miércoles, 18 de mayo de 2011

¿PERO AÚN VOTAS, MERLUZO?

Infokrisis.- El movimiento Democracia Real Ya ha saltado bruscamente a la primera página de la actualidad, desplazando la competición electoral. A falta de disponer de más datos sobre este movimiento y como contribución al debate, publicamos el texto completo –previo a la corrección- de nuestra obra ¿AÚN VOTAS, MERLUZO? que se publicó en 2004 y del que se vendieron 4.000 ejemplares. Y lo hacemos porque, en buena medida, se apuntaban entonces problemas que Democracia Real Ya ha puesto en el tapete siete años después. [Por cierto, si a alguien le interesa el texto impreso de esta obra que se ponga en contacto conmigo a través de ernestomila@yahoo.es]

INTRODUCCION

Lo más sorprendente de la democracia española es que los partidos mayoritarios sigan siendo mayoritarios, a la vista de que lo que verdaderamente es mayoritario, son sus errores y esa sensación generalizada de hastío, sino de náusea, que hemos vivido en los últimos años: el caso GAL, la guerra de Irak, la relación Carod-Rovira/ETA, etc. Pero da la sensación de que el votante está constreñido, por aquello del “voto útil” a decidir entre el PP o el PSOE y en la periferia, entre estos y CiU o PNV. Hace veinte años se hablaba de la “joven democracia española”. Pero ha llovido mucho desde entonces. Hoy la democracia española, como cualquier otra, ha alcanzado su estado de madurez y la prueba es que no existen movimientos golpistas de derechas o insurreccionales de izquierdas que atenten contra nuestro ordenamiento político. Lo que no implica que sea perfecto. Pero esta es otra historia.


En realidad, lo que importa es que la “joven democracia española” ha alcanzado mayoría de edad y nuestro país recuperó los cuarenta años perdidos de interregno franquista (desde 1945 hasta 1975), homologándose al resto de Estados europeos. De hecho hoy “somos” Europa y lo seríamos más si existiera una política exterior real y digna, pero Ana de Palacio, siguiendo órdenes de Aznar, se ha encargado de que cualquier forma de coherencia en este terreno sea pura ficción.

Hace falta, para entrar materia, centrarnos y realizar un breve repaso a la historia de las últimas décadas.

En 1945, Europa estaba hecha trizas. Seis años de guerra habían pulverizado la industria, las ciudades, las infraestructuras y a la propia población europea. Gracias al Plan Marshall, en 10 años fue posible remontar la mayor destrucción que haya sufrido la Vieja Europa en toda su milenaria historia. España, a todo esto, estaba en 1945 en pleno período nacional-católico, que había sustituido al período falangista-imperial y precedería al período tecnocrático-opusdeista del tardo-franquismo. Aquí todo funcionaba a golpes de intervensionismo estatal y planes de desarrollo, subordinando las libertades políticas, al desarrollo económico. No era raro. En el otro extremo de Europa y en el otro extremo ideológico, la URSS había hecho otro tanto: atrasada en 1917, sin apenas industria, aquel gigantesco país se dotó de una dictadura que concentró esfuerzos, abolió libertades, y en apenas treinta años (de 1917 a 1947) consiguió ser la segunda potencia mundial. Se tiene la presunción de que nadie pasa del atraso secular al desarrollo extremo en un régimen de libertades públicas.

Llegó un momento en el que el crecimiento de las “fuerzas productivas” y los intereses del capitalismo español, alcanzaron el límite de lo que podían obtener mediante la concentración de poder y la planificación franquistas. Esto ocurrió entre 1972 y 1975. Incluso los sectores más franquistas del franquismo advirtieron que era necesario caminar hacia Europa, que el régimen no podría subsistir como hasta entonces y que la democracia formal era inevitablemente nuestro destino. El propio Carrero Blanco estaba convencido de lo ineluctable de esta marcha: partidos y democracia hasta el partido socialista, más allá, no. El recuerdo de Paracuellos del Jarama estaba vivo y bien vivo entre los reformistas del régimen. No es raro; aún hoy, los anarquistas y trotskystas tienen vivo el recuerdo de la represión en mayo del 37 contra sus efectivos.

Muerto Carrero, muerto Franco, todo el proceso reformista se desató inmediatamente. En enero de 1977, cuando terminó la “Semana Trágica”, estaba claro que las elecciones generales abiertas a todos los partidos, se celebrarían en los próximos meses. Aprovechando la Semana Santa se legalizó el Partido Comunista. Paracuellos quedaba aparcado definitivamente. Y en junio de 1977 se convocó al electorado a las urnas.

Ganó el que ganó por que tenía que ganar y lo tenía todo para ganar: dinero, medios, cuadros, ambiciones, etc. Perdió el que tenía que perder: la oposición democrática que carecía de fuerza social suficiente. Si la hubieran tenido, no les habría hecho falta pactar la reforma, ni Carrillo hubiera tenido que aparecer con la bandera nacional a la espalda, ni a Felipe esperar ocho años hasta lograr el poder...

Las cosas, desde entonces, no se puede decir que hayan ido mal. Es lógico que nos acordemos, sobre todo, de los grandes escándalos que se han ido sucediendo en la democracia española. Aparte de estos puntuales, pero gigantescos, disparates y errores, no nos ha ido mal. Existe un buen nivel de libertades públicas, así que tampoco está justificada la queja de oficio. Pero es rigurosamente cierto que nuestro sistema democrático aún tiene deficiencias. Ni el sistema electoral es todo lo representativo que debería ser, ni los mecanismos de poder están exentos de desviaciones y, ciertamente, se ven aquejados de procesos degenerativos. Por que, a la postre, la democracia es algo que, o se renueva día a día o termina apareciendo un desfase entre lo que pretende ser y lo que es realmente, desfase que surge del mismo discurrir del tiempo y del cambio del marco sociopolítico sobre el que se desarrolla.

Este libro tiene como objeto realizar un apresurado viaje hacia el origen de estos derivas degenerativos y proponer algunas soluciones parciales, pero que podrían ser remedios paliativos.

Si tenemos en cuenta los incumplimientos de programas, el transfuguismo, el nivel absolutamente pedestre sino zafio de las campañas electorales, el carácter demagógico de las mismas, la desconexión entre representantes y representados, la falta de resolución de los problemas más acuciantes de la cotidianeidad, y un largo etcétera, a la vista de todo ello votar parece algo inútil e incluso frívolo. Vamos a las urnas sin estar convencidos de que servirá para algo. De hecho, muy frecuentemente, no votamos “a favor de”, sino “en contra de”. Favorecemos indirectamente a unos por que tenemos más interés en castigar a los que no han sido capaces de solventar nuestros problemas. Y lo peor es que no albergamos ninguna confianza en que los que asciendan al poder, hagan nada por nosotros. Tenemos distintos niveles representativos (municipal, autonómico, estatal, europeo), pero realmente no tenemos conciencia de participar en la vida política, ni sabemos exactamente quienes son nuestros representantes. Cuando queremos solicitar ayuda o amparo del poder, la Constitución nos deriva hacia el “defensor del pueblo” cuyas atribuciones son mínimas. Sin olvidar que entre un 30 y un 40% de la población rechaza sistemáticamente acercarse a las urnas y un número creciente manifiesta su protesta en forma de votos nulos o en blanco.

En tal contexto, el título de este libro no es absurdo, ni siquiera provocador, es la cristalización de una realidad: por que en estas condiciones a alguien se le puede antojar que creer que el voto sirve para algo es hacer, literalmente, el merluzo.

El pez –y el merluzo es un pez- es el animal con una memoria más corta. Se dice que apenas dura tres segundos, aunque algunos científicos tienen a bien polemizar sobre si el recuerdo queda fijado en las más que dudosas neuronas del merluzo, hasta siete segundos; acto seguido, el recuerdo se desvanece. La clase política tiene la suerte de que la capacidad de olvido del electorado sea alta. Recuerdo un perro que me reconoció aun cuando hacía cuatro años –una legislatura- que no lo había visto, algo que para él equivalía a 30 años humanos. En los cuatro años que median entre un ritual electoral y el siguiente, el elector suele olvidar hasta que punto han llegado a mentirle, torearle, manipularle y defraudarle aquellos a los que votó. Como a un merluzo, ¿entienden? Por eso, el título de este libro es como es.

Villena, 10 de febrero de 2004.

I - LA NUEVA RELIGION LAICA

La democracia parece el sistema más razonable para establecer las preferencias ciudadanas. Es real como la vida misma: tantos votan a la candidatura X que registra más votos que la candidatura Y; luego, la candidatura X, gobierna (si la candidatura Y no pacta con la candidatura Z, hacer de sus minorías una mayoría, claro). Hasta ahí todo es razonable. E incluso lógico. Mientras no se invente otro sistema mejor, con este nos vale y nadie razonable puede cuestionarlo. Por lo demás, no ha dado –en general yh considerado globalmente- malos resultados.

Son sus perversiones los que sí han ocasionado tragedias: véase sino la victoria de Bush en las elecciones de 2000 en las que ni obtuvo mayoría, ni siquiera está claro que ganara en el Estado de Miami que fue, a la postre, el que decidió quien gobernaría. Se sabe lo que siguió. A una elección dudosa corresponde un elegido catastrófico. Pero esto es una perversión de la democracia, no la democracia en sí.

Además, la democracia es un sistema que tiene dos características: es racional y laico. Se basa en la ley del número. Difícilmente encontraríamos algo más objetivo que el número: 4 es más que 2, 10 más que 4. Incuestionable, mientras se acepta universalmente que 2 mas 2 son cuatro. Por eso decimos que la democracia es un sistema racional. Y es laico en la medida en que es el ciudadano quien vota a quien le parece sin intervenciones divinas de ningún tipo. La democracia es humana, nada más que humana, solo humana y, afortunadamente, a hechura de los humanos. La Iglesia, por ejemplo, cuando elige un Papa, no recurre al sufragio universal entre todos los bautizados, sino solamente al voto de un pequeño colegio cardenalicia que además cuenta con la inspiración del Espíritu Santo. Son pocos e inspirador por una entidad trascendente. Bueno... vale para la Iglesia, institución que pretende un origen divino, pero no para lo sociedad política.

La sociedad moderna es una sociedad laica en la cual, el pensamiento religioso se refugia cada vez más en el terreno de lo personal desapareciendo de lo colectivo. Es bueno que así sea y que el pensamiento mágico-religioso se circunscriba al terreno de las preferencias íntimas de los ciudadanos. Lo que ocurre es que el pensamiento religioso, al que se le ha cerrado la puerta de la modernidad, entra por la ventana.

Votar se ha convertido en un acto litúrgico en el pleno sentido religioso. Y eso no nos gusta. Parece inadecuado que en el océano de la racionalidad que es la democracia, aparezca un islote habitado por el pensamiento mágico. Mucho más si este pensamiento mágico se sitúa en el centro y determina toda la naturaleza del sistema. Vean.

Un hombre (y una mujer), un voto. Tantos votos, tantos diputados. Mayoría gobierna sobre minoría. Racional, laico, pulcro, puro, esencial. Tal debería ser la democracia. Esta se basaría simplemente en la aceptación del sistema por parte de los electores. Esa aceptación se manifiesta a través un contrato aceptado por el mismo sistema, la ley del número. Ese contrato es la Constitución. Constituciones ha habido muchas, la actual es una de ellas. No será la última, ni tampoco la peor. Pero es un contrato, tiene la misma validez que tiene cualquier otro contrato: es un pacto entre las partes para facilitar la convivencia o regular un negocio. No es un libro sagrado, no es la palabra de Dios, no es ni siquiera un objeto de culto. Es un contrato y así deberían de considerarlo todos los políticos. Por que, en ocasiones cuando se habla de la reforma de la Constitución o de la misma Constitución parece que estemos hablando de algo sagrado. Y no lo es: es una norma de convivencia; los tiempos del Código de Hammurabi o de la recepción de las Tablas de la Ley por parte de Moisés en el Sinaí, ya han pasado.

En otro tiempo, el poder se justificaba por que “venía de Dios”. En la lógica y en la situación de aquellas centurias oscuras, el planteamiento no era tan malo. En primer lugar por que existían hombres que se salían de lo normal. César era uno de ellos. O Pericles. O el mismo Alejandro de Macedonia. Probablemente ninguno de ellos hubiera resultado elegido en unas elecciones democráticas. No fueron “buenos”, ni “malos”. Fueron grandes. Es esa grandeza la que se hecha de menos en nuestros políticos y permite que sean elegidos por el común de los mortales. En aquellas centurias turbulentas, era difícil establecer normas de convivencia. La cultura era patrimonio de unos pocos. El mando se obtenía mediante el recurso a la fuerza o mediante la imposición de un mito útil; falso pero necesario: por que afirmar que el poder venía de Dios era la mejor forma de hacerlo incuestionable y blindarlo ante la fuerza bruta o la anarquía. Digamos que era una convención que aseguraba estabilidad.

Pero hoy, los niveles de educación, cultura y racionalidad están lejos de aquellos tiempos. Lo que sirvió y tuvo lógica ayer, carece de sentido hoy. El Nazareno se adelantó cuando dijo “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Hasta ese momento Dios y el César eran lo mismo. El poder del César era incuestionable en tanto que poder de un dios viviente. Con Cristo, este vínculo se rompe, al menos desde el punto de vista teórico: poder civil y poder mágico-religioso se escinden. Uno ya no puede encontrar su justificación a través del otro. Y éste no puede utilizar el poder político para sus aventuras milenaristas y escatológicas. O al menos no debería de ser así.

Hoy sabemos que el poder deriva de las reglas del juego que una sociedad establezca en su contrato de convivencia, esto es, en su Constitución.

Y estamos algo alejados de este estándar laico. Si un fulano del Medievo –como en aquella película inolvidable de Jean Renó, “Los Visitantes”- observara nuestro sistema, se sentiría muy próximo a él. Por que el pensamiento mágico no ha sido superado por nuestras democracias laicas. Todo lo que rodea al procedimiento de elección de representantes parece sacado de un mediocre breviario mágico de la antigüedad.

El acto de votar se ha revestido con las características de un acto litúrgico y sacramental. Se realiza después de un “período de reflexión”, equivalente a la abstinencia durante 12 horas de ingerir alimentos sólidos que debían observar los católicos preconciliares antes de recibir la Comunión. Tiene lugar con la presencia de unos sacerdotes oficiantes: el presidente de la mesa electoral, y sus ayudantes, sin los cuales el rito no es válido. Hay unas palabras mágicas -totalmente inútiles por lo demás a la vista de que el proceso es visualmente irreprochable-: “¡Ha votado!”, sin las cuales el acto no es válido.

Por lo demás, en el interior de la urna electoral, situada sobre el ara sagrada, la mesa electoral, es donde se realiza el “milagro” de la transmutación de las voluntades individuales en voluntad colectiva. La urna electoral tiene el carácter de sagrario o de copón y la mesa electoral sobre la que se sitúa es apenas un remedo del altar sagrado sobre la que tiene lugar el procedimiento mágico-religioso. El elector debe meditar su voto y en el silencio, la intimidad y la oscuridad de la cabina electoral, depositar en el vehículo de lo sagrado (el sobre), la opción elegida (la papeleta electoral). La cabina electoral recuerda demasiado al confesionario católico o a la “sala de reflexión” masónica e iniciática, como para que podamos eludir el paralelismo.

Pero lo más “mágico” está aún por llegar; es el proceso que se da tras el término de la votación. Abiertas las urnas y los sobres se procede al hecho meramente numérico del recuento. Ahí están presentes, además de los oficiantes, los monaguillos enviados por los partidos políticos. Los datos reunidos se envían al cerebro central –la Junta Electoral que viene a ser un equivalente al colegio episcopal- el cual resuelve a la vista de lo visto, quien gobernará y quien dejará de hacerlo. Al cabo de unos días los votos se queman como en cualquier sacrificio expiatorio.

Previamente a todo esto, una campaña electoral, exacerba la pasión política del electorado, como las semanas santas y las romerías exultan la intención religiosa de los fieles. Vale la pena hablar un la campaña electoral. Ésta, se convoca cuando las “energías místicas” generadas en las anteriores elecciones parecen haberse agotado y es preciso reiniciar el nuevo ciclo místico de renovación de la esfera cosmopolítica.

Lo más sorprendente es que mediante todo este proceso que hemos caricaturizado, pero no adulterado, se logra la operación mágica de transmutación de la suma de los votos personales en “voluntad colectiva” que, mediante otro acto no menos mágico (la retirada de las actas de diputados y la sesión inaugural del nuevo congreso de los diputados), se transmuta a su vez en “soberanía popular” que, mediante la investidura se deposita en las manos de un fulano, a la sazón Presidente del Gobierno. Los diputados, transformados en “depositarios de la voluntad popular”, son investidos de un poder casi sobrenatural y de la inmunidad que corresponde al rango de cualquier sacerdote que se precie en el ejercicio de su cargo. Luego siguen las ordenaciones del escalón siguiente, los ministros. Estos deben “jurar o prometer” su cargo, mediante otro gesto religioso- ritual: una mano sobre la Constitución –no hace mucho se depositaba sobre la Biblia. El “testigo áureo” de esta nueva operación mágica es la Constitución. Si lo hacen, quedan investidos, ellos también, del “poder” de hacer y deshacer. Si no, nada. Hasta ahora todos lo han hecho.

Se dirá que todo esto son símbolos. Pues bien, ¿hasta qué punto son necesarios estos símbolos? En el fondo todo es cuestión de un ley numérica, así pues, no compliquemos las cosas. El político, la Constitución, es sustituible cuando la ley del número dé un resultado nuevo. No creemos nuevas aperturas para que el pensamiento mágico pueda fascinar a las masas. Se trata de huir de eso, precisamente. Toda esta liturgia, no sólo sobra, sino que además adultera la naturaleza racional del sistema electoral: se vota en una urna por que existen menos posibilidades de fraude que arrojando el voto sobre una palangana, gobierna este o aquel, por que se ha visto beneficiado por un mayor número de votos, no por que estos votos dentro de la urna y gracias al receptáculo de lo sagrado que es la Junta Electoral Central realice la transmutación mágica del voto personal en esa entidad colectiva metafísica que es la “voluntad popular”. En cuanto a la inmunidad del diputado, es cuestionable. El diputado es, como usted y yo, alguien que debería ser igual a todos sus demás conciudadanos ante la ley aunque en buena medida sea él quien haga las leyes, de la misma forma que el fontanero, por el hecho de colocar desagües no está eximido de obviarlos en su domicilio.

Estamos caricaturizando, en efecto. Pero no tanto. Basta oír a algunos diputados y los argumentos de algunos partidos de gobierno para percibir su convencimiento de que el hecho de ser regalados con la mayoría, ya les convierte en seres metafísicamente diferenciados, aureolados de un poder superior, incuestionable por lo demás y dotados de poderes sacramentales. No, no y no; los diputados o son ciudadanos de a pie o la igualdad democrática es pura ficción. Ni poder superior, ni prerrogativas, ni siquiera prerrogativas chocantes (no sé si sigue en vigor aquella chusca del “derecho de prelación” en las colas de los aeropuertos; me temo que sí). Aquí todos somos iguales, compañero, ni tú con tu acta de diputado eres superior a mí con el bonobús, ni te mereces algo más que el común de los mortales. Has elegido tu vía, la carrera política. Bien, una vez estés apalancado en tu escaño, tienes un contrato que cumplir con la sociedad durante cuatro años. Confórmate con tu sueldo (no te lo subas como haces cada  vez que se constituye un nuevo parlamento y además en un nivel muy superior al PIB; si, ya sabemos que es mejor que te lo subas cuando todavía quedan cuatro años para las siguientes elecciones que no en pleno período electoral por aquello de que grande y notable es la capacidad de olvido de las masas). Y en eso tienes suerte, por que gente como tú, que se ha obtenido el poder mediante estas liturgias complejas, ha dictado leyes que permitían a las empresas contratar por horas incluso. Así que, ciudadano diputado, no te quejes, has elegido esa vía, pero eres igual a los demás, con los mismos derechos y obligaciones que todos los seres sociales. Entre otros el de rendir en tu empleo. Tu cargo exige dedicación plena –olvídate de los negocietes-, productividad –qué irremediable tristeza provocan los escaños vacíos en las sesiones parlamentarias- y rendimiento –una jornada laboral son ocho horas de trabajo, así que cúmplelas o la sociedad debería demandártelo. Tienes el deber de fichar todos los días, tener una hora del bocadillo que no se eternice (y mucho nos tememos que si las paredes del bar del Congreso de los Diputados hablaran, conoceríamos muchas historias e historietas poco edificantes sobre el tiempo que ocupan allí nuestros diputados) y, sobre todo,.recibir a quienes les han elegido. Que esta es otra. Yo no sé cual es “mi” diputado. No sé a quien tengo que recurrir si me encuentro con un problema o tengo una aspiración o una inquietud que trasladar a mi representante.

Y si tu, ciudadano diputado, no cumples, si no asistes a las sesiones, si no rindes en las comisiones de trabajo, si no se te ve el pelo por el foro del Congreso y aunque se te vea tu papel consiste en darla a un botón cuando te lo indique tu jefe de grupo parlamentario, entonces, ¿tú que diablos haces ahí? Tus electores –y no sólo tu partido- deberían de tener el derecho de revocarte y a enviarte a la cloaca de la política, en lugar de esperar cuatro años para hacerlo y si la cúpula del partido decide que el diputado mengano es válido para el partido, por que es obediente a la dirección, probo a la hora de votar, es, en definitiva, un “yes-men”. Hay tantos diputados grises en el congreso, tantos votos sin rostro, sin voluntad, tantos autómatas cuyo único signo diferencial es si toman el café solo o con leche, descafeinado de sobre o de máquina, con crema o perfumado con anís, con coñac, con bailys, con ron, con burbón, con whisky, con bollo, con ensaimada, con madalena, etc...

Y este es el drama, que tanta liturgia electoral, tanta transmutación del voto en soberanía y tantos matices, para que al final, los diputados de un grupo voten lo que ordene el jefe del grupo parlamentario por siempre jamás. En realidad, no haría falta ni siquiera que asistieran al hemiciclo. Con que se personasen los seis o siete jefes de los grupos parlamentarios habría suficiente. Y saldría más barato. Y los plenos en lugar del hemiciclo se podrían realizar en la Bodeguilla, etc., etc.; todo ventajas, como ven.

Volvemos a ironizar claro. Y si lo hacemos es simplemente para iniciar esta pequeña obra intentando transmitir a nuestros lectores el hecho de que nuestro sistema representativo es bueno, pero puede ser mejor. Y no hay absolutamente ninguna excusa para que los partidos políticos eludan mejorar la representatividad y la ligereza del sistema.

Hay que desdramatizar la democracia: es un logro de la racionalidad humana. De la racionalidad humana: no del pensamiento mágico. Así pues, la democracia moderna debería de ir al paso con el tiempo. Es hora de que toda este ritual complicado y hasta cierto punto absurdo sea sustituido –por que puede sustituirse- por formas más acordes con el tiempo nuevo.

Hay días de sol o de lluvia en los que no apetece ir a votar. Antes, el deber y una ética propia del ciudadano que se siente miembro responsable de la comunidad, obligaban a acudir, lloviera, nevase, o las sirenas nos llamaran desde las rocas de las playas más glamourosas del país. Hoy no. Basta con utilizar una firma electrónica en Internet; señalar una candidatura determinada y dentro de la candidatura, unos nombres concretos, para que un programa informático haga el resto. Las urnas deberían sustituirse por terminales informáticas. No es complicado. Ni inverosímil. Me parecen más fiables los bytes que la legión de presidentes de mesa, interventores, ayudantes, etc. Y me parece mucho más rápido, incuestionable y efectivo. Claro está que todo esto contribuye a eliminar franjas enteras de la liturgia democrático-animista. Pues de eso se trata, precisamente: de eliminar los residuos de pensamiento mágico que puedan existir y lastrar las democracias modernas.

Pero los políticos van muchos pasos atrás en relación a la sociedad. El Código Penal aprobado en los últimos meses del socialismo no incluía los delitos informáticos que se venían realizando desde una decena de años atrás. Sin ir más lejos. Y si van unos pasos atrás ¿por qué diablos deberían de situarse por delante de la sociedad mediante el proceso democrático-animista que hemos resumido?

II – LOS ORIGENES RELIGIOSOS DE LA DEMOCRACIA

La liturgia democrática fue introducida a partir de 1789 para aportar un contenido emotivo y sentimental al nuevo régimen. Se estaba demasiado próximo a los fastos de la monarquía absoluta de derecho divino que era preciso seducir a las masas con otras solemnidades. Incluso la religión católica propia de la monarquía francesa fue sustituida por una religión laica, bastante pedestre por lo demás, ideada por Roberspierre antes de subir a la guillotina, justo después de haber elevado a la misma a todos sus antiguos amigos, los cuales, a su vez, habían cortado el cuello a la nobleza y a cualquiera que les tosiera. A esa masacre, le llamaron Revolución Francesa. 

La cosa no empezó bien.

Menos malo fue el arranque de la Revolución Americana, el precedente de la francesa. Históricamente, el primer episodio de la independencia americana que se tradujo en la primera constitución democrática moderna, fue el llamado “Motín del Té de Boston” protagonizado por los miembros de la logia masónica local que, disfrazados de indios –repito, disfrazados de indios con pinturas de guerra y plumas- asaltaron un buque inglés y arrojaron la carga de té al mar. Luego, tras una guerra de independencia, vino la aprobación de la declaración de independencia y de la constitución. Ambos documentos son importantes, el primero por que contiene los primeros síntomas de mesianismo de la nueva nación que ha alcanzado su apogeo con George W. Bush. El segundo es más interesante todavía –y fundamental para la humanidad- por que es el primer texto que consagra un sistema de gobierno de carácter democrático, definiendo sus estructuras y el principio de la división de poderes. Ninguna carta magna anterior había ideado nada parecido. Y el sistema de pesos y contrapesos para evitar abusos de poder, parecía suficientemente racional. Parece claro que una parte de ese sistema se inspiró en los principios de la Ilustración europea. Pero no completamente.

Es inevitable percibir en los nuevos documentos norteamericanos una derivación de la mentalidad originaria que trajeron los peregrinos del Mayflower, en realidad disidentes religiosos. Enrique VIII, escindido de Roma, era tan enemigo del Vaticano como de los protestantes, y si se nos apura, más. Fue sólo con los sucesores de Enrique VIII, cuando el “anglicanismo” se aproximó a las corrientes protestantes. De hecho, aún hoy, el anglicanismo se considera la confesión protestante más próxima a Roma. Pero del núcleo inicial anglicano se fue desgajando una tendencia partidaria de vivir conforme a los ideales evangélicos. De esta corriente surgieron los presbiterianos (cuyas iglesias estaban gobernadas por presbíteros), los puritanos (partidarios de la pureza evangélica) y los calvinistas (seguidores de Calvino que finalmente lograron impregnar a buena parte de la socidedad anglosajona).

Las ideas de Calvino rebasaban con mucho el ámbito religioso. Algo en él se dejaba presentir ya en Lutero. Este reducía la Iglesia a una congregación de fieles y negaba la razón de ser de la Iglesia-poder. Separaba la autoridad espiritual de la temporal y terminaba anulando la primera en beneficio de la segunda. En los siglos XVI y XVII estas ideas, poco sistematizadas y algo apresuradas, fueron desarrolladas y tuvieron un peso creciente. Pero si el “poder espiritual” quedaba anulado, faltaba por establecer la naturaleza de la autoridad “temporal”. Lutero seguía creyendo que la autoridad política derivaba de Dios. Eso garantizaría un gobierno justo y que no realizara abusos. Su objetivo era el beneficio de cada uno de sus súbditos. La obediencia –sostenía la criatura- sólo de debe a un gobernante justo, no a un impío y malvado (Lutero se separa completamente de Maquiavelo como puede intuirse). Sostiene que la conciencia individual está por delante de la obediencia a un príncipe malvado e impío (la obediencia a Dios, para él, es anterior y superior a la obediencia a los hombres, a cualquier hombre). ¿Y qué ocurre si el gobernante es más bien borde y tiranuelo? Nada, Lutero prohíbe la insurrección. Si el príncipe es un tirano es voluntad de Dios que se soporte su tiranía. Y Lutero –albergando siempre una gran desconfianza ante la naturaleza humana que llegó a comparar, de manera innoble, con un mulo que poco importa si lo monta Dios o el Diablo- establece que ese tirano ha llegado por los pecados de los hombres. En otras palabras: a un pueblo pecador, corresponde un gobierno opresor. En esto llega Calvino. Un buen día escribe su "Institutio christianae religionis", donde expone su doctrina sobre la organización de la comunidad política y sobre el espinoso tema de la resistencia a la autoridad. El Capítulo XX, no es muy largo, vale la pena leerlo. Resumimos: 1) el poder de Dios domina toda la creación, 2) nada sucede en el mundo sin la voluntad de Dios, 3) de Dios emana cualquier forma de Derecho, 4) el derecho natural procede de Dios y es el fundamento de la comunidad política, 4) el hombre es un animal social que vive en una comunidad política, 5) “por instinto”, esta comunidad tiende a formar un orden social regido por leyes, 6) estas leyes deben ser aceptadas y queridas naturalmente por todos, 7) el fin de la comunidad política es proporcionar una vida civilizada, pacífica y justa, en tanto que establecida por Dios, 8) La resistencia a la autoridad es un delito contra Dios aunque el gobernante sea un tirano, 9) El tirano –aun sin saberlo- es el instrumento de Dios para castigar los pecados de los hombres, 10) esto implica que el tirano no es un fenómeno político, sino religioso: gobierna para castigar pecados, no para educar, proteger y hacer progresar a la comunidad. 11) Dios coloca al tirano y sólo él tiene autoridad para derribarlo. En resumen: los 40 años de Franco parecen, a la vista de lo visto, la perífrasis simbólica de los 40 años de peregrinación del pueblo judío por el desierto como castigo a sus pecados. Y ¿qué debieron hacer los camboyanos para soportar cuatro años de Pol Pot? Algo terrible a la luz de Calvino.

Ni con Lutero, ni con Calvino, se había superado el pensamiento mágico-religioso, pero el calvinismo introducía luego otros elementos que llevarían directamente a la revolución americana y a su constitución.

Calvino aceptaba al mismo tiempo que 1) los pueblos justos tienen gobernantes justos y honorables, 2) la voluntad popular era una fuente legítima de poder de los gobernantes, 3) el ejercicio del poder popular era delegado en representantes, 4) estos representantes debían emanar de un sistema electivo en el que participaran hombres libres y de buenas costumbres. Ahora ya empiezan a reconocerse algunos de los rasgos de las democracias modernas. Todo esto era completado –y en realidad, era a donde Calvino y Lutero querían llegar- alusiones a la separación entre la Iglesia y el Estado, algo que hoy se acepta unánimemente pero que en el siglo XVI suponía una innovación audaz.

En el siglo XVII los calvinistas habían establecido en Holanda un régimen que, en poco tiempo, se convirtió en refugio de minorías marginadas. Los puritanos ingleses, discriminados y perseguidos en su país, optaron por seguir dos vías: unos emigraron al paraíso holandés y otros marcharon a las colonias de Nueva Inglaterra. Estos últimos fueron los “padres peregrinos del Mayflower”. Esto es hasta tal punto cierto que a la pregunta de ¿quién formaron los EEUU? La respuesta es una y tajante: los puritanos que hicieron aquel país a su imagen y semejanza. Incluso las universidades de Yale y Princetown fueron fundadas por puritanos. Cuando el “Motín del Té de Boston” da el pistoletazo de salida a la revolución americana, sobre tres millones de habitantes, dos eran puritanos. Y el resto, mayoritariamente, calvinistas. ¿Católicos? A título de excepción.

Desde Inglaterra, la secesión de las colonias se vio como una “rebelión presbiteriana”. Jorge III atribuyó “toda la culpa de estos extraordinarios acontecimientos a los presbiterianos”. Y cuando se refería a “presbiterianos” estaba aludiendo a puritanos y calvinistas, además de a los presbiterianos propiamente dichos. El papel de los puritanos fue decisivo a la hora de redactar la constitución. Estos, aceptaron los principios políticos del calvinismo y de esta colusión de ideas surgió la declaración de independencia y la constitución americana.

Así pues, todos este conjunto religioso puritano-calvinista-presbiteriano, sostenía la creencia en que el ser humano puede realizar acciones buenas en tanto que ha sido creado por Dios, pero su naturaleza le lleva indefectiblemente al mal como resultado de la caída adámica. El poder político debe tener en cuenta estas consideraciones y guardarse de la tendencia natural del ser humano hacia el mal. Para hacerlo, los puritanos, ya desde finales del siglo XVI, habían establecido la idea de dividir “el poder único”, en varios “poderes”, de tal manera que unos se equilibraran con otros y existiera entre todos ellos un juego de pesos y contrapesos. Así se frenaría la corrupción y la tendencia natural del ser humano hacia el mal. De esta idea, dos siglos después, surgió la idea de la división del poder y de la existencia de tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), que hoy es unánimemente aceptada.

Estos principios fueron enunciados más claramente en la Declaración de Mecklenburg, un texto suscrito por presbiterianos de origen escocés e irlandés, en Carolina del Norte el 20 de mayo de 1775. Thomas Jefferson utilizó este texto –verdadero texto texto fundamental de la independencia americana- para construir su constitución un año después. Esta Declaración de Mecklenburg contenía con toda claridad la idea de soberanía nacional, el carácter electivo de los gobernantes y la división de poderes. Los 27 diputados que la aprobaron eran todos ellos puritanos. En otras palabras: Jefferson copió –y así lo reconocen sus biógrafos- un documento puritano que todavía hoy sigue en vigor: la Constitución.

Tal fue el recorrido ideológico de la primera constitución moderna, la americana. ¿Qué puede deducirse de todo ello? Algo, verdaderamente dramático: que de un análisis fundamentalmente injusto y que despreciaba al ser humano, de un análisis que hincaba sus raíces en pleno pensamiento mágico-religioso, que resultaba francamente detestable para la autoestima del ser humano... derivó un sistema que, más o menos, ha funcionado. El análisis era, seamos sinceros, pura basura, pero el resultado fue genial.
De todo este largo recorrido se pueden desprender una serie de conclusiones obvias. En primer lugar, que todas estas teorizaciones empezaron a fraguarse en el siglo XVI y alcanzaron su clímax a finales del siglo XVIII. Es decir, hace más de doscientos años. La sociedad de aquel tiempo no se parecía en nada a la actual. En otras palabras: estamos gerenciando el mundo del siglo XXI, con las ideas del XVIII. No puede extrañar que se produzcan desfases crecientes entre una democracia que apenas ha evolucionado desde su fundación y una sociedad que se transforma a velocidad creciente.

