miércoles, 10 de agosto de 2011

Inmigración (I): Así empezó el problema


Inmigración: Así empezó el problema

Veamos algunas cifras reales que tienen muy poco que ver con las cifras que nos han dado desde 2002 los sucesivos gobiernos que han asumido el timón de este país: según el informe del Instituto Nacional de Estadística en enero de 2011 residían en España 6.700.000 de inmigrantes de los que 1.000.000 había adquirido la nacionalidad española. Esto es, el 14,1% de la población total residente en territorio nacional que asciende a 47,1 millones de personas (1). No es como para tomárselo a broma. No hace mucho, en 2010, el gobierno insistía, jugando con la calificación de “legales” e “ilegales”, con la de inmigrantes empadronados y no empadronados y evitando la cifra de inmigrantes naturalizados (seguramente uno de los secretos mejor guardados en este país), para reconocer apenas 4.800.000 inmigrantes, dos menos de los reales. De aquella España salida del desarrollismo y en camino hacia la democracia formal en donde apenas existían unos pocos miles de inmigrantes, a la España de 2011 en donde esa cifra aumenta sin cesar, hay un trecho que pasa por tres etapas que nombraremos según quien estuvo en el timón del Estado: el felipismo, el aznarismo y zapaterismo. 

Quien quiera ver en la inmigración el resultado de las políticas erráticas del gobierno Zapatero, se equivoca. La debilidad programática del zapaterismo y su irresponsable política de ingeniería social supusieron apenas un agravamiento de un problema pre-existente, pero en absoluto su origen. Podemos distinguir cuatro períodos que han contribuido a la formación del fenómeno migratorio en España:


1) El período franquista que a nuestros efectos se prolonga desde 1960 hasta 1982 en el cual se establecen las bases de lo que será el modelo económico español que ha persistido hasta nuestros días (basado en turismo, construcción y agricultura), sectores con baja productividad, bajo valor añadido y que requieren altos niveles de contratación. 

2) El felipismo (1983-1996) que ya demostró desde el principio una intención multicultural y un  favorecimiento a la entrada de inmigrantes (especialmente en Ceuta y Melilla) preparándose las bases legislativas del fenómeno. En ese período, el ingreso en la Unión Europea acarreó un período de crecimiento económico ficticio (hubo abundancia, especialmente porque los fondos estructurales recibidos lo eran en cantidades exageradas) y no exento de sombras (la “reconversión industrial” se realizó liquidando sectores enteros de nuestra economía, especialmente industria y recursos estratégicos –astilleros, minería, altos hornos- en beneficio de sectores proclives a las “burbujas” –turismo y construcción- sentándose las bases del actual descalabro económico-social).

3) El aznarismo (1996-2004) período durante el cual se van hinchando las burbujas beneficiadas por el modelo económico enunciado por el nuevo presidente del gobierno (basado en salarios bajos, acceso fácil al crédito, inmigración masiva y ladrillo) que requiere de la importación de mano de obra barata que tire hacia abajo los salarios, por su misma presencia genere crecimiento económico y aumente el consumo interior. 

4) El zapaterismo (2004-2011) período marcado en una primera fase por una irresponsable y dogmática política de ingeniería social dentro de la cual la inmigración era uno de los factores claves para “cambiar la sociedad española” y llegar a una sociedad multicultural. Durante esa primera fase se abrió de par en par las puertas a la inmigración. La segunda fase coincidió con el segundo mandato de Zapatero y con el inicio de la gran crisis económica: la inmigración siguió llegando aun cuando suponía un peso muerto para nuestra economía y una losa para nuestra recuperación.

