viernes, 10 de enero de 2014

Hacia un modelo de interpretación de la modernidad (I de IV)


La ambición de todo pensamiento crítico es construir modelos capaces de interpretar los aspectos sometidos a análisis. Un modelo de interpretación es un esquema dentro del cual se pueda situar e integrar los fenómenos más representativos de la época, de la persona o del fenómeno que se analiza. El resultado debe ser un esquema simple en función del cual pueden entenderse aspectos muy diferentes del mismo fenómeno, en el caso que nos ocupa, el devenir de la modernidad y el advenimiento del futuro inmediato.

Antes hemos aludido al “proceso de solidificación” del mundo, tal como lo interpretaba René Guénon, el maestro del tradicionalismo integral. En menos de cien años el mundo ha evolucionado de una forma sorprendente: de considerar que un pequeño movimiento artístico o un grupo de activistas resueltos, o simplemente, eso que se ha dado en llamar “voluntad popular”, podían cambiar la faz de la tierra, se ha pasado a la sensación de que ningún esfuerzo, por titánico y amplio que sea, sirve absolutamente para nada, todo está ya “decidido” y enfocado y nada de lo que un individuo, un conjunto social o ni siquiera una élite puedan hacer, va a servir para evitar que se altere el camino emprendido por la humanidad: la marcha hacia un mundo globalizado parece hoy ineluctable, o al menos se tiene la sensación de que así será por mucho que este destino pueda ser rechazable para la mayoría.


Simplemente, vivimos tiempos de crisis y de hundimiento de todos los valores que hasta ahora han acompañado la aventura de lo humano. La historia ha dejado de ser aquella construcción realizada por los hombres (la “crónica de las acciones de los hombres”, como siempre se definió), para ser simplemente un devenir mecánico en el que a los hombres solamente les queda el recurso a resignarse y seguir por el carril que se les indica, o bien oponerse y, en consecuencia, ser destruidos. La mayoría ha entendido hoy que no es bueno oponerse al curso de la historia y en consecuencia callan, otorgan y se pliegan a la construcción mecánica de un mundo inviable para lo humano.

Pues bien, en términos geométricos, el tránsito de una civilización en la que todo es posible a una civilización en la que nada es modificable, implica un tránsito de la movilidad absoluta a la estabilidad más extrema, esto es, de la esfera (la más móvil de todas las figuras geométricas) al cubo (la más estable de todas las figuras geométricas).

Nuestro mundo está dejando de ser “esférico” para transformarse en “cúbico”, deja atrás una estructura fluida y fácilmente modificable y adaptable, orientable en todas las direcciones, para adentrarse en un mundo progresivamente solidificado, difícilmente alterable y en donde, a medida que pasan los días, la estructura cristalina en función de la que se ha formado, cada vez resulta más rígida y difícil de penetrar y de modificar.

Podríamos apurar el modelo en una segunda fase aludiendo a una figura de la geometría masónica. Como se sabe en la escala ética de la masonería, el ser humano “normal” es piedra sin desbastar recién extraída de la mina. Hará falta que se introduzca en la Orden Masónica y reciba la iniciación como aprendiz para que aborde su proceso de perfeccionamiento interior que le llevará de ser piedra sin desbastar a ser piedra cúbica y en una etapa siguiente de dominio de la maestría y del arte, en el tercer grado de la iniciación masónica, a ser piedra puntiaguda. La piedra puntiaguda supone la superposición de una forma piramidal a una forma cúbica. Es la forma habitual de los obeliscos egipcios. Implica una parte subordinada (el cubo) al que se superpone la “pirámide del poder” y ciertamente hay algo de esto en la modernidad pues, no en vano, incluso a nivel simbólico, una élite económica y financiera parece controlar los destinos de una gran masa de población, inmovilizada, apretujada y bovina. Cuando un punto está en una posición más elevada dentro de la pirámide, parece como si se ocupara un lugar de más poder (en tanto que más alto) y de mayor exclusividad (en tanto que la altura está en razón inversa a la cantidad situada en los escalones inferiores).

