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Desde que Donald Trump asumió la presidencia de los EEUU, todos
los informativos de los distintos medios de comunicación, en España, incluida
la “cadena de los obispos” (COPE y Trece), repiten el mismo esquema: “las
decisiones de Trump las toma a la ligera”, “conduce a una recesión económica
mundial”, “ha abandonado a Europa a su suerte”, y, la mejor de todas, “su visión
económica es hitleriana”. Para “confirmar” los dos primeros juicios de menciona
la “guerra arancelaria”, para el tercero su proyecto de paz en Ucrania,
finalmente, el último, se justifica con su intención de comprar Groenlandia.
Dado que todos estos temas no están muy distanciados, vamos a abordarlos en
este estudio, insistiendo particularmente en uno de los aspectos más novedosos
de la nueva geopolítica: la importancia creciente del Círculo Polar Ártico.
PRIMERA PARTE:
DE LA
GLOBALIZACIÓN A LA DESGLOBALIZACIÓN
GLOBALIZACIÓN SIN ARANCELES,
POSGLOBALIZACIÓN CON ARANCELES
Desde 1989, con la caída del Muro de Berlín y, posteriormente, con
la victoria de EEUU en Kuwait, el mundo ha vivido la época de la globalización.
No ha sido un período tranquilo: más bien, a lo largo de estos 36 últimos años,
se han sucedido, con infernal cadencia, una situación de cambios forzados e
inestabilidad continua. No es cierto que “todos” nos hayamos beneficiado con
la globalización. De hecho, era el sistema más absurdo que pudiera diseñarse.
Con un ejemplo se entenderá mejor su inconsistencia: acabo de
comprar en el mercado jengibre. Es un tubérculo cuyo cultivo no registra
absolutamente ningún problema: incluso puede intercalarse en hileras de
tomateras para impedir que los parásitos las invadan. Solo precisa sol y ningún
cuidado especial. Es algo caro (100 gr. 1,5 euros, 1 kilo 15 euros…), por tanto,
muy rentable para la agricultura. En uno de los supermercados a los que me he
dirigido, el etiquetado indicaba que venía de Perú, en otro, de China… ¿Cómo
es posible que se trasladen contenedores enteros de jengibre desde ambos países
-en ambos casos, a más de 10.000 kilómetros en línea recta- teniendo en cuenta
la “emergencia climática” y las “emisiones de CO2” generadas por los
gigantescos barcos mercantes que los transportan, “fatales para la atmósfera”, sobre todo,
teniendo en cuenta que cualquiera, en un tiesto, puede cultivar este tubérculo
o que en España hay miles de hectáreas abandonadas? ¿Hace falta buscar un
producto tan sencillo de obtener como éste, en las antípodas? Mucho menos
razonable parece traer un tubérculo
de fácil cultivo, para favorecer, no tanto a campesinos chinos o peruanos, como
para aumentar la cuenta de beneficios de los que lo comercializan. Los ejemplos
de este sinsentido se han generalizado. No es lógico encargar a Ali-Baba
o a Temu, un sencillo motor eléctrico que podría fabricarse, con mayor
calidad, en Europa. ¿Es preciso traer de China el micrófono que acabo de
adquirir para el ordenador? ¿Y el papel de lija? Se trata de elementos cuya
producción no entraña ningún problema de “alta tecnología”. Baratos, incluso
producidos en nuestro país… ¿Qué implica “externalizar” la producción de todo
esto y de otras decenas de miles de productos similares?

LA PATÉTICA HISTORIA DE LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DEL COMERCIO
Tras la caída del Muro de Berlín, en el año 1993, 103 países
firmaron el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, General
Agreetment on Tarifs and Trade). Hasta llegar a ese punto, el recorrido
había sido largo: desde 1947, periódicamente, se convocaban “rondas” de
conversaciones para reducir aranceles. El GATT se prolongó hasta la “Ronda
Uruguay” de la que surgiría la Organización Mundial del Comercio establecida el 1º de enero de
1995. A pesar de su nombre, la OMC no forma parte del “sistema” de Naciones
Unidas, ni está vinculada al Banco Mundial o al Fondo Monetario Internacional. Se trata de una organización nacida con un
criterio ultraliberal que propone la desaparición de las regulaciones
arancelarias. De hecho, ha nacido para eso. Agrupa a 164 miembros (entre ellos,
la UE, y cada uno de sus países miembros) y 20 naciones como “observadores”. Su
gestión corre a cargo de 650 funcionarios en la secretaria, con un
presupuesto de 197 millones de francos suizos.