Pues bien, vamos a intentar analizar con cierto detalle cada uno de estos períodos para entender cómo hemos llegado el 2011 a un estadio en el que la inmigración tiene difícil salida si lo que se pretende es resolver el problema. Mucho nos tememos que en los próximos años, el gobierno de turno se limite a negar la existencia del problema, a aumentar las inversiones en materia de subsidios y subvenciones y a seguir regularizando inmigrantes aun cuando nuestro mercado laboral sobresaturado no podrá integrarlos –en el supuesto de que lo pueda hacer alguna vez- según los más optimistas hasta 2021 y según los más pesimistas hasta 2025… Esta es, pues, la historia de un despropósito y de sus cuatro fases.

1) El período franquista (1960-1982)

Si durante los años del franquismo el desarrollo español hubiera sido más temprano (se inició realmente en 1960 y todo lo anterior no fue más que intentos de supervivencia y esfuerzos –a menudo frustrados- por salir de la miseria) y más sólido (los tres pilares de nuestra economía entre 1960 y 1973 fueron construcción, turismo y envío de remesas por parte de nuestros inmigrantes en el exterior), España jamás hubiera pactado unas condiciones perjudiciales para sí misma durante la negociación con la UE y los flujos migratorios hubieran podido ser mejor regulados y absorbidos más fácilmente por nuestro mercado laboral. Por eso es importante tener en cuenta el origen del problema: el modelo económico de desarrollo –erróneo en nuestra opinión- que se construyó en los años 60.

Fue en 1960 cuando podemos considerar que arranca el desarrollismo. Ese año el gobierno liberalizó el comercio exterior, el nivel de vida se elevó considerablemente y la producción industrial aumentó espectacularmente; el sector “secundario” pasó a abarcar un 30% de la economía del país. En 1960 era ya evidente que nos encontrábamos en una situación muy diferente a la de 1951 (la guerra, por entonces había terminado doce años antes pero sus consecuencias seguían experimentándose dramáticamente)…

En 1945 una mala cosecha hizo que reapareciera el peligro del hambre. Nuestra renta per cápita estaba por los suelos y la de 1951 equivalía en todo a la de 1913 en donde 513 pesetas de ese año equivalían a las 7.000 de entonces. Entre 1939 y 1951 no hubo impulso económico sino, como máximo, economía de subsistencia. Y en el período que abarca de 1951 a  1960 el crecimiento es lento, irregular, inconstante y poco evidente. En realidad, España vivió entre 1939 y 1959 veinte años de soledad y autarquía económica. Las barreras aduaneras eran casi insuperables, lo poco que se importaba y exportaba se había por cupos y estos estaban sometidos a una corrupción de la que se hablaba poco pero que todos sabían que existía. 

En los años 50, España seguía teniendo un perfil rural y la mitad de la población vivía en el campo. Medio siglo antes eran dos tercios de la población los dedicados a actividades agrícolas y ganaderas, pero entre 1965 y 1970 ese porcentaje disminuyó hasta un tercio de la población. Nuestro gran período fueron los años 60: entonces si que pudo hablarse de despegue económico. El consumo y el nivel de vida aumentaron hasta el punto de que cuando se llegó a 1970, nuestra renta per cápita había alcanzado los 820 dólares (cuando se consideraba que más de 400 era un síntoma de desarrollo. Ciertamente, el sector primario en 1969 abarcaba el 15%, mientras que en Europa oscilaba entre el 3 y el 9%, pero esto indicaba solamente nuestra situación en el concierto de las naciones europeas: estábamos por detrás de Francia, el Reino Unido y Alemania y ocupábamos una posición intermedia entre Italia a un lado y Grecia y Portugal a otro.

A lo largo de los 60 nuestra producción de frigoríficos aumento catorce veces y la de coches lo hizo nueve veces. Entre 1960 y 1966 se duplicó la producción de acero. Era el resultado de las medidas liberalizadoras de nuestra economía aprobadas en consejo de ministros el 30 de julio de 1959 y que afectaron a 1/3 de nuestro comercio exterior. Se importaron materias primas (especialmente hidrocarburos, siderurgia y productos químicos), bienes de equipos y alimentos. Las exportaciones sin embargo crecieron poco, apenas productos del campo (frutos secos, vino, aceite y hortalizas), pero muy pocas manufacturas. Las pocas que se producían no eran en absoluto competitivas, hacía falta tecnología e inversión y no había ni de lo uno ni de lo otro. Todo esto hizo que aumentara el déficit de la balanza comercial. En 1963 eran 1.219 millones de dólares y en 1970 habían llegado a los 2.337.

