Info|krisis.- España es un país
ruidoso. Es más, es el país más ruidoso del mundo. No solamente la modernidad
genera ruidos mecánicos más allá del umbral de lo tolerable, sino que la
sociedad española es la más ruidosa de todo el globo. El ruido es tan
abominable como el silencio es el caldo de cultivo de todo aquello de lo que la
humanidad puede estar orgullosa. Las civilizaciones tradicionales han sido
civilizaciones del silencio y de la serenidad. Se cultivaba el silencio porque
se intentaba que cada cual fuera él mismo. Si hoy, en nuestra España bulle la
más ruidosa de todas las sociedades es porque ocupamos un lugar avanzado en la
degradación de las costumbres y en los procesos de desintegración social. No
es, precisamente, como para estar orgullosos, pero así están las cosas… Vale la
pena reflexionar sobre ello.
¿Somos el país más ruidoso del mundo? El 24 de
abril de 2013 el diario ABC publicada
una pequeña noticia acompañada de vídeo en el que respondía a esta cuestión: No, no somos el país más ruidoso del mundo
(http://www.abc.es/videos-espana/20130424/espana-segundo-pais-ruidoso-2324696589001.html),
el título corresponde al Japón, nosotros nos debemos contentar con una discreta
segunda plaza. La noticia venía a cuento de que los inspectores de GAES
(empresa dedicada a la venta de prótesis auditivas) habían recorrido las calles
de Madrid, Barcelona, Bilbao y Sevilla para concienciar a la población sobre
los altos niveles de ruido y cómo pueden afectar a la salud. Era el Día Mundial
contra el Ruido. Durante la jornada se detectaron en España sonidos muy por
encima de los niveles recomendados por la OMS. El óptimo son 65 decibelios; lo
registrado en España estaba siempre muy por encima. Estos estudios de la OMS situaban
a España en segundo lugar como país ruidoso, tras el Japón. Pues bien, no. Creo
que podemos reivindicar el primer puesto.
España: la sociedad
más ruidosa del mundo
La OMS mide los ruidos registrados en las
calles a causa de elementos mecánicos, habitualmente vehículos, obras y sonidos
derivados de la vida ciudadano. Pero eso no son todos los ruidos. La misma
sociedad los genera: y la sociedad somos cada uno de nosotros. Los japoneses,
educados en las tradiciones del Zen y
del Shinto, “sufren” el ruido y lo
superan precisamente por ese tipo de educación que interioriza la vida y la
vuelve ajena al exterior. Ellos mismos, ni se expresan a gritos, ni viven dando
gritos, sino todo lo contrario. Incluso cuando sufren los mayores dolores y
desgracias personales y colectivas, están obligados a mostrar un rostro
inexpresivo y a eliminar sus lamentos. La modernidad ha hecho del Japón un país
ruidoso, pero los japoneses, en cambio, no lo son. De ahí que España vaya muy
delante y puede reivindicar el dudoso honor de “país más ruidoso del mundo”.
En efecto, aquí no solamente la sociedad genera
los ruidos propios de la modernidad, sino que el español tiene a gala ser
gritón desde el momento mismo de nacer. He viajado en los últimos tres años por
docena y media de países. Estoy muy sensibilizado por el ruido y puedo asegurar
que la sociedad española es, con mucho la más ruidosa de entre todos esos
lugares. Da la sensación de que se ha producido un “efecto llamada” para gentes
ruidosas de todo el mundo que han convergido en España, “paraíso del ruido” y
de la inhibición del Estado, de las Comunidades Autónomas y de los
Ayuntamientos.
En el extranjero es
diferente…
En Praga tuve una epifanía: estaba sentado en
una céntrica cafetería y, justo al lado, tenía una mesa con cuatro niños de,
más o menos, 13 años. Hablaban. Eso era lo sorprendente para un observador
español: ni jugaban con videojuegos, ni aporreaban sus móviles, ni siquiera
gritaban. Hablaban. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que en España desde
hacía mucho tiempo no había visto a cuatro niños de esa edad, sentados en torno
a una mesa, serenos y cambiando impresiones en torno a una merienda.
