Infokrisis.-
La tesis de esta segunda parte es muy simple: tiende a demostrar que el toreo
ha acompañado los mejores momentos en la historia de España y ha encontrado eco
en el corazón de nuestros grandes conductores; mientras, los adversarios
del toreo han surgido en los momentos de decadencia y en todo aquello de
nuestra historia de lo que se puede prescindir. Podríamos traspasar también
esta dicotomía al dominio de la pintura y concluir que nuestros grandes
pintores del XIX y del XX (Goya, Picaso, Dalí, entre otros muhos), han
representado en sus cuadros y de manera encomiástica al toreo. E incluso hoy,
en el mundo de la cultura abundan los favorables a considerar a los toros como
algo que “está en la modernidad, pero que no pertenece a la modernidad”. Ayer
mismo, el urbanista e intelectual, Luis Racionero, sin duda uno de los más
brillantes intelectuales de los últimos 40 años, defendía en las tardes de Onda
Cero, esta fiesta con argumentos parecidos a los que utilizábamos en la primera
parte de este ensayo. Tal es el recorrido que vamos a realizar.
En
la Edad Media, cuando España volvió a ser.
Desde
los tiempos en que los patricios romanos combatían contra uros en las arenas
del circo, y los iniciados mitriacos se bañaban ritualmente en la sangre del
toro, hasta la Alta Edad Media, hay pocas noticias sobre el toreo.
Prácticamente desde que Odoacro, rey de los godos hérulos, asaltó Roma y envió
las enseñas imperiales a Bizancio en el 476, hasta el siglo, se sabe poco como
evolucionaron esos ritos pagamos. Pero, sin duda subsistieron.
De
un lado, el mitraismo, especialmente tras la muerte de Juliano Emperador, fue
desapareciendo asimilado por el cristianismo (desde el Edicto de Constantino, la
Iglesia que había recomendado la deserción de las legiones mientras proclamaron
la religión de la paz, al convertirse en nuevo poder, excomulgaron a los
desertores y recuperaron la mejor tradición mitraica como religión de los
combatientes). ¿Qué ocurrió luego?
Apenas
266 años después, en el 742, nacía Carlomagno reputado de ser un admirador de
la fiesta de los toros (lances de toros). La cosa es importante porque se trata
de un emperador de vocación europea que quiso reconstruir la unidad perdida de
“Roma la Grande” (tal como se conocía al Imperio Romano en la Edad Media) y que
demuestra que el toreo, aun conservándose en España, Portugal y en el Mediodía
francés, fue europeo siglos atrás como ya habíamos sostenido en la primera
parte de este ensayo. Es fácil pensar que en el tiempo que media entre la caída
de Roma y la juventud de Carlomagno, los toros habían pasado de ser un rito
iniciático, a ser una fiesta popular.
En
esos mismos años cuando cobra carta de naturaleza la leyenda del Camino de
Santiago y aparecen fragmentos legendarios que indican que el toro estaba
incorporado al naciente imaginario colectivo del pueblo español ya durante la
primera fase de la Reconquista. En Astorga aparece la leyenda de la “Reina
Loba” (inevitable el tener a esta “reina” como avatar de la Loba Capitolina
romana venerada en todo el ámbito imperial). En las costas de Galicia
llega una barca acompañada por cuatro marineros con el cadáver del Apóstol
Santiago. Saltan a tierra y se dirigen al castillo de la Reina Loba, la cual
los encarcela. Ayudados por la providencia los cuatro marineros logran escapar,
pero la Reina Loba envía a sus soldados a capturarlos. Cuando ya los han
divisado y sólo queda atravesar un puente, éste hunde arrastrando a los
perseguidores al barranco. Es entonces cuando los cuatro marinos se presentan
otra vez ante la Reina Loba pidiéndole una pareja de bueyes para trasladar al
cadáver del Santo Apóstol Santiago. La Reina se burla de ellos y en lugar de
bueyes les entrega dos toros bravos… pero estos, por intervención sobrenatural,
se dejan uncir mansamente. La Reina Loba se convierte entonces al cristianismo.
