lunes, 26 de febrero de 2018

PARALELISMOS HISTÓRICOS (3) TODO EMPEZÓ CON UNA RESOLUCIÓN JUDICIAL


Si nos remontamos a cómo empezó el llamado “proceso soberanista”, caeremos en la cuenta de que se inicia cuando el Tribunal Constitucional rechaza cierto número de modificaciones del “nou Estatut” (el “invento maragallano” que aparece cuando no existe ninguna demanda social y cuando el electorado había dado la mayoría el PSC, harto del largo pujolato y de la constante obsesión nacionalista. De no haber tenido Maragall (que obtuvo el poder, no se olvide, cuando ya sus compañeros de partido sabían perfectamente que estaba siendo asaltado por los primeros achaques de la grave enfermedad que solamente reconocieron seis años después), nunca se hubiera producido el “procés”, al menos en las condiciones en las que se ha dado.

LA MADRE DE TODOS LOS ERRORES DEL INDEPENDENTISMO

Vale la pena, así mismo, recordar también que si éste fue el primer paso hacia la salida a la superficie del independentismo que estaba ya implícito en el ADN del nacionalismo “moderado”, éste no se hubiera decidido a dar el paso al frente de no ser por la crisis económica iniciada en 2007 y gestionada de manera desastrosa por el zapaterismo. Éste, además, desde el primer momento dio muestras de una increíble debilidad y de adolecer de una ausencia completa de concepción del Estado, lo que llevó a los independentistas a una percepción errónea de la situación: considerar que la debilidad del Estado Español era tal que carecería de fuerzas para oponerse a cualquier intento secesionista.

Así pues, los tres paralelismos entre el “proceso soberanista” de 2010-2017 (hoy convertido en una caricatura y embarrancado definitivamente) y la “flamarada” de 1934 son claros:

1) La no aceptación de una sentencia emanada del supremo organismo jurídico del momento.

2) Una crisis económica de naturaleza particularmente intensa y

3) Un error en la percepción de la situación política nacional.

Los paralelismos son tan absolutamente sorprendentes que resulta extraordinario que los nacionalistas no los hayan reconocido y recordado que la política tiende a ser como una ley física, que cuando se dan las mismas condiciones de presión y temperatura, se produce el efecto esperado. La absoluta falta de autocrítica y la tendencia enfermiza a mitificar la propia historia (la de la “Cataluña nacionalista” y la del propio nacionalismo) tiene estos efectos secundarios: a decir verdad, los esfuerzos de los independentistas por saber qué ocurrió en 1926 y por qué fracasaron las grotescas intentonas de Macià en Prats de Molló o de Companys el 6 de febrero de 1934, les ha garantizado el descalabro sufrido en 2017.

A pesar de que hubieran transcurrido apenas ocho años entre el “show” de Prats de Molló y el de Companys en octubre del 34, la mitificación que ellos mismos realizaron de la figura del “Avi”, especialmente a partir de 1930 fue tal que les dio una percepción errónea de lo que había ocurrido algo más de un lustro antes. De haber sido conscientes los independentistas de lo ocurrido en Prats de Molló, hubieran caído en la cuenta de que las aventuras en política suelen saldarse con los fracasos más estrepitosos y que los excesos de optimismo, se pagan siempre.

LA GÉNESIS DEL PATINAZO DE 2010-2017

En 2010, el Tribunal Constitucional se negó a aceptar varios artículos del Estatut que, en sí mismos, no eran más que la fase previa para la escisión. Hay que recordar que las actitudes ante esa reforma eran diferentes para sus tres promotores: el PSC quería que la reforma fuera el primer paso hacia un “Estado Federal”; CiU, simplemente quería mejorar sus posiciones para seguir chantajeando al partido que necesitara de su concurso en Madrid, para gobernar España; y ERC no ocultaba que se trataba simplemente de avanzar otro paso hacia la independencia.