En la hermenéutica masónica la piedra puntiaguda supone el máximo nivel de perfeccionamiento personal y de dominio del “arte”. El cincelado de una piedra así implicaba un alto grado de dificultad para el cantero: no solamente se le pedía que elaborara un cubo de lados iguales y perfectamente paralelos (cuya proyección espacial le daba las seis dimensiones del espacio) sino que además en la parte superior de ese cubo debía cincelar cuatro vertientes con la misma inclinación que convergieran en un único punto, la cúspide de la pirámide. Simbólicamente, la pirámide representaba la tendencia hacia la elevación y su cúspide el punto más alto de lo humano que tendía hacia lo que está más allá de lo humano: lo trascendente.



Es evidente que, tal como afirman los doctrinarios del tradicionalismo integral, a nuestra época se le han incorporado muchos símbolos tradicionales, pero invertidos. Tanto René Guénon como Julius Evola extraen la conclusión de que la modernidad es el reflejo invertido un “orden normal”. La pirámide en la actualidad se suele asociar a los “iluminati”, ficción conspiranoica que encubre las mucho más reales asociaciones de la alta finanza, la política y la comunicación que trabajan para lo que se ha dado en llamar “Nuevo Orden Mundial”, un orden globalizado y dirigido por una pequeña élite que no tiende hacia la “trascendencia” sino al dominio sobre lo “contingente” y que está asociada a la imagen de la pirámide que aparece en el billete de dólar americano.

Al igual que la piedra puntiaguda del cantero apunta hacia lo alto y su elaboración entraña una innegable dificultad, como difícil es también experimentar la sensación de trascendencia, el sistema modelado por los actuales gestores del “Nuevo Orden Mundial” no está exenta de dificultades, pero apunta en sentido contrario: a un dominio sobre todo lo que es contingente, material, concreto, tangible y mesurable.

Antes hemos dicho que el cubo en la geometría masónica representa el núcleo central del ser humano (microcosmos) y del conjunto de la creación (macrocosmos)  que tiene la capacidad de expandirse, proyectando sus seis caras en las seis direcciones del espacio (derecha, izquierda, arriba, abajo, delante, detrás). Especificar cada uno de estos aspectos y su relación corresponde a los tratados de simbolismo y no vamos a entrar. Sin embargo, a fin de perfilar, un modelo de interpretación de la modernidad globalizada, vamos a intentar trasladar el simbolismo del cubo a las principales características de este momento de civilización. Para ello, consideraremos al cubo como una figura geométrica compuesta por seis caras, doce aristas que unen estas caras dos a dos y ocho vértices que unen en un solo punto a tres caras. En nuestro modelo. Veamos el significado que podemos atribuir a cada uno de estos elementos:

La unidad del cubo está asegurada y reforzada por “redes”. El conjunto de estas redes, que luego describiremos, es lo que constituye la globalización. Pueden ser entendidas como una especie de envoltura exterior del cubo, de la que nada puede escapar y a la que nada pueda sustraerse. El número que domina estas redes es el 1, la unidad, en tanto que garantiza que nada de lo que está en el interior del cubo podrá salir de él. Pero no se trata de una unidad metafísica que remite a algo superior, trascendente, sino una unidad artificial e impuesta asegurada y reforzada por una malla de redes que corren el cubo en todas direcciones. Internet, por supuesto, es una de ellas y, a su vez, está compuesta interiormente por distintas redes que juntas constituyen una malla extremadamente tupida que en apenas 25 años se ha hecho imprescindible y de la que nadie que aspire a tener una vida social integrada puede escapar. Pero existen otras redes: la alta finanza, el poder económico, lo políticamente correcto (esa especie de humanismo–universalista del que nadie puede escapar a no ser que quiera merecer la censura universal), las leyes de la economía, 

