocalypse Now: el horror, fundamentalmente por el horror que destila).
Esta parte del libro es sorprendente porque en ella Céline anticipa algo que
luego se convertirá en de dominio público: la colonización fue un mal negocio
para Europa, fuimos allá en busca de materias primas y para extender los
límites de la nación para mayor gloria de los burgueses que gobernaban y de sus
negocios y, al vernos obligados a “colonizar”, esto es, a establecerse y educar
a las poblaciones, nos dimos cuenta de que existían brechas antropológicas y
culturales insuperables.
Así pues era bueno que ambas situaciones quedaran separadas por la
distancia, pero el maldito humanismo pareció inducir a “civilizar” a
poblaciones que se movían en otras coordenadas. La descolonización de los años
60 constató el fracaso de todo aquello y el neocolonialismo –esto es, la compra
al peso de los jefecillos tribales– que la ha sustituido parece mucho más
atractiva para los buenos negocios de los especuladores y burgueses cuya
conciencia queda tranquilizada con el 0’7%...
Como contraste a la presencia en África, Bardamu logra alcanzar Nueva
York. En la ciudad de los rascacielos, en aquel momento, se estaba completando
la primera “línea del cielo”. Manhattan estaba adquiriendo el perfil que
conocemos hoy. Desde hacía poco, el hierro y el acero se habían incorporado a
la construcción así que era posible edificar edificios cada vez más altos con
estructuras internas que garantizaban la estabilidad y que permitían tanto el
alzar edificios cada vez más altos, como el que estos dispusieran de ventanales
mayores. Hierro, cemento, vidrio y acero se convirtieron en el alma de la Nueva
york que conoció Céline. Pero él iba en busca de otra cosa: de mujer. Durante
su período en el hospital militar había conocido a una enfermera norteamericana.
Habían copulado de todas las maneras posibles.
A fin de cuentas, Céline era un
mujeriego empedernido (otra cosa que parece imperdonable a los ojos de la
progresía; otra cosa sería si hubiera triscado tras culos peludos, pero a
Céline, hombre, ya se sabe, chapado a la antigua, le gustaba la mujer, mujer y,
preferentemente, blanca). La mujer era una de las coberturas al nihilismo que
tenía nuestro autor. Escribe sobre ello con estas palabras:
Para el
pobre existen en este mundo dos grandes formas de palmarla, por la indiferencia
absoluta de sus semejantes en tiempos de paz o por la pasión homicida de los
mismos, llegada la guerra. Si se acuerdan de ti, al instante piensan en la
tortura, los otros, y en nada más. ¡Sólo les interesas chorreando de sangre, a
esos cabrones! Princhrad había tenido más razón que un santo al respecto. Ante
la inminencia del matadero ya no especulas demasiado con las cosas del
porvenir, sólo piensas en amar durante los días que te quedan, ya que es el
único medio de olvidar el cuerpo un poco, olvidar que pronto te van a desollar
de arriba abajo.
Céline en ese tiempo, solamente quería amar para olvidar lo que le
rodeaba, en las trincheras, en África y en los docs de Manhattan. Así que en
Nueva York visitó a su amada que, de paso, era millonaria. La mujer americana
existió verdaderamente en la vida de Céline y todo induce a pensar que si no la
saca con rasgos particularmente benévolos es precisamente porque algo ocurrió
en su relación que la rompió para siempre. La mujer, si hemos de creer a
Céline, era completamente histérica y raro es que el consorcio mutuo no
terminara a sangre y fuego (aunque a punto estuvo según el relato).
Céline nos cuenta la vida en las fábricas, la pobreza del obrero
industrial, la aburrida y agotadora cadencia de trabajo de las fábricas de
vehículos. Lo alienado, en definitiva, de una actividad que debería aportar un
medio de vida pero que, en realidad, sirve para perder la vida. Se va a Detroit
con un amigo estrafalario, trabaja más y más, pero apenas logra dinero para
pagar una cuchitril miserable y comer en figones del tres al cuarto. Aquello le
desagrada pero, afortunadamente, un mujeriego como él encuentra finalmente a la
mujer que más le conviene. Una prostituta, por supuesto. Habitualmente, las prostitutas
están adiestradas para dar placer a no importa quién, la diferencia con los
amantes que ellas mismas han elegido es que además del placer le dan su
corazón. El problema es que Bardamu no tiene mucho interés en hacer gran cosa
con el corazón de la chica, aunque sí con sus entrepiernas. “Humano, demasiado
humano”, pero también real como la vida misma. Con los dineros de la prostituta
logra abandonar aquel paraíso de la locura que son los EEUU (Pound tardará unos
años más en hacerlo). Es así como retorna a sus enfermos parisinos,
desagradecidos y zafios.