Puestas así las cosas, el PSC se dio cuenta pronto de que cada partido tenía una intención muy diferente de la reforma estatutaria y de hacia dónde se dirigía y dio marcha atrás. Nada hubiera cambiado de no ser porque CiU se enfrentó a dos problemas derivados de la crisis económica: está se convirtió en una crisis política que afectó especialmente al electorado del PP y del PSOE generando la aparición de dos nuevas opciones, Ciudadanos y Podemos, que pronto tuvieron un grupo parlamentario en Madrid. Esto hacía que CiU ya no pudiera negociar en exclusiva el apoyo a tal o cual gobierno a cambio de transferencias de fondos y, lo que era mucho mejor para ellos: impunidad jurídica ante las estafas escandalosas que venían realizando sus distintas cúpulas desde hacia veinte años.

Por otra parte, la magnitud de la crisis y la intervención virtual de la economía española por parte de la UE, hizo que el Estado ya no tuviera (ni pudiera) enviar fondos a Cataluña (que inevitablemente aumentaban el 3-5% de racket ejercido por CiU). Así pues, estos elementos hicieron que en el interior del “nacionalismo moderado” ganara peso la opción independentista.

Tal fue la génesis del “procés” (y, por cierto, de la desintegración de CiU que no resistió las tensiones internas entre “nacionalistas moderados” e “independentistas”).

COMPANYS Y SU LLEI DE CONREUS

Casi 80 años antes había ocurrido exactamente lo mismo. Todo empezó con la Ley de Contratos de Cultivos que Companys había prometido a la Unió de Rabasaires (UR), uno de los grupos sociales que le apoyaron. Esta organización se había creado en 1922 y rivalizaba con el Instituto Agrícola Catalán de San Isidro (IACSI), creado por grandes cultivadores próximos a la Lliga. Ambas organizaciones –pero especialmente la UR-  fueron el resultado de la crisis de la agricultura europea en el período posterior a la Primera Guerra Mundial que generó el relanzamiento del sindicalismo agrario. Un segundo impulso lo consiguió en 1929 cuando el sector vinícola (muy fuerte en Cataluña) entró en crisis.

La dictadura detuvo el proceso de crecimiento de la UR que apenas contaba con 5.000 afiliados. Pero en 1932, un año después de la implantación de la República ya eran 20.000, especialmente en la provincia de Barcelona. Si la UR estaba próxima a ERC, otras organizaciones campesinas (la Unión Provincial Agraria y la Acción Social Agraria (en Lérida y Gerona respectivamente) estaban impulsadas por el Bloque Obrero y Campesino (marxistas revolucionarios).

Durante el escaso año que Macià estuvo al frente de la Generalitat, procuró que la UR y el IACSI llegaran a entendimientos. Básicamente, el problema eran las discrepancias entre grandes propietarios de terrenos y aparceros, la duración de los contratos y la cuantificación de las retribuciones. ERC (un partido con especial implantación en zonas agrícolas) quería una “ley catalana agraria” que, finalmente, impulso el 21 de marzo de 1934, con la oposición de la Lliga (que abandonó la cámara). Fue la Lliga (no la derecha españolista o los unionistas) quien instó al gobierno a que presentara un recurso de inconstitucionalidad (el 5 de mayo de 1933) que fue fallado por el Tribunal de Garantías el 8 de junio del mismo año, por 13 votos contra 10. Ahora fueron los diputados de ERC los que abandonaron el parlamento de Madrid, alegando que “la República se había desnaturalizado”.

Cuatro días después, se produjo la habitual manifestación de masas independentistas, esta vez en el parque de la Ciudadela. El presidente Companys dijo textualmente: “Si vosotros lo aprobáis, mi gobierno lo hará cumplir pase lo que pase y sea como sea”, aludiendo a la ley de cultivos. No era la primera vez que los independentistas se habían expresado en estos términos: democracia es lo que se decide en Cataluña, el resto es “fascismo”. De hecho, el 18 de julio de 1931, cuando se estaba debatiendo el texto del Estatuto de Autonomía, el diario L’Hora había escrito: “El nostre Estatut. Artículo único. Cataluña tiene el derecho a organizarse tal como le dé la gana” (extraído de La Catalanitat Obrera, Josep Termes, Ef. Afers, BCN, 2007, pág. 7). Así que el tono ya estaba marcado desde entonces y ayuda a entender porqué cuando Zapatero dijo aquello de que “aceptaré todo lo que llegué del parlamento de Cataluña”, el independentismo pensara que tenía la batalla del Nou Estatut ganada. A fin de cuentas, se trataba, solamente de que el nacionalismo independentista hiciera “lo que le diera la gana”, en la absurda creencia de que, en lugar de representarse a sí mismo, representaba a “toda Cataluña”…