– Este cubo está compuesto por seis caras cada una de las cuales representa uno de los aspectos esenciales de la modernidad. Las caras están dispuestas de una manera concreta, opuestas dos a dos: derecha–izquierda, par–impar, arriba–abajo, bueno–malo, Dios–Diablo, espíritu–materia. El número 2 siempre ha sido el de los conflictos que definen a la naturaleza humana: todo lo que es dualidad mantiene una relación dialéctica con su opuesto que lleva inevitablemente a la antítesis, la oposición, la contradicción y el conflicto. Aquí es el indicativo de las contradicciones del sistema. Cada una de las caras, en sí misma, no es necesariamente conflictiva, simplemente es definitoria de un momento concreto –el nuestro– del sistema mundial. Lo que genera conflictividad es su oposición a otra cara.

– Las doce aristas que unen cada dos caras distintas indican líneas de evolución por las que pueden discurrir los distintos aspectos generados por cada una de las caras en relación a la que le es inmediata. No estamos hablando ahora de caras opuestas, sino de caras contiguas, por tanto, de lo que estamos hablando es de tendencias que se irán afirmando en la modernidad y de cómo será la interrelación entre ellas. Tales aristas serán las “líneas críticas” en donde se produzcan choques entre los distintos aspectos de la modernidad. El número 12 suele aparecer también en el simbolismo tradicional: indica el de un ciclo completo manifestado (el ciclo de la modernidad), allí en donde ha aparecido el número 12 ha aparecido también un centro de difusión de una cosmovisión tradicional: habitualmente este ciclo viene presidido por el 12+1 y es ese 1 el que da sentido al ciclo: los doce apóstoles no tienen sentido sin el Cristo que se sitúa a su frente; los 12 caballeros de la Mesa Redonda solamente parecen completos cuando a su frente está Arturo; los 12 signos del zodíaco son apenas figuras arbitrarias trazadas en los cielos sin el observador. Y así sucesivamente. En nuestro modelo las doce aristas distintas suponen doce interrelaciones entre distintos aspectos de la modernidad.

– Los ocho vértices se configuran como puntos de fractura. Se trata de ocho puntos débiles del conjunto que pueden ser erosionados (o erosionarse a sí mismos por la misma dinámica de las cosas) y determinar la desintegración total o parcial del mismo conjunto. También aquí existe un fatum kabalístico: el 8 es en geometría el número de lados del octógono que se considera como la figura poligonal más próxima a la perfección del círculo. Así pues, lo que estos ocho puntos de fractura determinan son aquellos puntos en los que el experto puede aplicar el botador, asestar un pequeño golpe para conseguir que explote todo el conjunto o bien para determinar su entrada en una crisis total o parcial. El octógono aparece como la superposición de dos cuadrados cuyos ejes están inclinados con un ángulo de 45º. El cuadrado, hay que recordarlo, es el polígono que en la geometría plana es el centro de una cruz cada uno de cuyos brazos es el desarrollo de cada una de las caras del polígono y que dan lugar a la luz de los cuatro elementos (fuego, tierra, agua y aire) cuyo movimiento genera toda la realidad para la antigua filosofía presocrática. El hecho de que los cuadrados que forman el octógono sean dos, puede ser entendido como una alusión a dos cruces que giran en sentidos opuestos: una destruye un mundo, la otra crea un mundo nuevo, indicando la gran oposición, la contradicción final que hará que de las miserias de nuestro tiempo nazca un tiempo nuevo.

