Si nos remontamos a cómo empezó el llamado “proceso
soberanista”, caeremos en la cuenta de que se inicia cuando el Tribunal
Constitucional rechaza cierto número de modificaciones del “nou Estatut” (el “invento
maragallano” que aparece cuando no existe ninguna demanda social y cuando el
electorado había dado la mayoría el PSC, harto del largo pujolato y de la constante obsesión nacionalista. De no haber
tenido Maragall (que obtuvo el poder, no se olvide, cuando ya sus compañeros de
partido sabían perfectamente que estaba siendo asaltado por los primeros
achaques de la grave enfermedad que solamente reconocieron seis años después),
nunca se hubiera producido el “procés”, al menos en las condiciones en las que
se ha dado.
LA MADRE DE TODOS LOS
ERRORES DEL INDEPENDENTISMO
Vale la pena, así mismo, recordar también que si éste fue el
primer paso hacia la salida a la superficie del independentismo que estaba ya
implícito en el ADN del nacionalismo “moderado”, éste no se hubiera decidido a
dar el paso al frente de no ser por la crisis económica iniciada en 2007 y
gestionada de manera desastrosa por el zapaterismo. Éste, además, desde el
primer momento dio muestras de una increíble debilidad y de adolecer de una
ausencia completa de concepción del Estado, lo que llevó a los independentistas
a una percepción errónea de la situación: considerar que la debilidad del Estado
Español era tal que carecería de fuerzas para oponerse a cualquier intento
secesionista.
Así pues, los tres paralelismos entre el “proceso
soberanista” de 2010-2017 (hoy convertido en una caricatura y embarrancado
definitivamente) y la “flamarada” de 1934 son claros:
1) La no aceptación de una sentencia emanada del supremo
organismo jurídico del momento.
2) Una crisis económica de naturaleza particularmente
intensa y
3) Un error en la percepción de la situación política
nacional.
Los paralelismos son tan absolutamente sorprendentes que
resulta extraordinario que los nacionalistas no los hayan reconocido y recordado
que la política tiende a ser como una ley física, que cuando se dan las mismas
condiciones de presión y temperatura, se produce el efecto esperado. La
absoluta falta de autocrítica y la tendencia enfermiza a mitificar la propia
historia (la de la “Cataluña nacionalista” y la del propio nacionalismo) tiene
estos efectos secundarios: a decir verdad, los esfuerzos de los
independentistas por saber qué ocurrió en 1926 y por qué fracasaron las
grotescas intentonas de Macià en Prats de Molló o de Companys el 6 de febrero
de 1934, les ha garantizado el descalabro sufrido en 2017.
A pesar de que hubieran transcurrido apenas ocho años entre
el “show” de Prats de Molló y el de Companys en octubre del 34, la mitificación
que ellos mismos realizaron de la figura del “Avi”, especialmente a partir de
1930 fue tal que les dio una percepción errónea de lo que había ocurrido algo
más de un lustro antes. De haber sido conscientes los independentistas de lo
ocurrido en Prats de Molló, hubieran caído en la cuenta de que las aventuras en
política suelen saldarse con los fracasos más estrepitosos y que los excesos de
optimismo, se pagan siempre.
LA GÉNESIS DEL
PATINAZO DE 2010-2017
En 2010, el Tribunal Constitucional se negó a aceptar varios
artículos del Estatut que, en sí mismos, no eran más que la fase previa para la
escisión. Hay que recordar que las actitudes ante esa reforma eran diferentes
para sus tres promotores: el PSC quería que la reforma fuera el primer paso
hacia un “Estado Federal”; CiU, simplemente quería mejorar sus posiciones para
seguir chantajeando al partido que necesitara de su concurso en Madrid, para
gobernar España; y ERC no ocultaba que se trataba simplemente de avanzar otro
paso hacia la independencia.