Desde su nacimiento no han faltado las
polémicas. Se alude a negociaciones trucadas, a la marginación de las economías
más débiles y a un protagonismo excesivo de los “países más fuertes” a los que
se califica como “oligarquía de países ricos”, que llegan a acuerdos que luego
se presentan a los países más débiles. Esta acusación viene generalmente
acompañada por la de falta de transparencia: nunca está claro en función de qué
datos o principios se toman los acuerdos negociados (en “rondas” que se
prolongan hasta ¡15 años!). Para colmo, los acuerdos adoptados -que deben ser
refrendados por los parlamentos nacionales- no siempre son respetados. Los
países en vías de desarrollo se quejan de que son “convidados de piedra”, que se
generan situaciones de dumping (cuando el precio de un producto se vende
en un país importador, a precio inferior a como se vende el mismo producto en
el país exportador). Y así sucesivamente… nunca llueve a gusto de todos, por
supuesto, pero es que hay una serie de “realidades” que la OMC nunca ha tenido
en cuenta, desde sus mismos orígenes.
Como su nombre indica, la OMC está compuesta
por “Estados” sino por “comerciantes” y es obvio que los “comerciantes” no
serán interesados en producir productos o bienes, sino en comerciar con ellos.
Para ellos no existen políticas sociales, ni niveles de paro, ni endeudamiento,
ni, por supuesto, problemas ecológicos. Sólo les importa la cuenta de
beneficios obtenida por la compra a bajo precio y la venta al precio más
elevado posible. Por otra parte, por mucho que los doctrinarios ultraliberales
se empeñen, resulta imposible desregularizar todos los sectores económicos. Y,
en última instancia, el comercio está sometido a elementos que se sitúan por
encima de él: la seguridad nacional, por ejemplo, o bien el empleo que genera o
destruye el comercio mundial… elementos que no se interesan en absoluto a
los “comerciantes”.
En efecto, imaginemos un país que renuncia a tener
producción agrícola propia, simplemente porque resulta más barato importar
carnes y vegetales de otro país. En teoría, este comercio facilitaría el que
los precios de las carnes y de los vegetales importados disminuyeran el precio,
a pesar de que quedara desamparada la industria agroalimentaria del importador.
Pero, la OMC vive de espaldas a cualquier cosa que no sean los intereses
“comerciales” de sus promotores. ¿Son admisibles acuerdos comerciales que arrojen
a miles de personas al paro en un país y se basen en salarios bajos y déficit
de coberturas sociales en otro? O, peor todavía: un país que depende en
materia alimentaria de las exportaciones llegadas de otros ¿puede considerarse
verdaderamente “independiente, libre y soberano”? Difícilmente: está en manos
del país exportador que, el día que decida cortar el flujo alimentario, verá cómo
se le imponen condiciones draconianas si quiere sobrevivir. Y otro tanto
puede decir de la dependencia del acero, de las manufacturas o de las nuevas
tecnologías. La independencia, la soberanía, la seguridad y la estabilidad
social están reñidas con la idea del “comercio mundial”.

UN SISTEMA QUE NUNCA HA FUNCIONADO BIEN
Es evidente que un Estado moderno precisa del
“comercio mundial”: de importaciones y exportaciones, de comprar unos productos
y vender otros en países extranjeros. Siempre, desde la más remota antigüedad,
ha existido importación y exportación. Ahora bien: todo esto hay que
supeditarlo a dos factores: la “razón de Estado” y la “estabilidad social”.
Lo cierto es que, si el sistema globalizado de
“comercio mundial” funcionara razonablemente bien, resultaría difícil
criticarlo. Si absorbiera bolsas de paro, si tendiera al abaratamiento de los
productos, si el sistema económico mundial fuera estable, si se tratara de un
sistema equilibrado en el que los países se especializaran en la producción de
determinados productos y en su intercambio por otros cuya manufactura carece de
posibilidades de realizarse en el propio territorio por falta de recursos económicos,
de industria o de materia prima, y así sucesivamente, todo esto lo haría
inatacable: pero no, el problema es que el sistema económico mundial no
funciona correctamente y ha generado en algo más de tres décadas, asimetrías,
desequilibrios y múltiples disfunciones.
La primera experiencia neoliberales, en Chile, a
mediados de los años 70, promovidos por los “Chicago boy’s”, concluyó en
un fracaso absoluto: la empresa nacional de fósforos debió de cerrar, porque las
cerillas importadas de Canadá eran más baratas y vistosas (la base estaba hecha
de madera, mientras que en las chilenas eran de cartón o papel encerado). El
resultado fue que la Fosforera Nacional chilena cerró sus puertas. Pero eso
ocurrió también en otros sectores de la economía y, si bien es cierto, que el
precio de los fósforos no se disparó, también fue cierto que generó un problema
nuevo de naturaleza social: cientos de trabajadores chilenos resultaron
despedidos. El balance final dio como resultado un período de recesión y crisis
social, destrucción de empleo y cifras macroeconómicas engañosas. Los
beneficios del “comercio” quedaban anulados para la comunidad por los costes
sociales generados directamente por ese mismo “comercio”. Ganaba el
“comerciante”, perdía la comunidad nacional y el Estado que la encarnaba.