Conclusión: la democracia es manifiestamente mejorable y debe de mejorar para, en primer lugar, desvincularla definitivamente del pensamiento mágico presente en el siglo XVI, cuando empezó la teorización puritana, y a finales del XVIII, cuando triunfaron las revoluciones francesa y americana. De ahí que hayamos empezado aludiendo a los rituales litúrgico-animistas de las democracia modernas, completamente fuera de lugar. Por que, si esta adaptación no se produce, los sistemas democráticos irán sufriendo un proceso de degradación creciente que hará que la justa, sana y necesaria aspiración al “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, se convierta en un slogan hueco, un tópico mil veces repetido que como las palabras que se pronuncian una vez tras otra pierden el significado y adquieren un sentido fonético distinto.

Hay algo más que añadir sobre estos orígenes. Entiéndasenos bien: cuando decimos que las revoluciones democráticas fueron revoluciones inspiradas por la masonería, no estamos repitiendo la cantinela de la “conspiración judeo-masónica bolchevique”, sino reconociendo una deuda a la masonería. Efectivamente, fueron logias masónicas las que derribaron los antiguos regímenes monárquicos y generaron por todo el orbe constituciones inspiradas en la francesa y en la americana, las cuales, a su vez, contaron con un fuerte impulso de las masonería locales. Por que, buena parte de los puritanos de Nueva Inglaterra, eran, al mismo tiempo, masones. La masonería fue un laboratorio de ideas; en el interior de las logias larvaron corrientes de pensamiento que han tenido una importancia trascendental a partir del siglo XVIII y hasta mediados del siglo XX. No se entiende todo esto, ni como la revelación de una “amplia conspiración masónica”, ni como una alabanza a la masonería: las cosas son como son y no de otra manera. Y la masonería es a las revoluciones burguesas y democráticas, lo que el partido comunista fue a las revoluciones bolcheviques, a saber, el fermento, el alma y el impulso.

Está claro que luego, una vez asentadas las democracias, la propia dinámica del sistema hizo que aparecieran corrientes políticas de todo tipo y que, alcanzado el objetivo, la masonería se replegase, en buena medida, a las logias, sin poder evitar, en ocasiones, intervenciones políticas desastrosas en la que la fraternidad masónica se confundió con la complicidad: el caso del “estraperlo” en España o los sucesos de febrero 1934 en Francia (Caso Stavinsky), por no hablar de la Logia P-2 en Italiana, supusieron escándalos de corrupción política que tuvieron a la masonería en su centro. Da la sensación de que con el triunfo de las revoluciones burguesas la masonería agotó su ciclo creativo y, desde entonces, ha vivido de las rentas.

La cuestión es que, aquel que conoce la masonería, sabe que también en su interior, a pesar de la búsqueda de la racionalidad y de su aplicación, existe una tendencia mágico-ritual, en buena medida deísta. En el capítulo anterior habíamos hablado de la cabina electoral como una derivación directa de la “sala de reflexión” de las logias masónicas en las que el aspirante a ingresar como aprendiz debe escribir su “testamento masónico” antes de ser iniciado.

Históricamente la masonería norteamericana, hasta nuestros días, nunca ha perdido el ritmo de la política y siempre ha logrado situar a sus miembros en puestos claves de la administración. El 75% de los presidentes norteamericanos, o bien han sido masones o han estado vinculados a la masonería. En los últimos 30 años, masones fueron Lyndon B. Jhonson, Gerald Ford, George Busch, mientras Bill Clinton perteneció a la “Orden de Molay”, para hijos de masones. Ronald Reagan, apoyó su administración en las nuevas fortunas capitalistas (lo que se llamó “dinero nuevo”) que surgieron durante los setenta y que rivalizaban con el “stablishment” liberal del Este (los Rockefeller, los Morgan y los círculos mundialistas), pero no dudó en rodearse de conocidos masones (George Busch señor entre otros) y... miembros del Opus Dei (la embajadora Kirpatrick). El Pentágono es uno de los centros de poder norteamericanos en donde la masonería siempre ha estado cómodamente representada. En efecto, el 80% de los altos oficiales del Ejército -casi como en tiempos de George Washington- pertenecen a alguna de las 52 Grandes Logias (una por cada uno de los Estados de la Unión) en las que está dividida la masonería de los EE.UU. Los generales Collin Powell y Schwarzkopf, que dirigieron las operaciones en la Guerra del Golfo, son, así mismo, masones.

La masonería americana actual cuenta con más de 15.000 logias y un total de 4.000.000 de afiliados, a los que hay que añadir un número similar encuadrado en organizaciones para-masónicas (la Orden de los Shriners, solo para masones de grados 33 y 33, la Orden de la Estrella de Oriente, para mujeres de masones, cuenta con 2.500.000 de miembros, la Orden de Molay para hijos de masones, la Orden del Arco Iris y la Orden de Job para hijas de masones, etc. Todo esto supone un peso social y político decisivo y una red de ayuda mutua que alcanza todos los ámbitos de la vida norteamericana. Numéricamente la masonería americana supone el doble del resto de la masonería mundial. Los presidentes norteamericanos, pueden no ser masones, pero jamás ir contra los intereses de la masonería.

Las logias masónicas fueron en la Francia pre-revolucionaria, la correa de transmisión de las nuevas ideas. Es innegable que su aportación fue fundamentalmente ideológica y simbólica, si bien no hay pruebas objetivas, de valor para la historiografía, de que organizativamente las logicas prepararan  los sucesos revolucionarios. La divisa masónica "Libertad, Igualdad, Fraternidad", fue incorporada al acervo revolucionario. Los colores de la bandera republicana ‑azul, blanco y rojo‑, proceden de los tres tipos de logias, procede de la escarapela tricolor ideada por Lafayette, francmasón y carbonario. El gorro frigio, símbolo de la república, es igualmente un símbolo masónico. El mismo himno de la revolución, "La Marsellesa", compuesto por el también masón Leconte de l'Isle, fue cantada por primera vez en la Logia de los Caballeros Francos de Strasburgo. Y así mismo, todo el simbolismo griego que adoptan los revolucionarios, al igual que el deísmo naturalista de que hacen gala, puede encontrarse sin dificultad en  las leyendas y temas masónicos.

La masonería ‑insistimos‑ como organización parece haber sido desbordada ‑como, por lo demás, cualquier otra institución francesa de la época‑ por el discurrir revolucionario. Masones guillotinando a masones, rompiendo el juramento de fraternidad y ayuda mutua: Hebert es guillotinado con el beneplácito de Dantón, éste, a su vez, sube al patíbulo a instigación de Saint Just y Roberspierre ‑instaurador del "culto al ser supremo"‑, cuyas cabezas rodarán al producirse la "reacción termidoriana" que dará origen al Directorio constituido por notorios masones como Fouché. Finalmente, Napoleón Bonaparte, según algunas versiones iniciado durante la campaña de Italia en la Logia  Hermes de rito egipcio y según otros, mucho antes, cuando era teniente en Marsella, pone término a todo este caos, nombrado Primer Cónsul y luego proclamándose Emperador. Napoleón impondrá a su hermano José Bonaparte ‑"Pepe  Botella", un hombre mucho más serio y responsable de lo que este mote popular deja pensar‑ como Gran Maestre de la Masonería francesa.

Los orígenes de la presencia masónica en EEUU son vidriosos. Es difícil, en ocasiones, elucidar si tal o cual personaje era “puritano” o “masón” y cuál de las dos orientaciones es la que pesa más en su ecuación personal e ideológica. Se dice que había logias en 1620, cuando llegan los "Padres Peregrinos". No queda confirmado; más verosímil parece, sin embargo, la presencia de maestros masones entre los colonos holandeses que llegaron a Newport (Massachusets) en 1650. Las crónicas de la propia Orden Franc-masónica dan una versión diferente. No sería sino hasta 1704 cuando Jhonatan Belcher, nacido en Boston, fue iniciado en una logia de Londres. Jorge II lo nombró en 1730 gobernador de Massachusets y New Hampshire. Se suele citar a tres hermanos escoceses de Aberdeen que se establecieron en New Jersey constituyendo allí una "logia madre", pero es posible que se trate de figuras legendarias. Lo que sí parece cierto, en cualquier caso es que entre 1730 y 1750 proliferaron logias  masónicas en toda la franja colonizada.

La masonería americana considera hoy como su primera logia estable -Logia Madre- la constituida en Filadelfia. En ella es iniciado Benjamin Franklin que llegó a ser su Gran Maestre. Se dispone de un documento escrito de esta logia que data de 1731. Dos años después Henri Price, gran amigo de Franklin, funda en Boston la "St. John's Lodge". Un año después el propio Franklin, imprimirá el libro de "Las Constituciones" de Anderson, que es mencionado como primer ligro masónico publicado en el Nuevo Mundo. Hacia 1749 la logia de Filadelfia trabajaba ya sin reconocer una autoridad superior a la suya.

Este crecimiento estaba en razón directa a la influencia de la masonería en la sociedad americana. Probablemente el éxito de la masonería se debió a la coincidencia de sus ideales con los del puritanismo y con la mentalidad de los colonos. La tolerancia, que en las logias inglesas eran sólo un principio de orden interno, pasó a ser un valor extensible a toda la sociedad en las americanas. No todas las logias participaron del lado de los rebeldes en la guerra de independencia. Está históricamente demostrado que solo las más antiguas tomaron partido por los rebeldes, mientras que las fundadas inmediatamente después de iniciarse el conflicto, lo hicieron a favor de los ingleses. Se conocen a la perfección los nombres y las logias que se decantaron hacia uno y otro bando.

El episodio que históricamente es considerado como el detonante de los acontecimientos se sitúa en Boston en 1773. La Compañía de las Antillas, dependiente del gobierno británico, atravesaba una grave crisis, lord North, primer ministro inglés, hizo que se votara un impuesto sobre el té. Los colonos de Boston, protestaron por este gravamen y asaltaron por sorpresa tres navíos británicos arrojando 340 cajas de té por la borda. La totalidad, sin excepción alguno, de los colonos que, disfrazados de indios, perpetraron la acción pertenecían a la Logia de San Andrés de la ciudad, dirigida por Joseph Warren...

Boston era, sin duda, la ciudad de mayor implantación masónica en la época; su famosa logia estaba compuesta por una amplia representación de la sociedad de su tiempo: abogados, clérigos protestantes y mercaderes. Warren, destacó desde los primeros momentos como uno de los líderes de la rebelión de las colonias y murió en la batalla de Bunker Hill luchando como voluntario. En 1825, contando con la presencia del legendario Lafayette, la Gran Logia de Boston logró reunir a 5000 masones conmemorando la muerte de Warren.

En la Biblioteca del Congreso de Washington está perpetuamente expuesta la "Declaración de Independencia" que resume los fundamentos ideológicos de la Nación Americana. Pues bien, dicha Declaración fue aprobada por 56 compromisarios rebeldes, de los 50 eran franc-masones, aunque para algunos la cifra es sensiblemente menor. Un tercio de los 74 generales de George Washington fueron igualmente franc-masones; idéntica proporción se encuentra entre los firmantes de la Constitución.

Existen varios grabados en los que se representa la colocación de la primera piedra del Congreso por parte de George Washington. En todos se puede ver al primer presidente de los EE.UU. luciendo su mandil de maestro franc-masón y otros atributos de su cargo en la logia. Washington fue iniciado en la logia "Fredeksburg" de Virginia en 1734; durante la guerra frecuentó logias militares, la más conocida la "American Union". La historiografía masónica destaca el hecho de que fue propuesto como Gran Maestre de la Gran Logia Nacional, rechazando tal honor. La Biblia sobre la que juró lealtad a los ideales masónicos es la misma sobre la que aun hoy juran su cargo los presidentes de los EEUU.

La historia del Gran Sello y del Escudo americano permanece envuelta en brumas pero conserva, en las distintas versiones, un inequívoco aroma masónico y sulfúreo. En 1775 Washington y Franklin se reunieron en la casa del líder rebelde de Cambridge (Massachusets) quien les presentó a un anciano, muy erudito y versado en historia antigua, vegetariano, no bebía vino ni cerveza, solo se alimentaba de cereales, nueces, frutas y miel. Guardaba en un cofre de roble varios libros antiguos y extraños. Al parecer ya se había entrevistado con Franklin -que lo llamaba "El Profesor"- en alguna ocasión anterior. Parecía tener más de setenta años y se le ha descrito como alto, de porte digno y distinguido, extremadamente cortés. Visiblemente actuaba como si fuera representante de alguna sociedad secreta de carácter místico e iniciático. Daba la sensación -o quería darla- de haber estado presente en acontecimientos antiguos que describía con enorme precisión. Un hombre extraño, en definitiva.

En el libro de R.A. Campbell, "Our flag" se explica que al discutirse el diseño de la bandera americana, Franklin rogó a los presentes que escu­charan a "su nuevo amigo, “el Profesor”, quien había accedido amablemente a repetir ante ellos aquella noche lo esencial de lo que había dicho por la tarde a propósito de la nueva bandera para las colonias". Predijo la futura independencia y grandeza de los EE.UU. Fue a este "sabio desconocido" al que se deben las orientaciones sobre las que Washington y Franklin diseñaron la bandera de las barras y estrellas. El 4 de julio de 1776 tuvo lugar otra aparición de "el Profesor" al producirse una discusión sobre la oportunidad de que las colonias rompieran completamente o bajo ciertas condiciones con la metrópoli. "!Dios ha dado América para que sea libre!" concluyó su alocución a la que siguió la firma de la Declaración de la Independencia. Nunca pudo conocerse jamás la identidad de "el Profesor", se marchó sin que nadie pudiera despedirse de él.

La elaboración del gran sello de los EE.UU. fue, sin embargo, más laboriosa. Franklin, Adams y Jefferson fueron comisionados para diseñar el sello. Cada uno de ellos aportó su visión mesiá­nica parti­cular: para Franklin la imagen de Moisés conducien­do a los judíos a través del Mar Rojo era el episodio bíblico que mejor sintonizaba con el sentir fundacional del nuevo país; Jefferson, por su parte, siguió en la misma línea representando a los judíos marchando hacia la tierra prometida. Adams, más clásico, pintó a Hércules blandiendo su maza, y "eligiendo entre la virtud y la pereza" (tema característico) cuya filacteria remitía a "The New Atlantis" de Bacon: EE.UU. era la nueva Atlántica como indicaba la inscripción "Más allá de las columnas de Hércules".

El congreso rechazó los tres proyectos y en 1782 y optaron por un escudo en el que el número 13 era el leit-motiv. Este número en el mundo anglosajón es signo de buen augurio. Por ello el escudo de los EE.UU. nos muestra a un águila con 13 estrellas de cinco puntas en torno a su cabeza, ostentando en su pecho 13 rayas rojas, blancas y azules, en sus garras el olivo con 13 hojas y 13 flechas, mientras que en su reverso puede verse una pirámide escalonada de 13 peldaños coronada con el Delta Luminoso (otro viejo símbolo masónico) similar al "ojo que todo lo ve" aceptado por cierta iconografía católica.

El sello sería completado por Charles Thomsom, franc-masón y amigo de Franklin, que añadió el águila, las flechas y rama de olivo que ostenta en sus garras y que simbolizan las dualidades en conflicto. De Thomson proceden igualmente las tres leyendas que figuran en el sello: "Novus ordo Seclorum" (Nuevo Orden de los Siglos), "Annuit coeptis" (13 letras, El favorece nuestra empresa) y "E pluribus unum" (13 letras de nuevo, unidad en la pluralidad). Salvo el tercero que corresponde a la estructura federal americana, los dos primeros son verdaderas muestras de la mentalidad escatológica y del mesianismo americanos.

La concepción del poder en los Estados Unidos está inspirada igualmente en la iconografía masónica y en una de las interpretaciones de los tres órdenes arquitectónicos clásicos: el dórico, jónico y corintio, cada uno de los cuales representa respectivamente a los poderes judicial, ejecutivo y legislativo. El orden corintio se considera como expansivo, de ahí que fuera asociado al poder legislativo; el orden jónico, cuyo capitel está rematado por las volutas que recuerdan los cuernos del morueco es el poder de coordinación y liderazgo; finalmente, el orden dórico, en su simplicidad y ausencia de aditamentos, indica un poder restrictivo, esto es, judicial. Las tres partes de cada columna, la base, el vano y el capitel, corresponden respectivamente a los niveles local, estatal y federal. Todo el conjunto comporta nueve divisiones orgánicas: Tribunal Municipal, Tribunal Estatal y Corte Suprema; Alcalde, Gobernador y Presidente; y Ayuntamiento, Asamblea Legislativa Estatal y Congreso Federal.

Estas tres columnas, con sus distintos órdenes figuran en varios grabados masónicos de la época. El hecho de que en la iconografía figure dominando los capitales el Delta Luminoso es una muestra añadida del mesianismo que condujo desde los orígenes la política americana: una nación bajo Dios.

El mismo símbolo se repetirá en el dólar. Fue durante el gobierno de Roosevelt cuando el Secretario de Agricultura, Henry Wallace, tuvo la idea de incluir el Gran Sello en el reverso del billete de dólar. Tanto Roosevelt como Wallace tenían años de militancia masónica a sus espaldas. Roosevelt pertenecía a la Orden de los Shiners con el grado de Caballero de Pitias; Wallace, por su parte, estaba interesado en el ocultismo y las "búsquedas psíquicas" o espiritismo. Ambos estaban persuadidos que tras la gran depresión de 1929 América entraría en la "era futura" que aseguraría un despertar espiritual y un gobierno mundial. Con la inclusión del Delta Luminoso en el papel moneda pretendía dar un paso adelante en esa tendencia que consideraba ineluctable y marcada por los astros.

Todo esto está muy bien. De acuerdo: la democracia moderna es hija del puritanismo y de la masonería a partes, sino iguales, si al menos parecidas. ¿Qué tiene que ver todo esto con España y con nuestra democracia? Es evidente que la constitución de 1979 no fue redactada por maestros masones de estricta observancia, a diferencia de las constituciones anteriores que, indiscutiblemente, si lo fueron. Por que las dos repúblicas españolas emanaron directamente de las logias. Dada su brevedad, tampoco podemos dedicar mucho tiempo a nuestras dos frustradas repúblicas. Dicen que a la tercera va la vencida.

En nuestra opinión el proceso de renovación de la democracia moderna tiene que llevar implícito la depuración de las escorias procedentes de los orígenes del sistema. Por que si la democracia es el sistema más racional y objetivo de dotarse de un gobierno, sobran algunos de sus rituales derivados del origen puritano, animista o deísta, que tuvieron su importancia en el siglo XVIII, pero que ahora son meros arcaísmos. Desde nuestro punto de vista, la democracia surgida en aquella época es manifiestamente mejorable. Y debe de serlo, por que se diría que el sistema está sufriendo una esclerosis creciente que le está amputando representatividad e incluso legitimidad. Toca ahora revisar de qué degeneraciones estamos hablando. Seguro que ustedes también las reconocen.


III – LAS ENFERMEDADES DE LA DEMOCRACIA

Identificamos cinco enfermedades de las democracias modernas, cinco sífilis que desnaturalizan el sistema mediante el cual la población debería dotarse de mecanismos representantivos y de gobierno, cinco babas ponzoñosas que hacen de la democracia una excusa para los peores abusos y corrupciones. Estos son:

-          Cuando la democracia se transforma en partidocracia.
-          Cuando la democracia se transforma en plutocracia.
-          Cuando la democracia se transforma en partido único.
-          Cuando la democracia se transforma en demagogia.
-          Cuando la democracia se transforma en dictadura.
-           
Una vez un amigo me presentó a uno que era socialista de carné, afiliado y al corriente del pago de las cuotas. Una rareza antropológica en las grandes ciudades. También tenía otro amigo, que ingresó en el mismo partido después de años de sostener tesis nacionalistas catalanas y con una juventud mercada por una militancia estrictamente nazi, sin más. Por mi trabajo me veo obligado a moverme bastante en la sociedad.. apenas he conocido a estos dos militantes de un partido político. En los pequeños pueblos si es más fácil conocer a los afiliados a los partidos políticos; habitualmente hay tantos como concejales de ese mismo partido. Dirán que exagero. Claro que exagero. Pero no excesivamente...

En estos momentos en los que los partidos políticos han dejado de ser bloques que defienden la misma concepción del mundo y la misma ideología y se han transformado en conglomerados de intereses mundanos, cuando alguien se afilia a algún partido político es que busca algo. Antes se decía “fulanito es comunista”, “menganito es de la falange” por que pensaban como marxistas o como nacionalsindicalistas. Hoy cuando se dice “fulanito es del PSOE” o “menganito es del PP” se piensa inmediatamente que intentan obtener algún beneficio; “pillar”, vamos. Esto me resulta evidente desde que en las primeras elecciones democráticas me comentaron una anécdota. Estaba un grupo de jóvenes pegando carteles para Alianza Popular, eran todos “mercenarios”, cobraban a 2000 pesetas la noche en un tiempo en el que el salario medio de un obrero no superaba las 30000. El jefe de grupo, miembro de AP, rogó a los muchachos que no manifestaran su evidente alejamiento ideológico del partido, por que uno del grupo estaba colgando carteles para AP “por el ideal”. Y todos se preguntaban qué ideal podía ser ese que hacía que un cretino aceptara pasar una noche de calor, cola y brocha renunciando a las 2000 pesetas. Y nadie se lo explicaba. Yo tampoco. En el PSOE las cosas no iban mejor. Primero el anagrama del partido perdió el “marxismo” que iba asociado hasta entonces a la “O” de Obrero. Luego en sus años de gobierno se hizo evidente desde el expolio de RUMASA, el GAL y la corrupción, que la “S” de Socialista también se había caído de la sigla. Aquello era de todo, menos socialista. Luego el partido empezó a perder la “E” de español. A muchos socialista no les hacía gracia bregar con esa letra que les impedía pactar cómodamente con nacionalistas e independentistas para beneficiarse de las mieles del poder regional. Así que decidieron que la “E” tampoco era muy importante. Quedaba la “P” de Partido. En el momento en que escribimos estas líneas, cuando el liderazgo de Zapatero empieza a ser cuestionado y nadie da un euro por su futuro político, las baronías regionales han hecho que la “P” siga existiendo, pero no la de “partido” sino la “plurimorfo”, esto es, caótico. Así que, con esta perspectiva, si alguien pide su afiliación al PSOE desconfíen de él: seguramente no buscará la realización de unos nobles ideales, sino una forma de acomodamiento personal. ¿Y qué me dicen del PP? Tiene gracia que la derecha se identifique con la patria, la religión, las fuerzas armadas, la natalidad y la seguridad ciudadana, por que precisamente en los años de gobierno del PP –que van para ocho- todas estas nociones han sufrido más golpes que en cualquier otra época. Repasen ustedes.

Con todo esto queremos decir que existe una contradicción fundamental: los partidos tienen unos niveles mínimos de afiliación y sin embargo, todo en la democracia depende de ellos. En realidad, los partidos políticos en nuestras democracias crepusculares de inicios del siglo XXI, apenas son otra cosa que estados mayores de futuros cargos públicos, la afinidad ideológica o programática, se ha sustituido por la comunidad de intereses. Nadie –o muy pocos- entra en un partido político para vivir un ideal y poner en marcha un proyecto ilusionante, sino para ver que “pilla”. Es así de sencillo, lo sabemos todos y todos lo vemos todos los días. Es humano y hasta comprensible. Pero eso implica que los partidos no representan a nadie más que a sí mismos. ¿Y los votos que reciben? Los reciben, pero no les pertenecen. Los traicionan cuando quieren, como quieren y donde quieren. Y se quedan tan panchos. El “viejo profesor” (un personaje que a poco que se estudian algunos capítulos de su vida, pierde el encanto que pudo tener en vida) Tierno Galván, decía aquello de que los programas electorales están para incumplirlos. Esta frase y aquella otra de “el que no esté colocado que se coloque y al rollo” son, sin duda las que mas han contribuido a su fama “intelectual”.

Esto es hasta tal punto cierto que ya no le sorprende a nadie: ¿“OTAN, de entrada NO”?, saben lo que siguió; le cupo a un socialista, Luis Solana, presidir la OTAN y dar la orden de bombardeo sobre Yugoslavia. Edificante. Y ¿qué me dicen del “Pujol enano, habla castellano” pronunciado rítmicamente por las bases del PP quince días antes de que éste partido se apoyara en CiU para gobernar? En esos días los españoles supimos que Aznar hablaba catalán en privado. Tales son algunos de los momentos estelares de la democracia española. Hay muchos más.

No es raro que quienes acuden a la ventanilla de admisión de un partido lo hagan por un interés muy material y utilitarista. Tampoco hay que sorprenderse; ya en 1968, todo aquel que se acercaba a la Jefatura Provincial del Movimiento más próxima, es que buscaba que le concedieran un piso de protección oficial. No hay nada nuevo bajo el sol. No es que sea ilegítimo, es que demuestra varias cosas: en primer lugar la falta de convicciones profundas de la población, producto del mal ejemplo dado por una clase política escasamente edificante que ha hecho del lucro personal un hábito. Se es político, no para servir al pueblo sino para servirse del pueblo. Usted vota habitualmente a quienes se sirven de su voto para mejorar su posición personal. Una y otra vez. Sin memoria histórica. O con la misma memoria histórica de un merluzo.

De lo que hay que sorprenderse es de que los partidos sean eso, sólo eso y nada más que eso. Los socialistas que creen en el socialismo hace tiempo que ya no están en el partido. Con la derecha, los que creían en algún valor propio del conservadurismo hace tiempo que ya no están en la foto. Se cree en lo que hay que creer que es lo que dice la cúpula del partido que debe aceptarse. Y poco importa si mañana dicen lo contrario. Habrá que creer eso otro también. Me decía un amigo comunista, que llegó a secretario general de una formación política de ese color: “Mi drama es que no encontré el momento de pasarme al PSOE”. Quienes si lo encontraron fueron cientos de antiguos trostkystas y maoístas de los setenta que al declinar la década abandonaron sus encomiables ideales de “guerra popular prolongada”, “revolucion permanente”, “programa mínimo de la IV Internacional” e “insurrección armada de masas”, para convertirse en probos funcionarios socialistas hoy prematuramente encanecidos y barrigones. El primer escándalo de corrupción que rondó al PSOE (RUMASA aparte, claro) tuvo como protagonista el “Pájaro Loco” –obviemos su nombre y retengamos solo su “nombre de guerra en tiempos de la lucha contra la dictadura”-, ex secretario general de la Oposición de Izquierda Comunista de España, a la sazón, pasado con armas y bagajes al PSOE. Debió de huir tras un feo asunto de pesetejas y, “por coherencia”, se fue a Cuba.

Todo esto no es muy edificante. En realidad, es casi bochornoso: 1) tenemos unos partidos con una militancia escasísima y que, además, está compuesta, fundamentalmente, por “trepas”; alguno habrá que crea en los ideales del partido o que crea que cree (que ya es creer), pero ese está seguramente a título de excepción y rareza antropológica y más vale que lo conserven en formol por que es especie en extinción; 2) esos partidos huérfanos de parroquia, se arrogan ellos mismos y de forma excluyente, todos los escalones representativos. Hay miembros de los partidos políticos en el Consejo de Radio Televisión, en las Cajas de Ahorro, en la Confederación Hidrográfica. Son omnipresentes. Pululan. Son pocos, pero están en todas partes. En lugar de campañas de captación, enarbolan buenas perspectivas de promoción personal. A poco que uno no sea tonto de baba, el carné del PP, del PSOE, de CiU o del PNV, supone la posibilidad de un carguillo con responsabilidades más o menos livianas, pero, incuestionablemente bien retribuido. Tal es el canto de sirena que ejercen los partidos sobre la sociedad. Por eso tienen afiliados... sino ¿de qué?

Los partidos reconocen esta situación de hecho: hace poco un alto cargo del PSOE de Alcalá comentaba con un amigo que las Juventudes Socialistas son magras y oportunistas. Tiburoncillos ellos que lo quieren todo y dan poco. Así las JJSS son inviables y los propios socialistas lo saben. Pero esto es lo que hay.

En realidad los partidos no se amparan en sus militantes, sino en los votos que obtienen para justificar su presencia omnívora. “Nos avalan tantos millones de votos”, “Tantos millones de electores han confiado en nuestro programa. No les defraudaremos”. Habitualmente les defraudan, pero la legitimidad democrática deriva de la ley del número, no de la memoria histórica. No parece justo que así sea, al menos no completamente. Lo que desde luego no es justo es que los partidos solamente recurran a la población en período electoral. Cuando se cierran las urnas si los políticos fueran absolutamente sinceros deberían realizar un corte de mangas al electorado, mientras se despiden de él hasta dentro de cuatro años, cuando se reiniciará el circo electoral de nuevo.

Los partidos políticos tienen demasiado peso en las democracias modernas. Y este peso contrasta con su endeblez numérica y con la vacuidad de sus principios. Y no parece que esto vaya a cambiar. No parece posible que los propios partidos políticos hagan el hara-kiri a un sistema que les prima. Habitualmente, las reformas que introducen en el sistema democrático tiende a perpetuarlos en el poder y a modificar las reglas de juego en beneficio propio. Nunca se ha visto –salvo en las últimas cortes franquistas en las que buena parte de los procuradores en Cortes consideraron que ganaban más suicidándose colectivamente para resucitar como miembros de UCD que continuando con camisa azul, galones y charreteras- que un sistema de partidos haya modificado las reglas del juego en beneficio de una mayor apertura a la sociedad y de una mayor representatividad. De ahí que la democracia sufra la degeneración partitocrática. La partitocracia es a la democracia, lo que el cielo nublado es al firmamento azul celeste. Y además provoca lluvia y ésta genera fango. Por que la partitocracia siempre genera corrupción. Pero esta es otra historia.

Esta es la primera degeneración de la democracia. Veamos la segunda. Se llama plutocracia. La palabreja deriva de “polutos”, término griego que significa riqueza y “kratos”, mando o poder. La plutocracia es el mando de los poderosos. La plutocracia es pues el sistema de gobierno en el que la riqueza es la principal base del poder. Así que, amigos, estamos en una plutocracia, no se engañen: si usted no tiene un real, usted no va a ser nadie en esta democracia. Y si lo tiene, será algo en tanto que ingrese en algún partido político (véase los párrafos anteriores sobre la partitocracia).

En 1999, sobre 191 países del mundo, 117 se consideraban democráticos: los 24 de Europa Occidental, 31 sobre 35 de América, 19 democracias sobre 27 en el antiguo mundo comunista, el 50% de los 52 gobiernos asiáticos y del Pacífico, y a la cola Africa –como en casi todo- con 18 democracias (discutibles la mayoría) sobre 53 países. Total: 117. La “eclosión democrática” se produjo en los años 80 y alcanzó su techo a finales del milenio. Habría que felicitarse por ello sino fuera algo sospechoso ese afán brusco y repentino de democracia no era completamente espontáneo. Por que el afán democratizador no respondía ni a procesos internos de cada país, ni a influencias internacionales, ni en una marcha ineluctable hacia el “fin de la Historia” en donde la democracia es la parada y fonda final. Fue significativo que esta oleada democratizadora correspondiera con el primer asalto de la globalización. Esto sin olvidar, que la mayoría de nuevas democracias eran de mala calidad, viciadas por la corrupción, sin fundamentos sólidos y con oligarquías que las tutelaban.

El drama estriba en que las democracias liberales son las herramientas políticas de la globalización. Decimos democracia “liberal”, cuando en realidad deberíamos haber dicho “plutocracia”. Una democracia es liberal en tanto está ligado a un sistema económico capitalista. Si la esencia social del capitalismo es la división entre los que poseen el capital y los que no lo poseen, es evidente que en las democracias liberales quienes poseen el capital tienen mas peso e influencia que quienes no lo poseen. Quizás no sea ético, pero es, hasta cierto punto, natural. Pero es que eso no es una democracia, es una plutocracia. Por que en la democracia nacida en la Revolución Americana el único peso que no tenía contrapeso, era precisamente el capital. ¿Para qué lo iba a tener si la riqueza para los calvinistas era el signo con el que el dios con minúscula señalaba a los justos y a los elegidos? ¿Van viendo el problema de los residuos animistas y mágicos en la democracia? Pero el capital precisa un contrapeso, un límite para no ser omnívoro y omnipresente. No se cansen, en la democracia moderna, no existe. De ahí que la forma actual de democracia degenere en plutocracia.

El poder lo detentan aquellos que ya tienen poder, para conservarlo y ampliarlo. Por los demás, los grandes negocios se realizan a la sombra del poder. Recuerden ustedes el caso de dos diputados comprados literalmente al peso en la Asamblea de Madrid y verán que esto es tan actual como el BOE del día de hoy. El poder del dinero, y este es el drama, no tiene contrapeso ni límite. Por eso, la democracia se ha degradado en plutocracia.

El que quiere ganar el poder debe invertir cantidades que solamente están al alcance de quienes ya tienen el poder y el dinero. El sistema se retroalimenta a sí mismo, cerrándose a otras opciones exteriores a los circuitos de poder ya existentes y de ahí que cada vez van siendo más acusadas las características plutocráticas. Se ganan las elecciones con el apoyo de las grandes corporaciones económicas y financieras, no con las contribuciones de los pocos afiliados a los partidos. Se tiene tendencia a pensar que la corrupción, la compra de políticos al peso y el peso del dinero sobre la política es algo propio de democracias bananeras, recién llegadas al Edén de la libertad de pensamiento y de la representatividad; no es así: una cosa son las corruptelas y otra la corrupción instalada en la médula del sistema. Recuerden los escándalos económicos que sacudieron a la democracia americana entre 2001 y 2003 (Enron, World Com y una larga lista) en el que las concepciones calvinistas entraron en crisis: los elegidos por Dios no eran los beneficiarios de la fortuna sino los más chorizos, estafadores y demás ralea. Por lo demás, la democracia americana es precisamente la que muestra rasgos plutocráticos más acusados. En la República Dominicana, lo bananero no es sólo el régimen, sino también los poderosos si hemos de compararlos con los del “imperio”.

Marty Jezer, fundador del Working Group on Electoral Democracy, un grupo dedicado a lograr una democracia real, explica: "El dinero es el mayor determinante de la influencia y del éxito político. El dinero determina qué candidatos estarán en condiciones de impulsar campañas efectivas e influencia cuales candidatos ganarán los puestos electivos. El dinero también determina los parámetros del debate público: qué cuestiones se pondrán sobre el tapete, en qué marco aparecerán, y cómo se diseñará la legislación. El dinero permite que ricos y poderosos grupos de interés influencien las elecciones y dominen el proceso legislativo”. Jezer, lo que está haciendo es definir la plutocracia. 