Si el desarrollo económico español fue viable se debió a tres factores que, en cierta medida han seguido estando presentes en nuestra historia económica reciente: de un lado el turismo hizo que afluyeran divisas suficientes como para compensar la balanza de pagos. De otra, casi dos millones de españoles habían marchado al exilio económico y enviaban cada mes remesas de dinero en divisas a nuestro país (como ocurre hoy en sentido inverso con los inmigrantes que envían caudales a sus respectivos países siendo en varios de ellos –Ecuador y Marruecos especialmente- la primera o la segunda fuente de ingresos de esos Estados. Finalmente la recepción de inversiones extranjeras garantizó un nivel aceptable y acelerado de desarrollo. No solamente el déficit fue cubierto, sino que aumentaron las reservas de oro y de divisas. A lo largo de los años 60 estas reservas se habían sencillamente duplicado. 

El turismo, desde luego, fue nuestro gran invento y desde entonces ha quedado fijado a la economía española en un puesto preferencial. Solamente en 1961 los ingresos por turismo habían compensado el déficit comercial. Así que podíamos estar moderadamente tranquilos. En 1970 los ingresos por turismo habían sido 1680 millones de dólares que cubrían el 81% del déficit comercial. Por delante solamente teníamos a un país en número de pernoctaciones turísticas: Italia. Pronto la superaríamos. A pesar de que fueran las suecas quienes se llevaron la fama, la mayoría de los turistas que llegaban a nuestras playas procedían del Reino Unido, Francia y Alemania, venían en torno a 1.000.000 de norteamericanos peregrinando por los sanfermines y las ferias taurinas y 800.000 escandinavos que se dejaban notar en nuestras playas. Entonces eran menos… pero dejaban más. Pronto nos convertimos en la meca turística de la clase media europea. 

La emigración también aportó lo suyo. En 1966 teníamos a 1.800.000 trabajadores sudando fuera de nuestras fronteras. Su perfil era el de un obrero de entre 20 y 40 años que estaba entre dos y tres años trabajando en Alemania, Francia o Suiza para regresar luego con fondos suficientes con los que levantar un pequeño negocio o, simplemente, comprarse un piso. El fenómeno alcanzó relieve en 1960 y cuatro años después, muchos de los que se habían ido ya estaban volviendo. Esa nueva emigración era radicalmente diferente a la que se había conocido hasta entonces. Si exceptuamos el período entre 1936 y 1945 en donde no hubo inmigración de ningún tipo, a parte de la forzada por cuestiones políticas, en 1950 empezaron de nuevo los flujos migratorios hacia Iberoamérica (50.000 al año), y solamente fue a partir de 1960 cuando se empezó a sentir la tendencia a emigrar a Europa (y a disminuir las fugas hacia Iberoamérica). De hecho, la emigración de españoles fue una de las resultantes del Plan de Estabilización de 1959. El propio gobierno facilitó y estimuló el fenómeno. 

Finalmente, la inversión extranjera que en el período autárquico había quedado limitada (la ley de 24 de noviembre de 1939 limitada al 25% la participación extranjera en empresas españolas) se amplió en 1950 hasta el 50% y aumentó especialmente a partir de 1961. Necesitábamos inversiones en el sector turístico para afrontar una creciente demanda y también necesitábamos inversiones directas en empresas. Llegaron capitales de Alemania, Francia Inglaterra, Suiza y EEUU (184 millones de dólares en 1965… lo que apenas suponía el 1,3% de la inversión norteamericana en Europa). Fruto de estas inversiones fue el impulso dado a algunas empresas (Barreiros y Altos Hornos, por ejemplo).