A partir de ahí, las fórmulas económicas que, tras
la Segunda Guerra Mundial se habían adoptado (y que contemplaban en gran
medida, subvenciones y ayudas), saltaron por los aires. Margaret Tatcher,
liquidó buena parte de la minería británica, inspirada por las teorías de la
“escuela austríaca” (Von Misses y Friedrich Hayek); la victoria en la Guerra de
las Malvinas, hizo olvidar el fracaso de su concepción económica que, luego, al
triunfar en EEUU con el inicio de la “era Reagan”, tras el colapso de la URSS, generó
un mundo globalizado.
La idea -tal como se nos presentó- era que cada
país se especializara en algún producto que pudiera exportar al resto a un
precio razonable. Así participaría de un mercado único global en el que el
resto de países harían otro tanto: cada uno compensaría a otro con aquello que
no podía producir y, a su vez, se vería compensado en lo que no producía por lo
producido por otros… Un mundo
feliz, en definitiva, que partía de un presupuesto completamente falso y
que, a nadie, con una capacidad mínima de razonamiento se le podía escapar: las
condiciones de producción, no de un solo producto, sino del total de la
producción, eran muy diferentes en cada país.
No existía, pues, el primer requisito para una
competencia leal y efectiva: unos países tenían salarios altos, en otros eran
bajos, unos países eran pequeño o con población limitada, otros grandes y
otros, incluso, gigantescos, en unos países existían sindicatos, en otros, el
Estado dictaba las reglas laborales sin apelación posible. Desde el momento
en que se fueron levantando las barreras comerciales, era evidente que allí
donde la producción era más cara (por salarios y por coberturas sociales, por
fiscalidad y por alejamiento de las fuentes de materias primas) allí migrarían las
empresas para cumplir la ley de oro del capitalismo (producir más al coste más
bajo posible). Con este aliciente se inició el fenómeno de la deslocalización
industrial: las plantas de producción migraron de Norte a Sur y de Occidente a
Oriente.
Como era evidente que “Occidente” perdía
competitividad, se articuló un fenómeno, que inicialmente, debía ser el
contrapeso: paralelamente a la deslocalización industrial se inició el fenómeno
migratorio cuyo objetivo no era otro que una ganancia de “competitividad” para
las economías occidentales. En efecto, importando trabajadores se conseguía
que el precio de la mano de obra bajara. Y fue por eso, inicialmente, en base a
lo que se justificó la inmigración masiva hacia los países de Europa Occidental
y EEUU.
Así pues, la globalización fue, en la práctica una
ruta de dos direcciones: Deslocalización e inmigración masiva. El problema fue que, a medida que aumentaba
el volumen de las deslocalizaciones, aumentaba también el flujo de inmigración,
sin que se crearan nuevos puestos de trabajo capaces de absorber a las legiones
de menesterosos procedentes del Tercer Mundo que, por otra parte, tenían una
formación profesional muy limitada. A esto se unió el que los recién
llegados -especialmente los procedentes del mundo islámico y del continente
africano- se adaptaban muy mal a la cultura y a los ritmos europeos y atribuían
su escaso poder adquisitivo al racismo y a la xenofobia… pero no a su mínima
preparación profesional. En otras palabras: la inmigración no resolvía el
problema de la competitividad y generaba más conflictos que resolvía
situaciones. Hoy, en todos los países europeos, la inmigración se ha convertido
en una bomba aspiradora de fondos públicos, un verdadero lastre presupuestario
y una fuente creciente de conflictividad.

CHINA, EL GRAN BENEFICIARIO DE LA GLOBALIZACIÓN
Hacia finales del milenio, parecía muy claro que
había que cortar esta autopista infernal de doble dirección. Ya se había puesto en claro que China se había
convertido en la “factoría mundial” y que este país podía abastecer a todo el
mundo de cualquier manufactura producida a un coste muy inferior a los países
occidentales. Así que los puestos de trabajo que se crearon en Occidente para
sustituir a los puestos de trabajo industrial perdidos, se concentraron en el
“sector servicios”, en general, inestables y de mala calidad, salvo los que
requieren determinadas capacidades profesionales.