A partir de ahí me he ido fijando en la
reacción de los niños de todo el mundo y en su comportamiento habitual:
solamente en España parecen rabiosos, gritan constantemente y da incluso la
sensación de que si sus padres no les oyen gritar tienden a creer que están
enfermos. Porque, lo normal es que los padres hayan dejado de preocuparse de
que sus hijos jueguen y convivan dando alaridos. Cada vez más, el lenguaje de
los niños españoles está dejando de ser un lenguaje hablado para ser un
conjunto de gritos, onomatopeyas y sonidos que oscilan entre el alarido y el
gruñido. Nada parecido a los niños canadienses, a los niños portugueses, a los
niños serbios, a los niños malteses, a los niños neozelandeses, a los niños
sardos y así sucesivamente. Hemos logrado que la próxima generación no
solamente no sepa escribir y que colocar todas las letras en una palabras sea
algo inútil y cansino, sino que tampoco sepa hablar y que los gritos y las
onomatopeyas sustituyan, como en los mensajes SMS, a las palabras.
Y esto es preocupante, porque indica el grado
de decadencia de nuestra sociedad. Observad a las gentes en los transportes
públicos: estaba ayer en un tren abarrotado cuando veo a una niña de color de
no más de 16 meses en su carrito, molestando a todos los viajeros a los que
lograba alcanzar con sus cortos brazos.
Además, la niña berreaba. La madre, a todo esto, al lado, jugando con el
tablet, completamente despreocupada, como ausente. A la vista de que la madre
era blanca y de edad media, era fácil suponer que había comprado la niña a una
de esas empresas de adopción especializadas en adquirir niños a bajo precio en
los mercados africanos y venderlos en Europa como si se trataran de mascotas. Y
la “madre” debía de tener, más o menos, el mismo concepto porque actuaba con el
desinterés propio de la propietaria de un pekinés que ya la ha dejado de
fascinar y para la que sacar al perro a dar una vuelta, se convierte en un
engorro tedioso.
Justo cuando empezó a bajar gente del tren me
di cuenta de que, además, varios jóvenes, de aspectos magrebíes unos, andinos
otros y españoles, por supuesto, competían con el acordeonista rumano en
convertir aquel vagón en una olla a presión de decibelios. Además de estos,
están los que al contestar el teléfono, lejos de hacerlo discretamente, nos
obligan a todos los viajeros a que conozcamos sus miserias. ¿Cómo decirles a
unos y a otros que ni su música, ni sus conversaciones nos interesan lo más
mínimo? Y lo que es peor: ¿podrían comprenderlo? La respuesta que nos daría el
magrebí o el andino es que somos racistas. El adolescente español con mirada
perdida, el rostro inexpresivo y un rap en el móvil, es probable que ni
siquiera entendiera de qué diablos le estábamos hablando.
Avances tecnológicos
en manos de paletos
Me ha llamado la atención otro peligro puesto
de manifiesto por los otorrinos. Los auriculares de mala calidad (regalados en
los trenes de larga distancia, pero también los vendidos con determinados
móviles) pueden generar problemas auditivos graves si se utilizan
sistemáticamente al máximo de decibelios. El tímpano, simplemente, se endurece.
Los consultorios de la seguridad social vienen registrando un aluvión de
jóvenes con los oídos supurando, inflamados, o con los primeros síntomas de
sordera a los 25 años… Algunos estudios médicos convienen que un porcentaje
alto de jóvenes tiene ya tímpanos que corresponden a la tercera edad.
No me importaría en absoluto que esos cretinos
se convirtieran en sordos prematuros si no fuera porque la prótesis la tiene
que pagar la SS (es decir, usted y yo) y porque están en torno a los 3.000
euros o más. Por lo demás, la mala calidad de los auriculares hace que en
algunos casos, no solamente el pobre diablo que los lleva encajados entre el
cerebro, tenga que aguantar su ruido, sino que éste alcance a la gente situada
en las inmediaciones. Podemos estamos establecer una ley precisa: cuando más
cretino es uno de esos sujetos, peor música escucha. Comprobadlo y me daréis la
razón.
Cuando se pone en manos de un paleto un
teléfono de última generación el destrozo está garantizado: en primer lugar
porque, cuando lo utilice, gritará como un poseso y nos obligará a saber a
ciencia cierta que es solamente un pobre paleto, sin educación, sin cultura y
haciéndonos dudar incluso de si es “portador de valores eternos” o simplemente
no porta más que su propia estupidez. Si tiene que oír música, será sin duda la
peor música del mundo, diseñada especialmente para homínidos como él. Si tiene
que jugar a un videojuego, pondrá el sonido de tal manera que podamos seguir
las vicisitudes de la partida a menos de diez metros a la redonda de donde se
encuentre. Pon un avance tecnológico en manos de alguien que difícilmente
hubiera manejado el pedernal y la azagaya y tendrás un foco emisor de
decibelios más.