La partidocracia es a la plutocracia lo que el hambre a las ganas de comer. En EEUU se entiende por "hard money" (dinero duro) los fondos procedentes de contribuciones reguladas por la Ley Federal de Campañas Electorales. Pero, hecha la ley, hecha la trampa. Si bien el Comité de Acción Política encargado de recoger estas cantidades no puede aportar directamente a la campaña del candidato más de 5.000 por elección, estos Comités pueden gastar una cantidad ilimitada de dinero en gastos que no se invierten directamente en las campañas pero que benefician o perjudican a tal o cual candidato. Luego está el "soft money" (dinero blando), procedente de contribuciones no reguladas; no existen límites para las contribuciones que cualquier institución puede hacer al Comité Nacional de un partido político. Teóricamente, este dinero no puede ser empleado para inducir a la ciudadanía a votar en favor de, o en contra de determinado candidato, pero basta con evitar las alusiones directas –“vote por...”- y utilizar los fondos para campañas de imagen o promoción indirecta, para que todo sea legal. El hecho final es que en las elecciones americanas –y en las de cualquier otro país desarrollado- cada vez se gasta más dinero: es decir, que las posibilidades de éxito cada vez están más focalizadas en una o dos opciones. Denes Martos explica que: “Mientras el ciclo electoral de 1996 le costó a los políticos norteamericanos entre 1.500 a 2.200 millones de dólares, se estima que el ciclo del 2000 insumió unos 3.000 millones por todo concepto. Hacia fines de Junio del 2000, entre los candidatos presidenciales, los del senado, los de la cámara baja y los comités partidarios nacionales ya se habían recolectado más de U$S 1.600 millones, es decir: unos 400 millones más de los que, para la misma época del calendario electoral, se habían acumulado en 1966”. Y añade: “Para la fecha arriba mencionada, el Senado norteamericano ya disponía de unos 366,6 millones de dólares. Los candidatos al Senado de los EE.UU. habían juntado U$S 259.7 millones; el Comité Senatorial Republicano y el Comité Senatorial Demócrata habían conseguido unos U$S 55.5 millones adicionales y a todo ello hay que agregar los U$S 51.4 millones aportados en dinero "blando" por los comités partidarios del Senado. La Cámara Baja, a su vez, disponía de más dinero aún: 393 millones de dólares recaudados por los propios candidatos, 80.5 millones provenientes de los Comités de Campaña del Congreso y 62.9 millones de dinero "blando" de los comités partidarios; es decir: 536.4 millones en total”. Denes Martos, finalmente, se pregunta con razón: “¿de dónde sale todo este dinero?”. No desde luego del ciudadano medio y de los contribuyentes modestos. Sale de las grandes corporaciones financieras. Precisamente las que no creen ni en personas ni en ideas, solo en la cuenta de beneficios. Dan un dinero por que saben que recibirán a cambio una prebenda. Y es que los grandes negocios solamente se realizan a la sombra del poder.

Admitir esto es admitir que el dinero carece de contrapeso en las actuales democracias y que estas se han transformado ya en plutocracias en donde quien manda realmente y quien elige, orientando el voto mediante campañas masivas de imagen, que encumbra a unos y hunde a otros, es el dinero. Dígame usted los políticos conocidos que no tienen detrás grandes capitales y estará señalando a políticos de raza que creen en lo que predican. No se extrañen si esto resulta un páramo salvo raras y honrosas excepciones. Y en esa masa, a pesar de que les pese a ellos, nos encontramos desde un Le Pen hasta un Labordeta, salvando todas las distancias que se quiera. 

En las elecciones legislativas de 1992 el 1% de la población entrega el 77% del dinero que usan los candidatos. En 1994, solo el 20% del dinero recaudado por los candidatos al Congreso norteamericano procedía de personas que, individualmente, aportaron menos de 200 dólares cada uno. Durante el ciclo electoral del 2000 tanto Bush como Al Gore recibieron la mayoría de dinero de personas cuyos ingresos superaban los 100.000 dólares anuales, el 80% de los donantes que aportaron 200 o más dólares, tenían ese nivel de ingresos. El ciudadano medio, no solamente aporta individualmente cantidades insignificantes sino que apenas tienen peso en el conjunto. Y además los que aportan son una ínfima minoría. Los datos demuestras que las grandes empresas aportan a la política norteamericana más del doble de dinero que todos los demás ciudadanos y asociaciones juntos. También es significativo que en la democracia americana los propios candidatos aportan parte de su fortuna para su propia elección. Es como una inversión. Y no es, desde luego, a fondo perdido. Saben que una vez en el poder, obtendrán centuplicados beneficios para su apuesta. 

Otro que lo vio claro fue José Saramago, al alimonado portugués premio Nobel de Literatura, autodefinido como comunista hormonal. Ciertamente, Saramago no es la alegría de la huerta y su pesimismo existencial termina cargando, pero en este tema fue contundente, lúcido y no particularmente aburrido: ”Vivimos en una plutocracia -dijo-: un gobierno de los ricos, cuando éstos, proporcionalmente al lugar que ocupan en sociedad, deberían estar representados por una minoría en el poder. No hay actualmente ningún país del mundo que viva verdaderamente en democracia, y éste es el debate que nos debemos, el que tenemos la obligación de imponer. La injusticia social es como una nueva capa atmosférica que envuelve al planeta entero. ¿Creemos que participamos del destino de nuestros países porque votamos a determinados funcionarios gubernamentales o municipales? Son las multinacionales las que en este mundo globalizado ejercen el auténtico poder, y devoran en su vientre los derechos humanos y las democracias como el gato devora al ratón. Son ellas las que determinan nuestras vidas. Son los intereses económicos los que dirigen las acciones de los gobiernos, de todos los gobiernos del mundo. Nos han convencido de que esta vida es la única posible, cuando no debería ser así: vivimos en un mundo atroz, pero que no es el único posible. Iniciar el largo recorrido que apunte a esa mejoría, es nuestra responsabilidad”

Saramago no es el único “notable” que ha aludido a la degradación plutocrática de las democracias. El 20-N del 2002, el ex Fiscal General de EEUU, Ramsey Clark, redactó una carta abierta a la nación en la que ponía el dedo en la llaga: “Hace once días, el 5 de noviembre, las elecciones de EEUU mostraron que la mayoría de la gente de EEUU vio que votar no valía la pena. (...) La voluntad popular estuvo ausente. EEUU no es una democracia; es una plutocracia. No hay gobierno popular en EEUU. Gobierna la riqueza, las corporaciones gobiernan. Gobiernan en el Congreso, eligen presidentes, controlan el Pentágono. Poseen los medios de comunicación que son la voz de la plutocracia". Se puede decir más alto, pero no más claro. La democracia más antigua del mundo moderno está en manos de plutócratas. 

Y luego pasa lo que pasa. En política ocurre como en economía, que se produce una concentración creciente de capitales. En política, al límite extremo de este proceso se le llama “pensamiento único”. El razonamiento es el siguiente. Dado que el sistema tiende a que el gobierno del pueblo sea sustituido progresivamente por el gobierno de los intermediarios del pueblo, (los partidos) lo que desliza la democracia hacia la partitocracia y dado que el mundo del dinero interfiere de manera creciente en la política hasta superponerse a los partidos y constituir su alma, apareciendo la plutocracia, los intereses de los partidos tienden a confundirse con los de los gestores del dinero y estos son únicos: la obtención de mayores beneficios. Esto implica que, a la postre, los partidos mayoritarios hablarán un lenguaje muy parecido, tendrán unos objetivos similares y estarán planteando al electorado políticas que se parecen como dos gotas de agua: el electorado se verá así constreñido a votar entre dos colores de la misma gama: blanco crudo o blanco polar, rosa cálido o rosa tenue... De ahí nace el “pensamiento único”.

A causa del “pensamiento único”, los programas de los partidos se parecen en lo esencial y difieren en lo accesorio. Luego veremos por qué aparecen estas diferencias y a qué se deben. Que también son explicables.

Cuando en Madrid estalla la crisis de la Asamblea Autonómica y el tránsito de dos diputadillos del grupo parlamentario del PSOE a la abundancia, inmediatamente se pone de manifiesto que tras el cambalache se encuentra la mafia de la construcción. En la investigación parlamentaria aparecen unos cuantos tipos chuscos, medio cretinos, con aire de suficiencia y cinismo; dicen que no, que ellos no han comprado carne de diputado y algún otro capitoste del PP que niega la mayor, la menor y lo intermedio. De nombres olvidables todos. Pero el caso es que detrás lo que estaba en juego eran los intereses inmobiliarios, que ¡eran los mismos! Y de lo que se trataba es si beneficiaban a los representantes del PSOE o a los representantes del PP de esos mismos intereses. Cuando el PSOE accedió a colocar en sus listas, bien situados y con posibilidades de salir elegidos, a dos diputados mediocres y sin méritos parlamentarios en la legislatura anterior, era, simplemente, por que esos diputados encarnaban un paquete de intereses que así quedaban satisfechos. Y cuando ese paquete pasó de sentarse junto a los diputados del PSOE, a sentarse justo enfrente, es que enfrente existía el mismo paquete de intereses. Sólo que lo encarnaban personas diferentes. Pero los intereses eran los mismos: pelotazos inmobiliarios para los próximos cuatro años, recalificaciones de terrenos sobre los que se construirían viviendas vendidas a precio de oro y calidad de mierda. Fíjense hasta que punto el mundo de lo inmobiliario condiciona la vida política de nuestro país que, a pesar de los graves desajustes sociales que ha generado el encarecimiento artificial del precio de la vivienda, ningún gobierno se ha preocupado lo más mínimo de contener los precios, para mayor gloria y lucro del sector inmobiliario. Ni el PP, ni el PSOE, ni CiU, ni el PNV. Nunca, jamás. Y nunca lo harán a pesar de que fenómenos tan graves como el descenso de la natalidad, la edad en la que los jóvenes forman pareja, e incluso la salud mental de muchos y la situación de inseguridad personal, dependen de la imposibilidad de acceder a una vivienda digna o bien a las preocupaciones generadas por el pago de las hipotecas. Y estos fenómenos pesan como una losa sobre la sociedad española. ¿Díganme si la “banda de los cuatro” ha hecho algo para aliviar la presión inmobiliaria que sufre la sociedad española? ¿díganme incluso si la “banda de los cuatro” ha mostrado interés en resolver el tema más allá de cuatro bobadas incluidas en los programas electorales que se colocan en el baúl de los recuerdos cuando empieza la “jornada de reflexión”?

Cuando los intereses económicos –es decir, los de parte- se imponen sobre los intereses políticos –los de la comunidad- aparece el pensamiento único. No se trata de un fenómeno que vivamos exclusivamente en nuestro país, por que los detentadores del capital sean aquí más rapaces y los políticos tengan menos personalidad y estén más dispuestos a comer de la mano de aquellos, el problema es mundial. Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, publicó un artículo en el que definía las pautas globales por las que discurre el pensamiento único y sus principales argumentos. Para Ramonet, existe pensamiento único por que existe:
  • La primacía de lo económico sobre lo político. Se coloca a la economía en el puesto de mando; una economía, desde luego, liberada de la subirdinación a la utilidad social.
  • El mercado, cuya mano invisible corrige las asperezas y disfunciones del capitalismo, y muy especialmente los mercados financieros, cuyos signos orientan y determinan el movimiento general de la economía.
  • La competencia y la competitividad, que estimulan y dinamizan a las empresas llevándolas a una permanente y benéfica modernización.
  • El libre intercambio sin límites, factor de desarrollo ininterrumpido del comercio y, por consiguiente, de la sociedad.
  • La mundialización, tanto de la producción manufacturera como de los flujos financieros.
  • La división internacional del trabajo, que modera las reivindicaciones sindicales y abarata los costes salariales.
  • La moneda fuerte, tenida como factor de estabilización.
  • La desreglamentación, la privatización, la liberalización.
  • Cada vez menos estado y un arbitraje constante en favor de los ingresos del capital en detrimento de los del trabajo.
  • Indiferencia con respecto al costo ecológico”.
Estos puntos definidos constituyen una ideología cerrada que es compartida por los grandes gestores del capital mundial. No es la única forma de concebir la política o la economía, existen otras, por supuesto, pero si es la única aceptable por los gestores de las grandes acumulaciones de dinero. Dado que la democracia se ha deslizado en la senda de la plutocracia, los gestores de la política, siguen las orientaciones de los gestores del capital, con fidelidad perruna. No es que los grandes líderes políticos sean comprados al peso como los dos ínclitos diputadillos de la Asamblea de Madrid, es que opinan que el pensamiento único es el único pensamiento que les permitirá gestionan los asuntos de la cosa pública sin tener que realizar “saltos al vacío” de problemático aterrizaje. Como si fuera un salto al vacío empezar poniendo en cintura a unos cuantos especuladores y acabando poniendo límites a la globalización... Antes se decía: “Dime como pensáis y os diré como sois”, ahora es mucho más claro plantear las cosas de otra manera: “Dime como vives y te diré como piensas”, que incluso podría formularse así: “Dime como aspiras a vivir y te diré en lo que estás pensando”. Porque si aspiras simplemente a vivir dignamente, tu pensamiento puede ser libre. Pero si aspiras a forrarte, a tener lujo extremo, dinero ilimitado y poder absoluto, entones, amigo, tu lo que eres es un conspicuo defensor del “pensamiento único”, por que tus ideales de vida, por desmesurados y enfermizos que sean, para ser realizados precisan insertarte en los mecanismos del “pensamiento único”. La ideología sirve para explicar las conductas sociales: la ideología del pensamiento único explica el comportamiento de los plutócratas y establece las leyes por las que se encarrila la partidocracia.
Salvo la civilización clásica -excepcionalmente democrática la griega y excepcionalmente pragmática la romana- en todas las épocas ha existido algún tiempo de pensamiento único formado por “verdades de obligada creencia e inexorable cumplimiento”. Que se lo pregunten a los herejes medievales o a los que osaron criticar a las monarquías. Habitualmente estas creencias estaban presentadas con formato religioso. Salir fuera de este sistema de creencias suponía adentrarse en la peligrosa senda de la disidencia al final de la cual muy bien podía elegir entre la hoguera, la tortura, la decapitación o el ahorcamiento. En este terreno hemos avanzado algo: en caso de disidencia se nos ahorra la posibilidad de muerte violenta a cambio de sufrir un doloroso exilio interior. Para que luego digan que la humanidad no progresa a base de patadas en el culo.
A partir del XVII, se demostró que la mente humana podía alumbrar un pensamiento multiforme y que existían distintas formas de conocer, interpretar y formar la realidad. Aparecen las ideologías. El monoteísmo hasta ese momento piedra angular de la civilización cristiana, se parte en tantos ismos como personas son capaces de alumbrarlos. Ya no existe la “verdad única”, sino el pensamiento múltiple. Qué gran momento. Por que el problema durante unos siglos fue que era posible pensar cualquier cosa y actuar en consecuencia –jugándosela más o menos, eso sí- pero no todos estaban dispuestos a ejercer la “funesta manía de pensar”. Walter Lippman lo entendió así y sistematizó una clasificación de la sociedad en dos grupos: los que asumían un papel activo en la administración y el gobierno y el “rebaño desconcertado”. A los primeros se accede sirviendo a los poderosos y asumiendo las doctrinas que mejor sirven a los intereses de estos. Los segundos bastante tienen con ser estúpidos y no comprender nada de lo que es relevante (es decir, los intereses de los poderosos). Me gusta pensar que usted y yo, amigo lector, pertenecemos a lo que Lippman llamó el “rebaño desconcertado”. Eso demuestra que usted y yo tenemos problemas para salir del día a día; pero lo que Lippman no dice –probablemente por que le abochorna- es que a nosotros aún nos queda dignidad. El papel atribuido por Lippman al “rebaño” es de meros espectadores pasivos. Se les da una libertad, la de votar una vez cada cuatro años; bien, que voten; es mejor votar que no votar, no neguemos esta conquista democrática. Sólo que no hay a quien votar. O mejor sí, hay una única opción, dado que los programas oscilan entre dos o tres gamas de blanco, sin apenas matices. ¡Qué importa a quien se vote! En realidad todos los partidos tienen a bien decepcionar al electorado e incumplir sus promesas, así que no es raro que el voto se entregue al azar o bien que el elector permanezca en su casa el día de las elecciones o busque las playas bajo las urnas.
Para Lippman, lo esencial era que el “rebaño” jamás pudiera acceder a los mecanismos de poder. Dios sabe lo que podrían hacer allí. Incluso podrían tener la peregrina idea de limitar los beneficios del capital, poner en cintura a los especuladores y distribuir –maldición- la riqueza. Tamaña irresponsabilidad debía vedarse a aquellos a los que no se atribuía otro mérito más que el de primates desarrollados capaces sólo de colocar un voto en una urna para apoyar las opciones mayoritarias. Como usted y como yo, oiga. Y no sólo eso, sino que se trata de que el “rebaño” jamás pueda acceder a la política. Y si lo hace, por ventura, deberá ser cuando haya asumido hasta el tuétano el pensamiento único. Entonces entrará en la “élite”. Si no accede a eso, pesará sobre él eternamente la “maldición mediática” que jamás le dará acceso a los engranajes del poder, aun contando con un apoyo electoral sustancial. No les vamos a dar nombres, pero ¿no advierten ustedes a determinados políticos españoles y europeos que, sin ser peligrosos, sin haber protagonizado episodios golpistas o dictatoriales, son tratados como si fueran ogros por los grandes gigantes mediáticos? ¿saben por qué? Tiene opinión propia. Generalmente están situados en las posiciones alejadas del centro geométrico del sistema. No, no son extremistas, aceptan las legislaciones vigentes y los ordenamientos constitucionales, pero, ahí están, atacados por casi todos. Dos ejemplo de uno u otro lado: en España, Izquierda Unida. A los políticos del PP se les llena la boca cuando aluden a ellos diciendo “son comunistas” que equivale a decir: son los lobos que acechan al rebaño. Las alarmas que suenan cuando realizan alguna declaración no tienen nada que ver con su “peligrosidad” real. Otro ejemplo, de otro lado y de otro país: Jean Marie Le Pen, 18% de votos en las presidenciales del 2002, segundo partido de Francia; en algunas regiones, el primero. Un apestado. En las regionales del 2004 puede superar la barrera del 20% de votos. Un grupo peligroso. No duda en declararse contra la “mundialización” (la globalización en la jerga lepenista). Desequilibra el sistema de partidos. Mal asunto. Ni él ni su partido son golpistas, ni adoptan posiciones antidemocráticas; son simplemente, “otra opción”. La “élite” tiene la presunción de que no se trata de una opción reductible y, por tanto, procura aislarla. En 2002, una coalición contra natura formada desde los trotskystas de la LCR hasta los monárquicos de la Nueva Acción Francesa, apoyaron la candidatura de Chirac frente a Le Pen. Probablemente el día en que Le Pen siga el camino de Gianfranco Fini y diga –como ha dicho Fini- “soy conservador, pro-americano y atlantista”, ese día sea reconocido como un político que tiene detrás a la quinta parte del electorado francés.
Y es que el papel de la “élite” es fundamental en todo este entramado. La función de la “élite” es lograr el encarrilamiento del “rebaño” por unos cauces prestablecidos (los partidos mayoritarios). Y esto se consigue mediante un gigantesco aparato mediático que vale más por lo que calla que por lo que dice y cuyas grandes concentraciones no son más que los perros pastor utilizados por la “élite”. Dado que son incapaces de entender qué es lo que les conviene, serán guiados hacia las opciones que si lo saben. La “élite” del capital, los pastores, las grandes concentraciones mediáticas, los perros-pastores, conducen al rebaño paciente y resignado, orientan su intención de voto, sus ideales, sus aspiraciones y frecuentemente sus espejismos.
Las luchas entre partidos, aburridas, sosas, vacías y previsibles, con las que nos obsequian todos los días los medios de comunicación –como si a los mismos profesionales de la información no les aburrieran los mismos personajes repitiendo diariamente los mismos mensaje, los mismos conceptos y con las mismas formas- no son más que el reflejo de una situación de hecho: vivimos, de facto, en un régimen de partido único, en el que las opciones mayoritarias son similares y apenas existen posibilidades de salir de la dirección por la que pastores y perros pastores conducen al rebaño.

Repetimos la conclusión: vivimos en un régimen en la práctica muy similar a un régimen de partido único. Este partido tiene distintas sensibilidades y tendencias, pero todas ellas están de acuerdo en lo esencial. Lo que les liga a cada una de las partes de la “banda de los cuatro”, es mucho más de lo que les separa. El gran problema radica en que, muy frecuentemente, el partido único termina desembocando en situaciones dictatoriales. Afortunadamente la Vieja Europa -así con mayúsculas en señal de orgullo y desafío- la Vieja Europa, decimos, tiene un sentimiento muy real de lo que es la libertad. No hay que olvidar que la cuna de la Vieja Europa es el mundo clásico y que la democracia nació sobre el sagrado suelo de Grecia. Por otra parte, aquí en Europa hemos sufrido tantas situaciones de opresión y falta de libertades que reconocemos muy bien lo que implica la privación de derechos. Pero la democracia americana ha seguido otro proceso.

Efectivamente, es allí en donde tienen sus orígenes las nuevas democracias, pero es también allí en donde el proceso que estamos describiendo está llegando a sus últimas consecuencias. Basta leer los escritos de Noam Chomsky para advertir que ya se ha llegado a una etapa que en la Vieja Europa dista mucho de alcanzarse: la dictadura. EEUU tiene hoy la apariencia de una democracia, se dan una serie de estándares democráticos, condiciones imprescindibles para la homologación... pero basta rascar en la superficie para entrever los aspectos mas cínicos y siniestros de la democracia americana. Una democracia que ya no es tal, sino que se ha transformado en una plutocracia dominada por el pensamiento único y caída en manos de una dictadura ejercida por los responsables del complejo militar-petrolero-industrial, los gestores del capital, con la ayuda o aquiescencia de una banda de lunáticos religiosos. Esto sin olvidar que la democracia americana interesa tan poco que más del 50% del electorado no vota. Quien gobierna no es avalado por una mayoría de votos, sino por una minoría mayoritaria, lo que equivale a decir, que gobierna sin apoyo social suficiente como para que alcanzar una legitimidad representativa. 

Walter Lippman, mencionado antes, no era un cualquiera. Había conocido de cerca la gestión de casi una docena de presidentes de los EEUU. Sabía de lo que hablaba cuando aludía al a “élite” y al “rebaño”. Y, en tanto que comunicador, era perfectamente consciente sobre cuando se inducía en el electorado una sugestión falsa a fin de orientar su voluntad. George W. Bush no ha sido el primero en generar el miedo entre su propio pueblo para conseguir que aceptase las más locas aventuras en política exterior. El proceso ya lo intentó Randolh Hearst cuando arremetió contra España desatando una campaña mediática sin precedentes con los medios de la época, para que EEUU nos declarara la guerra apoyado por su población. Cuba, Puerto Rico y Filipinas bien valían la vida de los desgraciados marinos del Maine. ¿Saben ustedes que el yate particular de Randolph Hearst atracó unos días antes de la explosión justo al lado del Maine? Créanme, aquello olía tan mal como el atentado contra las Torres Gemelas o el ataque a Pearl Harbour. Woodrow Wilson desató primero, a través de los medios, una campaña de odio hacia Alemania en 1916, irracional y tendenciosa, por lo demás repleta de falsa rumorología creada ad hoc, hasta que finalmente la opinión pública aceptó la intervención americana en la Primera Guerra Mundial. ¿Y antes? Se acuerdan ustedes de aquella inolvidable película “El Alamo”. “El Alamo” existió, su caída en manos de los mexicanos del general Santana fue la excusa para que EEUU invadiera México y se apropiara de una tercera parte de su territorio. ¿Saben ustedes que el grueso de las tropas americanas estaban situadas a menos de una jornada de El Alamo y podían haber liberado a los sitiados? Pero los muertos rinden frecuentemente más beneficios políticos que los vivos, y la anexión de parte del territorio mexicano no hubiera sido posible con David Crocket y sus compañeros gozando de buena salud en las playas de Miami o en los campos de algodón de Luisiana. La intervención gracias a la cual EEUU se apropió de la mitad de México, se realizó con el patriótico grito de “Vengad El Alamo”. Y era una falacia. Otro tanto podía decirse del “incidente de Tonkin” que sirvió para justificar el inicio de la guerra del Vietnam aun cuando en Tonkin no hubo ningún incidente, algo reconocido hoy incluso por los periodistas que colaboraron la mistificaron. Como tampoco ha existido armas de destrucción masiva, ni armas químicas en Irak, ni Saddam tenía nada que ver con Al Qaeda, ni probablemente Al Qaeda exista en estos momentos. Lo que si han existido son las invasiones de Irak y Afganistán para mayor gloria de los magnates del complejo militar-petrolero-industrial y algún colgado religioso.

Una nación formada por granjeros y colonos puritanos cerrada habitualmente en sí misma, difícilmente podía alumbrar todas esas aventuras “imperiales”. Pero es que antes –cuando nos hemos referido al origen de las democracias modernas- nos faltaba introducir un elemento que derivaba directamente del pensamiento mágico-religioso: el mesianismo. Ahora, gracias a Lippman, podemos hacerlo.

Por que el “rebaño” norteamericano tiene unas características completamente diferentes a la “élite” del poder. Mientras el “rebaño” conserva aquellos rasgos del puritanismo anglosajón del XVII, el “vive y deja vivir”, con su particular aislacionismo, con su desinterés hacia todo lo que no sea inmediatista, celoso de su libertad, frecuentemente miope y simplista, se formó un núcleo destacado que culminó en la configuración de esa “élite”. Existió un consenso en que la Declaración de Independencia y la Constitución eran los documentos fundamentales... sólo que cada cual la interpretaba a su manera. El granjero difícilmente podía hacer la misma lectura que el plutócrata forrado que aspiraba a horizontes más amplios. Ahora bien, ¿de dónde extraía el plutócrata sus fundamentos ideológicos? Del arsenal mágico-religioso. Es, a partir de este arsenal, que aparece la idea de “EEUU como nación elegida por Dios”. A fuerza de haber leído una y otra vez la Biblia y haberla interpretado de manera literal, la “élite” tuvo la osadía de pensar que el mítico “pueblo elegido” del Antiguo Testamento, tenía su equivalente en el no menos mítico “pueblo elegido” de la modernidad: ellos, los EEUU de América. 

Esta doctrina chusca, supersticiosa y subjetiva, se encuentra inherente ya en los primeros momentos de la colonización de Nueva Inglaterra. En realidad, hay que retroceder hasta el clima emotivo de la Europa de finales del siglo XV, para entender cómo irrumpe este mesianismo del que EEUU son hoy la quintaesencia por obra y gracia de su “élite”.

A partir de finales del siglo XV y hasta el XVII un impulso mesiánico recorrió Europa. Un marinero de origen brumoso, Cristóbal Colón, fue de los primeros en sentir este impulso. Beneficiándose del hallazgo de mapas antiguos (el de Toscanelli) y de las confidencias de viejos marineros, Colón adquirió la seguridad de la existencia de un continente que todavía no conocía el mensaje de Jesucristo. Esa tierra debía ser el "paraíso perdido" del que se hablaba en círculos escatológicos y milenristas y era allí donde Colón pensaba que era preciso encontrar un "espacio nuevo" para la propagación de los Evangelios. Esto implicaba la conversión de los paganos que se encontraran en aquellas tierras. Su descubrimiento "traerá pareja la salvación de tantos pueblos entregados hasta ahora a la perdición", escribió a los Reyes Católicos. Así el anticristo sería vencido definitivamente en el "nuevo mundo" y esto implicaría el inicio del Apocalipsis, es decir, el proceso de renovación del mundo. Cuando Colón llegó a las Antillas creyó que había llegado al Edén. Estaba persuadido que la corriente del Golfo estaba formada por el remolino creado por los míticos "4 ríos del Paraíso". Llegó a escribir: "Dios me ha hecho mensajero de un nuevo cielo y de una nueva tierra, de la que había hablado en el Apocalipsis San Juan, después de haberme hablado por boca de Isaías y El me ha indicado el lugar para encontrarlo". En 1494 cuando Colón llega a Jamaica identifica el lugar como el “reino de Saba”, país de la reina amante de Salomón y lugar mítico de origen de los Reyes Magos. En la desembocadura del Jaina en la Isla Española creerá haber descubierto el río Ofis, donde Salomón se aprovisionaría de oro. En 1489, hallándose en Jaén, escribe que la décima parte de los beneficios que se obtuvieran de la colonización del Nuevo Mundo serían destinados a organizar una nueva cruzada. Este deseo no era banal: la liberación de los Santos Lugares era uno de los signos inequívocos del fin de los tiempos y de la renovación del Cosmos. Se conoce la extraña firma de Colón en la que incluía un anagrama que nadie ha conseguido desentrañar. Frecuentemente se ha dicho que era la latinización de su nombre, derivado del griego: Cristóbal deriva, efectivamente de Cristóforo, "el que lleva a Cristo". Pero esta frase en latín es "Christum Ferens" y Colón escribe algo bien diferente y significativo: "Christo Ferens": "el que lleva para Cristo". 

El mesianismo no abarcaba sólo al mundo cristiano de la época. Los judíos tuvieron varios presuntos mesías en aquella época y en el 1503, Isaac Alrabanel anunció el inicio de la "era mesiánica"; en Europa Central y en el mundo anglo-sajón se tenía la misma sensación de una próxima renovación del cosmos que pasaba por el retorno a los orígenes y el comienzo de una nueva historia sagrada. Fue en este ambiente en el que larvaron los fermentos de la Reforma y de la escisión anglicana.

En 1623, Sin Francis Bacon publicó un relato novelado que tendría gran influencia en la formación de un estado de ánimo favorable a la colonización del Nuevo Mundo. En efecto, "The New Atlantis" relata la aventura de una familia de navegantes a la que vientos adversos desplazan de su ruta y hacen recalar en una isla gobernada por filósofos-científicos. El libro, de pocas páginas, está escrito en un lenguaje escatológico, con citas frecuentes a los Evangelios. En "The New Atlantis" describe una sociedad secreta llamada "Orden del Templo de Salomón" situada en la cúspide jerárquica de su Estado ideal. En la portada de su libro, Bacon incluye una filacteria con la leyenda "Tempora patet occulta Veritas", "con el tiempo aparecerá la verdad oculta", alusión a las manifestaciones periódicas de la Rosa Cruz. Bacon se dedicó a la actividad política y fue miembro de la Cámara de los Comunes. En su puesto de Canciller consiguió que se promulgaran leyes que protegieran a los colonos. Con su libro quiso conjugar distintos niveles de necesidad: de un lado, impulsar la colonización del Nuevo Mundo para contrarrestar el formidable impulso de los navegantes españoles; de otro, definir la sociedad ideal, profundamente democrática y basada en principios espirituales. Es a partir de la publicación de "The New Atlantis" que la colonización inglesa cobra un impulso definitivo y los peregrinos del "Mayflower" (1620) se ven definitivamente reforzados.

Los primeros ingleses en el Nuevo Mundo se consideraban predestinados; consideraban a Europa excesivamente decadente como para que la "Reforma" pudiera tener éxito; era preciso, pues, alcanzar un nuevo mundo y en él, hacer tabla rasa, partir de cero. El signo más claro de que la divinidad había elegido aquella tierra para una "segunda venida de Cristo" era que hasta ese momento había permanecido velada a los ojos de los hombres. Con el "Mayflower" llegaron los "Padres Peregrinos" y con ellos la imprenta y el puritanismo. Su visión teológica veía en la aventura hacia el oeste (realizada en dos fases: de Europa a América y de la Costa Este a la "nueva frontera") representaba la trayectoria de la verdadera sabiduría ¿acaso no había seguido el cristianismo la misma ruta: de Jerusalén a Roma? Según esta concepción, que tuvo gran éxito entre los teólogos protestantes del siglo XVII, la marcha hacia el Oeste representaba una progresión y un perfeccionamiento moral. Veamos algunos ejemplos: la fundación de Massachusets contribuye a inaugurar un espacio en el que "el Señor creará un nuevo cielo y una nueva tierra"; los fundadores de Maryland están convencidos, como Colón al llegar a las Antillas, de que aquel lugar es el Paraíso descrito por el Génesis; otros, aprovechando el hecho de que Georgia se encontraba en el mismo paralelo que Palestina, vieron allí el lugar elegido. Esta idea mantuvo su vigor hasta finales del siglo XIX. Los fanáticos puritanos que colonizaron el Far-West se pusieron en marcha para abrir una "nueva frontera" deseosos de purgar sus pecados. Para ellos, los desiertos, los indios y los peligros que les acechaban eran la plasmación material de los poderes demoníacos. Sus sufrimientos eran el camino para su purificación y ésta el camino necesario para llegar a la "Tierra Prometida". 

Fue así como cobró forma, poco a poco, lo que hoy se conoce como "american way of life", el estilo de vida americano. La "Tierra Prometida" sólo podía alcanzarse a través del sufrimiento y el trabajo. Persistir en esa línea llevaría gradualmente a un progreso indefinido cuya meta era la reconstrucción del Paraíso originario. Cuando, los impulsos religiosos iniciales se atenuaron, persistió la idea de progreso indefinido y de trabajo. El arraigo del calvinismo en EEUU fue inmediato; para esta doctrina la fortuna y el éxito constituían el signo inequívoco con el que la divinidad marcaba a los elegidos. El justo era el multimillonario, el paria, en su miseria era culpable contra la ley de Dios. Tales conceptos no podían sino terminar por hacer de los colonos algo radicalmente diferente a la Metrópoli. Como siempre el problema teológico consistió en explicar como el mal había aparecido en el Nuevo Mundo considerado como reedición del Paraíso, sino como el Paraíso mismo. La explicación, de un maniqueismo exasperante, relacionaba la entrada del mal el América con la presencia de colonos católicos, franceses y españoles, fundamentalmente. Eran ellos quienes habían armado a los indígenas o les habían incrustado sus malos hábitos. Eran ellos los que “habían traído el anticristo a América”. Los "padres peregrinos" debían alzar un muro contra la maldad: debían terminar la historia y comenzar algo nuevo.

Es desde este punto de vista que puede entenderse la inclusión del adjetivo "New" en buena parte de sus fundaciones: "Nueva York", "Nueva Inglaterra", "Nueva Haven", "Nueva Escocia", etc. Esto no era sino la traslación de un impulso interior bien arraigado en la mentalidad de los colonos: se trataba de renovar el mundo. Luego, cuando cedió el impulso religioso originario, al secularizarse el ideal escatológico, tomó forma la idea de progreso indefinido y juventud. El slogan psicológico asociado a la sociedad americana de este siglo es "el país en donde cualquiera puede llegar a Presidente" ¿acaso Harry S. Truman no era un vendedor de camisas? ¿y Clinton? ¿no es un hijo de honestos burgueses medios? En cuanto a Bush demuestra que incluso un ex alcohólico puede ser presidente, algo que ya se intuía desde Ulises S. Grant.
Creemos haber realizado una génesis limitada pero suficiente a efectos del presente trabajo sobre la desvinculación entre el “rebaño” y la “élite”, entre la democracia y la dictadura. 