Sería
difícil encontrar una perífrasis simbólica más clara: los cuatro marineros son
los cuatro evangelistas y el cadáver de Santiago (Sant-Yago, esto es, Santa
Unión, pues el término sánscrito “Yug”, del que derivan Yago y Yugo tiene
análogo sentido al de “religare” del que deriva “religión”, significando en
ambos casos “unión”) el proyecto misional en el que se muestra la voluntad de
arraigar el catolicismo español con la tradición originaria del catolicismo,
asumiendo desde entonces y hasta principios del siglo XVIII, la construcción de
un binomio inseparable: España-Catolicidad. La Reina “Loba” es, por supuesto,
la alusión a la Roma imperial y patricia, todopoderosa que, finalmente se rinde
ante el poder del cristianismo. En cuanto a la sustitución de los bueyes
(castrados y mansos) por dos toros bravos, indica que el poder de Santiago es
superior a la fuerza del toro apareciendo un tema habitual en la Edad Media,
especialmente en el período gibelino: la lucha entre el poder sacerdotal y el
poder de las aristocracias guerreras; la virilidad del toro, en esta versión,
se amansa ante el poder sobrenatural de la fe, el sacerdocio se impone sobre la
casta guerrera.
Esta
leyenda muestra la “actualidad” del toro durante los “siglos oscuros” del
Medievo y demuestra también que el toro seguía siendo un icono popular. Cuenta
las crónicas que el Cid era –como no podía ser otra forma- un gran aficionado
al lanceo de toros. Eso ocurría a principios del siglo XI. En aquella época el
lanceo era un deporte de la aristocracia guerrera y, como tal, se realizaba
solamente a caballo. El toreo a caballo duró hasta el siglo XVII y no fue sino
entonces cuando empezó a torearse a pie por menestrales e incluso por
campesinos, subsistiendo solamente el arte del rojeo a caballo reservado para
la aristocracia guerrera.
De
Alfonso X el Sabio también quedó constancia de su afición a los toros y, para
colmo, en un fragmento vinculado al Condado de Barcelona (esa ciudad declarada
antitaurina…). Uno entre varios fragmentos en los que se cita esta
tendencia es en la crónica de 1128, año “en el que casó Alfonso VII en Saldaña
con Doña Berenguela. Hija del Conde de Barcelona, y entre otras funciones hubo también
fiestas de toros”.
Todo
esto demuestra que en los siglos en los que se constituyó la esencial de las
tradiciones antropológicas y culturales de nuestro país, la Edad Media, la
fiesta de los toros ya ocupaba un lugar destacado.
Antes
de los Reyes Católicos, el toro de lidia ya era un animal “diferente” que
merecía otra consideración: ni estaba hecho para el arrastre, ni para la
alimentación, ni por su piel, sino para ser lanceado y lidiado a la manera de
la época. A partir de certificarse la unidad de las coronas de Castilla y de
Aragón, empieza a realizarse una primera selección de toros bravos localizada
en la provincia de Valladolid. Sin excesivos datos objetivos se atribuye a una
ganadería que subsistió hasta el siglo XIX –Raso del Portillo- los primeros
intentos de estabilizar un tipo de toro bravo adaptado para estas fiesta
entre los siglo XV y XVI. Pero también en Andalucía, Navarra, en el valle del
Jarama y en Aragón, se criaron toros para estos festejos. En el siglo XVIII,
cuando las “corridas de toros” ya se convirtieron en un espectáculo cotidiano,
las ganaderías empezaron a parecerse a las actuales.
Entre
el Siglo VIII y el XVII, la fiesta de los toros siguió siendo cosa de la
aristocracia guerrera. Pruebas no faltan… se toreaba a caballo, se utilizaba
espada y lanza: la montura y la espada eran solo autorizadas para caballeros.
Los Grandes Austrias, fueron partidarios de la fiesta hasta el punto de que
Carlos I Emperador festejó el nacimiento de Felipe II con un lance de varas y
luego el que sería su sucesor hizo otro tanto. A Todo esto, Felipe II tuvo que
interceder ante el Vaticano para que levantara la excomunión sobre quienes
participaran en estos festejos. En efecto, la bula papal Salute Gregis (1567), emitida
por Pio V, había prohibido los lances con toros y no fue sino su sucesor.