En la última parte de la novela, lo miserable adquiere tintes de
epopeya. Bardamu se ve rodeado de oportunistas sin escrúpulos, estafadores,
ancianas bondadosas, curas adustos de poca caridad cristiana, niñas casaderas
estúpidas, invasiva y celosas y, finalmente, amigos que no dudan en asesinar
para salir de la miseria aunque el rigor de las desdichas se abata finalmente
sobre ellos. Es la banlieu parisina en la que siempre se han enseñoreado las ruinas
espirituales y materiales.
Bardamu–Céline–Destouches sobrevive a todo esto y se muestra como un
observador que en ocasiones cree estar viviendo un sueño. Él mismo se pregunta
en más de una ocasión cómo es posible que exista gente tan absurda circulando
por las calles.
En síntesis, el Voyage au bout
de la nuit es una novela iniciática, como lo es la que hemos mencionado de
Conrad. Si éste en El corazón de las
tinieblas nos remite a un viaje por el río Congo (que Coppola convertirá en
la búsqueda del coronel Kurtz a través de un internarse por el río Mekong),
Bardamu nos enseña lo mismo viajando por el mundo y deambulando por las calles
que le vieron nacer. A lo largo de los frentes del Marne, del hospital militar,
de visitar a cientos de enfermos y desahuciados, de los miserables poblados y
factorías africanas, de vapores infectos y de unos EEUU presos ya de su delirio
mecanicista, todo para Céline es un viaje iniciático en el curso del cual el
protagonista va ganando acidez, se va desengañando de la vida y de sus placeres
y termina pensando incluso que es él quien sobra en la farsa de la vida. No es
la primera vez en el siglo XX que un autor ha utilizado el recurso del viaje
como forma para articular un relato al que llamamos “iniciático”, simplemente porque
permite ver al autor, a través de su protagonista, el verdadero rostro de la
vida. Céline refleja ese rostro no solamente en su propia vida sino en la de
los demás protagonistas de la novela (apenas figuras periféricas que gravitan
en torno a Bardamu).
Cuando la vida es la obra…
Céline nació en Courvevoie, en plena banlieu, justo donde el “doctor
Bardamu” (médico como Céline) ejercerá en la novela. A los 18 años se alistó en
una unidad de caballería siendo gravemente herido en Ypres (no muy lejos de
allí, tanto en el espacio como en el tiempo, sólo que al otro lado de la
trinchera, resultaría lesionado en los ojos un desconocido cabo que había
mostrado un comportamiento heroico a lo largo del conflicto; se llamaba Adolf
Hitler. Ambos, Céline y Hitler, restablecida la paz se convencieron de que la
guerra había sido el paraíso de especuladores y traficantes que habían jugado
con las vidas de millones de jóvenes como ellos) y esta experiencia –con su brazo
dañado, sus zumbidos en los oídos y sus dolores de cabeza a raíz de una herida
grave, cuyos efectos le acompañarán durante toda su vida– será la que
trasladará a la primera parte de su Voyage.
En 1916 se enroló en el cuerpo de explotación forestal y partió a
África. A poco de llegar y tal como su proverbial suerte hubiera dejado
esperar, contrajo la malaria. Tal es lo que narra en la segunda parte de su
libro. No explica, sin embargo, que trabajó como asesor médico para la Sociedad
de Naciones y que eso le permitió viajar mucho más, sin duda, de lo que hubiera
deseado. Fue en ese momento en el que volvió a África (a lugares tan atractivos
como Nigeria y Senegal en los que no pudo sino sentirse como un extraterrestre
arrojado a un planeta hostil) pero también fue entonces cuando conoció Canadá,
Estados Unidos e Inglaterra y esas experiencias las terminará refundiendo en la
parte del Voyage que alude a su
estancia en Nueva York y Detroit.
Mujeres. Siempre mujeres en torno a Céline. Y en 1926 aparece en su vida
Elizabeth Craig. Tiene 24 años y será su compañera en los siete años
siguientes. Él mismo afirma en esa época que la Craig es una de sus “maestras
de vida”. Es evidente que, cuando la relación entre ambos se había ya
deteriorado, él se inspira en ella para componer los rasgos de “Lola” (la
enfermera norteamericana que conoce en el hospital militar y luego volverá a
ver en Nueva york) y “Molly” (la prostituta amantísima que le acompañará en su
periplo en Detroit).
Y luego están sus experiencias como médico en la banlieu. También
ellas han sido experimentadas en primera persona. A lo largo de su libro,
Céline insiste mucho en una idea aparentemente banal: los pobres no le pagan
casi nunca y prácticamente nunca en efectivo. Lo sabe bien porque en 1927 había
abierto un consultorio particular que se hundió precisamente porque los
enfermos querían su asistencia pero no estaban dispuestos a sacrificar unos
pocos francos que preferían gastar en vino peleón y prostitutas no menos
peleonas. Tras su fracaso, se empleará como ayudante de dispensario en Clichy.
También aquí Bardamú es Céline.
