domingo, 5 de julio de 2020

¿HA CAMBIADO ALGO EL COVID-19? REFLEXIONES (1 DE 4)


Esta serie de artículos tiene como finalidad realizar algunas reflexiones personales sobre lo que ha supuesto la crisis -en absoluto concluida- del Covid-19. Hemos optado por realizar estas reflexiones “a martillazos”, tocando temáticas muy diferentes y procurando unirlas de la manera más coherentes posible. No estamos muy seguros de haberlo logrado, pero si de conseguir reunir algunos elementos de reflexión para nuestros amigos y conocidos.

1

EL MIEDO COMO TENDENCIA EN EL SIGLO XXI


El milenio empezó mal: con un falso miedo (el miedo al “efecto 2000”) del que se decía que podría bloquear todo el sistema informático mundial. Era una exageración que sirvió para que los informáticos hindúes de Bangalore, recibieran la externalización de las necesidades informáticas de los EEUU. Se dice que el siglo XX empezó con “Jack el Destripador” y, por lo mismo, es rigurosamente cierto que el siglo XXI se inició el día en que se presenció en directo desde todo el mundo, los extraños ataques (de origen nunca desvelado) del 11-S. Sea cual fuere el origen, a estos atentados siguió el episodio (aun menos aclarado, sino ocultado completamente) sobre el origen de los “ataques con Ántrax”. Todo esto, hizo que la primera década del milenio estuviera dominada por el MIEDO.

En la segunda década, esta sensación se fue acrecentando: la crisis económica mundial, iniciada en el verano de 2007 y reconocida oficialmente en España en el otoño de 2009, nos situó ante un fenómeno nuevo: LA INSEGURIDAD QUE AUMENTA EL MIEDO A PERDER LO QUE TENEMOS.

Cuando este miedo distaba mucho de disiparse, apareció otro: el miedo a un terrorismo islámico de origen muy claro (generado como efecto de las aventuras coloniales de los EEUU en Oriente Medio, iniciadas por Bush y proseguidas por Obama). Cuando el Estado Islámico y su locura resultó aplastado, gracias al gobierno legal y legítimo sirio y a la ayuda militar procedente de Rusia, es en ese momento cuando aparece un nuevo fenómeno que centuplica la sensación de miedo: el Covid-19.


Cuando se realicen las crónicas del inicio del siglo XX, se hablará del tránsito de la tercera a la cuarta revolución industrial, se insistirá en los progresos tecnológicos y en los avanzas en los campos de la inteligencia artificial, de la robótica, de la universalización de las redes y de los cambios en las formas de ocio… y se tendrá razón. Pero sería un error olvidar que, desde la noche de fin de 1999, hasta el día en el que escribimos estas notas, el miedo, especialmente el miedo y, sobre todo, el miedo es la constante que ha estado presente cada día en la nueva época hasta el punto de que podemos definir al siglo XXI como LA ÉPOCA DEL GRAN MIEDO SOSTENIDO.

Durante otras épocas históricas, el miedo afectaba de una manera muy diferentes a las sociedades: ya sea porque este se encontraba limitado a un corto período de tiempo (entre el 20 de julio y el 6 de agosto de 1789 se desarrolló en plena “revolución francesa” lo que se llamó “el gran miedo”) o porque las sociedades eran mucho más duras y estables en su configuración o, simplemente, porque la humanidad vivía en épocas en las que la lucha por la supervivencia era una constante diaria, lo cierto es que las sociedades resistían mucho mejor las amenazas (entre 1942 y 1945, por ejemplo Alemania soportó criminales bombardeos diarios sobre las poblaciones civiles que no alteraron -salvo en las últimas semanas- la vida de la población… pero han bastado unos pocos atentados, 70 años después, de terroristas desarrapados, fanáticos ignorantes y primitivos para que la sociedad alemana se convulsionara).

Un período de miedo en otras épocas históricas, se insertaba en medio de otros períodos de miedo y tensión que contribuían a relativizar la inquietud. La diferencia con la actualidad, radica en que, en Europa, desde 1945 se ha vivido una situación prácticamente de paz y estabilidad que ha repercutido en las poblaciones: simplemente, las ha “ablandado”, ha hecho que la educación de los hijos tenga mucho más que ver con valores “finalistas” que con la forja del carácter y de la dureza para afrontar situaciones de crisis y de riesgos.

Y este es el problema: que las poblaciones ya no están preparadas para poder soportar miedos reales.

¿Qué ocurre cuando se tiene miedo? El miedo impide pensar; impide valorar las alternativas, nos obliga a actuar torpemente (ejemplo: la desaparición del papel higiénico en los supermercados durante los primeros momentos del confinamiento, a causa del acaparamiento), no deja entrever qué es lo principal y qué resulta secundario. Nos hace ser sumidos al poder constituido (o a cualquier “contrapoder” que hubiera podido aparecer). Nos hurta el “arma de la crítica”: hace que nos situemos bajo el paraguas protector del Estado y confiemos en él, como en otro tiempo confiábamos en que papá y mamá resolvieran todos los problemas de nuestra vida. Cuando tenemos miedo, no podemos pensar en lo que ocurrirá más allá de la situación que genera ese miedo (aceptamos un confinamiento que llegó tardíamente, sin que ningún partido pensara lo que suponía parar la economía durante dos o tres meses y sin pensar en otras alternativas), estamos dispuestos a aceptar las opiniones que procedente de “fuentes autorizadas” y no nos preocupa si esas fuentes actúan con buen criterio o, simplemente, hacen lo que hace el gobierno de la nación vecina. Cuando tenemos miedo, cesa de actuar el pensamiento lógico.