Los Estados occidentales, gobernados por
aventureros sin escrúpulos y admiradores de los experimentos económicos
surgidos del Foro de Davos y de círculos similares, parecían haber olvidado que
China no era un país como cualquier otro: el eslogan “un país, dos
sistemas”, propuesto por Deng Xiaoping, creado inicialmente para facilitar la
integración en la República Popular China de Hong Kong y Macao, se extendió,
posteriormente a todo el país. Inicialmente, esta doctrina planteaba que
“de forma transitoria” existirían en todo el territorio zonas con sistemas
económicos diferentes (las antiguas colonias en las que se practicaba el
capitalismo) que coexistirían con el sistema socialista. El concepto iba
también dirigido a intentar la integración de Taiwán e, incluso, se interesó
por él, el Dalai Lama. El éxito del eslogan hizo que se ampliara a todo el
territorio chino. El país asiático se convirtió en una gigantesca colmena
humana dirigida con mano de hierro por el Partido Comunista, pero cuya economía
aplicaba patrones capitalistas. China entendió perfectamente que podía aplicar
los principios de la globalización para reforzarse, consolidarse y aspirar a la
hegemonía económica mundial… que precede a la hegemonía política.
A partir de ese momento, se produjo un
extraordinario superávit de la economía china que le permitió recuperar el
tiempo perdido y constituirse como una de las grandes economías mundiales desde
la segunda mitad de los años 90.
La política exterior china se basó durante ese
período en tratar de ofrecer mano tendida a los EEUU y por eso, las bolsas
norteamericanas -siempre necesitadas de yuanes, petrodólares, euros y yenes,
para asegurar su consumo interior- se vieron beneficiadas por el dinero chino.
La tesis era que los intercambios comerciales y las inversiones supondrían una
política de “apaciguamiento”… mientras China no estuviera en condiciones
militares y económicas de imponerse en la lucha por la hegemonía mundial.
Pero esta política tuvo un “bache” cuando se
desencadenó la crisis económica de 2007-2011, especialmente en su primera fase.
Al estallar en EEUU la burbuja inmobiliaria, el gobierno chino estuvo a punto
de perder ¡medio billón de dólares! en las inversiones realizadas en las
empresas que conceden y garantizan las hipotecas hechas en EEUU, Fannie Mae
y Freddie Mac. Puesto en claro que ambas empresas estaban en quiebra y
que el gobierno de George W. Bush no tenía intención de salvarlas, bastó una
llamada del presidente chino Hu Jintao al despacho oval, para que el gobierno
norteamericano cubriera la deuda de ambas financieras hipotecarias. Eso o China
cesaba sus inversiones en EEUU… Con el paso de los años y desde entonces, el
gobierno chino ha ido disminuyendo poco a poco sus inversiones en EEUU, a medida
que iba aumentando su poder económico y su fuerza militar.
Mientras China se fortalecía con la globalización,
Occidente se debilitaba inexorablemente con la pérdida de industria pesada y
estratégica. En el sector primario ocurrió otro tanto. Especialmente en Europa,
desde el momento en el que la UE empezó a trenzar “acuerdos preferenciales”, otorgando
rangos de “países más favorecidos” a Estados no europeos con una alta
producción agrícola y con regulaciones mucho más laxas, la cuestión era cómo
liquidar la agricultura europea que, para la UE resultaba “odiosa” a causa de
las “misiones de CO2”. El territorio de la UE, cada vez más, tiende
a convertirse en el paraíso del “sector terciario” (servicios), mientras que la
desertización industrial (“sector secundario”) y la inexplicable preferencia
por las agriculturas no europeas (“sector primario”) están liquidando ambos sectores
a marchas forzadas en el propio territorio de la Unión.
LAS PREGUNTAS CLAVE DE LA GLOBALIZACIÓN
Llegados aquí, se plantean varias cuestiones a las
que respondemos sintéticamente:
1) ¿Quién estuvo interesado en desencadenar el
proceso “globalizador”?
- En primer lugar, el capital financiero,
que trataba de invertir en aquellos lugares más atractivos sin que existieran
restricciones, especialmente por el aumento de su capital tras el proceso de
“privatizaciones” promovido por el FMI y el Banco Mundial.
- En segundo lugar, las empresas
multinacionales que, por su mismo concepto, necesitaban ampliar al máximo
sus volúmenes de negocio y rebajar los costes de producción
- En tercer lugar, las empresas vinculadas a la
logística mundial y al comercio internacional, especialmente navieras.
- En cuarto lugar, los países beneficiados con
la deslocalización.
En general, los beneficiarios de la globalización
ha sido el “dinero viejo”, las grandes acumulaciones de capitales surgidos al
calor de la Segunda y Tercera Revolución Industrial, por un lado, y el Estado
chino por otro.
2) ¿Cuál ha sido su balance?
- Un desequilibrio y una asimetría absoluta
del comercio mundial.
- La desertización industrial que ha
arrasado países, unido a la terciarización de la economía.
- El aumento del poder de las grandes
concentraciones de capital, paralelo al debilitamiento de los Estados.
- Un proceso creciente de privatizaciones
que termina afectando a la calidad de los servicios públicos, especialmente en
los países occidentales.