España estaba cambiando. Entre 1870 y 1970 la población del país se duplicó (de 16 millones de habitantes a 33). En 1952, cuando nació el que suscribe estas líneas, nuestro índice de natalidad superaba en un 10% al de mortalidad. La mortalidad infantil empezó a descender a partir de mediados de los años 50 y la población fue creciendo… como también crecieron sus necesidades de consumo. Y, como se sabe, en Europa al menos, el crecimiento de la población es un estímulo para el crecimiento subsiguiente del capitalismo. 

Éramos y somos un país desequilibrado demográficamente: una parte importante del centro estaba despoblado (provincias como Guadalajara, Soria, Cuenca, Teruel o Huesca tenían una densidad de población de apenas 20 habitantes por kilómetro cuadrado), a parte de Madrid (que absorbía un 10% de la población total del país a finales de los 50 (33 millones de habitantes), las ciudades de mas de 500.000 habitantes se situaban en la periferia costera. 

Peor estaban las cosas en materia educativa: en 1965 apenas había en todo el país 13.687 ingenieros y ese año 22.000 reclutas que ingresaron en el ejército eran completamente analfabetos. Nuestro sistema educativo era insuficiente y nuestro tejido de profesionales técnicos y científicos extremadamente tenue. Un tercio de la enseñanza primaria estaba en manos de las órdenes religiosas en 1968. Ese año el 16% de los niños de 6 a 13 años estaban sin escolarizar y otros 770.450 tenían una escolarización muy deficiente. A pesar de que el II Plan de Desarrollo proveía crear más de medio millón de nuevas plazas escolares, ese objetivo seguía siendo pobre.

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De todo esto se deduce un panorama en el que convivían dos “Españas” la desarrollada y la del subdesarrollo. Había en todo esto un problema “histórico”. El capital disponible en España se había orientado hacia sectores de muy baja productividad (construcción, turismo y especulación) y la clase dirigente no había asumido el mismo papel que la burguesía en el pelotón de cabeza de Europa. Y en eso seguimos cuarenta años después.
El problema del capitalismo español era endémico y nuestros problemas no venían ni de la República ni del franquismo. A éste último, como máximo, se le puede responsabilizar el que intentara recuperar el tiempo perdido por la vía de la planificación, el autoritarismo y el sacrificio de las libertades políticas. En todos los terrenos de la economía, nuestro país había ido acumulando unos retrasos espectaculares. A pesar de ser un país, en la época, eminentemente agrícola, nuestro sector primario estaba inadecuado para la producción en los años 50. 

A mediados del siglo XIX, antiguos ganaderos favorecieron el impulso cerealista que se vivió en la época, pero hasta mediados del siglo XX existió muy poca mecanización para facilitar las tareas del campo. Además, nuestra sociedad rural mantuvo hasta hace poco estructuras sociales que no eran sino reminiscencias del antiguo régimen. Solamente distintas oleadas de inmigración a la ciudad rompieron esta tendencia: el campo empezó a despoblarse y en apenas tres décadas precisaría mano de obra, pero ésta parecía no encontrarse ya en el país sino que se prefirió recurrir a mano de obra de importación.

Peor iba la industrialización que se había iniciado en Catalunya en la segunda mitad del siglo XVIII con la industria del algodón y la aparición de la Compañía Catalana de Hilados de Algodón. La burguesía de aquella región empezó a demostrar actitudes para ir de capital industrial del Reino. La fábrica de tejidos que se instaló en Guadalajara, en cambio, resultó un fracaso. Afortunadamente, el edicto de 1771 confirmó las tendencias proteccionistas prohibiendo la entrada en España de textiles extranjeros. Solamente fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando aparecieron los polos industriales modernos. En Bilbao se aprovechó la presencia de mineras muy bueno de hierro para establecer hornos Bessemer en 1856 que en 1899 lograba exportar 9.500.000 de toneladas de mineral. Se pactó con Inglaterra el cambio de mineral de hierro por carbón. Otro tanto ocurrió en Asturias al iniciarse la explotación de minas de carbón. 