Todo esto recuerda extraordinariamente un mito clásico, el de la Caja de Pandora. No en vano, el cubo tiene una forma que sugiere la de una caja, es, de hecho, una caja. La mitología griega nos presenta a Pandora como la primera mujer y cuenta que Zeus la hizo poco después de que Prometeo robara el fuego sagrado; se trató de un castigo para los hombres, una especie de contrapartida al don del fuego que el titán donó a la humanidad. Pandora es, por tanto, hermana de Prometeo y constituye un mito sombrío y siniestro que explica la presencia de fuerzas oscuras y del mal en el mundo. Hesíodo en Los Trabajos y los Días cuenta que Prometeo le había dicho que no aceptara ningún regalo de Zeus, pero esta no tuvo en cuenta la advertencia y aceptó del padre de los dioses una caja (o ánfora según otros relatos). Cuando Pandora abrió la caja salieron de su interior todas las desgracias que desgarraron con posterioridad el mundo de los humanos. Se suele olvidar que cuando Pandora logró cerrar la caja, en el fondo quedó solamente la Esperanza.

Nuestro estudio concluirá –lo anticipamos ahora– con la exposición de una necesidad: será necesario romper la globalización (partiendo de los puntos de fractura que habremos definido) y las mallas que cierran la caja, será necesario que cada una de las aristas del cubo vayan haciéndose romas y recuperando la redondez originaria. Será necesario, finalmente, que las caras del cubo vayan perdiendo y se desdibujen en su configuración actual... y todo eso para que aparezca la Esperanza y para que a partir de ella una nueva humanidad sea capaz de construir un mundo nuevo.

Por que a fin de cuentas la Esperanza asegura que, como explicaba Guénon en El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, todo desorden parcial –y nuestra época constituye un tiempo de caos y desorden se mire el aspecto que se mire– forma parte de un orden total o como explicaba la Biblia, “es preciso que haya el escándalo, pero ¡hay de quien crea el escándalo!”. Esto nos sitúa, de nuevo, en plena metafísica de la historia, concebida no a la manera progresista –como un proceso lineal siempre ascendente que lleva de estadios “atrasados” a estadios “avanzados” y siempre crecientes de bienestar y progreso– sino a la manera tradicional –como una sucesión de ciclos que alternan nacimiento – ascenso – desarrollo – decadencia – muerte, etapa final a la que sigue un nuevo nacimiento y una repetición del ciclo.
Tal como la conciben las viejas doctrinas de la metafísica de la historia aparecidas en la India védica, en la Roma de los primeros reyes, en las antiguas sagas nórdicas, entre los pieles rojas y en infinidad de leyendas y tradiciones de los más variados horizontes geográficos y antropológicos,  no se trata de ciclos circulares, ni siquiera de ciclos en espiral, sino de curvas asindóticas. Esta función geométrica implica que cuando la curva está a punto de unirse en el extremo inferior del eje y–y’ (momento máximo de la decadencia), reaparece en la parte superior del mismo eje (momento de máximo esplendor del ciclo que se inicia en ese momento) y que se puede representar por la siguiente imagen:


Según la ciclología tradicional esta misma función matemática se repite en la historia: en los momentos en los que se ha alcanzada el momento más degradado de un ciclo, quienes se oponen a él están hechos de otra “pasta”, como si pertenecieran a otra raza de hombres que se niegan a aceptar el destino y que luchan contra él. De la misma forma que para neutralizar la fuerza de un vector, hace falta otro de sentido contrario, para remontarse al momento más crítico de la decadencia –el nuestro– hacen falta gente con un carácter y unas cualidades fuera de lo común. De ahí que, según esta tradición, en el momento más oscuro de la noche, alguien esté preparando ya el nuevo amanecer que, sin duda, será más radiante que cualquier otro, por que no dependerá sólo de los ciclos del Sol y de la Tierra, sino, de la fuerza y del vigor de quienes nieguen y se opongan al destino de la decadencia. La historia no es mecanicista y siempre ha sido lo que son los hombres.
En ese tránsito de un ciclo a otro, el cubo volverá a ver como sus aristas se vuelven más romas y recuperará la forma de la esfera originaria.

(c) Ernesto Milá - infokrisis - ernesto.mila.rodri@gmail.com