- Una inestabilidad económica continua: la
facilidad para la entrada y salida de capitales, hace que tan pronto estén
interesados en un país, como pasen a estarlo en otro: esto genera una migración
continua de capitales en busca de los horizontes más lucrativos. Países en lo
que el crecimiento era continuo hasta el “día D”, el “día D+1” se han visto
arruinados.
- En la globalización, las crisis económicas
son “globales”, nacidas en algún país concreto, tienden a repercutir en
todo el conjunto. Un país está más afectado por estas crisis en la medida en
que su economía está más globalizada.
3) ¿Cuáles han sido las enseñanzas de la crisis
mundial de 2007-2011?
- El capitalismo siempre ha sufrido crisis
cíclicas (“burbujas”). La crisis de 2007-2011 fue mundial. Se redujo la
liquidez y se contrajo el crédito.
- Los Estados impulsaron la emisión de deuda
para “tapar” las consecuencias de la crisis. La emisión de deuda se
convirtió, desde entonces, en una práctica habitual que aumenta sin observar el
más mínimo criterio de prudencia.
- Con esa deuda de salvó a la banca, en primer
lugar, y se aumentaron las subvenciones a los grupos más desfavorecidos
(que, en Europa, eran siempre inmigrantes). Se creía que así se compraba la
“paz social”, pero en realidad, se estaba comprando la “paz étnica” e invitando
a más inmigrantes a llegar a Europa.
- A pesar de que era evidente que los capitales
retirados del mercado habían ido a parar a “paraísos fiscales” y a reunirse
allí con dinero procedente del narcotráfico y de la corrupción política, no se
ha hecho nada para borrar de la faz del planeta esas áreas.
- Se hizo evidente que la globalización había
beneficiado extraordinariamente a China y perjudicado a los países occidentales.
Gracias a los réditos de la deslocalización, pudo acelerar su despegue
económico, financiar su modernización, e invertir cantidades extraordinarios en
bolsas y empresas occidentales.
4) ¿Cuál es el futuro de la globalización?
- A partir de la crisis de 2007-2011 era evidente
que una economía mundial globalizada era completamente inestable y hubiera sido
el momento de regular los flujos de capitales y el comercio mundial. Pero la
solución elegida no fue “radical” (es decir, no tendía a resolver la raíz del
problema), sino que se limitó a rebajar los tipos de interés y emitir deuda.
- Cuando se inició el conflicto ucraniano, los
EEUU y sus vasallos impusieron a Rusia sanciones económicas y censura
informativa. El proceso globalizador entró en crisis: la “sanciones” se
habían impuesto olvidando la existencia de “países BRICS” (que, por supuesto,
no las respetaron, ni las aplicaron).
- La llegada de un empresario, Donald Trump, al
gobierno de los EEUU, y la alianza del conservadurismo con el “dinero nuevo”
(procedente de las empresas tecnológicas norteamericanas y del capital-riesgo),
sentenció el destino de la globalización. Los medios anuncian una “guerra
de aranceles” que, en realidad, es más propio llamar “desglobalización”, esto
es una disminución de la interdependencia de las economías nacionales.
Y es así como llegamos a la situación actual
que puede caracterizarse por cuatro factores:
1) Una reimplantación progresiva de aranceles,
para conseguir relocalizar en EEUU las plantas de producción y desincentivar la
producción en países con salarios más bajos y menores coberturas sociales.
2) Esa reimplantación tendería a
reindustrializar a los países occidentales (o, al menos, a los que la
pusieran en práctica) y a reducir la dependencia del comercio exterior y de los
suministros alimentarios llegados del exterior.
3) Esto implicaría el descenso progresivo de
algunos índices macroeconómicos (en especial el volumen mundial de
intercambios comerciales), pero, tendría como contrapartida la creación de
puestos de trabajo “de calidad”, una disminución del paro, con aumento paralelo
de la capacidad adquisitiva de las familias y reducción de impuestos (unido
a una buena administración de recursos y a un achicamiento del volumen de los
Estados).
4) Los Estados y las empresas deberán de dejar
de mirar continuamente al exterior, para concentrarse en los mercados
interiores. Las empresas deberán vender más baratos sus productos en los
mercados interiores al no poderlos exportarlos con tanta facilidad. Si el
aceite de oliva o el jamón no se puede vender en EEUU, esto debería repercutir
en una bajada de precios en España que debería compensar la subida de precios
en otros productos.
4) Si bien, todavía no está claro, como afectaría
una deslocalización (la consabida “guerra arancelaria”), está mucho más claro
que disminuiría el comercio internacional y se debilitaría la demanda global.
Algunos países quedarían más afectados que otros. La medida, sobre todo,
afectaría a China que vería reducida drásticamente su producción.