En la última década, Internet se ha configurado como una extraordinaria herramienta de difusión de ideas e informaciones. Demasiado buena puesto que estaba al alcance del “rebaño” y algunos de sus unidades se obstinaban todavía en practicar la “funesta manía de pensar”. Era preciso establecer cierto control en Internet para evitar sobresaltos. Para la Administración americana los atentados del 11-S fueron “providenciales”. Entre otras cosas para reforzar el sistema de intervención de las comunicaciones ya existente (la red Echelon) y para disponer de libre acceso a los servidores de Internet instalados sobre territorio de los Estados Unidos, esto es a la privacidad de los usuarios. Aparte de estas medidas, desde el 11-S de 2001, la Administración americana ha ido reforzando las leyes que limitaban las libertades públicas siempre utilizando el miedo como argumento. En el momento de escribir estas líneas, se ha hecho público que todos los turistas que visiten EEUU serán fichados como se hace con los simples delincuentes. Esto no es sólo una indignidad... es una medida inútil. El “Acta Patriótica” sanciona la renuncia a derechos y libertades en caso de “terrorismo”, vaga amenaza que puede suscitarse a voluntad y según las necesidades. De hecho, la Administración americana, desde el 11-S de 2001 ha alertado a la población sobre la “inminencia” de “ataques terroristas” un promedio de dos veces al mes. El resultado ha sido un “rebaño” atemorizado que se siente amenazado y corre a refugiarse en torno al pastor en sustitución del Capitán América. Y éste le dice lo que hay que hacer para garantizar al seguridad: invadir Afganistán, invadir Irak, y Dios sabe que vendrá a continuación. El miedo, siempre el miedo, generado artificialmente, tomando como base algún acontecimiento real, puntual pero real, que se descontextualiza y se eleva a la categoría universal: “si una vez nos han atacado, es que somos vulnerables, luego tenemos que estar siempre prevenidos por que siempre nos pueden atacar, y por tanto, debemos renunciar a nuestros derechos y libertades precisamente para conservar nuestros derechos y libertades. El camino hacia la seguridad precisa algunas renuncias. Tu libertad, por ejemplo”.
Tal es la argumentación de todas las dictaduras que en el mundo han sido para lanzar las libertades a la trituradora de residuos. La matriz democrática del sistema americano, no debe hacernos olvidar que, ya desde los orígenes, existía, en tanto existía una matriz mágico-religiosa, un deslizamiento de la democracia americana hacia la división social entre los “sacerdotes” y la “grey”, entre los “pastores” y el “rebaño”. Los primeros sabían lo que convenía, los segundos debían aceptarlo, por su bien. Poco a poco, este sistema se fue endureciendo, a medida que el desarrollo de los medios de comunicación se intensificaba. Hoy, en EEUU se está a punto de franquear el límite entre la democracia y la dictadura. La democracia americana presenta ya muchos rasgos de dictadura y retiene solamente las formas de la democracia. Pero de esto ya queda muy poco.
En la Vieja Europa el proceso no es el mismo a pesar de que algunos pequeños imitadores hayan querido circular por la misma senda. Resulta inevitable aludir a José María Aznar que, por algún motivo que resulta desconocido para el común de los mortales e incluso para la dirección de su propio partido, en los tres últimos años de su gobierno, ha dado la sensación, pura y simplemente, de que George W. Bush, la había sorbido el cerebro. ¿Se acuerdan de aquel episodio en el que Aznar se permitió competir con Bush en materia deportiva? Que si uno corría a tanto tiempo el kilómetro, que si el otro tenía más fondo, todos con los pies encima de la mesa. Allí ocurrió algo. Fue acaso el flechazo. Quizás Aznar precisaba de un padre protector. Se gustaron mutuamente: el chico español que no planteaba problemas y el texano que “sabía lo que había que hacer” en cada momento y cuyo hermano ofrecía “beneficios inimaginables”. El resultado fue que, desde entonces la política exterior española va a remolque de la política exterior americana y sigue de forma impenitente hacia el Oeste, mientras que Europa se encuentra hacia el Este. En sus tres últimos años de gobierno, la política exterior del gobierno, manifiestamente entregada a una incompetente cuyo nombre no queremos ni pronunciar, solamente ha beneficiado a los intereses de la política exterior americana, no, desde luego, a los de España, ni a los de la Unión Europea a la que pertenecemos y a la que Aznar debe en buena medida el equilibrio presupuestario. 

Aznar ha seguido el mismo trayecto que Bush. Sólo que las copias resultan inevitablemente más modestas que los originales. Y por lo demás, esto es Europa. La Vieja Europa. Aznar, remedando la “Acta Patriótica” ha dictado leyes superfluas para penalizar a elementos (Herri Batasuna, Ibarreche) que podrían muy bien pechado con el peso de leyes preexistentes. Aznar ha judicializado en buena medida la vida política española, sin necesidad. Cuando desde el Pentágono se teorizaba sobre el “ataque preventivo”, Aznar imponía una “revisión de la defensa” encarrilándola en la misma línea. Si “carnicero Bush” justificaba masacrar a Irak por la sospecha (inicialmente era certidumbre, luego incluso la misma sospecha se desmintió) de que existían armas de destrucción masiva y era refugio del “terrorismo internacional”, Aznar y sus pocos corifeos (con Pedro de Arístegui a la cabeza) repetían las mismas frases, con la misma entonación chicana si se lo pedían, y, acaso, con mayor convicción incluso que el original. Todo esto resulta extremadamente penoso y desagradable, pero indica una línea de tendencia: es imposible desvincular todos estos episodios de lo que ha pasado en la democracia americana. Y la realidad es que allí se ha producido un tránsito de la democracia formal a la dictadura encubierta. Y en eso están. Líbrenos el que corresponda de semejantes retrocesos en la rueda de la historia.

Pero aún podríamos añadir una última degeneración democrática que cabalga de forma desbocada sobre las cuatro anteriores –partidocracia, plutocracia, partido único y riesgo de dictadura-; es la demagogia. 

Me molesta la demagogia. Espero que a ustedes también les moleste. Un demagogo es un listillo que cree que todo su auditorio es tonto de baba. Lo cual en ocasiones es una visión extrema, pero no alejada completamente de la realidad. Más que tontos de baba, cabría aludir a la “ausencia de espíritu crítico”. En las escuelas se enseña poco. Cuando yo estudiaba, solamente en sexto de bachillerato existía una asignatura que se llamaba “Filosofía” y dentro de la misma, durante un mes se estudiaba algo que se llamaba “Lógica”. Lo que hube que aprender luego es que la lógica se podía aplicar incluso –miren ustedes- a la vida cotidiana. Supe luego que lo lógico es lo racional y lo racional es lo razonable. Lo razonable es la contrapartida del pensamiento mágico-religioso sobre cuyos excesos estoy alertando desde el principio. Un pueblo con capacidad crítica, tiene a bien dar una patada en el trasero a quien le viene vendiendo demagogia. Eso no ocurre habitualmente; hoy la educación no tiende a valorar precisamente el desarrollo de la capacidad crítica entre el alumnado. De existir un razonable nivel de capacidad crítica capaz de superponerse a la emotividad y a la irracionalidad, otro gallo nos cantara y entonces si que la Utopía sería posible a la voz de ya. Más o menos.
La demagogia nos sitúa en el santo de los santos rituales democráticos: las campañas electorales. Una campaña electoral sin sobredosis de demagogia de uno y otro lado, es como un jardín sin flores. La demagogia es al político, lo que el valor al soldado. Se le supone. A unos se les nota más y a otros menos, unos son mas pulcros y otros más destartalados en este circo, pero la demagogia está presente en todos los ángulos del espectro político. Vale la pena recordar qué es demagogia y por qué aparece inevitablemente en los procesos electorales.
Se suele definir al demagogo como un político sin escrúpulos que, en beneficio propio, es capaz de conducir al pueblo a tomar decisiones descabelladas. No es exactamente así. Al menos hoy. Un demagogo es aquel que promete al pueblo –habitualmente en el curso de una campaña electoral- aquello que el pueblo –o una parte del mismo- quiere oír, a fin de capturar su voto y utilizarlo –eso sí- en beneficio propio.
Los demagogos son capaces de las promesas más peligrosas para encaramarse al poder o para mantenerse en él. O simplemente para desprestigiar al adversario. Para ser un buen demagogo es preciso ser un conocedor de los bajos instintos de la población. Un demagogo jamás se dirigirá a la razón sino a las vísceras. Y siempre en beneficio propio. En las campañas electorales, el recurso a la demagogia es universal. Hay ocasiones en que los razonamientos de nuestros políticos son simplemente un insulto, para la inteligencia en primer lugar, para nuestra dignidad a continuación, para la política finalmente. Nos consideran a todos con el encefalograma plano y la neurona atrofiada. En realidad se basan todos en la “psicología de masas” desarrollada a finales del siglo XIX por Gustav Le Bon. Vale la pena releer a Le Bon por que ahí está todo lo que merece saberse sobre las masas. A ciento y pico años de la edición de sus obras, Le Bon conserva toda su autoridad. No nos engañemos, odiaba la demagogia y precisamente por ello le sorprendía que la demagogia estuviera presente en todas las competiciones políticas. Así que decidió entender por qué. Llegó a conclusiones que tienen hoy plena vigencia. Entre esto y la distinción orteguiana de “masa” y “pueblo” y la necesidad de “vertebrar” a la “masa” para que alcance el estadio de “pueblo”, puede comprenderse qué es lo que está ocurriendo.

Decía Le Bon que las masas son más simples que el mecanismo de un botijo. Así de sencillo. A las masas no les puedes ir con razonamientos complejos, ni con silogismos lógicos perfectamente encadenados e implacables. Debes ir a ella con explicaciones simplistas pero con la fuerza del impacto emocional. No puedes apelar a la inteligencia sino –lo hemos dicho- a las vísceras. No puedes difundir muchas ideas, sino unas pocas, y desde luego, nunca complejas. Así y sólo así, calan en el cerebro de las masas. 

Y para que calen es preciso un físico: no puede ser excesivamente desagradable. Sócrates, con su fealdad, hoy no se comería un colín. Es preciso que la imagen –el look- sintonice con los estándares medios de “agradabilidad” que tienen las masas. Poco importa que algunos candidatos parezcan demasiado jóvenes (Felipe), se les pintan canas y aviados. O que otros puedan parecer muy maduros (Aznar), se les cubren las canas y en paz. Así de simple. ¿Que la pana resulta demasiado juvenil e inspira poca confianza? Cúbrase la desnudez del candidato con un Armani. ¿Que el tipo fuma como un carretero? Que no lo haga en público que la pifiamos. ¿Qué no liga ni con cola o simplemente es gay? Se le monta un ligue con cualquier actriz de segunda. Y todo así. Imagen, “look”, reflejo prefabricado de la propia personalidad que muy poco –o nada- tiene que ver con la realidad. 

Le Bon estableció que una masa reunida no tiene como “inteligencia media” el promedio de las inteligencias de sus miembros, sino que se sitúa al nivel más bajo de la inteligencia de los presentes. Esto explica las conductas irracionales de las masas en manifestaciones, espectáculos o motines. Recordó Le Bon que las masas carecen de memoria histórica a pesar de que cada uno de sus miembros la pudieran tener. La masa es, por definición, amorfa y “amasable” como la harina mezclada con agua y levadura en manos del panadero. La masa es el “rebaño”, recuerdan. 

Contra más primitiva es una masa, más manipulable se muestra. Contra más necesidades y terrores tiene, más se pliega a los demagogos. Contra más preocupaciones tiene más se entrega a los que le prometen salvación, redención y paraíso edénico. Nuevamente, el pensamiento mágico-religioso se nos ha colado por la ventada. 

Nuestra época es la época de las masas. La explosión demográfica que se produjo en Europa a finales del XVIII hizo que debieran cambiar los sistemas productivos para abastecer el incremento de población. No podemos evitar ser hijos de nuestro tiempo, del período en el que las masas se revuelven y rebelan. Pero, claro, tampoco podemos evitar creer que el sistema democrático podría hacer algo por “vertebrar a las masas”, es decir, hacerlas conscientes de su situación, de su destino y despertar en ellas capacidad crítica. Dar a las masas un rostro, transformarlas en “pueblo”. ¿Hay que pensar que unas masas “vertebradas” aceptarían la demagogia con que son bombardeadas una vez cada cuatro años? Mucho nos tememos que no. Y quienes no parecen tener ninguna duda son los miembros de la “élite”. Viven bien compartiendo aquello de lo que Gustav Le Bon se lamentada en “Psicología de las masas”, a saber, la volubilidad de las mismas, su innata capacidad para ser manipuladas. Una masa que acepta la tele-basura sin romper literalmente la “caja tonta” es, literalmente, el mejor caldo de cultivo para la acción de demagogos del tres al cuarto.

Pues bien, el reconocimiento de que vivimos un período en el que la desvertebración de las masas es la ley, es lo que degrada definitivamente el sistema democrático. Por que para optar hay que tener entendimiento y capacidad para hacerlo, buen juicio, criterio propio, personalidad, razonamiento justo que son verdaderamente virtudes democráticas sin las cuales la democracia es sólo un simulacro de “gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”. Por que aquí y ahora, hoy, el que gana es el que mejor manipula a las masas. De hecho, el marketing electoral, tomado como algo normal y asumido en democracia, no es más que la técnica de manipulación de masas, con sus reglas y sus leyes, con sus prácticas aconsejables (por odiosas, simplificadoras y embrutecedoras que sean) y sus prácticas eludibles (por razonables, juiciosas y lógicas que sean). Decir la verdad no parece que sea excesivamente favorable en una campaña electoral. La verdad no da votos. La demagogia facilita más réditos electorales. Así que está claro hacia donde se van a orientar las campañas. 

No estamos cuestionando ni la ley del número, ni la democracia formal, lo que estamos es advirtiendo que mientras persista el proceso de aculturización de las masas y la “psicología de masas” enunciada con náusea por Le Bon siga siendo válida, estaremos muy lejos de vivir una democracia que pueda aceptarse sin algún tipo de reservas mentales.
La democracia española ha tenido demasiada demagogia. Empezó prometiéndolo todo y trayendo una devastación económica sin precedentes con inflaciones del 25% anual. Demagogia en todos los terrenos. Desde el “café para todos” autonómico, hasta lo de los “800.000 puestos de trabajo”, o aquel memorable “mili de ocho meses” con que el CDS de Suárez alcanzó su único éxito electoral, demagogia de los que decían “vamos a bajar impuestos”, y una vez en el poder, los subían, demagogia de quienes revivían sus años mozos con el “OTAN, en entrada NO” y luego nos zambullían en el pacto, demagogia de quienes ofrecen “limpieza y honestidad” cuando ellos mismos son el espejo de todas las corrupciones. Y si no, recuerden ustedes la candidatura de “Nuevo Socialista” que se presentó con este o parecido slogan en la campaña electoral de las Autonómicas madrileñas de octubre, sin el más mínimo pudor. Demagogos, en ocasiones bienintencionados como Ruiz Mateos cuyo problema, en el fondo, no era otro que elevar a la categoría de político lo que era un ajuste de cuentas –justificado, y tanto que justificado, a la vista del expolio y del remate del botín- con el PSOE. Demagogia en los programas electorales de la izquierda descalificando a la derecha y demagogia simétrica de la derecha descalificando a la izquierda. ¿No sienten ustedes cierta náusea cuando oyen las previsibles declaraciones de nuestra clase política? Les recomiendo cambien de canal.
Norberto de la Torre, en su trabajo “Tensiones y Transiciones” (situado en Internet, concretamente en http://www.universidadabierta.edu.mx/Biblio/T/Torre%20Norberto-Tensiones%20y%20transiciones.htm, URL no precisamente corta, pero de la que ruega se indique origen, cosa que cumplimos escrupulosa, aunque dificultosamente) escribe: “El demagogo es superficial, sus afirmaciones no van más allá de lo evidente, jamás se preocupa por las consecuencias de sus actos, si algo sale mal siempre podrá encontrar a quien echarle la culpa; es moralista, está convencido de que actúa en el lado del bien y por lo tanto los que no piensan o actúan como él son los malos; es simplista, los problemas se resuelven según su visión y no existen complejidades que le preocupen, todo se arregla con facilidad en cuestión de minutos, para él la sociedad está hecha de buenos y malos y por lo tanto las cosas se arreglan eliminando el mal y esto no tendrá otra consecuencia que acarrear el bien. En términos generales el demagogo imagina el mundo como si fuera un cómic en el que la presencia del superhéroe vuelve todo a su lugar”. No estamos completamente de acuerdo. El texto da que pensar que el demagogo miente, creyendo su mentira. Y no es cierto, habitualmente no cree sus palabras. Ha asumido una lógica y la cumple por que le reporta beneficios; no hace falta que crea en ella. Si creyéramos el planteamiento de Norberto de la Torre, eso implicaría que gente como Alfonso Guerra serían literalmente deficientes mentales si creyeran toda esa fanfarria sobre “la derechona” que indujo a decir a alguno de sus correligionarios que no pasarían “los que querían robar el cortijo del señorito Guerran”. Guerra tiene más cultura y más inteligencia que todo eso. Y otro tanto Gustavo de Arístegui, valedor impenitente de toda esa basura de política intervencionista de Aznar en Irak. Si no creen en los Reyes Magos -y mucho nos presumimos que no creen, ni siquiera en Papa Noel- no pueden creer tampoco en sus palabras. Simplemente las utilizan por que benefician a la opción que han elegido. 

Realizada esta salvedad, nos permitirán que citemos otros tres párrafos de Norberto de la Torre, cuyo contenido compartimos sin fisuras. Dice así: “Frente al pragmatismo imperante y la práctica común de una política efectista que atiende más a resultados electorales, o de dominio, que a la búsqueda de principios o a la reflexión sobre las mejores formas posibles de organización social, se hace impostergable un retorno a la teoría, una recapitulación de lo que los hombres han pensado con respecto a las formas de gobierno, la ética y la política. Las contribuciones con que la ciencia y la tecnología han enriquecido a la sociología, especialmente a la ciencia política, aumentaron notablemente el poder de control de los Estados mediante sofisticados aparatos de dominación tanto económicos, como militares e ideológicos. Sin embargo, el aumento de la eficacia en el control, la concentración del poder, no se apareja con una humanización más cabal sino todo lo contrario: crece la marginación y la pobreza, se destruyen grandes cantidades de recursos no renovables, la riqueza y el poder se concentran de manera brutal en una oligarquía insensible, la demagogia se ha vuelto moneda común en el intercambio político. La sociología se ha enriquecido con el instrumental de la ciencia: matemáticas, estadística, fisiología, electrónica, comunicación, cibernética. Sin embargo, el estado general de explotación, el autoritarismo, el uso de la fuerza contra el débil y el indefenso persisten a pesar de la buena voluntad de los científicos. En aspectos esenciales del desarrollo humano, la solidaridad, la justicia y la equidad, no estamos mejor de lo que estábamos al iniciar el siglo diecinueve”

Llegado a un punto, Norberto de la Torre cita a Alexis de Tocqeville, el cual afirmó en 1840: “La democracia, al otorgar libertad de expresión a los órganos periodísticos, hace posibles las críticas más virulentas, la invención cotidiana de llamamientos aparentemente perturbadores. En ella se exhiben pasiones periodísticas que contrastan con la dignidad de las aristocracias. Los diarios, ávidos de atraer la atención de los lectores, se valen de todos los procedimientos de la provocación y dan a la vida pública una vulgaridad desconocida en las aristocracias. Los gustos destructivos de la prensa debilitan las adhesiones políticas y crean un clima de agitación emocional permanente. Esta agitación no se refiere necesariamente a verdaderos problemas, sino que genera más pasiones ficticias que grandes causas políticas... La vida política no está menos recorrida por sentimientos vivos y cambiantes, ritmados por el calendario electoral... La demagogia alcanza entonces su punto culminante. Para lograr su elección el candidato se pliega a la mayoría de sus electores y corre al encuentro de sus caprichos”. Y luego añade de su puño y letra o de su teclado y sus bytes: “No pretendo con esta larga cita proponer un retorno a la falsa y pomposa dignidad de la aristocracia, lo que me interesa señalar con ella son los vicios de la democracia cuando esta se desvirtúa y se transforma en un mercado de la imagen, en un campo de retórica vacía sin otro propósito que controlar los mecanismos del poder, para entregárselos a una elite que los disfruta en perjuicio del resto de los miembros de la comunidad”.

Más adelante, Norberto de la Torre escribe en el mismo texto unas líneas interesantes: “La encrucijada que enfrenta la sociedad del siglo veintiuno resulta difícil y retadora. No podemos alentar el retorno a etapas anteriores del desarrollo, pero el futuro que parece deparar la vertiginosa carrera del progreso no es precisamente envidiable. Si los caminos no son la marcha atrás ni la persecución irracional de paraísos artificiales, si nuestras respuestas no están en los totalitarismos, la violencia y las actitudes mesiánicas de iluminados y redentores, si tampoco el bienestar físico y el aumento de la riqueza social garantizan soluciones, gracias a la inequidad y el abuso de la fuerza, entonces tendremos que buscarlas en el acuerdo de todos, en la revisión respetuosa de lo que muchos hombres han dicho sobre lo social, y de lo que muchos otros pueden decir en lo futuro. La producción social de sentido requiere de una reorientación en la que participen todos los individuos y culturas que forman la comunidad humana. La democracia puede ser uno de los caminos, pero no aquella que sólo sirve para legitimar un estado de cosas injusto y violento para los más desprotegidos, no la que se infecta con aduladores y demagogos que aprovechan los procesos de decisión social para convertirlos en espectáculo y manipular la buena fe y la ignorancia en su beneficio particular. La democracia que se requiere es la que se pueda construir con el concurso de todos en un plano de igualdad y respeto, una democracia socialista que ponga el acento en el bien de todos y que rechace al imperante individualismo egoísta en esta sociedad determinada por el consumismo y una forma de producción deshumanizada y enajenante”. No tenemos nada que añadir, sino simplemente, dejar constancia de lo escrito por de la Torre en su kilométrica web. Mediten sobre ello, por que lo que nos estamos jugando es nuestro futuro.

IV – LAS CULPAS DEL ELECTOR

Me resulta francamente difícil entender por qué la gente acude a votar a la visto de que el político solamente recurre al elector en vísperas electorales; como si un talante masoquista impregnara al elector que recibe el castigo de la indiferencia por parte del político y le recompensa con el voto cuando toca. Pero el hecho es que la gente acude a votar y mejor que sea así por que es síntoma de que estamos por el buen camino.

Hasta ahora habíamos examinado las culpas del sistema; ciertamente en el último parágrafo del capítulo anterior nos hemos adentrado en un territorio que no compete exclusivamente al sistema. Por que para que haya demagogia es preciso que exista gente que la admita. Si las masas corrieran a gorrazos a los demagogos, estos desistirían de ejercer su arte hipnótico y narcotizante. Pero no, las masas se impregnan de demagogia, como de tele-basura, como de comida-basura o como de modas-basura, etc. es decir,. Se impregnan de política-basura y van y votan. Así que el elector tiene su parte de responsabilidad en la degeneración democrática. Se dirá que es el sistema el que lo aculturiza, si, pero usted y yo, que aún conservamos cierta capacidad crítica, aunque sea a título testimonial, también somos hijos del mismo sistema y de la misma forma que preferimos hacernos una tortilla de patatas, dificultosa y que entraña cierto arte, en lugar de llamar al fast food de la esquina para que nos traigan colesterol a buen precio, también podríamos exigir a otros que se devanaran las neuronas y fueron, como mínimo, un poco más críticos. Esto es, menos merluzos. El elector, admitámoslo, también tiene sus culpas.

Una de las críticas que suelen hacerse a la democracia –yo mismo la compartía hace años- es que el sistema de mayorías tiene en cuenta sólo los factores cuantitativos pero elude los cualitativos. Y me decía: “según la democracia 51 cretinos tienen la razón sobre 49 Premios Nobel, 51 asesinos sobre 49 hombres justos” y así sucesivamente. Caricaturizaba con efectos pedagógicos. Suele dar resultado. Mantenía yo argumentos antidemocráticos como los expuestos, cuando un buen día me di cuenta –fue duro, créanme- que el demagogo era yo. Como lo oyen. Había quemado buena parte de mi vida con ideales antidemocráticos y un buen día, bruscamente, entendí que la democracia que disfrutábamos, si bien no era el sistema perfecto, si al menos permitía razonables niveles de representatividad y de libertad. Así que, mientras no se invente otro, lo absurdo sería renunciar a las mieles democráticas, aunque tengamos que compartir algunas de sus hieles. Yo me había enrocado en una cultura antidemocrática que se basaba en la crítica que los movimientos fascistas –si, lo reconozco y lo asumo como pecadillo de juventud, fui, más o menos, fascista en mis años mozos; a lo hecho, pecho- pero que no conseguía demostrar que aportase algo que verosímilmente superase a la democracia. Lo que les voy a decir puede parecer exagerado y seguramente lo es, pero con fines educativos. Amadeo Bordiga sostenía que la constitución stalinista de la URSS era la más democrática del mundo. En efecto, se aseguraba –sobre el papel costaba poco hacerlo- que el Estado Soviético era el representante de “todos” los ciudadanos. Por que si la democracia era el mando del pueblo, el Estado Soviético garantizaba constitucionalmente que allí no iba a mandar una “parte” del pueblo, sino la “totalidad” del pueblo. De ahí que Bordiga se cebara diciendo que era la más democrática de todo el mundo, pues, en teoría, no excluía a nadie. Esto me recordó una lectua anterior de Julius Evola que criticaba al fascismo y al nacionalsocialismo diciendo que ambos regímenes intentaban presentar todas sus decisiones como aureoladas de la sanción popular: el partido era el representante del “pueblo alemán”, de una parte del mismo, sino de la “totalidad” del pueblo. No recuerdo quien dijo después que, desde el nazismo y el comunismo, todos los regímenes se han considerado “democráticos”, aunque se tratara de las más crueles dictaduras. En efecto, todos ellos presentaban sus decisiones como emanadas de una forma u otra por “el pueblo”. Eran “totalitarios” por que se arrogaban la representación de la “totalidad” de la población.

En realidad, las cosas serían muchos más simples si los partidos políticos aceptaran que solamente son los representantes de sus afiliados y que, ocasionalmente, una vez cada cuatro años, lo son de sus electores. Sería mucho más justo que una “democracia electrónica” pudiera revocar a los dirigentes, inmediatamente y vía Internet, en cuanto estos adoptan medidas que no han sido contempladas en su programa de gobierno o que simplemente repugnasen a quienes los han elegido. Se suele decir que esto imposibilitaría las tareas de gobierno. Un gobierno –se añade- lo que precisa es estabilidad y contar con el apoyo de la mayoría de la población; es una regla del juego democrático. Lo que ocurre es que el elector, en las actuales circunstancias, vota sin saber exactamente lo que arriesga: nadie le explica los entresijos del programa de gobierno, tan solo algunos eslóganes deslabazados y que se juzga que pueden atraer más votos. Nadie le deja opinar y preguntar, ¿o acaso han visto algún mitin en el que siga una turno de ruegos y preguntas? No cuenta con ninguna protección si el partido por el que ha votado, al cerrarse los colegios electorales le hace un corte de mangas y de ahí en adelante pone en práctica una política que no estaba prevista en el programa de gobierno. Se dirá que cuatro años después el ciudadano puede castigar al partido negándole su voto. Si, es cierto, y de hecho así ocurre con cierta frecuencia, pero no es menos cierto que cuatro años son pocos en la vida de una democracia, pero muchos en la de un ser humano. Y por lo demás, la experiencia política habida en los últimos veinte años de democracia en Iberoamérica –y fíjense que no decimos nada de la Vieja Europa por mero pudor- cuatro años, y menos, bastan para que un político saquee las arcas del Estado y deje el reparto de la miseria para el que viene detrás. El argumento no es malo, incluso suscita cierta esperanza, pero no sirve. Es más, a lo que lleva es a que la gente voto no “a favor” de tal o cual candidato, sino “en contra” de este o aquel. En 1983, el PSOE llegó al poder, no por méritos propios, de los que carecía –había estado casi completamente ausente de la lucha contra el franquismo, salvo raras y honrosas excepciones a título precisamente de eso de excepciones- sino por los errores y el desmadre que supusieron los cinco años de gobierno –es un decir dado que lo más habitual fue el vacío de poder- de UCD. Y cuando el felipismo entró en la cloaca de la historia, y el electorado se entregó a José María Aznar, no fue ni por carisma del personaje, equivalente al que destila un ladrillo del 15, sino por que las mentiras y medias verdades de González habían conseguido aburrirnos a todos. En todos estos casos, el candidato entrante no ganó gracias al entusiasmo que destiló –salvo quizás González en aquel ya lejano 1983, cuando aún había lugar a la esperanza- sino por rechazo al que le precedía. Incluso en el caso de González en 1983 no estamos muy seguros si los ocho millones de votos se debieron a partes iguales a su atractivo y al rechazo del desmadre centrista precedente.

De lo que no cabe la menor duda es que el derecho al voto y las libertades políticas, figuran en el haber de las democracias occidentales. Bienhalladas sean y a disfrutarlas. Y si de paso se mejoran los procedimientos representativos, mejor que mejor.

Realizado este paréntesis con apuntes sobre mis pecadillos de juventud, zambullámonos ahora en las culpas del elector, aunque sólo sea para sublimar cierto complejo de culpabilidad. En efecto, si yo he reconocido mis culpas, forzoso es reconocer que existen otros más culpables que yo en materia de destrozo democrático: el elector. Se suele decir que el elector es el sujeto activo de las democracias. No se lo crean. Al contrario, es el sufridor pasivo. Su accionar se limita a acudir a votar cuando lo requieren y si tiene humor para ello. Aquí empieza y termina toda su responsabilidad. Que no es poca. Por que el elector puede dar una patada colectiva en el culo al político chorizo, al desaprensivo y al demagogo profesional. Que lo dé o no, ya es harina de otro costal. Pero puede hacerlo. El voto, contrariamente a la opinión de los antidemócratas, es relevante, importante e incluso histórico. En cada elección nos jugamos mucho, demasiado. Si una Nación no es un accidente en un momento histórico concreto, sino el resultado de unos eslabones de continuidad que vienen del pasado, resulta evidente que también esa comunidad tendrá una proyección de futuro que dependerá de la opción que nosotros elijamos aquí y ahora. Aquí y ahora: en cada elección, voto a voto y papeleta a papeleta. Si lo pensamos bien y lo despojamos de todo el artificio ese de carácter animista y supersticioso que fabula con la transmutación del papel en “voluntad popular” mediante un ritual electoral, lo cierto es que en cada elección nos jugamos el futuro, el pasado, la herencia que hemos recibido y la que recibirán a su vez nuestros hijos. Es toda una responsabilidad y de ahí, probablemente, más que de ningún otro aspecto de la democracia, derive su grandeza. Claro está que un voto es poco cosa. Imaginen un voto sobre cuarenta millones de españoles. Una gota en el océano. No, quienes piensan de la misma manera, unen sus votos en opciones que consiguen más o menos favor del electorado. La objetividad matemática –y no el pensamiento mágico-religioso- han operado el milagro: lo semejante se une a lo semejante, lo semejante se reconoce en lo semejante.

Sigamos. Ciertamente, el elector medio no medita mucho su voto. Lo lanza y zas, ahí está. Bien, pero para mejorar eso están las campañas electorales y algo más: el día a día. Por que si yo creo en la justeza de una causa, me uno a los que defienden esa misma causa y juntos formamos una opción y esa opción en el día a día, intenta convencer a otros ciudadanos de que es la justa y necesario. Y los capta. O no. Por que puede resultar que esa opción sea una majadería para otros. Pero en cualquier caso, aunque no tenga un acceso a los medios de comunicación de masas, aunque mi opción sea minoritaria, hay en todo esto una grandeza: nadie me va a meter en el talego por defender lo que yo creo justo. Nadie. Es bueno que así sea. Mientras cumpla la ley, claro está. Demos por supuesto que un sistema democrático emana leyes democráticas que no ponen el peligro la libertad de expresión, de investigación o de opinión. Por que si esto no fuera así, íbamos apañados.

Todo esto que está incorporado en nuestro cotidianeidad nos ha costado siglos alcanzarlo. Sería absurdo que –como hacen los máximos beneficiarios del sistema- nos detuviéramos ahí. El sistema democrático puede y debe ser corregido. Es preciso superar las tendencias degenerativas que hemos enunciado en el capítulo anterior. Y además, es preciso corregir los mecanismos representativos. Y lo podemos hacer utilizando las nuevas tecnologías. Esto implicará reformas constitucionales e incorporación de nuevos hábitos, ¿por qué deberíamos negarnos a perseguir la perfección del sistema representativo? Nadie en su sano juicio puede negarse a ello.

En ocasiones hemos pensado incluso que las excelencias del sistema democrático no suelen ser apreciadas por sus beneficiarios. Es como el niño de la vecina que lo tiene todo y no sabe apreciar lo que tiene. Las conquistas a fuerza de integrarse en lo cotidiano pierden su atractivo; hace falta verse privados de ellas para revalorizarlas.

Siguiendo con la clasificación de Lippman, hemos visto que las “élites” suelen introducir unas derivas problemáticas en las democracia, derivas que generan procesos degenerativos. Las “élites” son pues, culpables. Pero no nos olvidemos que los electores también tenemos nuestra parte de responsabilidad.

El elector tiene distintos perfiles, a menudo grotescos. Taxonómicamente hemos identificado siete arquetipos de votantes siete, que informan siete tipos de voto. Claro está que en las urnas como en el estómago se mezcla la exquisitez con la bazofia, pero esta situación podría mejorar. Veamos cuales son estas siete categorías de voto. Procure usted en la intimidad de su hogar, meditar en cual de ellas sitúa su voto, haga el favor, hombre.

-          El voto cachondo
-          El voto constante
-          El voto cautivo
-          El voto nómada
-          El voto loco
-          El voto instintivo
-          El voto culto.
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El voto cachondo.

Es el voto inmeditado que beneficia a cualquier opción por marginal y absurda que sea. Es más, nuestro votante ha buscado minuciosamente cuál era la opción más exótica para entregarle el voto. Y lo ha considerado una genialidad. En las elecciones europeas de 1986 salió elegido un candidato olvidable de Herri Batasuna. La consigna con la que se presentaron era “Donde más duele”. Efectivamente, en unos tiempos en los que el nivel de asesinatos de ETA estaba entre 30 y 40 anuales, votar al desdoblamiento político de ETA, era una provocación, especialmente fuera del País Vasco. Y, sin embargo, 360.000 votos apoyaron a sus candidatos, lo que les permitió colocar un diputado en Estrasburgo. La mitad de esos votos se habían recogido fuera del País Vasco y no puede decirse que fueran precisamente el refugio de votos que apoyaban a la secesión vasca ni mucho menos a ETA. Parte de los votos correspondían a antiguos ultraderechistas. Como lo oyen. Se ve que juzgaron que el slogan era válido: “Donde más duele”. El golpismo hacía solo seis años que se había agotado y muchos antiguos ultras no albergaban hacia el Estado más que odio y distanciamiento. Además consideraban que lo más epatante era dar el voto a los de la acera de enfrente. Con cierta razón se dice que los extremos se tocan. Le llamamos “voto cachondo” pero tiene muy poca gracia.