A partir de 1891 se produce el enfrentamiento histórico entre grandes industriales catalanes y vascos y grandes propietarios agrícolas castellanos y andaluces, al intentar restaurarse un severo proteccionismo que se agravó con la pérdida de las colonias. El mercado nacional era todavía débil la concurrencia limitada y existía un enfrentamiento con el proteccionismo. No eran, desde luego, las mejores condiciones para lograr el desarrollo económico de nuestro país. 

El desarrollo industrial se apoyó en Bancos propiedad de familias muy ricas a la vista de que el ahorro de las empresas y de las familias era casi inexistente. Aún en 1965, esa situación apenas había variado. Los bancos, ese año proporcionaban los dos tercios del crédito. Los bancos (el Bilbao, el Vizcaya, el Hispano, el Banesto y el Central) dominaban el mercado de capitales y, por tanto, controlaban amplios sectores de la industria. Los diez mayores monopolios representaban el 45% del capital de las 150 empresas nacionales mayores, pero sólo el 35% de sus beneficios. Pero los bancos españoles eran todavía pequeños en el contexto internacional. El primer banco español estaba situado en el puesto 70 en el ranking internacional. Nuestras empresas eran minúsculas: la francesa Rhône Poulenc del sector de químicas era tan grande como las 14 empresas del sector que existían en ese momento en España. Existió un régimen capitalista en esa época (1960-1983) pero hasta 1975 fue escuálido.

La autarquía que irrumpió entre 1939 y 1959 empeoró todavía más la situación. En 1960, la gran polémica en España era entre partidarios y contrarios al proteccionismo. Cuando ganaron estos últimos, buena parte de las empresas que se habían construido (y que se levantarían en la próxima década) no eran competitivas ni técnicamente estaban a la altura. No solamente la producción de mercancías estaba a mínimos en relación con Europa (por lo menos hasta 1960), sino que la circulación de esta producción constituía un verdadero martirio. La red ferroviaria era insuficiente. Las carreteras de muy mala calidad. Y en cuanto al parque de camiones baste decir que en el Benelux había diez veces más que en España y, para colmo, más modernos. No había capital ni recursos para que el Estado fomentara un programa de obra pública con envergadura suficiente como para compensar el atraso consuetudinario. Y este no llegaría hasta la muerte de Franco y con el inicio de la transición cuando se comprobó que, efectivamente, España se encaminaba hacia una democracia formal aceptable para los países del entonces Mercado Común Europeo.

La situación de los ferrocarriles fue particularmente preocupante hasta los años 60. La red radial beneficiaba al centro pero perjudicaba a la periferia y ayudó a que se agudizara la diferencia sociológica entre el interior y la costa: mientras que esta cada vez se poblaba más, el centro (salvo Madrid) tendía justo a lo contrario. En 1849 se inauguró el ferrocarril Barcelona-Mataró y en 1901 existían 13.168 km construidos que en 1966 solamente habían crecido hasta 18.200 km. Lo peor no solamente era que el ferrocarril creciera poco, sino que el que existía estaba abandonado. En 1940 había traviesas de madera que tenían ya 50 años de antigüedad con la inseguridad que esto conllevaba. Incluso después del período de crecimiento 1960-70, en 1969 el nivel del tráfico español de mercancías era de 7.886 millones de toneladas lo que apenas suponía un 15% del que tenía lugar en Francia, lo índice el nivel de nuestro atraso en esta materia. Si bien en los años sesenta aparecieron nuevos modelos de ferrocarriles (el Taf, el Talgo, el Ter), en 1970 íbamos muy por detrás de cualquier país europeo e incluso había regiones como Extremadura prácticamente aisladas.
Nuestras carreteras no iban mucho mejor, sin embargo nuestro parque de automóviles es lo que mejoró con más celeridad como muestra del consumismo de los 60. Si en 1955 corrían por nuestras carreteras apenas 233.000 vehículos, en 1965 ya eran 1.900.000 y en 1970 habían llegado a 4.000.000. Los vehículos crecieron a más velocidad que la red de carreteras. No es raro que el II Plan de Desarrollo dedicara la mitad de los fondos públicos a mejorar las carreteras. El Plan Nacional de Autopistas preveía que para 1975 existieran 500 km de peaje y los primeros km solamente se inauguraron en Barcelona en 1979 y 1971-72. En 1967 el Plan de Renovación de Carreteras preveía la construcción de 5.000 km nuevos. Pero las carreteras secundarias hacía años que no se habían renovado. Nuevamente era la falta de financiación lo que retrasaba proyectos que los tecnócratas del régimen habían diseñado sobre el papel pero que eran inviables a la vista de la realidad económica del país.