Gregorio XIII, ocho años después, quien reconocimiento el papel de Felipe II
como defensor la cristiandad, volvió a autorizarlos. Lo que, en ocasiones
discuten los historiadores del toreo es si el papa levantó la excomunión
siguiendo el ruego del Emperador, o si fue a la vista de que nadie hacía caso
del interdicto y la Iglesia perdía fieles y veía mermada su autoridad…
En
esa época, España incluso exportó el noble arte de lanceo de reses bravas a…
Inglaterra –increíble, pero certificado por los cronicones- en donde en el XVI
llegaron a celebrarse este tipo de fiestas auspiciados por la aristocracia en
el período en el que Carlos I de Inglaterra y Lord Buckingham, invitados durante
su estancia en España a uno de estos eventos, quedaron prendados por él,
reproduciéndolos en su tierra natal. Dado que los ingleses son muy suyos, estos
espectáculos importados de España en el XVI terminaron desembocando en los
bull-baitings, peleas entre perros y toros que resultaron prohibidas en 1824, a
instancias de la Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals…
La
fiesta todavía distaba de parecerse a la actual. Tenía con el rejoneo el común
elemento del caballo, pero ni capote, ni banderillas, estaban presentes. Las
plazas… eran cuadradas y solían ser plazas mayores a las que se les añadía una
barrera y un entramado de asientos y gradas de madera, mientras que el resto
del público, los menestrales especialmente, lo contemplaban desde las ventanas
de sus viviendas.
En
esos años empieza a formarse “la cuadrilla” cuyas funciones son de ayuda al
caballero que torea con su montura. La nobleza reconstruye en ello la figura
del “paje” (el aprendiz de escudero) y de “escudero” (aprendiz de caballero).
Combatiente en su montura, queda del período medieval el privilegio de matar al
toro a caballo con la espada. Es el paje el que le entrega la espada y es el
“escudero” el que le ayuda en la proto-faena. La incipiente cuadrilla torea a
pie. Para atraer al toro utilizan su capa y, con eso el toreo empieza a
parecerse al actual. Todavía no se utiliza la muleta, ni el falso estoque que
vendrán luego. En ocasiones, el caballero no logra matar al toro desde su
montura (por falta de pericia, porque el toro está agotado y no persigue al
caballo sino que lo rehúye), y es entonces cuando alguien de sus ayudantes
recibe el encargo de acabar con él.
En
el período de los Austrias Menores, la nobleza empieza a decaer. Así como en
las generaciones anteriores, el noble había recibido su título por hechos de
armas –nunca como prebenda por amistad o por su patrimonio amasado en negocios-
y transmitía a sus descendientes la responsabilidad de su casta (marqueses o
señores que defendías las marcas de las fronteras; duques o descendientes de
los “dux bellorum”, literalmente “señores de las batallas” en los que los
monarcas delegaban el arte de la guerra; y condes defensores de un territorio)
que era, ni más ni menos, que el combate, en el nuevo período histórico que se
inicia con la decadencia del Imperio, la nobleza empieza a ausentarse de los
“lanceos”. Éstos siguen celebrándose, pero, cada vez protagonizados por
hidalgos de menor relieve, hasta que, finalmente, desaparece casi completamente
el caballo (relegado a partir de ahora a las corridas de rejones) y el toreo se
hace cosa de a pie, propio de las castas bajas de la sociedad. Y, a partir de
ese momento, se convierte en un espectáculo masas en su forma moderna.
La
afición ya apuntaba maneras en los siglos XVI y XVII y rebasó con mucho el
ámbito de las fiestas mayores y de determinados días del año. Pasó a celebrar
victorias bélicas primero, luego se institucionalizó en determinados períodos
del año y, finalmente al organizarse las ferias taurinas ya en un período
reciente. En el siglo XVII esta tendencia ya se ha consolidado. Los toreros
empiezan a ser, aun sin título de nobleza, extremadamente populares. Queda de
la antigua tradición guerrera, el “paseillo” de las cuadrillas, verdadero
remedo de un desfile militar en el que se lucen capotes y armas y donde todo
está ordenado jerárquicamente, por rangos, como en cualquier ejército.