Hay que recordar que cuando se debatía la Ley de Contratos de Cultivo, gobernaba en España el Partido Radical tutelado por la CEDA. En las elecciones de noviembre de 1933, los partidos republicanos de centro-izquierda, incluido el PSOE, habían salido mal parados. La CEDA obtuvo el grupo mayoritario en la cámara, pero había permitido la formación de un gobierno de centro que apoyaba con sus votos, esperando, antes o después, entrar en él, o simplemente, derribarlo y convocar nuevas elecciones.

La presión de la CEDA en materia de agricultura forzó un cambio en el titular del ministerio y la exigencia de que se modificara la formación de los jurados mixtos que dirimían las disputas entre propietarios de la tierra y campesinos. Hasta ese momento, los jurados tendían a ponerse automáticamente del lado de los rabasaires. Se amenazaba también con recurrir las decisiones de los jurados mixtos que no se hubieran tomado por unanimidad y, finalmente, a revisar la Ley de Términos Municipales que impedía la contratación de campesinos fuera del término municipal y hasta que no existiera pleno empleo en ese término. La ley había sido una simple excusa para reforzar la burocracia de la UGT y a su Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (que había llegado a prohibir el uso de recolectores).

Mas tarde Martínez Barrio dimitió de su cargo como Ministro de Gobernación y el nombramiento de Salazar Alonso dio la impresión a la izquierda de que la CEDA avanzaba (había exigido al gobierno que reforzara el orden público). Esto enlazó con la crisis agrícola porque la UGT amenazó con una huelga en la agricultura, mientras que el gobierno consideró que la agricultura era un “servicio nacional” y, por tanto, la huelga sería “ilegal y revolucionaria”. A pesar de todo, la UGT convocó la huelga que resultó la más importante de la agricultura española… y un fracaso. Careció de apoyo incluso en el seno de la izquierda urbana y ni siquiera fue apoyada por la UGT de oficio y profesiones industriales.

Pero dio la sensación de que la CEDA estaba a punto de hacerse con el poder, y deshacer toda la legislación creada por los partidos de izquierda en los dos años inmediatamente posteriores a la proclamación de la República. En la izquierda dominaba la idea de que la CEDA era el “fascismo” y el “nazismo” y que intentaban hacer algo parecido a lo que habían hecho en Austria con Dollfuss, en Hungría con Gömbös o en Portugal con Salazar: un gobierno católico-conservador dotado de amplios poderes dictatoriales y apoyado por el ejército o por milicias armadas…

La cuestión era que, mientras en España gobernaba el centro-derecha, Cataluña era la única zona del Estado en la que el poder autonómico estaba controlado por la izquierda. Esto hizo que Companys pretendiera “ganarse” a la izquierda española para sacar adelante la Ley de Contratos de Cultivos. Proclamó, con la ambigüedad que le caracterizó siempre, que la sentencia del Tribunal de Garantías era un “ataque absurdo y peligrosos a nuestra autonomía”… y a la República (Puigdemont aludió siempre, ochenta años después, a que impedir el 1-O era una muestra de la regresión en la que había caído la democracia en España. Es más, para Companys, los catalanes que se habían declarado contrarios a dicha ley debían ser “declarados traidores por el Parlament”… la misma tesis que hoy sostienen los independentistas: ellos son los verdaderos, únicos y genuinos representantes de Cataluña… sin competencia posible y al margen de su peso real en la sociedad).