Tampoco en los transportes marítimos estábamos en los años 60 mejor situados a pesar de que en 1966 un tercio de las importaciones se transportaban en barcos españoles. Había muchos puertos pero de poco tráfico y de muy primitivos equipamientos. Cinco de los grandes puertos estaban en el Cantábrico mientras que el petróleo entraba por Tenerife, Cartagena y Huelva y las mercaderías secas por Bilbao y Barcelona. En 1969 nuestra flota era la catorceava del mundo con 3.330.000 toneladas. Había muchos barcos… pero demasiado viejos. En 1963 el 38% de nuestros barcos tenía más de 25 años (por un 6’7% en el mundo desarrollado). A partir de 1960 se dio un fuerte impulso a la construcción naval que facilitó el que en 1967 los barcos mayores de 25 años hubieran descendido al 17’6% y los que tenía menos de 5 años pasaron a ser el 34%. Pero existían demasiadas empresas navieras y astilleros y era evidente que no todos eran competitivos. 

La minería era escasa a pesar de que España había sido desde el Imperio Romano considerado como un país minero. Se extraían 15 millones de toneladas en 1967 suficientes como para cubrir las necesidades del país. Pero ese carbón era de mala calidad y las minas eran de difícil explotación. Esto hacía que solamente pudieran emplearse como combustible en plantas térmicas. Después de los años de proteccionismo se estabilizó la producción y en los años 60 hubo que cerrar muchas minas por ser antieconómicas. Por otra parte cada vez hubo que soportar más la competencia de América y África.

Nuestro talón de Aquiles para la era industrial era el petróleo. No teníamos y las explotaciones que se iniciaron en Ayoluengo y luego en La Rápita o las pizarras bituminosas de Puertollano no lograron jamás autoabastecernos. En 1960 la distribución de carburante era mediocre y la capacidad de refinado no cubría las necesidades, pero en los diez años siguientes la incorporación de nueve plantas consiguió un fenomenal salto adelante pasando España a abarcar el 1% del refinado mundial. 

En el sector de la electricidad es donde recuperamos el tiempo perdido. Hasta mediados de los años 50 seguían produciéndose “restricciones” eléctricas. Sin embargo, en 1970 se producían 56.486 millones de kilowatios lo que suponía el triplicar la producción de 1960. El éxito se había conseguido gracias a una política racional de embalses. No solamente se producía electricidad sino que se facilitaba la irrigación de los campos. Siguió utilizándose hulla de baja calidad para las centrales térmicas y empezó a utilizarse la energía nuclear pues, no en vano, existían minas de Plutonio en España. En 1970 se inauguraron las centrales de Zorita, Garoña y Vandellos y nuestro país pudo exportar energía eléctrica a Francia (a la inversa  de lo que ocurre hoy). 