La
sustitución de los Austrias por la dinastía borbónica, no aporta nada bueno a
la fiesta. Los borbones vienen de Francia así como los Habsburgo venían de
Austria. La diferencia reside en que mientras estos son respetuosos con las
tradiciones populares, los primeros son hijos de la Ilustración y pretenden
traer a España el período de “las Luces”. Desde Felipe V existe una desconfianza
creciente de la monarquía hacía borbónica hacia el toreo. Afectos a una
tradición racionalista (más que racional) y “dispuestos a modernizar el país”,
los borbones desconfían de algo que ha nacido en la más remota antigüedad y que
el pueblo sigue como si de un rito religioso se tratara. No es racional, luego
no es ilustrado…
Aún
así la fiesta de los toros, progresa y aparecen innovaciones impuestas por los
grandes nombres de la época: un menestral, hijo de menestrales, “Costillares”
(Joaquín Rodríguez), conocedor de la anatomía de los bóvidos a raíz de su
trabajo en el matadero de Sevilla, crea la faena de capote y perfecciona el
lance de verónica, vuelve a disciplinar a las cuadrillas que sólo reconocerán,
a partir suyo, la orden del mataor. Inventa el volapié y la muerte por estoque
humillando el hocico del toro. Cien años después, “Cúchares”, inventa la faena
“al natural”. Antes que él, Pepe-Hillo, muerto en la plaza, había escrito un
primer tratado de tauromaquia. A partir de ahí se suceden los grandes nombres:
Lagartijo, Frascuelo, Paquiro en el XIX y ya en el XX, Belmonte, Joselito,
antes de la guerra civil y después Manolete, Dominguín y su eterno rival
Ordóñez. Y así hasta llegar a los hermanos Rivera Ordoñez, al francés Sebastián
Castella, a El Juli o a César Rincón (favorito del que suscribe) seguido a corta
distancia de Enrique Ponce.
El
toreo goza de buena salud y sigue siendo un espectáculo que atrae el favor de
un público que se va renovando, a despecho de los anti-taurinos. Los mejores
años de la historia de España han sido años en los que la población y la
autoridad política o la monarquía, se han identificado con el arte del toreo.
Porque, a fin de cuentas, los detractores del toreo aparecen, no solo en la
decadencia, sino que, por lo general, son los promotores de esa misma
decadencia.
Con
los borbones el anti-taurinismo se hizo rey. La aristocracia se afrancesó en
pocos años como prueba de que ya habían perdido las raíces y la tensión
existencial de los mejores años del Imperio. Para colmo Felipe V creó una nueva
aristocracia que ya no era la de la sangre, sino la del blasón obtenida a costa
de adular al monarca, entregarle preces o simplemente lamerle el culo. Y los
borbones de ayer y de hoy lo tuvieren siempre requete-lamido. Desde Felipe V
–cuyo nombre se maldice aún hoy en media España- que consideraba a las corridas
como espectáculos propios “del populacho” y que las prohibió en 1723, hasta
Fernando VI rodeado de Ilustrados –con Jovellanos en cabeza- que sólo las
consintió a cambio de que los ingresos obtenidos se descargaran el erario
público, los borbones, uno tras otro, intentaron apuntillar a la fiesta.
El
Conde de Aranda, creador de una logia masónica independiente de las logias
inglesas, durante el reinado de Carlos III, prohibió de nuevo las corridas en
1771. Nadie, por supuesto, le hizo caso y la orden sirvió solo para demostrar
lo indómito de un pueblo que no desertaba de sus tradiciones seculares. Carlos
IV quiso imponer su autoridad actualizando la prohibición en 1805. De esos años
son los aguafuertes y grabados de Goya sobre la fiesta. Fernando VII a quien en
su vida no quedó nadie al que no traicionara, gozó, curiosamente, de
popularidad, sin duda por el hecho de que no se atrevió a una nueva prohibición
que hubiera evidenciado aún más su debilidad.
A
partir de los períodos liberales del siglo XIX (desde el trienio liberal
1820-1823), los distintos gobiernos de esa corriente atacaron una y otra vez a
las corridas y las prohibieron con idéntica fortuna que los borbones. En 1877
cuando el Marqués de San Carlos y Montevirgen, José María de Quiñones de León y
Vigil, lo intentó por última vez en 1877, ante un parlamento atemorizado y
sabedor que de votar por la prohibición equivaldría a no revalidar nunca su
acta de diputados, se negó a aprobarla. No era raro: en aquellos días,
Lagartijo y Frascuelo eran más populares en España que el poncio de turno o el
mismo papa de Roma.