LA LÓGICA IMPLACABLE DE LA POLÍTICA ARANCELARIA DE
DONALD TRUMP
Y este último punto, explica las medidas
proteccionistas de la administración Trump. Como ya hemos analizado, con la
nueva administración norteamericana se ha producido un vuelco geopolítico. Trump
considera a China como “el enemigo”, mientras que Rusia ha pasado a ser “el
adversario”: al enemigo se le destruye, al adversario se le debilita. Para
EEUU, la administración Trump es la única posibilidad de no ser superada,
económica y políticamente por China. Para las anteriores administraciones
demócratas, el orden era inverso: un orden heredado de la guerra fría en el que
Rusia seguía siendo considerada el “enemigo” y China solamente un adversario
económico. Pero el crecimiento de China, la presencia de su flota en todos
los mares y la alianza entre el Partido Comunista y las empresas tecnológicas,
ha generado un nuevo escenario para el conservadurismo norteamericano que no se
resigna a ser la segunda potencia mundial. Ser el segundo no es una opción para
la Casa Blanca: implica considerarse derrotado.
En realidad, Trump, en su primera legislatura,
se conformaba con reconstruir infraestructuras, liquidar la herencia de guerras
iniciadas en períodos anteriores y mejorar la vida del americano medio. La
aparición del “coronavirus” y la irrupción de la tecnología 5G dio al traste
con estos propósitos. Aquel primer mandato se dispersó en medidas erráticas.
Hay que tener en cuenta que, en 2017, cuando fue elegido frente a Hillary
Clinton, ella era la representante del stablishment, mientras que Trump
era un outsider, un empresario metido en política. No solamente se vio
desbordado por unos engranajes que no conocía suficientemente, sino por una
inclusión de neoconservadores -no compartían sus puntos de visto- al frente de
los departamentos. El “segundo Trump”, sin embargo, tiene la piel más dura,
conoce la administración pública, se ha rodeado de colaboradores más
“radicales” y quiere implementar políticas más claras: sabe que China aspira a
la hegemonía mundial y que el “segundo puesto” empobrecería más a los EEUU.
De ahí la imposición de aranceles a los productos chinos.
¿Es esa imposición razonable? ¿conduce a una
“guerra de aranceles”?
Uno de los elementos que más ha favorecido la
reelección de Donal Trump es que se trató del primer presidente que no inició
una guerra desde finales del siglo XIX. Esto equivale a otorgarle el adjetivo
de “pacifista”, mientras que, desde el inicio del conflicto ucraniano, tanto
Biden como sus socios europeos, aparecían visiblemente como “belicistas”. Nadie,
está dispuesto, a morir por Zelensky… ni siquiera los que comparten los puntos
de vista del gobierno de Kiev. Nadie. De ahí que el agit-prop mediático
haya querido liquidar este aspecto “positivo” de Trump “el pacifista”,
uniéndolo a una “guerra”: la de aranceles. Sin embargo, no se trata de una
guerra. Como máximo cabría hablar de “rearme arancelario”. Y un rearme,
puede, perfectamente, ser una decisión defensiva. Como lo es en este caso.
Las empresas norteamericanas que deseen vender sus
productos en EEUU deberán relocalizarse o bien pagar aranceles… que
desincentivarán su interés por producir en China o en cualquier otro país. El
resultado previsible a corto plazo (por eso Trump ha iniciado su legislatura
con esta medida desde el día 1 de su mandato) será un relanzamiento de la
economía norteamericana, una absorción del paro, mientras que se generan en “el
enemigo” problemas de muy difícil solución.
¿Alguien podría reprocharle a Trump esta escalada
arancelaria? Los beneficiarios de la globalización, por supuesto. Pero, en realidad, tiende a llevar a la práctica
el “American First”. Todos los Estados, en todas las épocas, han
practicado el “egoísmo nacional”: sus ciudadanos y sus intereses y el de sus
gentes han ido por delante; detrás, el de todos los demás países. Trump no
hace sino aplicar esta ley de hierro que hoy el pudor de la corrección política
impide asumir en voz alta. No es un belicista: es un conservador con amplia experiencia
empresarial. Sabe cómo se negocia y cómo se gestiona una empresa: reducción de
gastos, plan estratégico de viabilidad de la empresa a medio y largo plazo, no
ceder ante otras empresas competidoras, no regalarles ventajas, no pensar en
otros ciudadanos más que en los de su propia nación, negociar a partir de
maximalismos, asegurarse los suministros básicos para su “empresa”: su
“empresa” son los EEUU.