El panorama de nuestra industria era miserable en 1950 y siguió siéndolo hasta 1960. A partir de ese momento se produce una recuperación que durará a lo largo de toda la década. En 1970 las perspectivas eran insuficientes pero mucho mejores. Ese año nuestra producción era modesta (4.122.000 de toneladas de fundición y 7.386.000 de toneladas de acero). En este terreno éramos la octava potencia europea. Pero no era suficiente: la falta de acero era el primer obstáculo con que se enfrentaba nuestra industria. Además, la productividad en siderurgia era bajísima: en 1962 un obrero español producía 429 toneladas de acero mientras que en Europa ese mismo obrero producía 12075 toneladas. Esta diferencia no se debía a falta de cualificación de nuestros trabajadores sino a atraso tecnológico de los altos hornos generada por la autarquía que existió hasta 1959 y que la tecnología nacional no estuvo en condiciones de superar. 

En 1966 el 33% de la producción de carbón y acero y el 50% de laminados eran producidos por empresas integrales que se habían polarizado en zonas geográficas: en Asturias y en la ría del Nervión, en Santander y en Sagunto. Existían tres grupos: Ensidera, propiedad del INI, creada en 1950 y que veinte años después producía 2,14 millones de toneladas de acero; Uninsa, creada en 1965 con capital Krupp, producía 359,999 toneladas de fundición y 400.000 de acero; y, finalmente, Altos Hornos de Vizcaya, líder del sector hasta 1970, con una producción de 1.700.000 toneladas en factorías instaladas en Sestao y Baracaldo, propiedad de United States Steel. Era algo, pero era poco y lo que es peor: no era suficiente para cubrir siquiera las necesidades manufactureras de nuestro país.

En el sector de químicas ocurría otro tanto: si bien a partir de los Planes de Desarrollo el sector fue creciendo y se mostró excepcionalmente dinámico, a pesar de que sus exportaciones eran mínimas. La producción de abonos era quizás donde éramos más competitivos. El sector era uno de los que habían recibido más capital extranjero, esencialmente norteamericano, pero trabajábamos con patentes extranjeras y no existía investigación suficiente para elaborar nuevos productos.

Las cementeras a partir de 1960, cuando se liberó el comercio y empezó el furor constructivo, crecieron desmesuradamente entre 1963 y 1970 (266 kg per cápita en 1963, 405 kg en 1966 u 506 en 1970). El volumen total de producción era de 5.000.000 de toneladas en 1960 que se habían multiplicado por 3,25 en 1970. Era mucho –y el auge de las cementeras auguraba lo que iba a ocurrir treinta años después cuando el modelo económico español era altamente tributario de la construcción- pero se trataba de uno de los sectores más conflictivos. El cemento era ya en aquella época, muy sensible a las oscilaciones del mercado y resultaba complicado transportarlo. 

Hasta aquí las cifras de nuestra industria. Entre 1960 y 1970 España había experimentado un auge económico y había emprendido la vía del despegue. Estábamos más cerca del desarrollo pleno que del subdesarrollo (a diferencia del período comprendido entre 1939 y 1959), pero las bases productivas de nuestro desarrollo en lo relativo a industrias básicas eran todavía muy débiles. 

Otro tanto podía decirse de la industria de transformación y pesca. Esta industria manufacturera se desarrolló más rápidamente que las industrias básicas entre 1960 y 1960. Solamente había un excepción: la industria del automóvil, la más sensible a las fiebres consumistas. Se trataba de un sector protegido. La Empresa Nacional de Autocamiones (Enasa) dependiente del INI, ocupaba un 13% en la producción nacional de vehículos en 1970 y estaba asociada a Britsh Leyland que poseía una cuarta parte de las acciones. Los astilleros en 1966 estaban al nivel de Francia y nos situaba en el noveno lugar mundial. Cuatro años después la producción se duplicó. Para esa época el 50% de los barcos botados eran petroleros. Existían astilleros en la ría del Nervión, en Cádiz, en El Ferrol, en Cartagena, en Santander, en Vigo, en Valencia, la Maquinista Terrestre y Marítima en Barcelona, Barreiros y Barckock & Vilcox en el País Vasco, etc. Los astilleros y la producción naval eran nuestros pulmones en materia de exportaciones desde mediados de los años 60.
La obra pública recibió a partir del I Plan de Desarrollo un impulso decisivo siendo a mediados de los años 60 el sector que daba trabajo a un mayor número de obreros: algo más de 1.000.000 entre 1965 y 1969, en torno al 8,8%. A lo largo de esa década la inversión pública en construcción pasó del 20% al 38%. El sector de la construcción estaba dominado por grandes empresas con capital extranjero. Si España era un destino atractivo para inversiones de este tipo se debía a causa de lo barato de la mano de obra que procedía del entorno rural y tenía escasa cualificación. La vivienda de protección oficial experimentó un crecimiento inusitado cada vez mayor a medida que nos aproximábamos a 1970. Ese año estaban terminadas 187.000 viviendas de protección oficial, se habían iniciado otras 279.000 y estaban en fase avanzada de construcción 441.137 más.