En el caso del Covid-19, todos esos efectos se han multiplicado por la soledad de la vida moderna: la desaparición de la familia tradicional ha hecho que cada persona vive en sí misma, prácticamente aislada del resto; incluso, una familia reunida en una sala, no pasa de ser una suma de individuos aislados unos a otros: conectado uno con redes sociales, otro jugando a videojuegos en el Tablet, otro viendo un streamming en televisión. El individuo aislado experimenta un terror mayor al individuo el grupo: entendemos por grupo, no un agregado inorgánico de gentes, sino una estructura jerárquica, comunitaria y organizada de gentes con rostro propio que se unen para determinado fin, incluso para la supervivencia.

Hasta no hace mucho, la “sociedad civil” ofrecía cientos de casos de “grupos” así constituidos. Pero, desde mediados de la década de los 80, la nueva moral social difundida por el PSOE de Felipe González, contribuyó a destruir por completo la sociedad civil: se paralizó el asociacionismo, descendió el número de personas que participaban en actividades asociativas y las asociaciones pasaron a ser simplemente mecanismos subvencionados de control social (empezando por los sindicatos que, a cambio de una sopa boba más o menos abundante para sus direcciones y de poco trabajo para sus cuadros, firmaban cualquier acuerdo que se les pusiera delante de la mesa).

Luego se convirtió en habitual que el gobierno de turno solamente subsidiara a asociaciones que, o bien servían a propósitos “ideológicos” (en el peor sentido de la palabra, grupos de apoyo a la corrección política, en general), sectas, asociaciones de todo tipo cuya funcionalidad era desviar dinero público a los “amigos de la clase política” y, finalmente, de la noche a la mañana, iniciado el milenio, nos dimos cuenta de que la “sociedad civil” había desaparecido prácticamente, sustituida por chiringuitos y más chiringuitos ideológicos que barrían recursos públicos para sus propietarios.

Desde los extraños atentados del 11-S y, luego con los todavía más extraños atentados del 11-M en España, llamó la atención la pasividad con la que la “sociedad civil” asumió las “versiones oficiales” e, incluso, la falta de interés de los partidos del poder y de la oposición, a llegar hasta el fondo de lo que había ocurrido.

A nivel de base, la delincuencia -España, no lo olvidemos, se ha convertido en “país faro”, generador de un efecto llamada para delincuentes procedentes de todo el mundo, territorio en el que sale más barato realizar cualquier delito o crimen gracias a los tópicos recogidos en nuestra constitución y que se reflejan en garantismo absurdos y permisividad legal- suponía un aguijoneo continuo, una especie de “guerra de baja cota” contra la sociedad, que quedaba diluida por tres datos:
- en primer lugar, las constantes variaciones en las estadísticas de delitos que, siempre, terminaban “demostrando” que la delincuencia “descendía”;
- en segundo lugar, porque los 87 millones de turistas hacían que, parte de las víctimas de esos delitos, no fueran españoles;
- y, finalmente, porque la cantinela oficial asimilaba el “delito” a la “pobreza” (cuando, en realidad, el delincuente vive muy bien, porque todo tipo de delito asegura ingresos mensuales muy por encima de los 1.400 euros de salario medio en España) y la corrección política inmovilizaba a los que pedían mano dura, castigos reales a los delitos, expulsión de delincuentes (en lugar de regalo de la nacionalidad).
La delincuencia de baja cota ha hecho que nuestros domicilios se han ido convirtiendo en cajas fuertes, han aumentado los medios y las dotaciones policiales, se han creado decenas de compañías de seguridad, con miles de empleados, nuestras ciudades están cubiertas de cámaras de videovigilancia, de tal manera que hoy la comisión de un delito sería casi impensable… de no ser por:
1) la permisividad de las autoridades,
2) la incapacidad del gobierno para legislar coherentemente y
3) a causa del propio marco constitucional.
El aumento en los consumos de drogas y en todo tipo de adicciones, el hecho de que una vivienda pueda ocuparse, ser destrozada y albergar a narcos durante meses y meses, sin que nadie actúa, el hecho de que no exista una selección entre los inmigrantes que siguen entrando en riada y que, ya hoy algo más de un 20% del país haya nacido en el extranjero -en un país con un paro endémico y que si no precisa de otra cosa es de inmigración subsidiada-, la sensación advertida por los sectores más conscientes de que “tenemos gobierno” (municipal, nacional, regional, europeo), pero que esos gobiernos carece de “autoridad” y, sobre todo de interés en otra cosa que no sea el consabido “coge el dinero y corre”, todo ello, sumado, genera una sensación en nuestro país de indecible inseguridad y la sensación de que NADIE, ABSOLUTAMENTE NADIE, se preocupa por el ciudadano que paga sus impuestos y mantiene a parásitos subsidiados y a gobiernos interesados solamente en el ciudadano en tanto que votante.

Todo esto queda disimulado por un sistema de enmascaramientos desmovilizadores: televisiones con programación-basura, difusión de pensamiento-basura (“corrección política”, “ideologías de género”), anestésicos sociales (la marihuana elevada a “medicina universal”, videojuegos, redes sociales, pansexualismo, industria del entertaintment, etc, etc) que operan de la siguiente manera:
- atenúan la sensación de miedo y de inseguridad por canales que se traduzcan en resignación, aceptación y pasividad.- pero no la hacen desaparecer hasta el extremo de que las poblaciones se sientan libres y ejerzan el pensamiento crítico:
Y entonces llegar el Covid-19: y al miedo, se superpuso al miedo.

El Covid-19 es una epidemia que, a parte de su mortandad real, aumenta, refuerza e, incluso, eterniza, la sensación de GRAN MIEDO SOSTENIDO que se vive desde la noche del 31 de diciembre de 1999.