Resulta difícil reprochar una política de este
tipo, especialmente en un país como España, cuyo gobierno (por un 50% de
debilidad y otro 50% de traición tácita) se ha propuesto, por todos los medios,
aupar al “enemigo del Sur”, considerar “amigo” al “enemigo” secular y tenderle
mano hasta la humillación final, enviando fondos prácticamente continuos e
ilimitados, abriendo las puertas de par en par a su inmigración y a sus
mezquitas, a sus imagen, a su Corán e, incluso a la enseñanza en las escuelas
de la religión islámica (pero no de la católica que no tiene nada parecido al “yihadismo”
como uno de sus pilares), restringiendo el presupuesto de Defensa, aun cuando
es evidente que Marruecos se está armando de forma masiva.
Si el stablishment mundial ha impuesto en
los medios la palabra “guerra comercial”, también suele denunciar la nueva
política comercial norteamericana como “autarquía”, lo que remite a los
“odiados fascismos”. En realidad, las economías autárquicas eran
pre-fascistas y se basaban en una lógica aplastante: cada país debe procurar
vivir de su propia producción, intercambiando los eventuales excedentes de esta
producción por otros productos igualmente excedentarios en otros países.
“Autarquía”, técnicamente, no ha significado nunca cierra de puertas y ventanas
al comercio exterior (España, en sentido estricto no fue “autárquica” en
los años 40, sino que la “autarquía franquista” fue la respuesta al aislamiento
internacional decretado por Naciones Unidas), sino diversificación industrial,
exportación de excedentes e importación de “faltantes”.
Seguramente la principal contradicción en la caen
las Greta Thumberg y los defensores del “cambio climático” sea no oponerse,
precisamente a la globalización que hace posible que un tubérculo de jengibre
tenga que recorrer 10.000 de distancia para ser comprado en un supermercado
español. Porque si hay algo que consume combustibles fósiles y emite CO2,
es precisamente el comercio mundial.
EN DEFENSA DE LAS ECONOMÍAS DE PROXIMIDAD
Por otra parte, la estabilidad de una sociedad y
su sensación de seguridad, se basan en la confianza del consumidor en los
productos servidos por el productor, en su calidad y en su “trazabilidad” (en
el caso de productos alimentarios). Un cultivador que vende sus productos en el
mercado del pueblo, debe procurar que estos sean de calidad aceptable, si
quiere mantener su clientela. ¿Ocurre eso mismo con un productor situado en las
antípodas? ¿Qué le importa a un productor marroquí regar sus hortalizas con
aguas fecales contaminadas con hepatitis B? Cuándo un campesino colombiano rocía
a sus mangos con sobredosis de vermicidas para afrontar una plaga tardía de
gusanos, ¿piensa que los metabolitos generados por el producto afectarán negativamente
a la salud de consumidores situados a 10.000 km de distancia? Hay, por tanto,
un “interés sanitario” que, por sí mismo, justifica las economías de
proximidad. Pero otro factor no es menos importante…
Un país cuya economía se basa en la importación es
un país que no es dueño de su propio destino. Un país que no produce lo
necesario para alimentar a su población, está, en realidad, a merced del que le
vende provisiones. Tendrá su
bandera y sus instituciones, sus fronteras trazadas sobre el papel y se creerá
dueño de su propia soberanía: pero no lo será. Ésta podrá ser cuestionada en
cualquier momento por sus proveedores en sectores básicos (alimentación, acero,
energía).
Trump ha entendido perfectamente esta lección y
sus esfuerzos desde el día 1 de su segundo mandato van orientados a dos fines:
el “American Firts” y a considerar a China como “enemigo”. A partir de
ahí se entiende toda su política que, es, en definitiva, el resultado de la
alianza del “conservadurismo” norteamericano con los grandes consorcios
tecnológicos (ver el Cuaderno Para Entender Nuestro Tiempo nº 1), esto
es, con el “dinero nuevo”.
Los medios de comunicación occidentales -desde la
Sexta hasta la Trece- son hostiles a este planteamiento. Dependen de la
publicidad del “dinero viejo” y del Estado (o de la Iglesia en el caso de COPE
y del canal Trece), pero, sobre todo, dependen de conceptos y escalas heredados
de tiempos que ya se han volatilizado: “globalización mejor que proteccionismo”, “todos los gobiernos buscan
la paz y la armonía mundial”, “globalización bueno, autarquía malo”, “neoconservadurismo
mejor que conservadurismo aliado con tecnológicas”, “Rusia es el enemigo que
nos invadirá de un momento a otro”… y así sucesivamente. Tópicos de otra
era, que ya no están vigentes, algo que los medios de comunicación españoles,
incluidos los digitales, deberán reconocer antes o después. Acaso por eso son
inatendibles y aquellos que tienen inquietudes optan por buscar ellos mismos -a
costa de equivocarse a veces- en lugar de recurrir a información sesgada en
defensa de la globalización.