Quizás el problema sea que desde los años 80
las discotecas españolas han ido elevando los niveles de ruido hasta
prácticamente el umbral del dolor. No es raro que se consuman drogas de diseño
en algunas discotecas como quien consume azucarillos: de otra manera,
difícilmente se podría soportar horas y horas el ruido que apunta directamente
contra el corazón. Hace unos años, un DJ
que además era miembro de la banda rock Defcomdos,
me comentaba que la gente “se ponía muy loca” con la música que él
generosamente les ofrecía. Debía ser verdad y él debía saberlo. Por aquel
tiempo, en una fiesta de San Juan estaba previsto que a la medianoche parara la
música y un presentador enviara un mensaje del sponsor. Cuando se le dijo al DJ
que interrumpiera el festival de decibelios, se negó: simplemente, no quería
que lo lincharan allí mismo. Y yo que estaba allí en nombre de un medio de
comunicación, percibí que, efectivamente, si la música se detenía bruscamente
aquella masa enloquecida hubiera podido reaccionar de la manera más destructiva
posible.
Entre eso y que se ha convertido en habitual el
botellón (que no es tanto, la reivindicación de un espacio de diversión barato,
sino la expresión de la necesidad de emborracharse cuando antes y a la manera
más rápida posible) y las drogas “blandas” (que no son sino inhibidores y anestésicos
ante la realidad social), parece bastante claro que algo está fallando y que,
solamente así se entiende el que seamos el país más ruidoso del mundo. Incluso,
el país, con mucho, más ruidoso.
Sociedad tradicional y
ruido
Hay que distinguir fiestas como las mascletás
valencianas durante el ciclo de fallas, en la que el ruido provocado por kilos
y kilos de pólvora se convierte en el desencadenante de una catarsis colectiva,
o la fiesta de los tambores de Calanda en donde durante 24 horas el sonido
extático de la percusión nos sitúa en otro estado de conciencia. Al igual que
el carnaval es la fiesta en la que lo anormal pasa a ser durante unas horas lo
normal, para recordar lo que es el orden y lo que es el caos, las fiestas
tradicionales del ruido, nos recuerdan lo que es el silencio y la serenidad:
aquello que debía ser lo normal a lo largo del año.
Silencio y serenidad van juntos. Incitan al
estudio, a la introspección, a la reflexión, o simplemente al vacío mental y a
la relajación. No solamente son necesarios para acometer una vida equilibrada y
plena, sino que también son imprescindibles para nuestra cordura. Sólo en la
ausencia de ruidos podemos recordar quienes somos, podemos ser nosotros mismos
y encontrarnos a nosotros mismos. Es evidente que muchos prefieren huir de sí
mismos, de sus pobres existencias, de su miserable cotidianeidad, sumergiéndose
en una orgía de ruidos.
En cierta ocasión pregunté a un adolescente
aficionado a los ritmos más estridentes “¿Por
qué te gustan esas músicas?”. La respuesta fue probablemente de las más precisas
que he oído nunca: “Porque así no pienso”.
Y es que pensar puede generar angustia; es más cómodo huir de los problemas,
jugar al avestruz, no encarar jamás la realidad. Pues bien, a eso se le llama
“alienación”: alguien alienado es alguien que no es él mismo, sino otra cosa y
que es incapaz de llegar a entender lo que supone ser él mismo.
Se entenderá que nos sintamos comprometidos en
una campaña personal contra el ruido: no solamente porque anhelamos el silencio
como anhelamos el calor de una mujer o como anhelamos cerveza helada en los
calores del verano, sino porque consideramos que el ruido es otra patología
social y un signo más de degradación y brutalización de una sociedad que está en
trance de perder cualquier rastro de orden y ante lo cual lo único que puede
hacerle olvidar sus miserias es el aturdimiento de los sentidos.
El gran Buda Sakyamuni, procedente de la casta
guerrera, pero predicador incansable de la introspección como camino que
conduce a la verdadera serenidad y estabilidad interior, era, por lo demás,
pacifista y, sin embargo, tiene una frase que seguramente nos debe hacer
pensar: “Si alguien perturba tu
meditación, mátalo”. Traigo la frase no como “norma” de comportamiento,
obviamente, sino como muestra de que una sociedad tradicional asume que su
principal enemigo es el ruido y todo aquello que nos separa de nosotros mismos…
justo lo contrario de la sociedad española moderna que, por ser líder de algo
innoble, paleto y sin gloria, es líder mundial en ruido…
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