Luego
vino la crisis finisecular del XIX y las revisiones de la historia de España,
país dramático este en el que el progresismo siempre ha mirado más al
extranjero que al terruño y donde el conservadurismo ha sido habitualmente
regresivo y tendido a lo atávico. En tanto que eco del pasado, no es raro que
el progresismo de hoy (que corresponde exactamente a los liberales del XIX y a
los borbones ilustrados y afrancesados del XVIII), intuyeran algo no reductible
a sus esquemas en la fiesta de los toros.
Más
lamentable es, por el contrario, que algunos españoles, a la hora de
reflexionar sobre lo que significó la última página en la ruina del Imperio en
1898, terminaran opinando que había que desterrar los toros de nuestra cultura.
Hay en la Generación del 98 una parte que, literalmente vuelve la espalda a la
tradición española y cree que en ella está la fuente de todas nuestras
desgracias. Unamuno optó por esta dirección. Otros, como Eugenio Muñoz Díaz,
antitaurino de manual, ex sacerdote que mantuvo amoríos con la cantante María
Noel, cuyo apellido adoptó como seudónimo, fueron casos de psiquiátrico. Dado
que su complejo de culpabilidad latente al mantener amores cuando aún estaba
bajo la promesa de la castidad, sublimó este complejo reforzándose en la idea
de que quienes mataban a los toros y quienes los jaleaban, eran todavía más
culpables que él… Casi típico de la psiquiatría aun non nata. Muñoz (o “Noel”
por parte de amante), la emprendió contra los toros y el flamenco.
Confundía
“Noel” la Andalucía creada por Isabel II y sus marquesonas a mediados del XIX,
cuando por pura moda introdujeron en la jet-set de la época las batas de cola,
los faralaes y los tejidos de lunares y estampado gitano, con los que Merimé
había descrito “lo andaluz”, confundiéndolo con “lo gitano” (Andalucía hasta
ese momento había podido ser llamada “Castilla Sur” dado que tras la expulsión
de los moros y moriscos había sido repoblada con castellanos). Las pocas luces
de Muñóz-“Noel” -que a todo esto se había hecho socialista y republicano, y
cuyo complejo de culpabilidad no le dejaba razonar con la cabeza fría y las
neuronas en forma- favorecieron que lo mezclara todo: toreo, gitaneo,
andalucismo, pasodoble, cantejondo y, para colmo, en el popurrí incluyó al
“género chico” (la zarzuela) y no pudo incluir al “género ínfimo” (el
naciente espectáculo de music hall arrevistada y sexy) porque en eso
estuvo su primera amante… Leyendo a Muñoz-“Noel” se percibe que lo que más le
fastidiaba de todo esto es que la gente se divirtiera. Era un tipo sombrío y
amargado al que los desengaños políticos terminaron por avinagrarlo del todo.
En la biblioteca Nacional pueden consultarse su obra, hoy olvidada y que ni
siquiera los antitaurinos consideran por excesivamente enrevesada y visceral.
En
cuanto a los antitaurinos de hoy, en buena parte su experiencia procede de
asociaciones norteamericanas (PETA) o inglesas. Otros, tienen mas interés en
borrar síntomas de lo que consideran “lo español” de sus autonomías, mucho más
que de defender a los toros. Los hay de todo, pero se trata de actitudes
irrelevantes, de gente no menos irrelevante.
Un
resumen de la historia del toreo
Estamos
llegando al final de lo que nos habíamos propuesto. A partir de Julius Evola
sabemos que existen dos tipos de civilizaciones, casi como dos categorías
ontológicas radicalmente separadas e irreconciliables: las civilizaciones tradicionales
y las civilizaciones modernas. Esta clasificación no se refiere al tiempo de
los siglos, sino a los valores: las civilizaciones tradicionales hablan en
términos de “comunidad”, las modernas en términos de “clase”: las tradicionales
se orientan por valores superiores, las modernas por valores materiales y de
consumo; las tradicionales quieren seguir fieles a sus orígenes, quieren tener
un vínculo con la “tierra de los padres” (por eso el patriotismo es propio de
estas civilizaciones e incomprendido en la modernidad), las modernas niegan el
pasado, lo perciben como regresivo, como cualquier otra estructura (como la
familia, como la religiosidad, como la idea de orden, la de autoridad y la de
jerarquía, que niegan pertinazmente). Son dos formas de entender la
civilización que están frente a frente y de manera irreconciliable.