El “rearme arancelario” supone retornar el sentido
común a los intercambios comerciales, eliminar la irracionalidad del fantasmal
“comercio mundial”: hacer, en definitiva, que un tubérculo de jengibre no tenga
que viajar 10.000 km de distancia, sino que se cultive en el campo situado en
las inmediaciones de las grandes ciudades. Que el agricultor, vecino mío, pueda
vender sus productos en el mercado de la ciudad, con los menos intermediarios
posibles: que venda su producto a un precio razonable y que no se dilapiden
millones de litros de combustible fósil trasladándolo desde los lejanos campos
chinos o desde la altiplanicie peruana. ¿Hay algo reprochable en esta lógica?
¿Algo que ofenda al sentido común? ¿Algo que sea injusto?
Por otra parte, la estabilidad de una sociedad y
su sensación de seguridad, se basan en la confianza del consumidor en los
productos servidos por el productor, en su calidad y en su “trazabilidad” (en
el caso de productos alimentarios). Un cultivador que vende sus productos en el
mercado del pueblo, debe procurar que estos sean de calidad aceptable, si
quiere mantener su clientela. ¿Ocurre eso mismo con un productor situado en las
antípodas? ¿Qué le importa a un productor marroquí regar sus hortalizas con
aguas fecales contaminadas con hepatitis B? Cuándo un campesino colombiano rocía
a sus mangos con sobredosis de vermicidas para afrontar una plaga tardía de
gusanos, ¿piensa que los metabolitos generados por el producto afectarán negativamente
a la salud de consumidores situados a 10.000 km de distancia? Hay, por tanto,
un “interés sanitario” que, por sí mismo, justifica las economías de
proximidad. Pero otro factor no es menos importante…
Un país cuya economía se basa en la importación es
un país que no es dueño de su propio destino. Un país que no produce lo
necesario para alimentar a su población, está, en realidad, a merced del que le
vende provisiones. Tendrá su
bandera y sus instituciones, sus fronteras trazadas sobre el papel y se creerá
dueño de su propia soberanía: pero no lo será. Ésta podrá ser cuestionada en
cualquier momento por sus proveedores en sectores básicos (alimentación, acero,
energía).
Trump ha entendido perfectamente esta lección y
sus esfuerzos desde el día 1 de su segundo mandato van orientados a dos fines:
el “American Firts” y a considerar a China como “enemigo”. A partir de
ahí se entiende toda su política que, es, en definitiva, el resultado de la
alianza del “conservadurismo” norteamericano con los grandes consorcios
tecnológicos (ver el Cuaderno Para Entender Nuestro Tiempo nº 1), esto
es, con el “dinero nuevo”.
Los medios de comunicación occidentales -desde la
Sexta hasta la Trece- son hostiles a este planteamiento. Dependen de la
publicidad del “dinero viejo” y del Estado (o de la Iglesia en el caso de COPE
y del canal Trece), pero, sobre todo, dependen de conceptos y escalas heredados
de tiempos que ya se han volatilizado: “globalización mejor que proteccionismo”, “todos los gobiernos buscan
la paz y la armonía mundial”, “globalización bueno, autarquía malo”, “neoconservadurismo
mejor que conservadurismo aliado con tecnológicas”, “Rusia es el enemigo que
nos invadirá de un momento a otro”… y así sucesivamente. Tópicos de otra
era, que ya no están vigentes, algo que los medios de comunicación españoles,
incluidos los digitales, deberán reconocer antes o después. Acaso por eso son
inatendibles y aquellos que tienen inquietudes optan por buscar ellos mismos -a
costa de equivocarse a veces- en lugar de recurrir a información sesgada en
defensa de la globalización.
El “rearme arancelario” supone retornar el sentido
común a los intercambios comerciales, eliminar la irracionalidad del fantasmal
“comercio mundial”: hacer, en definitiva, que un tubérculo de jengibre no tenga
que viajar 10.000 km de distancia, sino que se cultive en el campo situado en
las inmediaciones de las grandes ciudades. Que el agricultor, vecino mío, pueda
vender sus productos en el mercado de la ciudad, con los menos intermediarios
posibles: que venda su producto a un precio razonable y que no se dilapiden
millones de litros de combustible fósil trasladándolo desde los lejanos campos
chinos o desde la altiplanicie peruana. ¿Hay algo reprochable en esta lógica?
¿Algo que ofenda al sentido común? ¿Algo que sea injusto?
Pero, si la economía es lo que mueve el mundo,
mucho más importante para el futuro que el “rearme arancelario” es la cuestión
de las “tierras raras” -esenciales para el desarrollo de las tecnologías de la
Cuarta Revolución Industrial en curso. Y ahí es donde entran Groenlandia y
Ucrania, dos territorios de los
que viene hablándose mucho desde principios de 2025.