Puestas así las cosas, el PSC se dio cuenta pronto de que
cada partido tenía una intención muy diferente de la reforma estatutaria y de
hacia dónde se dirigía y dio marcha atrás. Nada hubiera cambiado de no ser
porque CiU se enfrentó a dos problemas derivados de la crisis económica: está
se convirtió en una crisis política que afectó especialmente al electorado del
PP y del PSOE generando la aparición de dos nuevas opciones, Ciudadanos y
Podemos, que pronto tuvieron un grupo parlamentario en Madrid. Esto hacía que
CiU ya no pudiera negociar en exclusiva el apoyo a tal o cual gobierno a cambio
de transferencias de fondos y, lo que era mucho mejor para ellos: impunidad
jurídica ante las estafas escandalosas que venían realizando sus distintas
cúpulas desde hacia veinte años.
Por otra parte, la magnitud de la crisis y la intervención
virtual de la economía española por parte de la UE, hizo que el Estado ya no
tuviera (ni pudiera) enviar fondos a Cataluña (que inevitablemente aumentaban
el 3-5% de racket ejercido por CiU). Así pues, estos elementos hicieron que en
el interior del “nacionalismo moderado” ganara peso la opción independentista.
Tal fue la génesis del “procés” (y, por cierto, de la
desintegración de CiU que no resistió las tensiones internas entre “nacionalistas
moderados” e “independentistas”).
COMPANYS Y SU LLEI DE
CONREUS
Casi 80 años antes había ocurrido exactamente lo mismo. Todo
empezó con la Ley de Contratos de Cultivos que Companys había prometido a la
Unió de Rabasaires (UR), uno de los grupos sociales que le apoyaron. Esta
organización se había creado en 1922 y rivalizaba con el Instituto Agrícola
Catalán de San Isidro (IACSI), creado por grandes cultivadores próximos a la
Lliga. Ambas organizaciones –pero especialmente la UR- fueron el resultado de la crisis de la
agricultura europea en el período posterior a la Primera Guerra Mundial que
generó el relanzamiento del sindicalismo agrario. Un segundo impulso lo
consiguió en 1929 cuando el sector vinícola (muy fuerte en Cataluña) entró en
crisis.
La dictadura detuvo el proceso de crecimiento de la UR que
apenas contaba con 5.000 afiliados. Pero en 1932, un año después de la
implantación de la República ya eran 20.000, especialmente en la provincia de
Barcelona. Si la UR estaba próxima a ERC, otras organizaciones campesinas (la
Unión Provincial Agraria y la Acción Social Agraria (en Lérida y Gerona
respectivamente) estaban impulsadas por el Bloque Obrero y Campesino (marxistas
revolucionarios).
Durante el escaso año que Macià estuvo al frente de la
Generalitat, procuró que la UR y el IACSI llegaran a entendimientos.
Básicamente, el problema eran las discrepancias entre grandes propietarios de
terrenos y aparceros, la duración de los contratos y la cuantificación de las
retribuciones. ERC (un partido con especial implantación en zonas agrícolas)
quería una “ley catalana agraria” que, finalmente, impulso el 21 de marzo de
1934, con la oposición de la Lliga (que abandonó la cámara). Fue la Lliga (no
la derecha españolista o los unionistas) quien instó al gobierno a que presentara
un recurso de inconstitucionalidad (el 5 de mayo de 1933) que fue fallado por
el Tribunal de Garantías el 8 de junio del mismo año, por 13 votos contra 10.
Ahora fueron los diputados de ERC los que abandonaron el parlamento de Madrid,
alegando que “la República se había desnaturalizado”.
Cuatro días después, se produjo la habitual manifestación de
masas independentistas, esta vez en el parque de la Ciudadela. El presidente
Companys dijo textualmente: “Si vosotros lo aprobáis, mi gobierno lo hará
cumplir pase lo que pase y sea como sea”, aludiendo a la ley de cultivos. No
era la primera vez que los independentistas se habían expresado en estos
términos: democracia es lo que se decide en Cataluña, el resto es “fascismo”.
De hecho, el 18 de julio de 1931, cuando se estaba debatiendo el texto del Estatuto
de Autonomía, el diario L’Hora había escrito: “El nostre Estatut. Artículo único. Cataluña tiene el derecho a
organizarse tal como le dé la gana” (extraído de La Catalanitat Obrera, Josep Termes, Ef. Afers, BCN, 2007, pág. 7).