En
la historia de España, algo trascendental ocurrió en 1717: la España
tradicional de los Austrias (en realidad eran “las Españas”), fue derrotada por
la Ilustración y la ideología de las Luces, entronizándose una dinastía
afrancesada y “progresista”. Es a partir de ese momento en donde empiezan los
problemas en la historia de España que se arrastran hasta ahora. Al centralismo
francés traído por los borbones y destructor de fueros, sigue la revolución
francesa traída a España por Napoleón y luego las revoluciones liberales.
Negación de la tradición, afirmación del progreso. No es de extrañar que desde
Felipe V las corridas de toros fueran denostadas primero por los ilustrados, luego
por los afrancesados, finalmente por los liberales que mamaban de las fuentes
de la revolución francesa de 1789 y actualmente por los “progres”.
Quizás
fuera porque la dinastía de los Austrias no estuvo a la altura en sus últimos
representantes que impidió que se operase un fenómeno de modernización similar
al que experimentó Japón entre mediados del siglo XIX y hasta los años 60 del
XX, cuando una sociedad inspirada por valores tradicionales, pudo aplicar
modernas estructuras de producción basadas en los principios tradicionales (la
fidelidad a la autoridad tradicional se trasladó a las empresas; el gusto por
la obra bien hecha, presente en toda civilización tradicional, convirtió a
Japón a partir de 1945 en gran potencia industrial… demostrando que Tradición
no implica atavismo y atraso). La Alemania de Bismarck realizó un recorrido
similar.
El
punto de inflexión de nuestra historia (1717 con el desenlace de la Guerra de
Sucesión) convulsionó a toda la sociedad española, incluso a la que había tomado
partido por el Borbón. En ese momento, las ideas tradicionales fueron
progresivamente arrinconadas en beneficio de las ideas ilustradas primero,
liberales después y progresistas ahora. La idea de “las Españas” se arrinconó
primero apareciendo un centralismo borbónico y luego el jacobinismo
revolucionario que no era sino su adaptación y consecuencia extrema.
En
el siglo XIX el foralismo carlista intentó mantener en pie la idea “de las
Españas” y el vigor de los “cuerpos intermedios” de la sociedad a los que los
liberales atacaron una y otra vez hasta prohibir el movimiento gremial. Luego,
en el siglo XX, el debate no fue cerrado por la Generación del 98 y los
regeneracionistas no consiguieron emitir un dictamen convincente sobre las
causas de nuestra decadencia. En los años 30, los distintos movimientos que
emulaban al fascismo, intuyeron cuál era el origen del problema de España. José
Antonio Primo de Rivera condenó el liberalismo y aportó buenos motivos para
ello. Al igual que otros fascismos de la época, consideró su pensamiento como
una síntesis de tradición y revolución.
Si
de algo podemos estar seguros es de que nuestra tradición política no deriva
del liberalismo, como tampoco debe nada a las ideas de la Ilustración y a la
ideología de Las Luces. Todo eso se concretó en las revoluciones liberales y
masónicas y en la irrupción de otras familias políticas: liberalismo primero y
socialismo después.
Las
corridas de toros solamente se pueden enmarcar en la tradición española en
tanto que cristalización de una parte de su identidad. Si se defienden
principios identitarios y tradicionales, esto implica que, gustando o no
gustando las corridas de toros, se las entiende y se las encaja en la historia
de España.
A
la inversa: quien dice pertenecer a una familia política que ha combatido (y ha
sido combatida por…) al liberalismo y el socialismo (socialismo utópico y
socialismo marxista), su actitud no puede ser sino automáticamente contraria a
las corridas de toros, como, de hecho así lo demuestra este pequeño análisis
histórico que hemos realizado, no solamente para recordar que los toros forman
parte de la identidad española (y de “las Españas”) sino que existen dos
familias políticas opuestas. Y la nuestra no tiene nada que ver con quienes
sistemáticamente se han opuesto a los toros.
(c)
Ernest Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - http://infokrisis.blogia.com -
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