Luego están esos partidos que se presentan a las elecciones y cuyo nombre remite a cualquier otra cosa menos a la política. Que si el Partido de la Paz Mundial, que si el Partido de los Cazadores, que si el Partido de los Lobos Grises, que si el ENE, que si el PED, que si Ciudadanos en Blanco, que si el Partido del Karma Democrático, que si el partido de los Motivados, que si los Escaños Vacíos, que si el ESPIRAL (siglas de Ecología, Sencillez, Pacifismo, Interacción, Realidad, Armonía, Libertad), Españoles Bajo el Separatismo, etc. nombres todos ellos de gente que ha tomado la molestia de pasar por la ventanilla del registro de partidos políticos y que suelen alcanzar desde un 0’01 hasta un 0’1% cada vez que se presentan.

Es evidente que muy pocos creen en estas opciones, ni en su futuro, ni en su realidad, ni siquiera, probablemente, los mismos que se han tomado la molestia de acudir al registro de partidos y pagar previamente al notario necesario para dar forma legal al papeleo. Entonces ¿qué gracia le encuentran a todos esto? Muy sencillo: son unos cachondos. No se toman en serio la política, es más, la política les importa un higo. Quieren divertirse y, frecuentemente, lo logran. Quieren llamar la atención y disponer de sus reglamentarios 15 minutos de fama. Quieren que unos cuantos, tan cachondos como ellos, aprecien su esfuerzo y les voten. O están, pura y simplemente, locos. Su mesianismo les paraliza las neuronas y lo extemporáneo de sus programas les convence de la originalidad de su opción. Dado que siempre existe un voto por error en cada elección (sea por que hay gente que se equivoca al elegir la papeleta y en un lugar de introducir en el sobre la de un partido mayoritario se confunden con la papeleta inmediatamente situada a su lado, o bien por que existe un error en alguno de los peldaños del recuento electoral), el caso es que estas opciones siempre disponen, por locas que sean, de un colchón mínimo de votos. Es sobre este colchón sobre el que se sitúan los votos “cachondos”.

La característica fundamental de esta categoría de electores (una media de 1% en cada convocatoria) es que no se toman en serio el sistema democrático. Por algún motivo, prefieren epatar que votar, sorprender que cumplir con un derecho. Ciertamente, algunos, hacen un mínimo esfuerzo por razonarlo. Vano e inútil. Es el voto menos serio que existe. El más desmadrado. El más improbable. Alguien que quisiera pegar “donde más duele” sin caer en la exaltación del terrorismo, hubiera votado en blanco o nulo. Alguien que creyera efectivamente en el Karma, estaría meditando o haciendo cualquiera de los yogas clásicos; todo menos votar un partido marginal, con imagen bastante cachonda, eso sí, pero sin posibilidades políticas de ningún tipo.

Los hemos colocado en primer lugar por que son los más fáciles de identificar.

El voto loco


A no confundir con el anterior. Si bien el “voto cachondo” es imprevisible, pero extremadamente minoritario, el “voto loco” logra una mayor concentración y efectividad. No se le llama “loco” por lo alienante de sus propuestas, sino por su imprevibisibilidad. Nadie se lo espera y, sin embargo, zas, ahí está, logrando desequilibrar en buena medida a los partidos mayoritarios. Por que los escaños se ganan o se pierden por un voto de más o de menos. En las últimas elecciones autonómicas madrileñas, los 6.000 votos cosechados por el Partido Nuevo Socialismo de los diputados tránsfugas, pudo restar al PSOE, esos pocos cientos de votos necesarios para conseguir el escaño necesario. En la acera de enfrente, la retirada del minúsculo PADE, fue negociada por el PP a fin de asegurarse los muy escasos cientos de votos que esta formación, desgajada en 1987 de sus filas, hubiera podido restarle. Al PP siempre le ha preocupado esa opción. En 1977, su antecedente AP, llegó a negociar en Barcelona con la candidatura “Alianza Nacional del 18 de Junio”, su retirada a cambio de un concejal “seguro” en las elecciones municipales de esa ciudad y “un piso”... Luego nadie sacó nada apreciable, pero ¿quién iba a saberlo el día antes de las votaciones?

No está claro a quien beneficia el “voto loco”. Algunos dicen que a la izquierda, en tanto que arranca votos a la derecha. Otros dicen –utilizando los mismos argumentos- justamente lo contrario. Nada es evidente. Dígame de qué voto estamos hablando y le diré a quien beneficia. Acaso, incluso, vaya en detrimento de la derecha y de la izquierda. Fíjense en el caso Ruiz Mateos o en el caso Gil y Gil. Por la naturaleza de su discurso, da la sensación de que los únicos votos que recavaron procedían de los caladeros de la derecha. No está tan claro. En las pocas reuniones que convocaron, era posible ver a gentes procedentes de las clases más desfavorecidas, no parecían los votantes típicos del PP, burgueses medios encopetados, con estabilidad económica. El “populismo” –por que en el fondo, ambas candidaturas si es que podían definirse de alguna manera, “populismo” era el adjetivo que mejor les encajaba- tiene un indudable aroma de descamisados. Antes de convocarse las elecciones ninguna encuesta daba una porción significativa de votos a estas dos opciones. Y sin embargo, la obtuvieron. Lo malo de este populismo es que tiende a confundir los intereses personales de sus líderes con los intereses del partido. Puede entenderse que Ruíz Mateos intentara trasladar a la sociedad su ira por el expolio del que fue objeto y no encontró mejor manera que hacerlo a través de la creación de un partido que llevaba su nombre. O que Gil y Gil intentara entrar en el parlamento y beneficiarse de la inmunidad para afrontar sus problemas legales. Pero lo podían haber hecho mejor, francamente.

El éxito de Ruiz Mateos en las elecciones europeas de 1987, los ayuntamientos conquistados por el GIL en las municipales de 1999, fueron flor de un día por la impreparación de estas formaciones para la tarea política. Un agregado de intereses en torno al líder máximo, gran timonel y ayatolah de esos mismos intereses, no basta para transformar el “voto loco” en fuerza política, ni siquiera en defensa de los intereses que han catapultado la opción. Hace falta algo más: un programa, por ejemplo. Es bueno tener un programa en este proceloso mundo de la política. Tampoco existía una clase política dirigente, cuadros políticos capaces de trasladar a la sociedad los ideales del partido, en el supuesto de que existieran. Y así sucesivamente.

Por que el drama del “voto loco” es que se trata de algo puntual. No repite. El CDS obtuvo en las municipales del 87 un éxito a base de insertar anuncios en las revistas femeninas en las que se prometía a las madres que sus hijos estarían solo unos pocos meses en la mili. Exitazo. Luego nada. Disolución sin vuelta al ruedo ni ovación de despedida. Otro tanto ocurrió con Blas Piñar en las elecciones generales de 1979. En Madrid, apenas 50.000 votos separaban la candidatura de AP de la de la Unión Nacional. Tres años después, Blas Piñar disolvía su partido tras haber perdido el acta de diputado.

Como se ve, el “voto loco” es multiforme. Habitualmente la aparición de un fenómeno de este tipo cristaliza en situaciones de hartazgo del electorado ante promesas políticas incumplidas. O bien en situaciones en las que está cantado quien va a ser el vencedor. Existe una correlación entre el voto a Blas Piñar en 1979, la certidumbre de una victoria centrista y la seguridad de que el socialismo seguiría unos años más en la oposición. En estas condiciones, el voto de extrema-derecha se libera de la tutela de la derecha y, con la certidumbre de que no se producirá el “mal mayor”, votan, no al “mal menor”, sino a aquellos con los que se identifican. Pero luego, cuando ese mismo electorado, prevé que el “mal mayor” puede vencer, deciden recurrir al “voto útil” e integrarse en el “mal menor” en tanto que tiene mayores posibilidades de afrontar con garantías de éxito a ese “mal mayor”.

Sin embargo, no siempre el “voto loco” tiene la misma gestación. En 1987, era evidente que España tenía socialismo para años. El PP –que todavía era entonces AP- se debatía en un pozo de desesperación e impotencia. Sabían que no podían vencer. Y su electorado tenía la misma seguridad. ¿Entonces? ¿Para qué votar a un partido destinado a perder? ¿para qué, en esas circunstancias, no pegarse el “gustazo” de votar a una candidatura que fuera mucho más contundente que los populares en su ataque al socialismo? ¿Por qué no a Ruiz Mateos? Dos diputados enviados al Parlamento Europeo (no alcanzaron el tercero por los pelos) fueron el resultado de estos razonamientos.

Otro problema interesante es el comportamiento postelectoral de los diputados o concejales apoyados por esto que hemos llamado “voto loco”. En general es modesto. Y más que modesto, mediocre. No se trata de políticos “de raza”. En los Ayuntamientos es diferente por que en la política municipal es fácil hacerse un lugar bajo el sol de la especulación, pero en las instituciones de mayor rango ya es harina de otro costal. De los diputados europeos de Ruiz Mateos se sabe poco de su gestión, que sin duda existió, pero que no pasó desde luego a las crónicas políticas. Y en cuanto a Blas Piñar, tiene la justificación de que su fogosa oratoria estaba subsumida en un Grupo Mixto, verdadera “jaula de los leones”, en la que tenía que compartir escaño junto a Sagaseta por los independentistas canarios, un diputado de ERC, otro de Euzadiko Ezkerra y el del Partido Aragonés Regionalista. Verdaderamente, hacerse oír en aquella jaula de grillos, ya era un mérito. Diferente hubiera sido si en las siguientes elecciones, Piñar hubiera podido formar su grupo parlamentario. Probablemente la política española posterior no hubiera discurrido por los mismos caminos que lo ha hecho. Y estaría claro quien estaba a la derecha de la derecha y quien a la derecha del centro. Hoy se duda.

Una vez superada esa coyuntura, el “voto loco” de deshincha. Ya hemos explicado el por qué. Y se confunde con el “voto constante”.
  
El voto constante

Este tipo de voto es tan sorprendente como mínimo como los anteriores. Por que aquí el elector, no lo duda: vota siempre lo mismo. Poco importa que el partido en el que confía lo haga bien, mal o peor: le vota y basta. No admite discusión. Suele justificarse con razonamientos que pulverizan cualquier forma de lógica y sentido común: “Es que yo siempre he votado socialista”, “es que si no voto al PP ¿a quién voto?”, “es que estos o los otros lo han hecho muy bien” (cuando el país se caía a trozos tras la gestión de estos o de aquellos).

Hay en esta categoría de voto cierta pereza mental y una indisimulada tozudez. Voto siempre a los mismos para seguir mi tradición. Y no importa llueva, truene o nieve, que seguiré votando a los mismos. Así se entiende, por ejemplo, que los partidos mayoritarios sigan siendo mayoritarios a pesar de que con demasiada frecuencia han sido los responsables de catástrofes nacionales. Felipe González volvió a ser elegido en 1993 cuando ya se conocían las implicaciones de su partido en los más inmundo casos de corrupción política y en los más siniestros escándalos de la democracia, de los que el caso GAL es el paradigma. Y volvió a ser elegido a pesar de que era evidente que con la clausura de las olimpiadas y de los fastos de la Expo Sevilla y del Quinto Centenario, lo que se había instalado en el gobierno era la ineficacia para controlar el paro, la inflación y la crisis económica. Y volvieron a ganar. Ese mismo tipo de voto es el que permitió al PP –entre otras cosas- no ser particularmente castigado por el electorado en las municipales de 2003, aun a pesar de que su política exterior suscitó un rechazo unánime de la sociedad española.

El “voto constante”, no se basa en la racionalidad ni en la identidad con los principios que informan a tal o cual opción, sino en una línea de continuidad que se pierde en el pasado y que se proyecta en el futuro: lo que ha sido siempre, seguirá siendo. Lo que no ha sido en el pasado, no lo será en el futuro. Que diría un patriarca bíblico. Hoy es un misterio por qué siguen existiendo franceses capaces de entregar su voto a una organización esclerotizada, fuera de la historia y desarbolada, como el Partido Comunista de Francia. El que fuera –junto con el italiano- el partido comunista más fuerte de Europa Occidental, es hoy una sombra de lo que fue en los años sesenta y setenta. Su crisis empezó en 1981 y sigue acentuándose entre los restos del naufragio. Hace veintitrés años que el PCF inició su pendiente. A estas alturas muy pocos votantes pueden albergar la esperanza de que un día el PCF vuelva a ser como en sus mejores tiempos. Y le votan. Igualmente dramático para estos comunistas es constatar que el 30% de los votos de los que se beneficia Jean Marie Le Pen, proceden de antiguos votantes comunistas. Pero este ya es otro tipo de voto del que hablaremos más adelante. La tozudez del votante comunista tiene su paralelo en la tozudez del dirigente del partido que se niega a introducir correcciones en la línea política. Así les va. En otras ocasiones puede ir mejor. Se suele convenir que el votante comunista es “fiel a sus principios”. Dudoso. Por que son esos principios, precisamente, los que se han hundido y los que han precipitado el desplome del conjunto político. El hundimiento del ideal –que ya se había evidenciado a partir de 1978-79- precedió al hundimiento de la estructura que lo sostenía. No al revés.

El “voto constante” es altamente tributario del pasado. Dígame usted cuantos antiguos miembros de la resistencia francesa quedan en Francia y les diré cuál es el colchón mínimo que dispondrán los comunistas en los próximos años. Es natural que alguien que ha estado votando comunista y luchando por el ideal comunista desde 1943, siga en lo suyo y a estas alturas le sea imposible pensar que se ha estado equivocado durante cuatro quintas partes de su vida. Por que, para él –fundamentalmente tozudo- cambiar la intención del voto sería traicionarse a sí mismo. De hecho, puede entenderse, aunque este tipo de voto sea un canto a la irracionalidad. Pero la política es sólo en débil medida pasado. Es, necesariamente, “destino”, esto es, futuro. De tanto mirar para atrás, además de una tortícolis, el “voto constante”, puede generar un desfase con la realidad. Por que en política nada es eterno –salvo quizás la geopolítica mientras los continentes no se desplacen a más de un centímetro por año- si bien los partidos políticos tienen tendencia a eternizarse más allá de lo que resulta lógico, justo y necesario.

La habilidad y la creatividad de los líderes políticos depende precisamente de su capacidad de adaptación. En Italia ha habido muestras de adaptacionismo en los dos límites del espectro político. El Partido Comunista se reconvirtió en una formación del Partido Democrático de Izquierda y el Movimiento Social Italiano, pasó de ser neo-fascista a post-fascista, alterando su nombre por el de Allenza Nazionale. El hecho de que se hayan oído voces que acusan a estos reformadores de “oportunistas sin escrúpulos” es un riesgo. Probablemente lo sean. De hecho, casi seguro lo son. Pero eso no quita que la Italia surgida de las ruinas de 1945 sea muy diferente a la actual y, por tanto, las opciones deban ser necesariamente diferentes.

Un detalle no desdeñable es que cuando se producen transformaciones como estas, el electorado que hasta ese momento ha sido fiel a esa opción, continúa fiel a la nueva. Y es que, en el fondo, el “voto constante” es, también un “voto obediente”. Sigue lo que le dice el “líder máximo”. En realidad, este es el tipo de votante al que aspiran todos los partidos. El ideal de los partidos mayoritarios. Lo que les garantiza un colchón mínimo de votos que les asegura un número no desdeñable de diputados. En realidad la sociología electoral de los partidos, debe mucho a este contingente que bien puede situarse en algo más de la mitad de su patrimonio. Por supuesto, esta bolsa de votos no es uniforme. No todo se basa en un seguidismo irracional. También son la manifestación de la defensa de unos intereses pero que muy racionales. Por que los partidos políticos, especialmente mayoritarios, tienden a constituir un voto clientelar que será mayor o menor según sea mas grande o más pequeña su cuota de poder. A más poder, más voto clientelar, evidente.

Este voto clientelar está formado por los “vientres agradecidos”, fundamentalmente. Hay electores que están directamente alimentados por los las opciones políticas. Hace quince años, el PSOE en Andalucía tenía casi tantos afiliados como cargos públicos de todos los niveles. Es decir, el partido y buena parte de sus afiliados, vivían de los presupuestos públicos. De hecho, en los partidos mayoritarios preocupa que alguien se acerca a ellos, se trata, sin duda de gentes sospechosas; en efecto, indiscutiblemente, buscan “algo”. El PP experimentó un crecimiento inaudito poco antes de las elecciones de 1993, que no se correspondía con los esfuerzos de captación que realizaba. De hecho no realizaba ningún esfuerzo de captación. El hecho de que la gente acudiera a la ventanilla de admisión era, simplemente, por que se preveía que en las elecciones de ese año podía llegar al poder. Los había previsores; y allí estaban para unirse al “ideal”. Luego resultó que el PP perdió. Pero cuando ganó en el 96, al PSOE le ocurrió justo lo contrario, el partido se vació de afiliados que habían pagado hasta ese momento la cuota y que bruscamente perdieron su “fe” en el socialismo, tras perder el cargo o la posibilidad de tenerlo. Todo esto, una vez más, no resulta muy edificante. Pero es la vida. La gente acude allí donde “hay color”. No es edificante, pero esto es lo que hay.

El voto nómada

Es lo contrario del anterior. Vean. Cambia con frecuencia inusitada. Es como si fuera una perpetua búsqueda de la excelencia. Se trata de un voto perpetuamente decepcionado. Se une a los comunistas pensando que pretenden un cambio en la estructura económica del país y poco después Santiago Carrillo firma los “pactos de la Moncloa”. Y, fíjate, que había llegado a la conclusión de que el PCE era lo más adecuado, después de militar en los dos primeros años de carrera en algún grupos maoísta para luego hacerse trotkysta y de ahí llegar al PCE por insondables vericuetos ideológicos, siempre, eso sí, a la búsqueda de la excelencia. Tras dejar atrás la opción comunista, se hace “posibilista”. Es 1982. La “izquierda” (sea lo que sea que entienda por izquierda) puede llegar al poder: vota socialista. Nada que hacer. Que si nos han metido en la OTAN, que si el “beautifoul people”, que si lo de RUMASA, que si aquí siguen mandando los de antes, etc. El caso es que en las elecciones siguientes, se entera de que se ha constituido “Izquierda Unida”. Considera esta nueva opción como una alternativa al voto socialista. Irrelevante. Tarda sólo otra elección en convencerse de que no aporta gran cosa. Hacia los últimos años de la década de los ochenta, sus preferencias oscilan entre el ecologismo y el CDS. Pero el día que decide votar, se entera de que existen media docena de candidaturas ecologistas, todas con la misma margarita y decide que no, que aquello no parece serio, así que vota al CDS del que se ha enterado que tiene unas aspiraciones sociales realmente avanzadas. La ilusión le dura unos meses. Aquella opción le decepciona y se promete firmemente que nunca más lo volverá a hacer. Horrorizado por los GAL y la corrupción, decide en las elecciones siguientes votar en blanco. No apoyará a la derecha, pero tampoco mantendrá al partido del paro, los GAL y la corrupción en el poder. Vuelve a ganar el PSOE. Y con esta última victoria se agudiza la crisis económica. Por lo demás está pagando una hipoteca a interés que considera alto pero que es realmente poco comparado con los intereses del 19% que está pagando por un préstamo bancario anterior. Y entonces, nuestro elector, se dice que ya basta, que es hora de votar a la derecha con tal de acabar con todo esto. Por lo demás, el tipo ese del bigote parece soso pero serio, así que pelillos a la mar. Finalmente, la era socialista termina. Empieza el imperio de la derecha. Pero nuestro hombre no se siente a gusto con la derecha que hace una política de derecha contentando fundamentalmente a la derecha económica. Así que ¿por qué no apoyar a los nacionalistas? A lo mejor en ello está la solución. Y decide votar en las autonómicas a los nacionalistas, en las generales a los populares, en las municipales a los socialistas y en las europeas a un ecologista que va al paso con los camaradas comunistas de sus orígenes. ¿Se ha vuelto loco? No, es un conspicuo representante del “voto nómada”, con sus oscilaciones y sus contradicciones, con sus giros copernicanos y su olvido de la gravedad, con sus saltos y sus incoherencias.

El “voto nómada” no entiende mucho de política. Es el voto del rechazo a lo que hay. Ciertamente no es tan desaprensivo como el “voto cachondo”, ni acierta jamás a cristalizar con la aparición de los fenómenos generados por el “voto loco”. La característica constante es que este voto es confiado en cada elección a una opción diferente. El elector se siente constantemente decepcionado y busca la excelencia en otros ambientes. Es una perpetua búsqueda sin final que no excluye regresiones: el que votó socialista un día puede volver a rizar el rizo, cerrar el círculo y volver ha hacerlo dos décadas después ¿por qué no?

El votante que corresponde a este perfil intenta ser un pragmático, pero le faltan condiciones. Aunque aspire al pragmatismo, su fatum es apoyar solo a aquel que está llamado a decepcionarle. Si hubiera seguido el día a día político, sabría que en la mayoría de los casos, la opción que apoyaba coyunturalmente no era la más adecuada en ese momento. Este tipo de votante es la víctima de aquella frase de Tierno Galván (“los programas electorales están para incumplirlos”) elevada al rango de paradigma de conducta de los partidos políticos.

El voto instintivo

Existen los “sanos reflejos populares” que hacen que el voto migre de unas opciones a otros. No se basan en la racionalidad, ni se trata de “votos locos” o “cachondos”. Tampoco este modelo de votante es el perpetuo voto migratorio. Ni siquiera se trata de votantes habituales. En buena medida, tras este arquetipo de votante se esconden amplias bolsas de abstención que, bruscamente, en ocasiones sin motivo aparente y en otras cuando han decidido que su silencio ha durado demasiado, emergen y apoyan una opción concreta. Alejado de la racionalidad, está el instinto. Son muchos los que se guían por el instinto. Pueden votar incluso algo con lo que no estén completamente de acuerdo, pero que intuyen que puede ser coyunturalmente necesario. Permanecen en esa opción durante un cierto tiempo y luego retornan al silencio de la abstención (e incluso del voto en blanco o nulo, que para el caso es lo mismo, indicando sólo distintos niveles de toma de conciencia). Tienen algo en común con el foto migratorio y con el voto loco: son en buena medida imprevisibles.

La instintividad empieza allí donde termina la racionalidad. El instinto dijo al electorado en 1996 que no era buena que Felipe González siguiera rigiendo los destinos del país. Quizás es que lo notaron en sus bolsillos o quizás fue una percepción que venía gestándose desde hacia tres años pero que sólo cristalizó en ese momento. El caso es que gentes que nunca hubieran soñado votar a la derecha, terminaron haciéndolo. En Francia la cosa fue más dura en las anteriores presidenciales y lo volverá a ser en las regionales de 2004. El Front National de Jean Marie Le Pen recibió más votos de lo que en buena lógica hubieran correspondido a un partido reputado de ultraderechista y más malo que la quina. Máxime cuando, como hemos dicho, algunos de esos votos procedían del Partido Comunista. De Le Pen se ignora su habilidad para el gobierno puesto que jamás ha ejercido mando alguno, como no fuera el de su unidad de paracaidistas en Argel. Sin embargo, el instinto de un 18% de los electores indicó que merecía el voto; quizás por que hablaba claro, quizás por que esa casi quinta parte del electorado veía en su opción una posibilidad, la última, hasta entonces no contemplada, de participar en política cuando ya todas las opciones experimentadas antes le habían decepcionado; llegado a ese punto solo quedaba por probar el Front National. O bien por que las alertas lanzadas por Le Pen sobre el riesgo de desplome de la sociedad francesa, los peligros de la inseguridad ciudadana y su relación con la inmigración masiva e ilegal, habían hecho que algunos de los problemas de la calle fueran interpretados e incorporados al bagaje del Front National. Sea como fuere, en aquellas elecciones presidenciales de mayo de 2002, cristalizó una formidable corriente de opinión que hizo engrosar las arcas electorales del Front, una opción hasta ese momento marginal que había logrado desbancar –y hacer llorar desgarradoramente- a los socialistas.

Lo más curioso de la instintividad llevada a la política es que la cristalización se produce bruscamente, sin que ni los medios de comunicación, ni corrientes previas de opinión hagan sospechar que se va a producir el vuelco. Algunas cristalizaciones son en positivo. Otras en negativo. En junio de 1977, inicialmente, se podía pensar que el Partido Comunista de España, fuerza motriz de la oposición democrática al franquismo, hubiera podido alzarse con una posición preponderante en el seno de la izquierda. Sus propuestas eran moderadas, su savoir faire se había demostrado con creces en los primeros años de la transición y de su formidable potencial militante forjado en la dureza de la clandestinidad no podía dudarse. El otro adversario por la izquierda era un PSOE que apenas había recompuesto su unidad a partir de la media docena de familias socialistas dispersas, huérfanas de militantes, ausentes –salvo honrosas y raras excepciones- de la lucha antifranquista y que habían conseguido unificarse en precario gracias a los dineros llegados de la socialdemocracia alemana, fundamentalmente. Y sin embargo, fueron estos socialistas, pocos, desorganizados, despistados, frecuentemente radicalizados y vociferantes, con un programa a ratos socialdemócrata y a ratos socialista radical, en ocasiones marxista y en otras badgodesbergiano, “obrero” sin apenas obreros, “español” cuando algunos eran más federalistas e incluso independentistas que otra cosa, fueron ellos los que cristalizaron como opción de poder y no el sufrido Partido Comunista. Luego, a partir de la confirmación de estos resultados en 1979, Carrillo optó por la vía del desmantelamiento del PC y él mismo fue a morir políticamente a las filas del PSOE, tras un rosario de infelices y desafortunados golpes de timón de los que no estamos tan seguros que el viejo líder comunista no fuera completamente consciente de que estaba dinamitando el PCE. Acaso lo que ocurrió fue que el electorado “intuyó” instintivamente que el marxismo era como un zombi ya en 1977, muerto viviente y que sólo quedaba certificar el fallecimiento del ideal, lo cual ocurriría un lustro después, cuando ya empezaba el declive de los otros dos partidos eurocomunistas (el francés y el italiano).

La irracionalidad de este tipo de voto, no implica necesariamente, su ceguera o el que se equivoque. De tanto en tanto, acierta incluso. Seguramente con más frecuencia que el llamado “voto meditado”. Helo aquí.

El voto meditado

De toda esta clasificación, el “voto meditado” es sin duda el que presupone un mayor nivel de conciencia democrática. Al menos, en principio. He conocido pocos votos verdaderamente meditados. En 1977, mi madre tenía una amiga, excepcionalmente cursi, como la niña lista de colegio de monjas, repipi incluso a sus sesenta y tantos años. Estábamos hablando de elecciones. Era una conservadora de toda la vida. Podía incluirse sin dificultades en el “franquismo sociológico”. Su padre antiguo jefe provincial de Correos y ella, viuda y coleccionista de sellos. Imagínense. Su marido, un buen día se volvió loco; se asomó a la ventana y dijo haber visto a Dios. Camisa de fuerza y adelante. Ella, en 1977 nos visitó, estaba muy preocupada por que al día siguiente era la primera jornada de reflexión y al otro tocaba votar. Su inquietud derivaba de que aun no había tenido tiempo –a causa de su trepidante actividad como coleccionista de sellos- de haber leído los programas de todos los partidos políticos. Jamás le pregunté a quien votó finalmente. Pero la mujer, créanme estaba muy preocupada. No hay muchas como ella. Cuando uno conoce a una de estas raras avis –y Emilita, que así se llamaba, lo era- siente que la democracia es algo grande. Se toman en serio los mensajes de los partidos. Poco importa si son grandes o pequeños, si sus líderes están gastados o no, de nada sirven para ellos los sondeos y las encuestas, las filias o las fobias subjetivas. Se informan, juzgan, comparan y votan con conocimiento. O al menos ellos lo creen así, sin duda por que ignoran que el primer mandamiento del perfecto candidato es incumplir su programa electoral sin inmutarse lo más mínimo.

Resulta algo caricaturesco este arquetipo de votante, pero es así. Le han dicho que su voto es fundamental para la gobernabilidad del país. Y se lo ha creído, probablemente por que en teoría es así. No le importa que el vecino del tercero segunda sea un tarambana, inicuo representante del “voto cachondo” o un buscador impenitente de la verdad y la luz en tanto que “voto nómada”. Ni siquiera le importa no entender de economía o tener unos conocimientos excepcionalmente limitados en política internacional. Se cree preparado y hace un esfuerzo de comprensión. Huye de la superficialidad del “voto constante” y de lo improvisado y sorprendente del “voto loco”. Antepone lo que deduce de su buen saber y entender a su instinto, a sus filias y a sus fobias. Otro representante de este modelo de votante me decía: “El PP me ha decepcionado. Deberé de votar al CDS”. Y le preguntaba por qué. El razonaba: “Cuando el centro se pierde es que se ha perdido el norte”. Para el, el centro era la Polar. Y la Polar era lo que importaba. El centro derecha había dejado de ser tal para escorarse a la derecha, así que buscó las raíces genuinas del centro en el CDS. Hay que decir que estábamos en el año 2000 cuando el Presidente del CDS no era Suárez sino Mario Conde y el partido una sombra de sus mejores tiempos. Por que, en el fondo, al “votante cultivado” no le importa entregar su voto a una opción minoritaria. Lo que le permite conciliar el sueño es precisamente saberse cumplidor del precepto democrático de votar en conciencia y de ser plenamente responsable del destino de su voto, aunque este sea un “voto inútil”. Lejos de él el pragmatismo y cualquier otra forma de oportunismo, palabras que están desterradas de su vocabulario. No sé por qué, pero los que he conocido me recuerdan al “Ned Flanders”, el vecino de los Simpsom.

Hay que distinguir al genuino representando del “voto culto” de los estrategas de café, que más habitualmente pertenecen a cualquiera de los anteriores arquetipos. En realidad habla poco de política, pero cuando lo hace, cree que lo hace con conocimiento de causa. Y esto es lo cuestionable. Por que no basta con leer un programa y juzgarlo. Los programas son poco si no se tiene en cuenta a los hombres que los defienden y mucho menos si se hace abstracción de otros elementos de la ecuación: grado de cumplimiento que ostenta un determinado partido, grado de eficacia en la gestión, grado de honestidad de sus dirigentes, posibilidades de que ese partido, al pactar con otros pueda adulterar la esencia de su programa, y un largo etcétera de matices que, aparentemente, sólo están en condiciones de asimilar y comprender, o bien los analistas políticos habituados a realizar el seguimiento de la actualidad política todos los días, o bien los lectores habituales de la prensa, sufridores de la televisión y oyentes de la radio, que tienen una opinión formada por los primeros, analistas y tertulianos, que, por lo demás no tienen patente de infalibilidad sino todo lo contrario.

Por que, en definitiva, el voto culto no es sinónimo de acierto, ni siquiera de saber lo que está haciendo.

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La democracia es el mejor sistema de gobierno siempre y cuando sus partes constituyentes cumplan lúcidamente su función. Los electores tienen su parte en este juego. Su voto es soberano. Nadie les observa cuando lo introducen en el sobre y lo entregan al presidente de la mesa electoral. Pueden acertar o equivocarse, dejarse llevar por una propaganda masificadora y masificante y por mensajes electorales vacuos, fatuos y alienantes, o bien por un examen ponderado de lo que representa cada alternativa. Lo primero es fácil, lo segundo exige cierta predisposición e interés.

Mucho nos maquinamos que los partidos mayoritarios no están lo que se dice muy interesados en fomentar el espíritu crítico y la culturización de las masas. Se podría volver contra ellos. Desde la vieja Roma, se sabe que los gobernantes suelen satisfacer el vientre y los instintos populares con el “panen et circensis”. Estoicos hubo pero pocos en el mundo romano; pero plebe ululante había a espuertas. Desde entonces las cosas no han variado mucho. La diferencia es que hoy existen suficientes medios técnicos para estimular la culturización y la capacidad crítica entre las masas.

La democracia depende en buena medida de la educación que un gobierno dé a su pueblo. Y el control de la gestión de ese gobierno depende, también en buena medida, de la educación y la capacidad crítica que posea un pueblo. No somos conspiranoicos, no pensamos que el proceso de aculturización de las masas denunciado por Konrad Lorenz a finales de los años sesenta, sea estimulado conscientemente por los equipos que se han ido sucediendo en los ministerios de educación. Pero así es: sea por los motivos que sean, el caso es que el actual sistema educativo tiende a imbuir en los alumnos unos valores finalistas, loables y encomiables en sí mismos (tolerancia, pacifismo, solidaridad, etc.), pero eluden por completo transmitir valores instrumentales, esto es, los que orientan la vida en el día a día (voluntad, capacidad de sacrificio, esfuerzo, espíritu crítico, deber, lealtad a la palabra dada, etc.). Los valores finalistas no son nada sin los instrumentales. Sería algo así como una vuelta ciclista a la que se llegara a la meta sin etapas intermedias, sin bicicletas y sin que los corredores supieran el recorrido... Un caos.

Poco importa debatir sobre si esta situación de hecho surge espontáneamente o es alimentada por un centro inidentificado que fuerce consciente y planificadamente iniciativas que contribuyan a la aculturización de las masas. Hoy las masas cuentan –contamos- con medios suficientes e independientes como para acceder a las fuentes de información. Si es cierto que los grandes consorcios mediáticos tienen cierta tendencia a servir intereses que frecuentemente entrar en contradicción con la libertad de información, no es menos cierto que existe información libre y accesible a quien se preocupa de buscarla.

El elector tiene derecho a quejarse de las disfunciones del sistema democrático. Estas existen. La perfección no es de este mundo. Pero tampoco se trata de renunciar a ella. El elector tiene en su mano un arma definitiva: el voto. Harina de otro costal es si sabe aprovecharlo o son otros los que se aprovechan de él. Pero el voto es un arma y como cualquier arma puede utilizarse para prevenir un ataque, para atacar o bien para suicidarse. El suicidio del elector es desperdiciar su voto. No lo haga. No sólo por usted. En democracia desperdiciar el voto es hacer el merluzo. Hágalo por todos nosotros. No deje que otros decidan por usted. No se deje seducir por eslóganes surgidos de laboratorios de marketing y publicidad. No tienen por qué ser necesariamente veraces. No se deje seducir por demagogos. Piense por sí mismo. Valore su voto. Y luego exija a los políticos que cumplan sus promesas y que no prometan más allá de lo que pueden cumplir. ¿Qué es eso de dar como un mal inevitable la demagogia y las promesas incumplidas, como si fueran un número irreemplazable de un circo?