Sin embargo, Puigdemont no es Companys. El primero siempre ha sido independentista, mientras que el segundo lo fue sólo muy tibiamente. Su figura puede ser comparada, más bien a la de Artur Mas, que en el fondo estaba allí en donde estuvieran sus intereses personales. Puede dudarse seriamente de que Mas fuera independentista en 2010, como Companys no lo fue sino muy tardíamente y sólo de manera relativa (más bien era un federalista que creía en el “Estado Catalán dentro de la República Federal Española” y al que los independentistas de soca i arrels siempre desconsideraron por sus relaciones con la CNT-FAI y por su poca determinación en esa dirección (algo que sus mitificadores hoy parecen haber olvidado).

De hecho, en el 6 de octubre de 1934, Companys pretendió dar salida a intenciones muy diferentes: de un lado a los independentistas.

De ahí que nombrara en el puesto clave de su gobierno a Josep Dencás como Consejero de Gobernación el 6 de junio de 1933: representante del ala más radical de ERC, las Juventudes (JEREC) el cual, a poco de verse en el cargo, organizó un “comité revolucionario” formado por Acción Catalana, la Unión Socialista de Cataluña (vinculada a la USC), Nosaltres Sols!, Palestra,  el Partit Nacionalista Catalá y la Unión Democrática de Cataluña, para “preparar la resistencia armada de Cataluña”… Dencás, a su vez, nombró a Miquel Badía, como Comisario de Orden Público. Badía era miembro de la misma tendencia y aumentó la represión contra la CNT (de ahí que en la insurrección de octubre de 1934, los anarcosindicalistas abandonaran a su suerte a Companys y a los suyos).

De otro lado, Companys pretendía erigirse como defensor de la República y, por tanto, sus intenciones no eran “separatistas”, sino “federalistas”. Dejaba, simplemente, que el dúo Dencás-Badia, actuara por su cuenta en esa dirección.

Paralelamente, la Ley de Contratos de Cultivos seguía siendo el leit-motiv de la política de Companys. Tras haber aprobado nuevamente en el parlamento el mismo texto que había sido rechazado por el Tribunal de Garantías. ERC rebajó sus exigencias y se declaró dispuesta a negociar el reglamento para aplicar la ley. Pactó con la Lliga (que volvió al Parlament el 1 de octubre), lo que hizo aumentar la presión independentista (por parte de Nosaltres Sols! y de Palestra, partidos independentistas fascistizantes, especialmente). Por la derecha, la oposición seguía llegando del IACSI que se desmarcó en esto de la Lliga, manifestando su intención de ir a Madrid a manifestarse. En la fecha del evento, la UGT convocó una huelga general en la capital que produjo 6 muertos.

Todo esto hizo que el gobierno de Samper (que había sucedido a Lerroux) cayera al dejar de ser apoyado por la CEDA el 1 de octubre de 1934. Con sus 117 diputados, la CEDA tenía la clave de la situación: o se convocaban nuevas elecciones o entraban en el gobierno. El 4 de octubre entraron 3 ministros de la CEDA en el gobierno del Estado.

Dos días después se producía la insurrección de Companys en Cataluña.

Todo había empezado por la discusión en torno a una ley y por no aceptar el nacionalismo, ni en 1934, ni en 2010-2017, que la Generalitat es un organismo subsidiario del Estado para la gobernabilidad en Cataluña y no una especie de fotocopia reducida del Estado a dimensiones regional situado a ambos en el mismo nivel jerárquico.

Existe otra diferencia: la Ley de Contratos de Cultivos no era, a fin de cuentas, nada grave, ni nada que no hubiera podido solucionarse mediante negociaciones. Le sirvió a Companys para justificar la radicalización de sus posiciones (debía pagar la factura contraída con la Unió de Rabassaires, una de las fuerzas sobre las que se había aupado). En cambio, a partir de 2010, la Generalitat controlada por nacionalistas que se dejaban arrastrar por independentistas no tenía más remedio que la aplicación del Artículo 155. Los paralelismos no se pueden reducir al independentismo: en 1934 y en 2010, la derecha española no estuvo a la altura de lo que exigía la “razón de Estado” y lidió mal con el nacionalismo: en 1934 reduciendo todo “autonomismo” al “separatismo” y en 2010-2017 fiando la unidad del Estado solamente a una sentencia del Tribunal Constitucional y evitando hasta el final “coger el toro por los cuernos”.

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