Será en 1931 cuando entregará a una secretaria casi ochocientos folios
manuscritos en una letra nerviosa. Es el original del Voyage… Aparecerá al año siguiente. Esta primera obra hizo de
Céline un escritor consagrado. No ganó el Goncourt por los pelos (y con gran
enfado por parte de Léon Daudet) pero sí el Premio Renaudot.
El Voyage es la historia de
la vida de Céline-Bardamu-Destouches, de sus ilusiones y de sus fracasos, es la
historia nuestra de cada día, de cada uno de nosotros, de los ciudadanos de a
pie que tenemos nuestras aspiraciones constantemente decepcionadas, de nuestros
fracasos y de nuestros pequeños y temporales triunfos que no son más que
paréntesis hasta el fracaso final, la muerte, último destino inevitable de lo
humano.
¿Cómo escribió el Voyage?
Voyage au bout de la nuit está clasificado en sexto lugar entre los 100
mejores libros del siglo XX, votado por 17.000 franceses y fue la opera prima
de Céline el cual irrumpió con esta
obra en la literatura francesa utilizando por primera vez el lenguaje argótico.
Nadie lo había hecho antes, ni siquiera los naturalistas del siglo XIX. La
literatura hasta Céline era una cosa muy seria que tenía poco que ver con el
lenguaje utilizado en la calle. Y en Francia, el argot es quizás más rico que
en ningún otro país del mundo. Céline sostenía que la lengua de los
diccionarios era una “lengua muerta”: ¿quién va a llamar “tubérculo” a la
“patata”? ¿Quién va a llamar en Francia colation
a la boufe? La lengua viva es la que
se habla en las calles, especialmente en un período como el nuestro (y el de
Céline): la era de las masas. En su conjunto, las obras de Céline son
“ilustradas”: los razonamientos son implacables, la crítica que realiza a la
modernidad, a la masificación, a la sociedad de masas, es absolutamente
demoledora y excepcionalmente directa, no suele utilizar alegorías, alusiones y
perífrasis simbólicas, llama “mierda” a lo que no es más que “mierda” y jamás
se hubiera permitido tildarla de “detritus” ¿para qué suavizar la vida que, de
por sí, es dureza, enfrentamiento, incomprensión, choque, conflicto?
Pero en sus obras, Céline no
hace lo que cualquier otro autor –naturalistas incluidos– hubiera estado
tentado de hacer: sus personajes hablan en argot, pero él, el narrador utiliza
un lenguaje culterano para que no lo confundan, él, el autor de la obra quiere
presentarse como un hombre culto y refinado, capaz de extraer belleza de ahí
incluso donde no la hay. Ese no es Céline: el narrador se funde en el argot
utilizado por las capas populares y por su lenguaje coloquial.
En el Voyage se percibe un rechazo radical, extremo y absoluto hacia el
idealismo: para Céline todo idealista es simplemente “mentira”. El idealismo es
una forma de enfermedad del espíritu, patrimonio de los débiles, que se
configura como una especie de filtro que separa de lo único que le interesa a
Céline: la objetividad, la verdad, la realidad vista tal cual es. Médico de
profesión, Céline tiende a reducir el ser humano a un paquete de células más o
menos bien organizado que para llevar una vida en sociedad precisa de una norma
ética. Para aproximarse a lo humano es
preciso hacerlo a través de la biología y de la psicología. No es raro que con
esa concepción de la vida, Céline termine pensando que el ser humano es “basura
en suspenso”. No es precisamente sentido lo que Céline percibe en la vida.
La novela se publicó en 1932 y la primera traducción
española se realizó poco después de la pluma de Carmen Kurtz (una periodista y
escritora barcelonesa que solía colaborar en las publicaciones del movimiento
franquista con una columna durante décadas en el diario vespertino La Prensa).
Su siguiente novela, Mort á crédit,
tuvo un éxito más patente a pesar de ser, en nuestra opinión, inferior en
calidad. Otras obras, publicadas antes de la guerra de 1939, contribuyeron a
reforzar el prestigio literario de Céline considerado como énfant terrible de las letras francesas, una calidad que él jamás
hubiera reivindicado.
El desenlace desafortunado para la opción que hacía
asumido Céline durante la Segunda Guerra Mundial contribuyó a que fuera
considerado como un “escritor maldito” especialmente por quien no lo había
leído. No fue sino hasta que Jean Paul Sartre lo calificó como “el autor
francés más importante del siglo XX”, cuando empezó a revisarse el valor de su
producción literaria. A todo esto, Céline ya había muerto. Había escrito en una
de sus grandes novelas (y, sin duda, de las más discretas y desconocidas) Semmelweiss:
“Todo se paga en esta vida, tanto el bien como el
mal. El bien, forzosamente resulta mucho más caro”.
© Ernesto Milà – ernesto.mila.rodri@gmail.com
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