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Estos son los electores. Queda ahora que usted realice un ejercicio de honestidad intelectual y se incluya en tal o cual grupo. También, a través de esta clasificación, quedan delimitadas las culpas del elector.

Así pues, hasta ahora hemos identificado tres tipos de interrelaciones:

-          las que afectan a la salud misma del sistema, que hemos llamado “degeneraciones de la democracia” y que están forzadas, fundamentalmente por el dominio absoluto de la economía sobre la política.
-          Las que afectan a los electores que suelen errar en su percepción del mundo de la política y que, por desinterés, impreparación, razonamientos falaces, seguidismo, etc. constituyen los tipos de votantes que hemos descrito en este capítulo.
-          Las que afectan a los partidos políticos, con lo que se cierra el ciclo en tanto que los partidos políticos viven demasiado pendientes de los grupos de presión económicos y mediáticos y su destino está íntimamente ligado a los intereses de éstos.

Por que, efectivamente, la democracia moderna no es una democracia directa como la ateniense en la que el ciudadano, intervenía directamente en los debates y votaba sin el corsé que supone pertenecer a una opción política concreta. En las democracias modernas la pieza que facilita la participación del ciudadano en la política son los partidos. Y estos, ya hemos visto, hasta qué punto tienden a viciar al sistema y son en buena medida, además de sus máximos beneficiarios, los responsables de la crisis del sistema democrático.
Tal es el drama de las democracias modernas: que no existe otra vía de participación en las tareas democráticas más que a través del marco de los partidos, pero estos en la actualidad ya no son expresiones de corrientes de pensamiento y escuelas coherentes de gestión de los asuntos de la res publica, sino agregados de intereses, frecuentemente al servicio de los grupos de presión económicos.

Alguien dirá: si este es el problema, no hay problema; basta con reformar el sistema. No es tan fácil: por que si el sistema depende de los partidos políticos y precisamente de lo que se trata es de crear canales democráticos de nuevo cuño que estén más allá de los partidos políticos y permitan formas de democracia más directa... difícilmente los propios partidos consentirán hacerse el hara-kiri para restarse a sí mismos protagonismo y arrogarse toda la representatividad.

De ahí el drama de las democracia occidentales: precisan reformas, pero quienes las gestionan no están dispuestos a conceder estas reformas por que eso supondría la sustitución de unos hábitos de gestión del poder y de unos staffs de dirección, por otros. A nadie le gusta quedarse en paro. Pero mucho menos ser él mismo quien ha firmado la carta de despido. Es humano. Y, por tanto, pequeño. Lo que ocurre es que para gestionar la cosa publica es preciso ser grande. O al menos tener grandes ideales y objetivos. O de lo contrario seguimos ajenos al terreno de la Gran Política de la que hablara Nietzsche (ciertamente antes de volverse loco).

V – GUIA DEL PERFECTO DEMOCRATA DEL SIGLO XXI

“Nos vemos obligados a constatar cada día más que la máquina estatal, incluso la más perfecta, se ha hecho demasiado débil y lenta para satisfacer todas las demandas que los ciudadanos y los grupos formulan”
 “La Crisis de la Democracia”
Norberto Bobbio

Jürgen Habermas explica en su obra “Debate sobre el Liberalismo Político” que la característica axial de un régimen político con pretensiones de ser justo es que se trata siempre de un proyecto a realizar. De ahí que la democracia sea un régimen representativo que deba ser necesaria y constantemente revisado y mejorado, por que de lo que se trata es de que el proyecto tienda a convertirse en realidad.

Buena cosa esta de la democracia formal... pero podría ser mejor. Es más, dadas las actuales circunstancias, no hay garantía de que esto no empeore. De hecho en EEUU, existe una evidente regresión en las libertades. En el momento de escribir estas líneas, no solamente los turistas que visitan EEUU son fichados, sino que además se clasifica su “peligrosidad” por colores. Y ese misma día –hoy 12 de enero de 2004- el Tribunal Supremo americano ha aprobado la medida propuesta por la Administración Bush de encarcelar a ciudadanos extranjeros por simple sospecha de que suponen un riesgo para la seguridad nacional, sin la obligación de hacer público el nombre del detenido. Si esto no es regresión democrática, nos gustaría saber que se entiende por tal. Lo es y en cantidades superlativas. Velemos por que no ocurra nada parecido en la Vieja Europa.

Y puede ocurrir. Los vientos que soplan no son para echar cohetes. El proceso de degeneración democrática está ciertamente más avanzado en EEUU, seguramente por que fue allí donde nació la democracia moderna y donde el proceso degenerativo se inició antes. Pero en Europa se han iniciado líneas similares: partitocracia, plutocracia, demagogia... son el pan de cada día.
Pero aunque este proceso degenerativo no ocurriera con la brutalidad con que ha irrumpido en EEUU, no es menos cierto que la democracia es un sistema abierto que permite la introducción de correcciones sin que el conjunto sufra grandes traumas. Hemos juzgado que este libro no estaría completo si no recogiera algunas propuestas en positivo.

Reconocemos las dificultades inherentes a la reforma del sistema democrático. Tal reforma debería realizarse según los mecanismos constitucionales y para ello sería inevitable el consenso entre los partidos mayoritarios. Pero el sistema democrático en su actual configuración les beneficia demasiado directamente como para que pudiera existir otro consenso más que el relativo a su mantenimiento. Resulta contradictorio que la reforma del sistema dependa en última instancia de los partidos mayoritarios, justo los más, literalmente, encabronados en la persistencia de un sistema del que ellos son los principales beneficiarios.

Para que la reforma del sistema en vistas de una mayor representatividad y justeza, sería preciso que se dieran varias circunstancias. Entre las más importantes:

1)         Que acabara la época de las mayorías absolutas. Estas no han sido beneficiosas para la vida democrática: el rodillo parlamentario ha hecho que las minorías fueran literalmente apisonadas y que la fatuidad y la prepotencia guiaran la acción de los gobernantes: tanto con el PSOE como con el PP y otro tanto ha ocurrido en los parlamento autonómicos cuando se ha producido el establecimiento de una mayoría absoluta.
2)         que se produjera un aumento insoportable del voto en blanco o del voto nulo, índices de protesta activa. A diferencia de la abstención, que tiene mucho de pasotismo y desinterés por la políticas (lo cual también es significativo), el voto en blanco y el voto nulo suponen una protesta activa del ciudadano,
3)         que irrumpieran nuevas opciones políticas que aportaran sangre nueva e imaginación al interior del parlamento; hoy, unos partidos esclerotizados gestionan un sistema esclerotizado sin apenas renovación desde 1979.
4)         que el eje de la reforma constitucional se trasladara de donde la sitúan las pretensiones de los nacionalistas periféricos, a donde debe situarse: es decir, a una mayor representatividad y justeza del sistema. Por que hoy todo el debate sobre la reforma constitucional gira en torno a la configuración del Estado (federalismo, procesos independentistas, mayores cuotas autonómicas)... no al perfeccionamiento del sistema representativo.

LOS VOTOS DE PROTESTA ACTIVA
Existen dos formas de protesta activa: el voto en blanco y el voto nulo. Y una forma de protesta pasiva: la abstención. Emitimos un voto en blanco cuando participamos en las elecciones, pero no votamos a favor de ninguna fuerza política, ya sea no introduciendo la papeleta en el sobre o, en el caso de las elecciones para el Senado, no marcando en las casillas de las papeletas indicación alguna en favor de ninguno de los candidatos. El voto en blanco es considerado válido y el Tribunal Constitucional los ha reconocido como "una legítima opción política de participación en el proceso electoral". Sin embargo, en la práctica, tanto los votos en blanco como los nulos solamente tienen importancia a la hora de establecer la barrera del 3% de los votos emitidos (el mínimo necesario para que una fuerza política consiga representación). Pero ni los votos en blanco, ni los nulos se consideran válidos a la hora de la distribución de los escaños o las concejalías. No son útiles para aplicar la Ley d’Hont.
El voto nulo es una cifra que aparece en las elecciones como resultado de la suma de dos tipos de votos: los que efectivamente suponen errores (introducir dos papeletas dentro del mismo sobre, introducir dibujos o marcas en la papeleta, no utilizar los modelos de papeleta que corresponden, etc.) y aquellos otros que suponen una protesta activa. En ocasiones la papeleta de voto encierra alguna frase alusiva a los motivos por los que el votante ha actuado así. O simplemente un insulto. En los anales de la Junta Electoral se recuerda incluso alguna ocasión en que el votante ha limpiado alguna excrecencia de su cuerpo con la papeleta y luego la ha introducido en el sobre. Realmente guarro. Pero, sea cual sea su origen e intención, el voto nulo no tiene incidencia a la hora de elegir diputados, no se contabiliza y, sólo a partir de cierto límite (un 1%) preocupa en tanto evidencia la protesta latente de un sector del electorado.
En realidad, tanto el voto en blanco como el voto nulo son opciones legítimas que demuestran el estado de cabreo de parte de los usuarios. Pero, estos, al mismo tiempo, parecen ignorar que el hecho de negar su voto a las opciones mayoritarias y no entregarlo a las minoritarias, beneficia exclusivamente a las primeras. Así que, en tanto que voto de protesta, su eficacia es más que limitada y tiende a beneficiar, indirectamente, a aquellos contra los que se protesta.
En cuanto a la abstención se considera que por debajo del 25% es aceptable y por encima de esa barrera empieza a ser preocupante. Entre pasotas, enfermos, fallecidos, confusiones, e imposibilidades personales, la cifra del 20-25% se considera inevitable, mucho más si a esto se une gente que no duda del resultado de las elecciones y, por tanto, piense que su voto no va a cambiar nada, o si existe un conformismo extremo hacia la acción del gobierno. Claro está que, por encima de este 20% aparece la pregunta de si una parte de la abstención no se deberá a ciudadanos que no están de acuerdo con la estructura del sistema representativo. Pero, si se trata de esto, es evidente que es una protesta excesivamente pasiva como para que pueda ser tenida en cuenta.
Ahora bien, resulta evidente que si un sistema democrático se basa en la ley del número, su legitimidad va disminuyendo a medida en que las cifras absolutas de voto van disminuyendo. Esto es, un sistema es tanto más legítimo cuanta mayor participación suscita en el electorado y está tanto más deslegitimado cuanto mayores son las bolsas de abstención, voto nulo y voto en blanco, aun reconociendo distintos orígenes e intencionalidad a cada una de estas opciones. Estas modalidades de voto protesta o de abstención encierran, ya lo hemos dicho, un estado de cabreo evidente entre el electorado. Puede darse el caso de que la abstención y los votos nulos y en blanco hayan llegado a tal cota que, unidos a una corta distancia de separación entre el partido mayoritario y el minoritario, el primero logre formar gobierno, aun cuando, en realidad, no tenga más del 25-30% de apoyo electoral. O incluso menos. En estas condiciones, lo que pueda salir es perfectamente inestable y sin la fuerza social suficiente tras de sí como para poder realizar una labor efectiva de gobierno. Y no digamos si, como en el caso de la elección de George W. Bush en el año 2000, ni siquiera estaba claro que hubiera ganado en el Distrito de Miami donde, dado el peculiar sistema electivo norteamericano, se resumía y jugaba cada candidato la mayoría de compromisarios (que no implicaban, necesariamente, la mayoría de votantes). No es raro que esta falta de apoyos democráticos se tradujera en una práctica política odiosa en la que la mentira, las construcción artificial de situaciones de tensión (los extraños casos del “ántrax”, la insistencia en denunciar a un enemigo inaprensible e indefinido, el terrorismo internacional, las reiteradas alarmas alertando de improbables agresiones exteriores) y los recortes a las libertades, sean el elemento mas característico de la “era Bush”...

Las elevadas tasas de abstención, de voto en blanco y nulo, por si mismas no son suficientes como para forzar una rectificación en la deriva degenerativa de las democracias modernas. No es suficiente por sí misma, pero si necesaria. Evidencia la salida a la superficie de una situación de descrédito del régimen y de sus portavoces, una falta de apoyo a los partidos y a las instituciones clave del sistema representativo y un alejamiento maurrasiano entre el “país real” y el “país legal”. Al mismo tiempo evidencia el divorcio entre la voluntad de los partidos mayoritarios y el sentir de la población, elementos todos ellos que de no existir bolsas de abstención jamás saldrían a la superficie.

LAS OPCIONES AUSENTES

Luego aludíamos a la necesaria introducción en el parlamento de opciones hasta ahora minoritarias o ausentes. Nuestro sistema prima a las opciones mayoritarias y castiga a las minoritarias. En el momento en que escribimos estas líneas, Rodríguez Ibarra, el presidente de la Comunidad Autónoma de Extremadura, recordaba con justeza que CiU tiene más diputados que IU, aun a pesar de que globalmente CiU, con 970.000 votos, tenga la friolera de 15 escaños y, por el contrario, IU con 1.263.000 votos, apenas disponga de la mitad, aun teniendo casi 300.000 votos más... ¿incomprensible? Hay explicación, por supuesto –CiU tiene sus votos concentrados en cuatro provincias, mientras IU se ve afectada por una mayor dispersión geográfica- pero esto implica que hacen falta 64.000 votos para elegir un diputado de CiU y 158.000 para elegir uno de IU. Es así de sencillo. Se podrán dar todas las explicaciones que se quieran, pero lo que resulta evidente es que hay un poso injusto en el sistema de concesión de escaños.

Y fíjense que estamos hablando de partidos que han logrado representación parlamentaria. ¿Y los que no lo han logrado? El sistema, a este respecto, es extremadamente cruel con los que no han tenido acceso al parlamento. A decir verdad, es problemático que entren alguna vez mientras persistan las actuales circunstancias. Si ustedes miran los resultados electorales de junio de 1977 y los comparan con los de 2000, verán que no hay opciones nuevas en el parlamento, como máximo transformación de unas opciones en otras y, sobre todo, entrada de algunos diputados –que inevitablemente han ido a parar a esa jaula de leones que es el “grupo mixto”- de partidos de tipo regionalista. Ni una sola opción nacional nueva, no por falta de aspirantes, sino por inviabilidad del sistema.

Pero reducir cualquier opción política a dos opciones centristas, una de centro-derecha y otra de centro-izquierda, y a una opción de izquierda (IU), más media docena de opciones regionalistas, no es dar cabida a todos los matices que existen en la sociedad. Ni remotamente. Creer esto supone favorecer en la práctica el divorcio creciente entre el “país legal” y el “país real”.

No entremos en los contenidos de esas opciones que aspirantes a ingresar en un parlamento ampliado. Serían más, indudablemente. Serían diferentes y abrirían el abanico representativo a opciones no gastadas, con más imaginación, con más ganas de “trabajarse” al electorado y sudar la camiseta, aumentarían el cromatismo del parlamento, generarían una cultura del pacto y la alianza, cubrirían vacíos representativos, y serían, en cualquier caso, los primeros interesados en la reforma del sistema representativo.

Además se sabría quien es quien... se evitaría la formación de coaliciones electorales puntuales e inconexas cuyas partes actúan cada una a su libre albedrío. Hoy se ignora hasta donde llega el electorado de extrema-derecha. Se intuye que una parte del electorado del PP podría pertenecer a una opción de este tipo. Gracias a que en ese frente hay un vacío organizativo, el PP puede actuar “sin enemigos a la derecha”. Hoy no vivimos los tiempos del golpismo en los que la extrema-derecha se identificaba casi necesariamente con esta opción antidemocrática. No se ve exactamente por qué motivo no sería legítima la aparición de diputados de formación de extrema-derecha e España, aunque fuera para evidenciar lo que tiene o no tiene el PP de extrema-derecha. Por lo demás, hoy, cuando escribo estas líneas, día prolijo en acontecimientos, Los Verdes han dejado descompuestos y sin novia a Izquierda Unida, coalición con la que habían compartido cartel electoral, incluso en las elecciones catalanas de noviembre. Y se han ido con flowers y bagajes a apoyar al PSOE, en una muestra de oportunista sin excesivos escrúpulos, para qué nos vamos a engañar: se van allí donde ven que pueden “pillar” más, así de simple. Si tenemos en cuenta que en Catalunya, Iniciativa está formada por una coalición de cuatro partidos y, a su vez, participa en un tripartito, pero se ignora exactamente el peso de cada uno de estos cuatro partidos, no resultará aventurado pensar que hay en todo esto algo enfermizo. No sabemos los votos ecologistas que hay en España, sabemos que hay media docena de opciones ecologistas, sin hablar de las listas locales, pero, ante la imposibilidad de obtener escaños por sí mismos, se ven forzados a aliarse en inestables coaliciones con partidos, no que identifican como convergentes, sino con los que les ofrecen más. No es justo. Ni siquiera necesario.

Finalmente, resulta sencillamente inoportuno que cada vez que se habla de mayores niveles de representatividad, aparezcan partidos nacionalistas pidiendo mayores cotas de autonomía. De aquellas aguas –el “café para todos” de Suárez hace 25 años- han surgido estos lodos, pero hace falta poner un freno a las omnívoras reivindicaciones autonomistas y recordar que éste no es el único frente de regeneración democrática y sólo es el más importante para los nacionalistas. La habilidad de estos ha consistido en trasladar su problema regional (o de una nacionalidad), a todo el Estado y anteponerlo a cualquier otro.

Hay que desengañarse: si ninguna de las condiciones que hemos enumerado se dieran, si persistiéramos en la idea de que sólo gracias a las mayorías absolutas es posible gobernar con estabilidad, si siguieran presentes en el parlamento solamente las mismas opciones que han estado presentes en los últimos 25 años y sólo ellas, si los niveles de voto en blanco y nulo se estabilizaran o descendieran y, finalmente, si todo el debate político se centrara en si el Estado debería ceder más o menos a los nacionalismos periféricos o enrocarse en sus actuales posiciones... entonces no habría reforma posible, persistiríamos en las mismas carencias democráticas que en la actualidad e incluso es posible que el mismo sistema sufriera una deriva involucionista, acaso no tan exagerada y visible como la norteamericana, pero si evidente.

Veamos ahora que tipo de correcciones pueden introducirse en el sistema. Vamos a formularlas a nivel de consignas, pero son algo más que simples eslóganes de un inexistente partido, sino que proceden del dictado del sentido común (del que, por lo demás, mi amado padre repetía que era el menos común de todos los sentidos).

1 – Más democracia – menos partitocracia.

El cuello de botella de las democracias modernas son los partidos políticos. La corrupción se gesta habitualmente en su interior. El tapón para evitar las correcciones y perpetuar las deficiencias representativas, son precisamente los partidos. Esto no es óbice para que en las actuales formulaciones democráticas todo el poder corresponda a los partidos y para que la única forma de participación democrática que se abre al ciudadano sea precisamente a través de los partidos. No olvidemos además, que los partidos son entidades privadas que se benefician de importantes subvenciones públicas, tanto mayores cuanto mayores son las dimensiones de esos partidos (es decir, contra menos subvenciones necesitan).

Ya hemos recorrido el sendero mediante el cual la democracia degenera el partitocracia. Falta ahora recordar como era la democracia auténtica, la originaria, la genuina, la griega. No existía nada que se pareciera al partido. Ciertamente las pequeñas dimensiones de la sociedad ateniense permitían que los ciudadanos, directamente, tomaran la palabra. Hoy, este sistema asambleario resultaría particularmente difícil a tenor de las dimensiones de la población. Es evidente, pues, que el sistema de partidos, en sí mismo, no es malo, lo malo aparece cuando se absolutiza y cuando la única forma que tiene el ciudadano de expresarse es mediante el tamiz del partido político.

Los partidos políticos, como cualquier otra institución democrática, precisan el concurso de un mecanismo de pesos y contrapesos o de lo contrario tienden siempre de manera inercial a absolutizar su presencia en la vida política. Y el mejor contrapeso consiste en establecer mecanismos tendentes a limitar su intervención en los asuntos públicos a sus dimensiones reales, al mismo tiempo que se arbitran fórmulas para que los ciudadanos estén representados por otros canales. De hecho, las propuestas que relacionamos a continuación derivan todas del mismo propósito: establecer conductos para limitar la influencia de los partidos y aumentar, paralelamente, la representatividad por otros canales.
Estas medidas se pueden proponer ahora, cuando nuestro país lleva suficiente rodaje democrático como para conocer el percal... Es evidente que en 1975 era preciso realizar una “pasada” por la democracia formal, moderna y occidental, en la que la representatividad a través, únicamente de los partidos políticos, era presentado como una panacea universal. Ahora ya hemos visto soluciones de centro, de izquierda, de derecha, de centro-izquierda, de centro-derecha y nacionalistas. Ahora sabemos que, en general, el balance es globalmente positivo y el sistema está estabilizado... pero quedan flecos, huecos, posibilidades de perfeccionamiento. Es preciso ir más allá de la democracia de partidos o de lo contrario los partidos asfixiarán a la democracia.

La democracia española es madura, nadie la amenaza, nadie la combate, ha logrado crear unanimidad en torno al texto constitucional. Es por tanto el momento de introducir reformas. Diferente sería si esto pendiera de un hilo, si un intento golpetero cualquiera hiciera peligrar la estabilidad del conjunto y si existiera la más mínima posibilidad de que un buen día amaneciera y nos encontráramos con que la libertad de expresión había sido puesta en barbecho. Esta posibilidad, no solamente es remota, es inexistente. Los últimos que se les ocurrió atentar contra las libertades democráticas extinguieron su condena a mediados de los años 90. En cuanto a la otra amenaza, el terrorismo de ETA es hoy un odioso residuo de otros tiempos, la voz de la brutalidad tribal que sólo el asesinato y la gasolina como medios para hacer realidad el propio –y enloquecido- proyecto político. Afortunadamente 600 terroristas tienen en la cárcel tiempo, no sólo para expiar sus crímenes, sino para meditar su propia estupidez y la locura de su ideal. Pero tienen suerte de que hoy, en democracia, nadie cree que cuatro paredes para un castigo sean tres de mas, y que muchos pensemos que su vida ni siquiera vale los veinte duros que cuesta una bala de CETME. Dicho sea sin acritud, claro está.

Dada la ausencia de peligros exteriores al sistema democrático, la reforma pueden plantearse. No existen enemigos exteriores, pero sí interiores. De hecho, todos los que hemos individualizado hasta aquí, son enemigos interiores: los partidos, la corrupción, la demagogia, la plutocracia... ¿la plutocracia? Si, la plutocracia, por que el libre mercado es inseparable de una concepción democrática del Estado. Los intentos de generar un sistema económico sin “mercado” se han saldado con estrepitosos fracasos. El mercado forma parte de la democracia tanto como el parlamento, el boletín de voto o el bar del congreso de los Diputados. Bien, digamos de paso –e insistiremos más adelante- que también es preciso limitar la influencia del mercado o la plutocracia pasará a ser nuestro destino inevitable. Pero esta es otra historia que tendrá su momento en las páginas que siguen. Lo que queremos decir, en definitiva, es que hay que proteger a la democracia de la inercia con la que actúan algunos de sus componentes y de los procesos degenerativos que se desencadenan en su interior. Y eso puede hacerse hoy y no ayer, por que la democracia española ha alcanzado un razonable nivel de veteranía y, por lo demás, aquí se han ido sucediendo opciones –centristas, socialistas, populares, nacionalistas- sin que hayan existido convulsiones más que en los intestinos de quienes han perdido el poder.

Esta es la grandeza del tiempo presente: es posible pensar en libertad, sabiendo que no vamos a perder la libertad, apurando las ubres de la libertad hasta las heces. ¿O no...?

2 - El Senado como cámara corporativa

¿Recuerdan ustedes aquella historia del “tercio familiar”. Si la recuerdan es que tienen en torno a cincuenta años o mas. Para los jóvenes estas dos palabras no quieren decir nada. Les explicamos su origen. El “tercio familiar” era la tercera parte de procuradores en Cortes (diputados franquistas) que eran elegidos por los cabezas de familia en sufragio universal directo. Habían otros dos tercios: el sindical y el corporativo. Todo esto adolecía de un gran déficit democrático que derivaba de su origen. En efecto, la Ley Orgánica del Estado de 1967 se había aprobado sin que existiera, realmente, una campaña realizada en condiciones democráticas. La oposición más o menos clandestina no pudo expresarse e incluso para los detractores de la ley intramuros del régimen, les era difícil acceder a tribunas públicas y en absoluto a la única televisión de la época. El referéndum lo ganó el régimen como se suelen ganar este tipo de consultas, por goleada. Pero la correlación de fuerzas en la sociedad no era exactamente la misma. A lo que vamos. Esta ley estructuraba la representación, no en base a los partidos políticos, sino en base a tres tercios: el familiar, el sindical y el corporativo. A este sistema se le llamó “democracia orgánica”. Fue aplaudido por la España franquista y denostado por el universo antifranquista. Su fundamento era una frase de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange Española, que incluyó en el programa de su partido, la aspiración a superar los partidos políticos que consideraba “asociaciones artificiales”, por la representación en base a los “organismos naturales de convivencia” que enumeraba a continuación: la familia, el municipio y el sindicato. Franco introdujo una corrección y en donde decía “municipio” puso “tercio corporativo”, cajón de sastre de colegios profesionales, universidades, asociaciones, etc.

A decir verdad, este sistema no funcionó bien. Era demasiado opaco. Surgieron, eso sí, algunas personalidades notables, gentes de derechas, de talante liberal, polemistas, que dieron que hablar. Eduardo Tarragona –aquel que realizó una memorable campaña populista con la consigna de “al pa, pa y al ví, vi” (al pan, pan y al vino, vino)- fue, sin duda, el más destacado. Pero hubieron otros. A aquello, de todas formas, le faltaba algo. Y era la libertad de expresión. Por que en aquel tiempo existían fuertes restricciones y frecuentemente, cuando sonaba el timbre a las 6:00 de la mañana, no solía ser el lechero.

Para que el sistema de la “democracia orgánica” hubiera funcionado, se precisaba una serie de elementos que estaban ausentes en aquella época:

-              Libertades democráticas (de expresión, organización y manifestación). Hoy las tenemos. Ningún tipo de democracia es compatible con alguna forma de restricción a las libertades básicas.
-              La desaparición del régimen autoritario y paternalista y su sustitución por un régimen de democracia formal, pues no en vano, el régimen introducía correcciones a su favor en el sistema electivo a los “tercios”.
-              La sensación en el pueblo español de que, una vez alcanzada la democracia formal, esta era manifiestamente mejorable. Cuando los portavoces franquistas aludían a las catástrofes aportadas por la II República para rechazar el régimen de partidos, olvidaban que un fracaso no invalida un sistema y que, por otra parte, la España de 1936 era muy diferente de la de 1970. Por lo demás, las alusiones al 36 quedaban excesivamente remotas como para ser atendibles.
-               
Así mismo, cuando, España dijo adiós a la “democracia orgánica” en el referéndum para la reforma política, muy pocos añoraron el sistema. De hecho, incluso la mayoría de los diputados franquistas votaron su autodisolución. Vino la democracia y el período en el que todos nos forjamos grandes esperanzas y expectativas. En junio de 1977 se estrenaba la democracia formal. En 1979, nos dotábamos de una nueva constitución: sin ningún tipo de restricciones ni cortapisas. Estábamos en plena democracia. ¿Qué había pasado con el franquismo? A decir verdad, solo unos pocos consintieron en seguir manteniendo su fidelidad hacia el antiguo régimen. Un 1’5% si hemos de atender a los resultados del único partido específicamente franquista que se presentó a las segundas elecciones democráticas, en 1979. Incluso AP tuvo unas dimensiones minúsculas que no explicaban dónde habían ido a parar los franquistas contra los que tres años antes, la oposición democrática no había podido reunir suficiente fuerza social para desalojarlos del poder por la vía de la ruptura. Es evidente que había franquismo en UCD y en los demás partidos también existieron franquistas vergonzantes u oportunistas que intentaron adaptarse al tiempo nuevo que llegaba. La “democracia orgánica” era solamente tratada en las páginas del “Papus” o de “El Jueves” con chistes facilones. Pocos regímenes habían caído en un descrédito tan absoluto como la “democracia orgánica” y nunca régimen alguno tuvo tan pocos defensores en aquellos años. Hoy, ya nadie se acuerda de él. De ahí que hayamos tenido que realizar este largo recorrido para que nuestros lectores más jóvenes se hicieran una idea de qué se trataba. Vamos a lo nuestro.

Hoy se puede hablar otra vez de todo esto en la medida en que vivimos en un régimen de libertades, ya hemos comprobado las mieles y las hieles de la democracia de partidos y el franquismo supone solo un paréntesis en la historia de España. ¿A cuento de qué viene todo esto? Sencillamente a que en estos momentos en los que estamos hablando de introducir reformas en el sistema representativo, podemos deducir algunas ideas parciales de aquel sistema. Hoy ya no vale decir aquello de: “Quien diga “democracia orgánica”, que sea anatema”. Así que a lo que vamos.

Hay algo razonable en la propuesta de la “democracia orgánica”: el reconocer que no solamente los partidos políticos pueden canalizar la opinión pública especialmente en estos momentos en los que, las diferencias ideológicas entre ellos son mínimas y los partidos se forman, no tanto como agregados ideológicos o programáticos, sino como conjuntos de intereses. Y esto es poco, muy poco. ¿Qué ocurre con los ciudadanos que no aciertan a identificarse con un partido político? Para ellos, su participación en el sistema democrático debe limitarse a votar una vez cada cuatro años. Poco, muy poco. Más que nada, desde luego; pero poco. ¿Por qué conformarse con poco cuando puede tenerse cuarto y mitad?

Tidos tenemos conciencia deque Teruel existe, pero no está tan claro que exista el Senado. Se duda de su utilidad. Escasa. Mejor, nula. ¿Transformarlo en Cámara Autonómica? Una concesión a los nacionalistas moderados y mucho más a los regionalistas. En definitiva poco. Por que, por lo demás, resulta evidente que los diputados que se sientan en el Congreso son elegidos en base a distritos electorales provinciales. Es decir que, en cierto sentido, también el congreso, es una camarada en la que se tiene en cuenta el factor horizontal, geográfico, de origen: la provincia y la región. El énfasis puesto en la conversión del Senado en una Cámara Autonómica deriva de tres factores:

-              El peso absolutamente desmesurado de los partidos nacionalistas periféricos en el debate político nacional.
-              La necesidad de los partidos mayoritarios de contar con el apoyo de los nacionalistas en situaciones de pérdida de mayoría absoluta.
-              El carácter actual del Senado como camarada indefinida e indefinible, sin peso político y que los partidos estatales se avienen a ofrecer como premio de consolación a los nacionalistas.
-               
Desde nuestro punto de vista, transformar al Senado en “Camarada Autonómica” para sellar así la naturaleza de España como “Estado de las Autonomías”, es falaz e inútil. A estas alturas resulta evidente que el “Estado de las Autonomías” ha fracasado: no lo decimos nosotros, sino el Plan Ibarreche y el Tripartido Catalán. Más vale reconocer la realidad y ésta se puede definir en tres puntos indiscutibles:

-              El “Estado de las Autonomías” no ha logrado estabilizarse, especialmente en dos de las tres nacionalidades “históricas”. Para el nacionalismo se ha tratado solamente de una excusa para cortar una rodaja del salchichón y aproximarse a su objetivo final: la independencia o una situación de federalismo sin ninguna desventaja de la independencia y con todas las ventajas de la misma.
-              Transformar al Senado en Cámara Autonómica, simplemente por que no se sabe qué hacer con él y para dar la sensación a los nacionalistas de que se les da una nueva concesión no va a solucionar en absoluto el problema de fondo que es la estructuración del Estado y el concepto de España.
-              Finalmente, todo lo anterior supone desconocer que el hecho autonómico, aun importante, no es el único. Si lo es para los nacionalistas (ya se sabe lo que decía Boadella del nacionalismo comparándolo con un pedo, que “solo satisface al que se lo tira”), pero no se ve exactamente por qué causa toda la vida política de un país debería estar centrada en torno al hecho autonómico y ser tan altamente tributaria de los nacionalismos como lo es en la actualidad. Como si no existieran problemas sociales, culturales, asistenciales, tan importantes, o quizás mucho más, que el tema autonómico cuya discusión, en el fondo, se reduce a quien controla las llaves de la caja, esgrimiendo como justificación una serie de valores étnico-tribales en el peor de los casos y culturales en el mejor.

Creo no decir ningún disparate afirmando que una de las grandes asignaturas pendientes de la España del siglo XXI es redimensionar el problema autonómico a sus justas dimensiones: ni es el “gran tema”, ni siquiera un tema al que merezca la pena dedicar mucho tiempo. Hay estatutos de autonomía. No da la sensación de que hayan fracasado, tampoco se ha producido un descalabro del Estado, así ¿que para qué cambiar?. El ciudadano dispone de un parlamento nacional y de parlamentos regionales... está suficientemente representado en el Estado y en las Autonomías ¿para qué perder el tiempo convirtiendo también el Senado en otra cámara de representación territorial? Seamos realistas y traslademos los ejes de la discusión a otros temas, el nacionalismo siempre quiere más y termina aburriendo tanto por su victimización como por su insolidaridad.

Lo que estamos proponiendo es introducir en el Senado algún tipo de representación orgánica. Si se es capaz de superar el trauma que supone la referencia a un concepto inicialmente relacionado con el franquismo y se examina la cuestión con cierta amplitud de miras, se verá que no estamos proponiendo ningún involucionismo. Todo lo contrario. Sígannos en esta aventura intelectual.

Hasta 1976 no existieron sindicatos libres. Hasta ese año los sindicatos, despectivamente llamados “horizontales”, no pudieron expresarse con libertad y organizarse. Por tanto el “tercio sindical” de las antiguas cortes franquistas estaba viciado. Era imposible por que los sindicatos, en buena medida, se reducían a ser una estructura burocrática de control del medio obrero. Ciertamente en las cortes franquistas se sentaban “procuradores” (el equivalente a diputados) procedentes del “tercio sindical”... pero era evidente que nada –o muy poco- tenían que ver con la clase obrera. Hoy tenemos sindicatos. Ciertamente no viven el mejor momento de afiliación. De hecho deben parte de su subsistencia a los fondos públicos. Y, por lo demás, la esencia del sindicalismo reivindicativo ha variado. Lo que no terminan es de encontrar su nuevo horizonte. Lo que estoy proponiendo es que el Senado se transforme en una cámara corporativa. Yo me fiaría más de Fidalgo o de Menéndez sentados en el Senado como representantes de los trabajadores (y de otros responsables obreros, de estos y otros sindicatos) que de los partidos que se arrogan la representación de los trabajadores. Y me gustaría más oír a los capitostes de la patronal sus argumentos en el Senado antes que saber que conspiran por la defensa de sus intereses en cenas y saraos inconfesables con la clase política.