Así que el tono ya estaba marcado desde entonces y ayuda a entender porqué
cuando Zapatero dijo aquello de que “aceptaré todo lo que llegué del parlamento
de Cataluña”, el independentismo pensara que tenía la batalla del Nou Estatut
ganada. A fin de cuentas, se trataba, solamente de que el nacionalismo
independentista hiciera “lo que le diera la gana”, en la absurda creencia de
que, en lugar de representarse a sí mismo, representaba a “toda Cataluña”…
Hay que recordar que cuando se debatía la Ley de Contratos
de Cultivo, gobernaba en España el Partido Radical tutelado por la CEDA. En las
elecciones de noviembre de 1933, los partidos republicanos de centro-izquierda,
incluido el PSOE, habían salido mal parados. La CEDA obtuvo el grupo
mayoritario en la cámara, pero había permitido la formación de un gobierno de
centro que apoyaba con sus votos, esperando, antes o después, entrar en él, o
simplemente, derribarlo y convocar nuevas elecciones.
La presión de la CEDA en materia de agricultura forzó un
cambio en el titular del ministerio y la exigencia de que se modificara la
formación de los jurados mixtos que dirimían las disputas entre propietarios de
la tierra y campesinos. Hasta ese momento, los jurados tendían a ponerse
automáticamente del lado de los rabasaires. Se amenazaba también con recurrir
las decisiones de los jurados mixtos que no se hubieran tomado por unanimidad
y, finalmente, a revisar la Ley de Términos Municipales que impedía la
contratación de campesinos fuera del término municipal y hasta que no existiera
pleno empleo en ese término. La ley había sido una simple excusa para reforzar
la burocracia de la UGT y a su Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra
(que había llegado a prohibir el uso de recolectores).
Mas tarde Martínez Barrio dimitió de su cargo como Ministro
de Gobernación y el nombramiento de Salazar Alonso dio la impresión a la
izquierda de que la CEDA avanzaba (había exigido al gobierno que reforzara el
orden público). Esto enlazó con la crisis agrícola porque la UGT amenazó con
una huelga en la agricultura, mientras que el gobierno consideró que la
agricultura era un “servicio nacional” y, por tanto, la huelga sería “ilegal y
revolucionaria”. A pesar de todo, la UGT convocó la huelga que resultó la más
importante de la agricultura española… y un fracaso. Careció de apoyo incluso
en el seno de la izquierda urbana y ni siquiera fue apoyada por la UGT de
oficio y profesiones industriales.
Pero dio la sensación de que la CEDA estaba a punto de
hacerse con el poder, y deshacer toda la legislación creada por los partidos de
izquierda en los dos años inmediatamente posteriores a la proclamación de la
República. En la izquierda dominaba la idea de que la CEDA era el “fascismo” y el
“nazismo” y que intentaban hacer algo parecido a lo que habían hecho en Austria
con Dollfuss, en Hungría con Gömbös o en Portugal con Salazar: un gobierno
católico-conservador dotado de amplios poderes dictatoriales y apoyado por el ejército
o por milicias armadas…
La cuestión era que, mientras en España gobernaba el
centro-derecha, Cataluña era la única zona del Estado en la que el poder
autonómico estaba controlado por la izquierda. Esto hizo que Companys
pretendiera “ganarse” a la izquierda española para sacar adelante la Ley de
Contratos de Cultivos. Proclamó, con la ambigüedad que le caracterizó siempre,
que la sentencia del Tribunal de Garantías era un “ataque absurdo y peligrosos
a nuestra autonomía”… y a la República (Puigdemont aludió siempre, ochenta años
después, a que impedir el 1-O era una muestra de la regresión en la que había
caído la democracia en España. Es más, para Companys, los catalanes que se habían
declarado contrarios a dicha ley debían ser “declarados traidores por el
Parlament”… la misma tesis que hoy sostienen los independentistas: ellos son
los verdaderos, únicos y genuinos representantes de Cataluña… sin competencia
posible y al margen de su peso real en la sociedad).