Me gustaría que los representantes de las principales asociaciones culturales, juveniles, universitarias, de jubilados, de los colegios profesionales, de las ONGs, etc. se sentaran en los escaños del senado, y que aportaran lo suyo que es mucho y multiforme. Por que yo ya sé lo que van a aportar senadores del PP, del PSOE y nacionalistas, lo sabemos todos. El Senado si debe ser algo –si puede ser algo- no debe ser algo diferente a la “España real”. Por que, a fin de cuentas, ¿quién va a conocer mejor las necesidades, por ejemplo, de las ONGs que las propias ONGs? ¿y quién va a saber mejor cuáles son las carencias y las perspectivas de las universidades que sus rectores y los representantes de los estudiantes? Ahora ya no vale decir que no se eligen democráticamente: vaya que sí. Su representatividad es incuestionable... ¿entonces? ¿no sería bueno, para no persistir en una democracia que fuera más partitocracia que otra cosa, crear un mecanismo de contrapeso al poder de los partidos y que este papel lo ocupara el propio Senado?

Este país tiene muchos problemas, a parte del famoso problema autonómico generado fundamentalmente por los nacionalistas. Por ejemplo, la telebasura, la masacre cultural que se amplía de día en día, la degradación de la enseñanza, la investigación, la orientación precisa de esa misma investigación, la reforma de todo el sistema educativo, etc. Sería demasiado ingenuo pensar que los partidos tienen una visión objetiva de todo esto. Tienen la visión que corresponde a su lógica y a sus intereses de partido. Suelen decir que antes de aprobar una ley consultan a la “sociedad civil”. Se trata de otra falacia. Los partidos han ahogado precisamente esa sociedad civil. Apenas existe asociacionismo y, en cualquier caso, su papel es muy restringido. A partir del “desencanto” que emergió a mediados de los años 80 y de determinadas derivas de la sociedad moderna, se generó un repliegue general a lo particular que excluía la participación en cualquier tipo de iniciativas comunitarias. Desde entonces los niveles de asociacionismo en nuestro país han sido mínimos y las asociaciones constituidas no han dejado de experimentar una pérdida de influencia social y, al mismo tiempo, las que sobrevivieron registran una dependencia creciente del Estado a través de la concesión de subvenciones y fondos públicos. En otras palabras: es preciso que el asociacionismo viva en nuestro país una nueva aurora.

Pero, incluso hoy, las asociaciones de consumidores tienen una perspectiva más amplia y exacta de los problemas del consumidor que los partidos políticos. Los claustros universitarios conocen a la perfección sus carencias y sus exigencias mucho más que los partidos políticos: por que son los distintos estamentos universitarios los más interesados en que sus instancias funcionen a la perfección y están mamando día a día la realidad (frecuentemente dramática) que les afecta. ¿Y el ejército? ¿o los colegios profesionales? ¿acaso no tienen problemas profesionales frente a los que los partidos no tienen gran cosa que decir, sino simplemente aceptar o rechazar sus sugerencias? ¿no sería mejor que representantes de los distintos estamentos del país, elegidos democráticamente por esos mismos estamentos, estuvieran presentes en alguna instancia representativa, directamente, sin intermediarios, sin partidos que se arroguen representaciones que no les corresponden?

Lo que estamos proponiendo en definitiva es convertir una cámara absolutamente inútil y que ha demostrado su inutilidad desde 1979 en una representación, no de las correlaciones políticas que se dan en el seno de la sociedad española –que para esto ya está el congreso de los diputados- sino en una muestra de esa misma sociedad. A la democracia del número, de los partidos, de las opciones políticas y los programas, a la democracia geográfica, lo que estamos proponiendo es un mecanismo de complementareidad en el Senado de carácter estamental, por actividad, fuera de los partidos, y al margen de ellos, elegido directamente por aquellos que tienen los mismos intereses y problemas al compartir la misma actividad o el mismo rol social.

Se dirá que a un Rector universitario difícilmente le interesarán los problemas de la defensa nacional. O que a un responsable sindical apenas tendría interés en las cuestiones de la investigación científica. En absoluto. No es eso. En nuestras sociedades existe una interconexión entre la mayoría de actividades, una especialización no implica ignorancia total del resto de actividades. Y por lo demás, eso sería olvidar que en el congreso de los diputados, hay una amplia mayoría de abogados que desconocen los problemas de otras profesiones y oficios.

Otros añadirán que en tanto que seres sociales los representantes de un Senado corporativo también tienen ideas políticas y estas pueden coincidir con las opiniones sostenidas por los partidos, con lo cual, ahí se reconstruirían mecanismo de tipo partitocrático. La objeción no es válida. En primer lugar parte de una presunción falsa por completo: que los partidos políticos tienen altos niveles de afiliación. En realidad es todo lo contrario. Lo que ocurre es que los partidos tienen un peso muy superior al que sus dimensiones y niveles de afiliación les concederían en buena lógica. Al presentarse como única posibilidad representativa, extrapolan los resultados obtenidos en las elecciones (una consulta cada cuatro años), arrogándose el poder de hacer y deshacer en función de un apoyo puntual. Los partidos pesan demasiado. Siguiendo la filosofía democrática haría falta introducir un contrapeso. O de lo contrario, absolutizarán su tendencia natural a tender a formas cada vez más duras de partidocracia. El Congreso es la voz del pueblo modulada a través de la mediación de los partidos políticos. Lo que proponemos es un Senado que sea la voz directa de la sociedad expresada a través de representantes de sus distintos estamentos. Eso es todo. No parece ni muy desmadrado, ni particularmente injusto. Claro está que las voces que pueden oponerse a un proyecto similar proceden de aquellos que perderían más. Imaginen cuales son.

De hecho la introducción de senadores procedentes de las comunidades autónomas no se ha traducido en una mayor representatividad, ni en una mayor eficacia de la cámara. Sus debates siguen desarrollándose a espaldas de los intereses de la sociedad española y sin conexión con la opinión pública. Se marcan las cruces en la papeleta de candidatos a senadores por que está ahí. Nadie sabe qué diablos opina tal o cual candidato al margen de lo que opina el partido que lo presenta. Seguimos paciendo en los páramos partitocráticos. Pastos de mala calidad. Hace falta abrir nuevos horizontes. No le quepa la menor duda.

3 - 3D: Democracia Directa Digital

Hace unos años se instaló un servidor dedicado a intercambiar archivos de sonido entre usuarios de Internet. Se llamaba Napster. Había sido fundado por Shaw Fanning y llegó a reunir 50 millones de usuarios. En el fondo, Napster no era otra cosa que una “red” de gente interesada en intercambiar archivos sonoros de la misma forma que cuando éramos pequeños intercambiábamos tebeos en el cole. Esto también era una red. Hoy, las redes han multiplicado su presencia en la sociedad; Internet es su vehículo. Nada más fácil, a partir de la red de redes, que tejer redes menores, verdaderos grupos de afinidad. Nuestra segunda propuesta es trasladar todo esto al mundo de la política.

¿Se dan ustedes cuenta de que la democracia americana no ha experimentado la más mínima reforma desde su instauración en 1783?, en algo más de dos siglos, doscientos años. Y en Europa las cosas tampoco han cambiado excesivamente. Y este es el problema: estamos gestionando el sistema mundial del siglo XXI con la misma configuración que existía en el siglo XVIII. Imaginen ustedes lo que supondría intentar manejar un programa de diseño de última generación, un Photoshop 8.1, digamos, en un Spectrum de hace veinte años... pues lo mismo.
Se vota hoy como se votaba hace 220 años. Las mujeres desde hace 70 u 80 años han alcanzado derecho al voto. Más vale tarde que nunca. Pero, desde entonces, ninguna reforma sustancial se ha añadido. Como máximo el que los votos en el hemiciclo se realizan pulsando un botón. Poco, realmente para las posibilidades tecnológicas de nuestro tiempo. Por que hoy estamos acercándonos a la utopía informática: aquella que puede transformar la opacidad de ciertos espacios democráticos en zonas luminosas. Basta mover un “mouse” y pulsar “Enter” para que el ciudadano puede dar a conocer su opinión, su apoyo o su censura, su decisión, en definitiva. La “firma digital” ha obviado los problemas de duplicidad del voto. Y en cuanto al nivel de usuarios de la red de redes y de los sistemas digitales, progresa sin cesar. Hoy, cualquier persona que sepa leer, es capaz de acudir a una terminal informática, marcar la opción que le interesa y pulsar el correspondiente “Enter”. Es mucho más sencillo que elegir una papeleta entre muchas, introducirla en un sobre, pegar el salivazo, entregarlo al presidente de mesa, esperar que éste y los auxiliares comprueben si el votante está inscrito o no y pronunciar el “vota”. Si de lo que se trata es de oír el “vota” hay sintetizadores de voz que permiten distintas modulaciones, así que si el elector quiere oír un “vota” sugerente, melodiosa y erótica, podría tener esa posibilidad con irse a “opciones”. Como si quiere oír el “vota” con acento prusiano.

La “democracia digital” viabiliza la consulta y facilita el recuento y esto implica la posibilidad de multiplicar las consultas. Estamos hablando de referéndums. Nuestro sistema democrático posibilita el referéndum ciertamente, pero también coloca el listón tan alto que en los veintitantos años de democracia solamente se celebró un malhadado referéndum que nos pasó de “OTAN, de entrada no”, a participar en los bombardeos de Yugoslavia, aun cuando en el referéndum se enfatizó el hecho de que no nos incluiríamos en el aparato militar. Y nos incluimos.

El referéndum es una forma de democracia participativa y directa. Si la pregunta es clara, la respuesta también: Si o No. El resultado es un mandato del electorado para que un partido lo ejecute. Sin matices, sin paliativos, sin medias tintas. Es la voz del pueblo la que se expresa. No es de extrañar que la partitocracia tenga tan poca simpatía por el referéndum. Pues bien, hoy se trata de normalizar el derecho al referéndum utilizando los nuevos sistemas de voto electrónico. Volveremos más adelante sobre este tema del referéndum.

Estábamos en la democracia digital. Se dirá que es una aventura sin precedentes. Respondemos que lo que no tiene precedentes es la partitocracia por que la democracia siempre ha ido unida a formas digitales. Lo que estamos proponiendo es una participación directa del ciudadano en tiempo real, como hacían los atenienses en el foro. Iban, hablaban, oían, meditaban y votaban. El Partenón era el escenario de la democracia. Y aun hoy para algunos de nosotros es el símbolo mas alto de las aspiraciones democráticas de la Vieja Europa. En esto como en muchas cosas hay que volver a los orígenes. Y esos orígenes están situados muchos más atrás de la democracia surgida de la revolución americana. Fundamentalmente, la revolución americana aportó todo lo referido a la división de poderes y a la teoría de los pesos y contrapesos de cada poder, para evitar abusos. Existen unos orígenes remotos, los de la democracia clásica, que no pueden obviarse. Por que allí nació la democracia directa.

El crecimiento de las poblaciones y su alejamiento imposibilitó que en la revolución americana se apelase a la asamblea de los ciudadanos para elegir representantes. Así apareció la idea de celebrar elecciones y computar los votos recogidos en distintos colegios electorales. Pero de estos hace ya doscientos veinte años. El mundo ha cambiado: un ciudadano pulsando con su dedo (de ahí lo de digital) el mando del televisor, una tecla de su teléfono móvil, o el ratón de su ordenador, pueden hacer valer su voto en tiempo real.

No hay grandes objeciones a este sistema: hoy apenas hay ciudadanos que no tengan TV, teléfono móvil u ordenador. El nivel de utilización de todos estos sistemas mediante los que el ciudadano puede recibir información y a través de los cuales puede expresar su opinión, es ínfimo. La objeción, según la cual, la democracia tecnológica discriminaría a una parte de la población que no tiene acceso a esa tecnología es falaz. Bastaría con que el Estado facilitara puntualmente a esa ínfima minoría de ciudadanos la asistencia técnica para que la objeción fuera superada. Así mismo la objeción según la cual los técnicos terminarían siendo intermediarios y reconstruyendo una pieza de aislamiento entre las decisiones del poder y la sociedad, no es menos falaz: los técnicos no gobiernan el proceso, simplemente lo facilitan.
Hay una última objeción: el recurso a la democracia digital haría imposible la adopción de políticas de gobierno de larga o media duración; existiría la posibilidad de que, cada dos por tres, el electorado introdujera correcciones en la línea política de un gobierno y, en la práctica, hiciera imposible su tarea. No estamos acuerdo. Es más, estamos persuadidos de que la democracia digital introduciría correcciones saludables en el sistema: los partidos políticos deberían ser muy cautos a la hora de explicar sus programas. No habría margen para la demagogia, ni para las promesas formuladas con la intención de incumplirse. Los partidos resultarían elegidos en función de programas claros que se comprometerían a aplicar. Estas soluciones propuestas podrían dar resultado o no darlo. Si generaban más conflictos de los que resolvían, el ciudadano tenía la posibilidad de bloquear un programa, sobre el papel atractivo y en la práctica catastrófico.

Lo que estamos proponiendo no es la sustitución de la democracia que conocemos hoy por otro modelo democrático cuyo eje sean los medios que permiten interactividad digital. Lo que estamos proponiendo es completar la democracia tal como la conocemos hoy con un sistema digital. Completar, no sustituir.
En la llamada “democracia vertical” los ciudadanos situados en la base eligen a sus dirigentes que se sitúan, encima, en los resortes del poder. Se le llama también “democracia competitiva” por que distintas opciones “compiten” por el voto del ciudadano. El problema es que para que un sistema competitivo sea efectivo, la competencia debe ser “leal” y ninguna de las partes, debería gozar de una situación preferencial en el “mercado”. Eso no ocurre en nuestras democracias: el partido que se sitúa en el poder y que lo ha gestionado durante una temporada, dispone de los resortes de ese mismo poder para presentarse a la opinión pública en condiciones más favorables que los partidos que se sitúan en la oposición. Escribo estas líneas cuando todavía no ha empezado la campaña electoral de 2003. Esto no es óbice para que el partido en el poder haya iniciado una costosa campaña de recordatorio de sus logros a través de los medios de comunicación. Realmente poco si tenemos en cuenta que en la Conselleria de Benestar Social de la Generalitat de Catalunya, hasta no hace poco, las dos partidas presupuestarias mayores que afrontaba eran los gastos de personal y de la propia promoción de la Conselleria. Intolerable y bananero. A decir verdad, la sustitución del PSOE por el PP se produjo al cabo de 13 años de gobierno, tras cuatro elecciones que los técnicos electorales del PSOE manejaron a la perfección desde los mecanismos de poder. La victoria del PP tuvo lugar finalmente cuando el desgaste electoral del PSOE fue insuperable y quedó evidenciado que el felipismo había agotado sus posibilidades. En ese momento aparece una necesidad de cambio que orienta el grueso del voto hacia otras opciones hasta entonces en la oposición.

La democracia digital es una forma de impedir situaciones de desigualdad como las que presenta una competición electoral entre el partido que está en el poder (que se beneficia de los resortes de ese mismo poder) y los partidos de oposición (que sólo pueden beneficiarse a la larga del desgaste del poder).

Algunos sociólogos como Dominique Wolton, estiman que la tecnología no es un instrumento suficiente como para operar un cambio social en profundidad, a menos que no se produjera paralelamente un movimiento de toma de conciencia de las masas de su destino. Una democracia moderna, precisa participación e interactividad, claro está, pero sobre todo necesita ciudadanos cultos y concienciados. Eso no es fácil de conseguir, pero tampoco es imposible. Y desde luego, es deseable.

De la misma forma que para estimular la transformación del Senado en una cámara corporativa es preciso estimular el asociacionismo en este momento moribundo y es bueno que así se haga, así mismo para introducir elementos de democracia digital, es preciso estimular el nivel cultural y la toma de conciencia de la población. Y es bueno que así sea.

3. Listas abiertas y desbloqueadas

Tal como está articulado el sistema electoral español, el votante tiene la convicción en cada elección que lo que se está jugando es si una u otra cara dirigirá el país en los siguientes cuatro años. En las elecciones de 1996 la disyuntiva era entre Felipe González y Aznar, en el 2000 volvía a repetirse la disyuntiva entre Aznar y Almunia, cuatro años después entre Rajoy y Zapatero. Se piden debates entre los candidatos como si la legitimidad democrática dependiera de ello, cuando en realidad lo que está en juego es mucho más que optar por dos rostros, a los que corresponden dos siglas de partido. Hay que optar por unos cuantos cientos de candidatos de unas cuantas opciones. Esto podía tener sentido en una sociedad muy ideologizada (la sociedad europea de los años 30), cuando cada rostro representaba una opción completamente diferente y excluyente (votar por el comunismo excluía votar por el fascismo y, en la práctica, implicaba optar por sistemas políticos diferentes y por transformaciones radicales de la sociedad). Hoy, los niveles de ideologización, no sólo de la sociedad española, sino de los propios partidos políticos, son mínimos. Un rostro en sí mismo, un sólo candidato no define todas las “sensibilidades” diferentes que se ocultan bajo la sigla de su partido.

En la práctica, el sistema electoral español permite sólo –lo cual no es poco, realmente- elegir una vez cada cuatro años, el rostro de la persona que va a gobernar. Así pues, el pueblo elige gobernantes... pero ¿y los representantes? ¿Cuál es “mi” representante? ¿a quién puedo irle con mis quejas o mis propuestas? Los artífices de la Constitución de 1979, conscientes de esta objeción, plantearon la figura del Defensor del Pueblo como cauce por el que encarrilar las quejas de la ciudadanía. Insuficiente, limitado, pero bien, algo es algo... ¿y a qué diputado puedo presentar mis propuestas? ¿Por qué debería hacerlo al de un partido y no al de otro, si me es completamente indiferente?

En 1977, los partidos políticos argumentaron en beneficio de la Ley d’Hont que evitaría una representación parlamentaria excesivamente “dispersa” en pequeñas e irrelevantes opciones que, tarde o temprano desaparecerían. Bueno, es posible que tuvieran razón en aquel momento. Lo que ocurrió fue que, luego, el sistema se institucionalizó y esto, unido a la disciplina del voto de los grupos parlamentarios, habitualmente tan stalinista como la impuesta en el Ejército Rojo, hace que, en realidad, pueda obviarse el hemiciclo parlamentario a efectos de saber qué propuesta va a ganar o no. Bastaría con que se reunieran solamente los jefes de cada grupo parlamentario, aportaran cada uno los votos que tienen detrás y, asunto resuelto. Y en caso de mayorías absolutas, ni siquiera haría falta este ritual por que se sabe perfectamente y con anticipación quien se impondrá sobre quien... Hoy la democracia está perfectamente asentada en España como para poder realizar “equilibrios más avanzados” y, sin duda, para profundizar en nuevos sistemas representativos.

La democracia directa ya se conocía desde la Grecia clásica. Se basaba en una unidad política de dimensiones relativamente reducidas –la polis- en cuyo sistema asambleario podían participar todos los varones libres en uso de sus derechos políticos. Las reuniones tenían lugar en el Foro, la plaza pública, se debatían los asuntos de la comunidad y se tomaban decisiones por votación. A cada ciudadano le correspondía un voto. Este sistema funcionó y aseguró períodos de florecimiento en la Grecia clásica. Hoy, la complejidad de las sociedades ha imposibilitado incluso la aplicación de este sistema en el gobierno municipal. Los nuevos sistemas de democracia digital que se intuyen para el futuro, probablemente, nos aproximen de nuevo a los orígenes de la democracia, pero por el momento, es imposible reconstruir el sistema helénico. La única huella que hoy se reconoce de aquel sistema es el recurso al referéndum.

Precisamente es la complejidad de nuestras sociedades lo que impide la democracia directa y hace necesaria la democracia representativa. En ella, el ciudadano hace por medio de un representante lo que no puede hacer directamente: participar en el gobierno de la nación. La base de la democracia representativa no es, como se insiste en el concepto animista-democrático, la transformación del voto individual en “soberanía popular” mediante el acto mágico-litúrgico de la elección, el recuento, la proclamación, investidura y jura de un gobierno. La base de la democracia representativa es muy diferente: es la confianza que el elector deposita en un candidato. Si este principio de confianza se atenúa o desaparece por los motivos que sean, el candidato elegido pierde su legitimidad representativa. Esto puedo ocurrir por muchos motivos: manifiesta incapacidad, decepción del electorado por el incumplimiento de las promesas electorales, etcétera. Ahora bien, es preciso concentrar la “confianza” del electorado en unos candidatos y optar por un sistema para elegir de entre estos candidatos a los que gocen de un mayor nivel de confianza de los electores. Y esto se logra mediante un sistema electoral.

Un “sistema electoral” es el conjunto de técnicas empleadas para elegir a los representantes. En la antigua Grecia el sistema era simple: se presentaba un candidato y recibía o no el apoyo del electorado. Era el sistema “uninominal”. Hoy el sistema de elección presidencial en algunos países es, así mismo, uninominal, si bien se complementa con el sistema de “listas” para elegir representación a las cámaras legislativas. Una lista es una “oferta” de candidatos presentada por un partido político o por una coalición. Pero existen distintos tipos de “listas”.

El sistema electoral español está compuesto por listas cerradas (el elector no puede elegir candidatos de diferentes listas) y bloqueadas (el elector no puede alterar el orden en el que se presentan los candidatos), lo que implica que debe confiar, necesariamente, en los partidos antes que en las personas. Que es como comulgar con ruedas de molino y, además, sin fe. Mediante una operación matemática –la Ley d’Hont- se distribuyen, de manera proporcional, los escaños en función de los votos. 

Este sistema implica 3D: desigualdades, desequilibrios y déficits democráticos que contravienen el principio de la “igualdad” que debe presidir todo sistema justo. En principio por que los votos de cada provincia “valen” diferente del resto. Elegir un diputado por Madrid cuesta muchos más votos que elegirlo por Ávila. A pesar de la proximidad, un diputado leridano “vale” mucho menos que un barcelonés.  Pero si esto es una diferencia “horizontal”, las verticales no son menores: los diputados de CiU o del PNV salen mucho más “baratos” que los de IU. En su mejor estilo populista y socialista, el presidente de la Comunidad Autónoma de Extremadura, Rodríguez Ibarra, ya lo expresó en su airado desplante a los nacionalistas, tomando como ejemplo los votos de IU (1.253.859) que le dieron 8 diputados, en comparación con los del PNV (315.816) que le adjudicaron 7... ¿Y qué decir de los carteles electorales que no logran ningún diputado? ¿quién representa a esos ciudadanos? Si nuestro sistema estuviera concebido de otra manera podría saberse que el vecino del barrio X, de la ciudad Y, de la provincia Z, le correspondía el diputado A. Este diputado no sería el de su partido y el de su provincia, junto con otros diputados, sino que correspondería a una zona muy concreta y estaría obligado a defender los intereses y representar a todos los electores, le hubieran votado o no. Pero nuestro sistema no está concebido así, lo cual, dicho sea de paso, abre una brecha insuperable entre los diputados y los ciudadanos.

No existe el sistema representativo perfecto. Pero hay distintos grados de imperfección. El sistema político español parece estar más cerca de lo más imperfecto de lo imperfecto en lugar de aspirar a estar cerca de lo más perfecto de lo imperfecto. Yo no me siento representado por nadie. Probablemente a usted también le pase lo mismo. Le digo más, incluso los tres tipos a los que voté para el Senado, tengo la sensación de que no han podido o no han querido hacer gran cosa por éste su elector.

Todas las deficiencias del sistema representativo español proceden de la sinergia entre tres desgracias: las listas electorales cerradas y bloqueadas, la aplicación de la Ley d’Hont y la falta de concreción en saber quién representa a quién y para qué. Mézclense estas deficiencias estructurales con las degeneraciones coyunturales que sufre el sistema democrático en nuestros días y se tendrá el sistema representativo que vivimos hoy y que permanece a espaldas de los electores.

Vayamos punto por punto. Existen tres tipos de listas: las cerradas y bloqueadas, las cerradas no bloqueadas y las listas abiertas. Ustedes más o menos saben de qué va cada una. Por si acaso se lo resumimos: Las primeras son cerradas por que el elector debe elegir entre las distintas listas presentadas por los partidos. Son, así mismo, bloqueadas por que el elector no puede alterar el orden de la candidatura. Puede ser que el candidato en el que deposito mi confianza esté situado en la cola de la lista electoral presentada por el partido X. Puede ser que a mí el partido X, en si, no me interese lo más mínimo, ni tenga confianza en él, pero uno de sus candidatos (el que ocupa la plaza octava sobre nueve), me conste que es un tipo fenomenal. Quiero votarle a él, no a los siete anteriores. Pues bien, no puedo. Saldrá elegido quien el partido haya decretado que estará en los puestos “elegibles”. Eso no es democracia, eso es partitocracia.

Las listas cerradas, pero no bloqueadas mejoran algo el sistema. Voto una de las listas presentadas por los partidos, pero dentro de ella, tengo la facultad de elegir candidato; el octavo, por ejemplo. Ciertamente, me estoy moviendo dentro de un campo limitado: sólo puedo votar a candidatos que pertenecen a partidos políticos, pero es cierto que dentro de cada lista puedo elegir a quien estimo me representará mejor. Hay un problema en todo esto. Los partidos colocan en sus listas a gente, habitualmente poco representativa hacia el exterior, y que responde a las correlaciones internas entre las distintas sensibilidades de ese partido. El PSOE en las elecciones autonómicas de Madrid, en mayo, colocó en sus listas a dos diputados desaprensivos, en puestos elegibles, que se habían distinguido por su negligencia y falta de actividad en la legislatura anterior, para satisfacer a una de las corrientes internas del partido. Sus nombres: Tamayo y Sáez. Eso ocurre por que las listas de los partidos están constituidas por las élites dirigentes de los mismos. Habitualmente, esas élites están desvinculadas del electorado. Y, por lo demás ¿qué ocurre si los candidatos a los que desearía entregar el voto están distribuidos entre listas de distintos partidos? Estoy obligado a votar solamente a los candidatos de una sola lista. Luego, existe un límite. Esto lo pretenden solventar los partidarios del tercer tipo de listas, las abiertas y desbloqueadas.

En estas listas el elector puede elegir dentro de una lista al candidato que quiere, pero también puede elegir a candidatos de otras listas. No está obligado a elegir solamente unos colores electorales, puede votar a “sus” candidatos entre distintos carteles electorales. No es un sistema “teórico”, sino que se aplica en Europa en Suiza y Luxemburgo. En estos dos países, los electores tienen tantos votos como escaños a ocupar y los pueden distribuir entre candidatos de una sola lista o de varias, como gusten. Pueden incluso votar varias veces por un mismo candidato. La estabilidad democrática de estos países garantiza la viabilidad del sistema y su estabilidad. 

Tales son los tres opciones electorales. La primera –listas cerradas y bloqueadas- es el sistema en vigor en nuestra democracia. La última parece más acorde con mayores niveles de representatividad. Por que las listas abiertas y desbloqueadas permiten vincular más al elector con aquellos políticos que gocen de su confianza. Claro está que todos estos sistemas tienen sus ventajas y sus inconvenientes, todo depende del punto de vista que se adopte: si se busca una democracia que tenga altos niveles representativos, éste es el sistema que más cercano está a este objetivo. Pero también este sistema implicaría el riesgo de que los personajes “más populares” (y no los más capacitados) resultaran beneficiados. Si de lo que se trata, por el contrario, es de lograr mayorías absolutas estables, está claro que el sistema más adecuado no es ese -que puede favorecer la dispersión parlamentaria- sino el sistema de listas cerradas y bloqueadas apoyadas férreamente por la Ley d’Hont. Si toda la cuestión es establecer “cuotas” para la mujer o para otros sectores sociales, también este es el sistema que conviene.

Hasta ahora el resultado de una votación en el Congreso de los Diputados puede ser, por ejemplo, 182 votos a favor, 131 en contra, 47 abstenciones. Con nuestra propuesta el resultado podría ser, por ejemplo, 12.325.837 votos a favor, 7.100.221 en contra, 6.003.250 abstenciones. Esto quiere decir que en vez de votar una vez cada cuatro años, yo estaré votando cada vez que lo haga mi representante. El ciudadano participa así en las decisiones políticas que tome la cámara de los representantes.

Esto quiere decir que yo sé en cada momento qué es lo que hace en general mi representante (si interviene, si se calla, si propone algo...) porque sé quién es, lo que está haciendo en concreto con mi voto y cómo lo está empleando. Es significativo que las “oficinas” de los diputados estén en el Congreso y no en los distritos electorales de donde proceden los votantes que los han elegido. Da la impresión en el sistema representativo español retroalimenta a la partitocracia. Pero lo más significativo fue la facilidad con que, tras cuarenta años de ausencia de garantías democráticas, se reconstruyó en unos pocos meses –entre junio de 1977 y la elaboración de la nueva constitución que siguió- un sistema estrictamente partitocrático. La constitución –y tal era su punto fuerte- fue el producto de un “consenso”... pero dicho consenso fue adoptado por “partidos”, no por técnicos y expertos que hubieran debido ser, a fin de cuentas, los comisionados por el parlamento para elaborar la mejor de las constituciones posibles a la vista de las experiencias. En lugar de ello, la constitución surgió de un consenso... ¿entre quién? Entre los partidos políticos, todos ellos dotados de los mismos intereses (acaparar las mayores parcelas de poder). Por que la democracia española es una democracia tardía. Hubiera bastado con fotocopiar cualquiera de las constituciones que hubieran demostrado mayor solvencia, permanencia y representatividad y haber cambiado las referencias propias a nuestro país... así se hace siempre que se legaliza una asociación cultural; en la ventanilla correspondiente te dan un impreso y solamente hay que poner el nombre de la asociación y los objetivos para los que ha sido creada. En Internet circulan distintos proyectos de reforma del sistema representativo. Resulta complicado –para quien no es un experto constitucionalista- decantarse hacia uno o hacia otro. Pero doctores tiene la ley y partidos la democracia, para interpretar las necesidades de obtener una mayor representatividad del sistema electoral. Aquí nos podemos limitar únicamente a enunciar media docena de puntos por los que entendemos debería discurrir la reforma a modo de objetivos a alcanzar:

1) Sistema electoral mediante listas abiertas y desbloqueadas.

2) Diputados elegidos con mandato imperativo (el candidato queda vinculado a los compromisos asumidos en el programa que defiende y por el que se le vota, y a la voluntad de sus electores en materia no establecida en dicho programa).

3) Un sistema mixto en el que a cada distrito electoral corresponda un diputado concreto que deba responder ante los electores y deberse a ellos, mediante voto mayoritario, unido a un sistema de correcciones que diera entrada a minorías no que no han obtenido representación por ese sistema, pero que mantienen un número de votos superior a un 2% a nivel nacional.

4. REFERÉNDUM – PLEBISCITO

El referéndum y el plebiscito son dos mecanismos de participación democrática. Son utilizados para que la población manifieste su criterio en ciertas decisiones importantes para la vida de la nación. Son formas de democracia directa. Sin embargo entre ellos existen algunas diferencias. Se suele definir el referéndum como una forma de democracia directa mediante la cual la voluntad popular se manifiesta en relación a un problema de importancia nacional que le plantean sus representantes legales. El plebiscito es algo similar, pero con alguna variante. Su nombre deriva de “plebe” y se conocía desde los tiempos de la antigua Roma cuando el tribuno de la plebe quería conocer el estado de opinión del pueblo. El sistema era utilizado sólo por la “plebe” para afirmar sus derechos sobre el estamento patricio. Era una resolución tomada por la plebe en Asambleas especiales presididas por un tribuno, y se llamaba Concilia Plebis. La Ley Hortensia los declaró obligatorios, generalmente se refieren a cuestiones de derecho privado.

Los principales plebiscitos son: La Ley Falcidia sobre legados, la Ley Cincia sobre donaciones, la Ley Aquilia sobre daños causados injustamente "damnun injuria datum" y la Ley Junia Norbana sobre manumisión.

El referéndum es posterior. La palabra aparece en el siglo XVI. Surge en los cantones que constituyeron el núcleo de la actual Suiza. Los delegados de los municipios se reunían en asamblea y pedían la opinión de la población. El instrumento para consultar a la población era precisamente el referéndum. Cuando estalló la Revolución Francesa y se redactó una nueva constitución, se consultó al pueblo para ver si la aceptaba o rechazaba.

Aquí y ahora, de lo que estamos obligados a hablar es de referéndum. En el lenguaje moderno, los plebiscitos son las resoluciones tomadas por un pueblo que representan los actos de voluntad popular mediante los que el pueblo exterioriza su opinión sobre un hecho determinado de su vida política. Otros tratadistas reconocen al plebiscito el mecanismo mediante el cual los electores aprueban un acto político. Hasta cierto punto el referéndum y el plebiscito son sinónimos, si bien se reconoce al plebiscito una naturaleza específicamente política mientras que el referéndum se utiliza para resolver asuntos legislativos, constitucionales y administrativos.

Bobbio distingue cuatro tipos de referéndum: constituyente (cuando se trata de aprobar una nueva constitución), constitucional (cuando aborda la reforma de una constitución), legislativo (si implica una revisión de leyes) y administrativo (si afecta a la revisión de actos administrativos). Los que tienen en torno a los 55 años habrán votado en España ya en cuatro referendums: el convocado por el franquismo en 1967 para la aprobación de la Ley Orgánica del Estado, el que abolió esta Ley en 1976, es decir el referéndum para la reforma política, el referéndum constitucional de 1979 y el referéndum sobre la OTAN de 1985. Todos ellos han sido convocados desde el poder. Ninguno se ha convocado mediante iniciativa popular. Franco había utilizado el método del referéndum para aprobar su Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1947. Votó el 90% del cuerpo electoral de la época. Veinte años después, en 1966 volvió a votar el 80%. La democracia se asentó a golpes de referéndum con porcentajes similares. Así se aprobaron los estatutos de autonomía de las llamadas “nacionalidades históricas”, y el de Andalucía, si bien éste debió de repetirse al no alcanzarse en el celebrado en agosto del 80 la mayoría requerida en la provincia de Almería.

En nuestro país el referéndum está justificado por el artículo 1 de la Constitución donde se dice que la soberanía nacional reside en el pueblo español. Entre las facultades del Rey le corresponde “convocar a referéndum en los casos previstos en la Constitución” (art. 62 const. inciso C). Pero, en realidad, esto es muy teórico: le corresponde al Rey si... se lo propone el Presidente del Gobierno y si... la consulta es autorizada por el Congreso de los Diputados (art. 92 const. párr. 2). El rey, en este sentido, lo único que se limita es a firmar la convocatoria. Una ley posterior (promulgada el 18 de enero de 1980), la Ley Orgánica sobre Regulación de las Distintas Modalidades del Referéndum, prevé los mecanismos de consulta.

En España la constitución reconoce la posibilidad de celebrar “referendums consultivos”. Serán autorizados por el Congreso por mayoría absoluta a petición del Presidente del Gobierno, para someter a consulta popular las decisiones políticas de especial trascendencia (artº 92). Luego está el referéndum constitucional ideado para las eventuales reformas del texto constitucional. Aquí el procedimiento es todavía más complicado. Las Cortes Generales deberán comunicar al Presidente el proyecto de reforma aprobado que haya de ser objeto de la ratificación popular. Hecho esto, se procederá a convocar en el plazo de 30 días y a celebrar en los 60 días siguientes. Se somete al veredicto popular la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título Preliminar, al Capítulo II Secc. I del Título I, o al Título II. Después de aprobarse la reforma por dos tercios de cada Cámara, serán disueltas las Cortes. Las nuevas Cortes ratificarán la decisión y estudiarán el nuevo texto constitucional. Se someterá a referéndum si es aprobado por dos tercios de ambas cámaras (art. 168 const.).
Esto parece poco. Parece lógico afirmar que una democracia es más democracia en cuanto que la población sea consultada con más frecuencia. Mi generación ha ido a votar en cinco referendums. Me sabe a poco. Especialmente si excluimos los dos primeros (el de 1976 y el de 1979 que pueden ser considerados residuos del período anterior). Salvo el malhadado referéndum sobre la entrada en la OTAN, los otros dos han tenido que ver con el reordenamiento democrático de España (el de la Constitución y el del Estatut Cátala). Creo que se han producido más acontecimientos históricos en este mismo tiempo y que nadie ha consultado a la población. Hubiera sido bueno que se consultara a la población al entrar en la Unión Europea. O, a la vista de la presión popular, a la hora de establecer la posición ante la invasión de Irak. Sin ir más lejos. Y creo que si el pueblo español se hubiera podido expresar libremente, habría manifestado posiciones diferentes a las sostenidas por el gobierno. Quizás no es que el gobierno de turno no tuviera razón (creo que la entrada de España en la Unión Europea ha sido una gran decisión), sino que un referéndum hubiera contribuido a explicar a la población en qué consistía esa entrada y qué iba a aportar de nuevo y de bueno a nuestra nación. Y otro tanto puede decirse de un eventual referéndum sobre la intervención en Itak y la política exterior española que hubiera demostrado con cifras el apoyo y el rechazo en lugar de tener que recurrir a las manifestaciones callejeras y a las caceroladas.

Hoy el referéndum es una de las formas más directas de participación de la población en las grandes decisiones del gobierno. Es fácil convocarlo y mucho más fácil contabilizar los votos. Recuérdese lo ya dicho sobre la democracia digital que tenemos encima y que aun no hemos hecho el más mínimo esfuerzo por aprovechar. Hace falta desdramatizar la idea del referéndum e integrarla en la democracia cotidiana. Lo normal sería que el apoyo de una parte del cuerpo electoral (¿un 3-5%?) debería bastar para llevar una decisión o una propuesta a referéndum. La política es algo demasiado serio como para dejarlo en manos de los partidos y de sus estados mayores.

5. ALIGERAR EL ESTADO, DISMINUIR LA BUROCRACIA

En 1973 trabajaba –por decirlo de alguna manera- en la Delegación de Educación y Ciencia de Barcelona. No éramos más de 40 funcionarios. Algunas como yo, completamente inútiles para el trabajo burocrático-administrativo. Nos ardía la sangre y el sueldo no era suficiente como para operar a modo de un pegamento que nos mantuviera adheridos a la silla. Quince años después volví a visitar la delegación, no por que trabajara allí sino como padre de mis hijos. La pequeña delegación se había transformado en un monstruo burocrático administrativo. En el 73 lo más parecido a un ordenador era un télex. Quince años después había ordenadores por todas partes, pero todo parecía mucho más pesado. Cuarenta personas, sin otros medios técnicos más que la Olivetti, el bolígrafo y la grapadora eran capaces de mantener una delegación, quince años después, un número incalculablemente más alto de funcionarios dotados de los últimos medios técnicos, parecían hacer lo mismo. La burocracia había crecido. La efectividad era, poco más o menos, la misma, pero había un exceso de burocracia. Y no solo en ese ministerio, sino en todos los niveles administativos. El Estado se ha hecho demasiado lento y pesado, justo en los momentos en que los medios técnicos permitirían hacerlo ligero y ágil. ¿La burocracia es culpable?

Si y no. Max Weber en sus escritos dice:

"La experiencia tiende a demostrar universalmente que el tipo de Organización administrativa puramente burocrático, es decir, la variedad monocrática de burocracia es, desde un punto de vista técnico, capaz de lograr el grado más alto de eficiencia, y en este sentido es el medio formal más racional que se conoce para lograr un control efectivo sobre los seres humanos. Es superior a cualquiera otra forma en cuanto a precisión, estabilidad, disciplina y operabilidad. Por tanto, hace posible un alto grado en el cálculo de resultados para los dirigentes de la Organización y para quienes tienen relación con ella. Finalmente, es superior tanto en eficiencia como en el alcance de sus operaciones, y es formalmente capaz de realizar cualquier tipo de tareas administrativas".

Ya resulta sorprendente que un sociólogo como Weber salga en defensa de la burocracia. Pero es como para pensárselo. La palabra “burocracia” tiene un significado despectivo. Procede del término latino “burrus”, que indica una tonalidad obscura y lóbrega, de la que habría derivado el término francés «bure», tela que en un tiempo se colocó sobre las mesas de las oficinas públicas. De “bure”, resultó «bureau», mesa de oficina primero y oficina en general después. Únase “bureau” al término griego “cratos” (poder) y se tendrá el significado etimológico que ya conocen. En el siglo XVIII, la palabra ya había sido introducida en el primer diccionario e indicaba el poder de los oficinistas. Hoy ese poder, da la sensación de que es cada vez mayor, a tenor del aumento de oficinas públicas, gestiones y centros de poder y decisión.

Para Weber el poder y la autoridad implican que una determinada orden sea obedecido por la comunidad. Para él existen tres tipos de autoridad: la carismática (apoyada en la fuerza y prestigio del líder), la tradicional (la autoridad se obedece por que se la ha obedecido siempre), y la legal (que se apoya en la racionalidad y la aceptación del marco legal). En el primer caso el aparato organizativo y el arsenal legislativo es mínimo: todo gira en torno al líder carismático. La forma de organización propia de la segunda es el feudal. Sólo el tercero sería propio de un sistema democrático. Esto según Weber, si bien es cierto que todo sistema debe precisar una estabilidad mínima (por tanto cierta patente de tradicionalidad), un prestigio de la clase dirigente (por tanto cierto carisma), aparte de la legalidad que, como el valor al soldado, se le supone.

Y este es el problema: por que nuestras clases políticas asientan su “prestigio” en la imagen (esto es el reflejo de la personalidad tamizado por las técnicas de marketing y publicidad, lo que implica que “imagen” y “realidad” no tienen por qué coincidir necesariamente; de hecho coinciden en muy pocos casos), mientras que su tradicionalidad es la excusa para rechazar todo aquello que, aun lógico, amenaza su estabilidad y asumir como propio aquello que le confirma en sus privilegios, aun siendo desusados, desmesurados y desproporcionados (como por ejemplo la “inmunidad parlamentaria”). Y en cuanto a la legalidad, nuestra clase política se escuda en unas elecciones celebradas cada cuatro años, para permitirse hacer y deshacer a su antojo sin respetar programas ni coherencias anteriormente prometidas.

El resultado de este proceso de degeneración y decadencia de la autoridad es que la clase política, finalmente, apoya su dominio sobre la burocracia. No es que la clase política se burocratice sino que utiliza a la burocracia para justificar no sólo la gestión del poder, sino al poder mismo. La clase política está sobre la clase burocrática, pero sin ésta, aquella no podría ejercer su dominio sobre la sociedad. Los rasgos de la burocracia definidos por Weber convienen perfectamente a la clase política:

o    la burocracia distingue habitualmente entre lo público o lo privado. El riesgo de corrupción, aun existiendo, queda atenuado. Los casos de corrupción entre funcionarios son siempre menores e incluso anecdóticos en relación a la corrupción protagonizada por la clase política.
o    Su formalismo e impersonalidad suscita una actuación a espaldas de los problemas de las personas, sin amor, ni entusiasmo, pero esto es lo que busca precisamente la clase política: tener una pieza que amortigüe el impacto de las necesidades populares.
o    Disciplina a la clase política. Sus decisiones nunca son cuestionadas. Se trata de una clase siempre fiel al poder, gobierne quien gobierne. No es decisiva a la hora de las elecciones (y por tanto a cambio de la seguridad en el empleo no tiene grandes satisfacciones salariales), pero es una bolsa de votos segura.
o    Sentido de la jerarquía. La disciplina se complementa con la jerarquía, es decir con la dependencia del funcionario de sus jefes y la subordinación de estos a la clase política.
o    Integración ad infinitum. La fidelidad del funcionario no es puntual, sino permanente. Para atar al funcionario se ha creado la idea de “carrera” y de “escalafón”: puede acceder a las cumbres kafkianas, a condición de realizar un ascenso, lento pero seguro, a través del escalafón.
o    Conversión en la cúspide: algunos funcionarios de los escalones más altos del escalafón tienen, finalmente, la posibilidad –asumiendo un compromiso político- de transformarse en miembros de la clase política.

La burocracia genera, a menudo, efectos indeseables sobre la vida de una comunidad. Weber las llama piadosamente “disfunciones de la burocracia”. El formalismo y el papeleo, la adherencia extrema a rutinas y procedimientos, tienen tendencia a aumentar cada vez más en todos los niveles de la administración, los funcionarios tienen un creciente y exagerado apego a los reglamentos, saben que salir de los mismos les puede ocasionar la pérdida de puestos en el escalafón o incluso el alejamiento de la “carrera”, de ahí que tampoco realicen críticas a la propia estructura aun siendo conscientes de sus límites y pesadez. Se crea una clase burocrática resistente a cualquier cambio y contraria a las innovaciones dentro de cuya mente el cambio de una forma de ejecutar una tarea implica inestabilidad. Las relaciones entre administración y administrados se van agriando y distanciando. Los funcionarios tienden a la despersonalización, y los administrados a personalizar su insatisfacción, no en la clase política, sino en los funcionarios de ventanilla. Los administradores burocráticos se recrean en exhibir su autoridad frente a sus propios subordinados, concediéndose pequeños privilegios y signos de ostentación: el tamaño de las oficinas, su decoración, el retrete privado, etc., inútiles para el ejercicio de su cargo, pero útiles para mantener las expectativas en el todo poder del escalafón y en las propias expectativas personales. Las jerarquías de derecho no se corresponden necesariamente con las de hecho. Suele ocurrir que los puestos de responsabilidad no sean ocupados por los más capaces sino por los más “probos” y, para colmo, los “cargos de confianza” (injertos que la clase política introduce entre los cuerpos funcionariales a modo de gratificaciones a quienes les han rendido servicios notables o incluso a sus propios familiares, amiguismo y nepotismo) tampoco son necesariamente los más capacitados. Todo esto genera una burocracia orientada hacia la perpetuación de sí misma, no hacía la resolución de los problemas de la sociedad por que, a fin de cuentas las necesidades de la sociedad discurren por unos caminos muy diferentes a las inercias burocráticas.

Todos estos procesos generan el “síndrome de la burocratización” caracterizado por una disminución en el rendimiento del trabajo realizado para la comunidad y por una ausencia completa de creatividad. Es imposible aplicar el concepto de productividad a la burocracia a partir de cierto nivel de desarrollo. Pero uno de los factores ausentes del análisis de Weber es la tendencia de la clase política a multiplicar los centros de burocracia. ¿Por qué ocurre este fenómeno? Por que no podemos hablar de “clase política” como de un ente unitario, sino que en realidad es multiforme: tiene tantas cabezas como opciones políticas y cada una de ellas procura tener un lugar bajo el sol del poder. De ahí que una de las muestras de degeneración burocrática sea la multiplicación de los centros de poder y decisión. Es frecuente que un partido gobierne en un país, pero en una región de ese país gobierne otro, y en el municipio más importante de esa región, gobierne un tercero, pero en las elecciones europeas resulten elegidos diputados de otro partido. Es evidente que entre todos estos centros de poder surgen contradicciones y conflictos. Frecuentemente falta un “centro de imputación” es decir, la claridad en saber a quien le corresponde la responsabilidad por los errores cometidos. A la hora de los éxitos, no hay problema. Todos se los adjudican. Pero a la hora de depurar responsabilidades, la culpa es siempre del de al lado.

En España, tras el jacobinismo franquista fue el momento de abordar de nuevo y a partir de cero el problema de la estructuración del Estado. Se hizo, pero no estamos seguros de que el “Estado de las Autonomías” resultante sea la solución más brillante de todas las posibles a finales de los años 70. Diecisiete autonomías superpuestas al aparato administrativo del Estado no parece la mejor de las opciones, especialmente en más de media España en donde no existía tradición autonómica. Hoy aún se viven los efectos perniciosos del “café para todos” surgido en el momento en que UCD percibió que en las “autonomías históricas” jamás tendría capacidad para maniobrar. Daba igual: habrían otras 14 autonomías en las que existían fundadas posibilidades de hacer lo que en el País Vasco y Catalunya le iba a ser difícil.

Pero esa no era la solución: era parte del problema. Ahora que la derecha se desmelena cuando oye hablar de la propuesta de creación de 17 Agencias Tributarias, habría que recordar que hoy existen 50 Delegaciones de Hacienda. Pero habría algo más dramático: la existencia de esas mismas delegaciones del Estado Central, junto con las 17 Agencias Tributarias de nuevo cuño... y la estructura de cada una de esas agencia en cada una de las comarcas de su región o nacionalidad. Por que la triste realidad es que en nuestro Estado, que nos han vendido como el más descentralizado del mundo, la burocracia es posiblemente una de las más floridas de Occidente y, sin duda, incomparablemente mayor con la existente en 1975.

Algo debe de cambiar especialmente en estos momentos en que buena parte de los trámites pueden realizarse en casa acariciando las teclas de un ordenador. Sobra burocracia. Y sobre todo sobran altos cargos. Hace falta revisar en los últimos 20 años cuántos funcionarios de confianza se han transformado en fijos pocas semanas antes de convocarse unas elecciones en las que el partido en el poder estatal, regional o municipal, tenía la convicción de que iba a perder. Y puestos a valorar la idoneidad de un candidato para ocupar un cargo, era mucho mejor el antiguo sistema de oposiciones, que los modernos concurso-oposición en la que se convocan plazas y se piden condiciones que apuntan sólo al candidato “de confianza” que ya ocupaba el cargo.

Es evidente que el Estado alberga una desconfianza supina en algunas nacionalidades periféricas. Y tiene su razón. Lo lógico hubiera sido que en 1979, con la aprobación de la Constitución –las reglas del juego, en definitiva- y con la consiguiente aprobación de los Estatutos de Autonomía, hubiera cesado la discusión sobre la forma de Estado. Pero los nacionalismos periféricos, tenían otros planes. Y el primero de todos era alcanzar, tras haber cortado la primera rodaja del salchichón autonómico, prepararse para cortar la siguiente. Y es que el nacionalismo siempre quiere más. En el fondo, es cierto que el llamado “Plan Ibarreche” no es una carta de secesión. Es algo peor: es el deseo descarado de acceder a una improbable forma de autogobierno en la cual, los aspectos más ingratos, queden en manos de un poder central que solamente administra lo que se tiene idea que puede resultar impopular y no se tiene el valor de asumir. Por ejemplo, la defensa nacional.

Todo esto resulta extremadamente grotesco y preocupante por que une dos problemas: burocratización (que afecta a todas las estructuras del Estado a todos los niveles de gestión, incluso al mismo parlamento) y delirio autonómico (que hace que cada sector de la clase política intente llegar al máximo de sus posibilidades de acción utilizando como ariete el llamamiento a mayores cotas de autogobierno).

Hablábamos de la burocratización del parlamento. El escaso nivel de discusión del parlamento español se pone de manifiesto en la pobreza de los debates y en la respuesta que todos los diputados dan a las órdenes de su jefe de grupo parlamentario. ¿Imaginación? En el parlamento no la demuestran. Lo que evidencian es una relación funcionarial entre los diputados y la clase dirigente de su partido. Se repite o no en la siguiente legislatura, según se haya sido obediente o no a las directrices de la dirección. También entre la clase política partidaria existe un proceso de burocratización acelerado.

¿Cómo cambiar? En principio aligerando la administración y planteando una cuestión capital: si el Estado debe realizar transferencia de funciones a las autonomías (lo cual no parece absurdo) ¿qué garantías tiene el Estado de que movimientos centrífugos originados por políticos que ansías una mayor cuota de poder a repartir entre la clase dirigente de su partido, no van a cuestionar la unidad del Estado? Este es el problema. Es posible concebir un régimen con un grado de autonomías mayor al actual... a cambio de una lealtad incuestionable de cada parte al todo. Y esa es la cuestión, que a la vista de las reacciones extemporáneas u oportunistas de algunas clases políticas regionales, nadie puede asegurar que este vaya a ser así.

A estas alturas resulta evidente que el Estado de las Autonomía ya ha fracasado. Su fracaso salta a la vista por que aquellas nacionalidades para las que se había creado con la intención de contentarlas, son precisamente las que hoy lo cuestionan a través de sus partidos nacionalistas. Hay que darlo por sepultado pero, claro, se trata de encontrar un sustitutivo. Y este sustitutivo tiene que tener necesariamente en cuenta la realidad de la construcción europea y la complejidad de los mecanismos de un Estado moderno. La cuestión es: autonomía hasta dónde, Europa a partir de dónde, España cómo.

Ciertamente España es una Nación compuesta por regiones y nacionalidades. Mal asunto. Empezamos mal, por que aun cuando eso suponga constatar un hecho, supone reconocer cierto “asimetría” maragallana... a saber que hay regiones y nacionalidades que “merecen” más autonomía que otras. Por lo demás, esa reivindicación de una mayor autonomía se realiza en función del “factor diferencial”. Dado que la marcha de la civilización tiende a nivelar, igualar y “normalizar” a continentes enteros, los nacionalistas periféricos se ven obligados a reforzar ese “factor diferencial” cuando pueden hacerlo desde el poder. Y eso implica... un mayor grado de autonomía en tanto que el elemento diferencial retroalimentado es presuntamente mayor. De hecho, la contradicción es que el Estado ha asumido la realidad “plurinacional” de España... pero los partidos nacionalistas que han gobernado en el País Vasco y Catalunya, no han reconocido, en contrapartida, la realidad “pluriidentitaria” de esas regiones. Desde este punto de vista, el ideal nacionalista tiende a absolutizarse: es preciso “normalizar” la interpretación de la historia, realizando una selección maniquea y facciosa de episodios, creando una mitología emotiva y sentimental que aporte un contenido irracional al nacionalismo. En segundo lugar deriva peligrosamente hacia el totalitarismo: la tendencia innata de los partidos nacionalistas a erigirse en los sumos representantes de “todos” los habitantes de esa nacionalidad, cuando en realidad lo son solamente de sus propios electores.
Esto sin olvidar que la cultura política de la mayoría de partidos nacionalistas concluyó su proceso de elaboración ideológica entre finales del siglo XIX y principios del XX. Finalmente, la crítica que puede realizarse a la totalidad de la clase política española y que hemos formulado hasta aquí, puede aplicarse a la clase política nacionalista. Sin excepción. El nacionalismo lo que aspira a crear son fotocopias reducidas del Estado, con sus mismas tendencias oligárquicas, con el mismo oportunismo de su clase política, con sus mismas mezquindades, con el mismo proceso de burocratización y con la misma plutocracia. Lo único que varía es la “dimensión nacional”. Pues bien, el problema de la “dimensión nacional” es precisamente el talón de Aquiles de los micronacionalismos. Su drama íntimo es que van contra la historia: el devenir histórico requiere bloques geopolíticos capaces de afrontar la concurrencia de un Estado hegemónico (EEUU) en condiciones de independencia y con entidad suficiente como para afrontar los desafíos económicos y los presupuesto de investigación necesarios para tener un lugar en la modernidad. Los micronacionalismos saben que van contra la historia, pero creen también que el proceso de construcción europeo les da la oportunidad de romper los Estados-Nación actuales y, dentro del marco de la Unión Europea, construir su independencia nacional. Error más patético que dramático.

La Unión Europea se ha definido en muchas ocasiones como “unión de Estados Nacionales”, no como “confederación de nacionalidades autónomas”.

Las direcciones micronacionalistas saben que toda cota de autonomía e independencia que no alcancen ahora, cuando vivimos el ocaso de los Estados-Nación y los primeros pasos de la Unión Europea, no la alcanzarán jamás. Creen posible aprovechar el resquicio que se abre entre un final y un comienzo para introducir la palanca que les debería dar acceso a una independencia dentro del marco de la Unión Europea. Una Europa con veinte Estados es difícilmente gobernable, pero con ciento cuarenta y cuatro regiones y nacionalidades es imposible.

El problema que existe hoy en España en cuanto a la redefinición del Estado, es que hemos vivido unas décadas de nacionalismo jacobino (el franquismo) que han identificado el concepto de “Nación Española” con el de “franquismo”, lo cual pudo ser cierto sólo para un determinado período de nuestra historia. Hoy esa identificación es abusiva y no responde a la realidad. Pero sí es cierto que España precisa hoy de una redefinición y que el concepto de España utilizado por la generación del 98 y por la historiografía “menéndezpidaliana” ya no tienen vigencia. Para debatir es preciso tener un punto de referencia. Para nosotros esta referencia es la España Nación. Creemos incuestionable que durante los últimos siglos ha existido una nación llamada España que surgió de un proceso histórico de convergencia con distintos altibajos, con vicisitudes, pero cuyo resultado incuestionable fue la forja del “Estado Español” cristalización de la Nación Española.

Ahora, a principios del siglo XXI, la Nación-Estado llamado España, ya no está en condiciones de responder a las necesidades históricas del momento (globalización, mundo unipolar, etc.). De ahí que sea preciso “abrir” hacia “arriba” la idea de España (es decir, hacia Europa) y “abrir” hacia formas más próximas al ciudadano, esto es hacia “abajo” (es decir, hacia las nacionalidades y regiones). Esto en lo que se refiere a un eje “vertical”. Pero también existe un eje “horizontal” que ayuda a un pueblo a identificar su pasado (quién es, de dónde viene y a dónde va) y a proyectarse un futuro. De ahí la necesidad de una nueva revisión de la historia de España y de la necesidad de definir una “misión” y un “destino”, es decir, lo que definen, en la práctica a una nación.

Y este es el problema: por que el diálogo con el nacionalismo es imposible. Se parte de presupuestos diferentes. Para el nacionalismo, “abrir” España hacia arriba y hacia abajo, supone la desaparición de uno de los Estados-Nación más viejos de Europa. En cuanto a la revisión objetiva sobre la historia es algo que no pueden tolerar por que sus construcciones ideológicas se apoyan solamente en el factor emotivo generado sobre la base de adulteraciones históricas más o menos deliberadas y flagrantes. Y el debate sobre la “misión” y el “destino” de España es imposible para quienes solamente tienen ante la vista un proceso de “construcción nacional”, es decir un proceso independentista.

Cualquier punto de acuerdo intermedio es imposible. Cualquier consenso inviable. Cualquier planteamiento descansará sobre nuevas inestabilidades. Pero el debate es necesario y hay solo tres formas de concluirlo: “a la Yugoslava” con un rosario de guerras civiles; “a la manera nacionalista”, con plebiscito que en caso de ser negativo para las aspiraciones nacionalistas volverá a repetirse una y otra vez; “a la manera europea”, esto es, reconociendo que los Estados Nacionales actuales son realidades de hecho y que en pocos años una legislación europea uniformizará necesariamente las situaciones de desigualdades regionales y creará un marco homogéneo y, sobre todo, gobernable. De estas tres soluciones nos quedamos con la última. Esto implica aplazar las polémicas actuales generadas por los nacionalistas, reconocer que el marco constitucional y autonómico es suficientemente amplio como para que nadie tenga la sensación de vivir “oprimido” y mantener los buenos modos y la convivencia que, finalmente, es lo que nos interesa a todos, si bien los nacionalistas aspiran a un marco propio. Lo hemos dicho antes y lo repetimos ahora: la cuestión de las “nacionalidades” no es la más grave que aqueja a la sociedad española. Es una mas, y ni siquiera la más importante, es sólo la más importante para los propios nacionalistas. Nada más. Y nada menos.

5 - LA REPUBLICA

En este país, fuera de la redacción de ABC, los monárquicos pueden contarse con los dedos de la oreja. No hay monárquicos, pero tampoco nadie se toma excesivo énfasis en combatir la monarquía. Por que el hecho es que, fuera de los altos muros de unos pocos círculos republicanos, tampoco este país tiene excesivo interés por una III República. Así que el problema no es de palpitante actualidad. No vamos a dedicarle más líneas que las necesarias.
Hay monarquía por que lo quiso Franco. Punto. Lo dijo con énfasis: “Esto es una instauración, que no una restauración”. Estaba claro. Juan Carlos representó en las primeras horas de su reinado la monarquía que quiso Franco. Luego, en las horas siguientes, ya no. En las primeras semanas de 1976 se hizo evidente que ni la oposición democrática tenía fuerza social suficiente como para realizar la “ruptura” que venía proponiendo desde el Proceso de Burgos (diciembre de 1970), ni los herederos del franquismo tenían representatividad suficiente como para aproximarse a la Europa democrática. Así se llegó a un consenso: la oposición democrática aceptó la monarquía para que el franquismo evolucionista pudiera afirmar que no se había producido ruptura, sino una secuencia de continuidad. Y el franquismo aceptó la democracia para abrir el camino a Europa. Hasta ahora todos han respetado el consenso. Ha llegado incluso un momento en el que nadie recuerda ya como fue posible una instauración monárquica en Europa en el último cuarto del siglo XX. Así son las cosas.

La monarquía española recibió el consenso de los partidos mucho antes de tener el consenso de la población. Eso ocurrió el 23-F cuando el rey dio su discurso a las 24:00 de la noche. Se dijo que el rey había salvado a la democracia. Servidor piensa que la impreparación, el aventurerismo, la estupidez y por qué no, la manipulación, de algunos de los golpistas salvaron la democracia. Pero la población no tuvo gran inconveniente en que el mérito se atribuyera al rey. Pasó el tiempo y el recuerdo se desdibujó. Hoy todo aquello queda demasiado lejos.

Ciertamente no podemos elegir cada cinco años a un presidente del gobierno. Los borbones, por lo demás, no han sido una dinastía particularmente gloriosa en nuestro país. A partir de Carlos IV dieron mal juego a la cabeza del Estado. Carlos IV literalmente entregó el reino a Napoleón y se quedó tan pancho en Bayona preocupado sólo por sus cacerías, lo único que le interesaba en la vida para huir de la mala bestia de su mujer. De Fernando VII lo menos que se puede decir es que apenas quedó nadie a quien no traicionara en algún momento de su vida. Similar a Isabel II demasiado casquivana para una reina que hubiera debido cuidar quien era el padre de su descendencia. Alfonso XII un espíritu melancólico y enfermizo. De Alfonso XIII se cuenta que sabía acertar lanzando las colillas a un cenicero a tres pasos de distancia con sólo presionarlas contra el pulgar e impulsarla con el índice (difícil, no crean); cuando vio problemas se abrió en forma de paraguas. Esos problemas generaron la guerra civil. La peor tragedia del siglo XX. De Don Juan conde de Barcelona, lo más piadoso que puede decirse es que se preocupó poco por España. Algunos dicen que nada. A decir verdad, con estos precedentes, Juan Carlos ha sido un rey aceptable.

Se suele decir que sustituyó a la corte de titulo y sangre por la corte formada por los amigos. Y se dice también que algunos de estos amigos han sido verdaderos buitres. Se dice que sus yernos han aprovechado su parentesco para traficar con influencias. Y se dice que acepta regalos con demasiada facilidad. Es muy mal asunto eso de que un grupo de empresarios te regalen un superyate pagado a escote, por que luego te pedirán contrapartidas. No estamos hablando de un bolígrafo o de un reloj de oro. Y además, se dice que la monarquía española actual hace mal en mantener la opacidad de sus cuentas. No se sabe en que utiliza el presupuesto no precisamente pequeño que le asigna el Estado y que pagamos usted y yo. También se dice que el Rey ha permanecido demasiado alejado de los asuntos públicos. No sólo por que un ploter ha firmado decretos y leyes en su ausencia –lo que parece poco serio- sino por que debería de haber intervenido más activamente en la política del Estado. A fin de cuentas, él está por encima de los partidos, sería un buen contrapeso a la partitocracia. Pero ha eludido comprometerse con unos o con otros.

Servidor no tiene grandes convicciones monárquicas. Admira eso sí a los Austrias –grandes tipos ellos- pero no está muy seguro de si la monarquía es hoy el mejor sistema para representar al Estado. Reconoce que hay personajes de dinastías en los que percibe la talla de la aristocracia de sangre. Por ejemplo en la componente griega de la monarquía española. Grandes mujeres, la reina y su hermana. Quizás por que la monarquía griega sabe lo que es ser destronada, el caso es que no necesitan derrochar campechanía como los borbones de ayer y de hoy, para participar en proyectos de ayuda y asistencia. Tenía razón el cronista de las monarquías, Jaime Peñafiel, cuando decía que la reina Sofía había colocado el listón muy alto a su sucesora.

A lo que vamos. ¿República o monarquía? Somos una república en la práctica. Las funciones del jefe del Estado son tan absolutamente protocolarias e intrascendentes, que apenas merecen una discusión. La irremediable levedad de la monarquía actual se difuminará definitivamente cuando una constitución europea, no mañana sino dentro de algunas décadas, selle una fórmula federal para la articulación orgánica del continente. Esto implicará una forma republicana, más o menos parecida a los EEUU. No es malo que así sea, es casi una necesidad y creo que hay mucho que aprender en el proceso de formación de los EEUU. Así que ¿para qué preocuparse de la discusión “republica-monarquía”? Hay cosas que el tiempo soluciona por sí mismo y esta es una de ellas. Nadie morirá por defender la monarquía española. Ni nadie está lo suficientemente loco como para dar la vida por la instauración de una república. Afortunadamente, por lo demás.

CONCLUSIÓN

Cuando tocaba cerrar este libro con una conclusión recapituladora, Gustavo Bueno ha publicado un libro –modestamente, lo titula “Panfleto”, pero es mucho más que eso- sobre la democracia imperfecta. Las 500 páginas de su libro son 5 veces más que el volumen de éste. Y en cuanto a las capacidades del cerebro de Bueno y su preparación son también superiores a la nuestra. Así que les remitimos a ese libro si quieren tener alguna conclusión definitiva.

Pero nos queda algo por decir. Este año 2004 toca votar. Uno siente vergüenza ajena en las campañas electorales. Por que permanece siempre la duda de si los políticos –a tenor de lo que dicen y como lo dicen- son unos merluzos o toman al electorado por un banco de merluzos. Lo primero implica que nuestro país estaría dirigido por perfectos anormales. Lo segundo que el electorado entiende sólo mensajes dirigidos para anormales. Hasta tal punto el nivel de las campañas electorales es bajo que resulta ofensivo para el sentido común. Y, entonces, algunos sentimos nuestra dignidad ofendida: no somos tan tontos como para que unos políticos ensoberbecidos nos tomen por tontos.

Los técnicos de marketing hacedores de campañas triunfales sostienen que si se eleva el listón intelectual de una campaña, se pierden electores. Y de lo que se trata es de ganarlos. Es comprensible. Es lamentable, en cualquier caso, que el nivel intelectual y de comprensión de las masas sea bajo; pero es lo que hay. Lo que ya es menos comprensible es que, una vez en el poder, esos mismos partidos no hagan absolutamente nada para elevar el nivel cultural de la población. Todo lo contrario: “pan y circo”, como máximo. Pan el justo y circo el máximo.

Hay en todo esto algo que no funciona y que no puede funcionar. El concepto de la política que domina en nuestros días induce al ciudadano a la inhibición. Digo inhibición y no apoliticismo. El apoliticismo está fonéticamente muy próximo a la “apolitia”, pero no es lo mismo. El apoliticismo y la inhibición indican desinterés y despreocupación por lo político. No es nuestro caso ni lo que recomendamos a quien quiera eludir la catalogación de merluzo con que la clase política lo ha coronado. No se puede vivir a espaldas de lo que supone la gestión de la vida. Pero hoy es necesario mantener cierto distanciamiento con la “pequeña política” de estos pequeños partidos, formados por gente pequeña e irrelevante con ideas aún más pequeñas e imaginación atrofiada. Distanciamiento de la política de los partidos. Distanciamiento de la política de los negocios realizados a la sombra del poder. Distanciamiento de la pequeña política de los irrelevantes que comen de la mano de los plutócratas. Distanciamiento de esa miseria intelectual en la que nos sumen los hacedores de las campañas electorales. Apolitia en sentido clásico hasta que llegue el tiempo de la Gran Política a la que se refería Nietzsche, el tiempo en el que se recupere el sentido de lo político como lucha, creación, destino.

A la espera de ese tiempo, mi consejo es que no haga el merluzo dando la razón a quienes le toman por merluzo: que no pierda ni un minuto votando a esos partidos que han hecho un sistema a su medida y que en lugar de servir al electorado, se sirven de él; de usted. Hay ideas nuevas en la sociedad, pero no se canse, no están presentes en las grandes opciones que tienen solo un objetivo: seguir en sus poltronas. Claro que el país progresa. Faltaría más que no progresara. Lo menos que se le puede pedir a alguien que tiene en su mano todos los recursos del Estado es que los gestione correctamente. El problema no es ese: es de democracia, del déficit democrático que existe hoy, de la miseria intelectual de las democracia modernas. Hay problemas que tienen remedio y otros que no lo tienen. El déficit democrático y la miseria cultural pueden resolverse. Pero este no es el tipo de problemas que se resolverán solos. Aquí hay que arrimar el hombro, compañero. Empiece leyendo las webs de los partidos, intente ver en ellas aquello que a usted le interesa. Infórmese antes de dar su voto. Las opciones mayoritarias no son necesariamente las “mejores”. Busque, compare y elija, que decía aquel. Si no sabe a quien, no se inhiba, demuestre su protesta activamente: vote en blanco, vote nulo. Es una buena forma de comenzar el resto de su vida política. Empiece dándoles un toque de atención a quienes no lo ven como un ciudadano, sino que lo han cosificado considerándolo un voto. Oblígueles a hacer política, en lugar de sólo campañas electorales. A lo mejor no sirven. Yo casi creo que no, que no sirven, que hay otras vías que los mecanismos de contención democrática (más que de representación democrática) no permiten salir a la superficie. Allí hay ideas nuevas. Probablemente allí esté su sitio. Búsquelo.

© Ernest Milà – Infokrisis – http://infokrisis.blogia.comhttp://info-krisis.blogspot.comInfokrisis@yahoo.es – Prohibida la reroducción de este texto sin indicar origen.
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