Sin embargo, Puigdemont no es Companys. El primero siempre
ha sido independentista, mientras que el segundo lo fue sólo muy tibiamente. Su
figura puede ser comparada, más bien a la de Artur Mas, que en el fondo estaba
allí en donde estuvieran sus intereses personales. Puede dudarse seriamente de
que Mas fuera independentista en 2010, como Companys no lo fue sino muy
tardíamente y sólo de manera relativa (más bien era un federalista que creía en
el “Estado Catalán dentro de la República Federal Española” y al que los
independentistas de soca i arrels siempre desconsideraron por sus relaciones
con la CNT-FAI y por su poca determinación en esa dirección (algo que sus
mitificadores hoy parecen haber olvidado).
De hecho, en el 6 de octubre de 1934, Companys pretendió dar
salida a intenciones muy diferentes: de un lado a los independentistas.
De ahí que nombrara en el puesto clave de su gobierno a
Josep Dencás como Consejero de Gobernación el 6 de junio de 1933: representante
del ala más radical de ERC, las Juventudes (JEREC) el cual, a poco de verse en
el cargo, organizó un “comité revolucionario” formado por Acción Catalana, la
Unión Socialista de Cataluña (vinculada a la USC), Nosaltres Sols!, Palestra, el Partit Nacionalista Catalá y la Unión
Democrática de Cataluña, para “preparar la resistencia armada de Cataluña”… Dencás,
a su vez, nombró a Miquel Badía, como Comisario de Orden Público. Badía era
miembro de la misma tendencia y aumentó la represión contra la CNT (de ahí que
en la insurrección de octubre de 1934, los anarcosindicalistas abandonaran a su
suerte a Companys y a los suyos).
De otro lado, Companys pretendía erigirse como defensor de
la República y, por tanto, sus intenciones no eran “separatistas”, sino “federalistas”.
Dejaba, simplemente, que el dúo Dencás-Badia, actuara por su cuenta en esa
dirección.
Paralelamente, la Ley de Contratos de Cultivos seguía siendo
el leit-motiv de la política de Companys. Tras haber aprobado nuevamente en el
parlamento el mismo texto que había sido rechazado por el Tribunal de Garantías.
ERC rebajó sus exigencias y se declaró dispuesta a negociar el reglamento para
aplicar la ley. Pactó con la Lliga (que volvió al Parlament el 1 de octubre),
lo que hizo aumentar la presión independentista (por parte de Nosaltres Sols! y
de Palestra, partidos independentistas fascistizantes, especialmente). Por la derecha, la oposición seguía llegando del
IACSI que se desmarcó en esto de la Lliga, manifestando su intención de ir a
Madrid a manifestarse. En la fecha del evento, la UGT convocó una huelga
general en la capital que produjo 6 muertos.
Todo esto hizo que el gobierno de Samper (que había sucedido
a Lerroux) cayera al dejar de ser apoyado por la CEDA el 1 de octubre de 1934.
Con sus 117 diputados, la CEDA tenía la clave de la situación: o se convocaban
nuevas elecciones o entraban en el gobierno. El 4 de octubre entraron 3
ministros de la CEDA en el gobierno del Estado.
Dos días después se producía la insurrección de Companys en
Cataluña.
Todo había empezado por la discusión en torno a una ley y por
no aceptar el nacionalismo, ni en 1934, ni en 2010-2017, que la Generalitat es
un organismo subsidiario del Estado para la gobernabilidad en Cataluña y no una
especie de fotocopia reducida del Estado a dimensiones regional situado a ambos
en el mismo nivel jerárquico.
Existe otra diferencia: la Ley de Contratos de Cultivos no
era, a fin de cuentas, nada grave, ni nada que no hubiera podido solucionarse
mediante negociaciones. Le sirvió a Companys para justificar la radicalización
de sus posiciones (debía pagar la factura contraída con la Unió de Rabassaires,
una de las fuerzas sobre las que se había aupado). En cambio, a partir de 2010,
la Generalitat controlada por nacionalistas que se dejaban arrastrar por independentistas
no tenía más remedio que la aplicación del Artículo 155. Los paralelismos no se
pueden reducir al independentismo: en 1934 y en 2010, la derecha española no
estuvo a la altura de lo que exigía la “razón de Estado” y lidió mal con el
nacionalismo: en 1934 reduciendo todo “autonomismo” al “separatismo” y en
2010-2017 fiando la unidad del Estado solamente a una sentencia del Tribunal
Constitucional y evitando hasta el final “coger el toro por los cuernos”.