Fue aquella la gran época de las industrias del consumo. La textil catalana por ejemplo producía en 1969 115.352 toneladas de hilados de algodón, 107.726 toneladas de hilado de tejidos y 35.000 toneladas de fibras sintéticas que en aquel momento causaban furor. Pero la industria tenía sus problemas: había pocas materias primas para procesar lana y el algodón era demasiado caro. Así que había que importar del extranjero. En cuanto a las fábricas de fibras artificiales trabajaban con patentes extranjeras. Además existían demasiadas factorías. El I Plan de Desarrollo reguló el sector, destruyendo 500.000 husos y 20.000 telares. 

En lo que se refiere al automóvil, aquellos fueron también grandes años. Era, sin duda, la industria más expansiva. En 1966 esperó en un 177,8% las previsiones del Plan de Desarrollo. Y en 1970 ocupábamos el octavo lugar en el mundo de producción de vehículos con 450.000 unidades salidas de nuestras fábricas. SEAT fue la gran apuesta. Esta empresa penetrada en un 36% por la FIAT, había sido fundada con capital estatal en 1952. La FASA Renault en Valladolid, y la Citröen en Vigo, Morris en Pamplona y SIMCA-Chrysler en Galicia contribuían al dinamismo del sector. El Estado aprovechó la fiebre de la compra de vehículos para gravar el automóvil con un impuesto que supuso en 1965 el 15% de los ingresos del Estado. Dos años después el mercado daba los primeros síntomas de saturación y en 1970 se fabricaron 400.000 turismos que seguían sin ser suficientes para cubrir el consumo nacional.
El sector, a pesar de su impulso y dinamismo no estaba exento de problemas. Los vehículos nacionales eran todavía caros, era imposible exportarlos al extranjero (sólo se hacía en un 1% de la producción). Dado que era inevitable proceder a exportaciones, el gobierno protegió a la industria nacional grabando los vehículos llegados del extranjero con unos derechos de aduana que suponían el 57,3% del precio total. Además, si bien es cierto que se fabricaban muchos vehículos en España, no es menos cierto que una parte sustancial de los componentes se hacía con patentes extranjeras. Aquello debió hacernos reflexionar y entender que era preciso proceder a la investigación de patentes propias. Pero en España todavía se repetía el unamuniano “que inventen ellos”.

Otro de los sectores que experimentó más auge en la industria manufacturera fue, por supuesto, la producción de electrodomésticos y televisores. Hasta 1955, en España no se producía ni una triste nevera eléctrica. Fue a partir de entonces cuando se inició el despegue de esta industria que dos años después conseguía producir la ridícula cifra de 15.000 unidades. En 1960 ya se habían alcanzado los 100.000 televisores anuales. Y cinco años después la cifra se había multiplicado por cinco. Al acabar la década de los 60, en este terreno con 162 monitores por cada 1.000 habitantes, ya nos acercábamos a los niveles de consumo de Francia (185 monitores por cada 1.000 habitantes) y Francia (249 monitores por cada 1.000 habitantes). Pero había poca liquidez, así que el 90% de los televisores se compraban a crédito. Para las familias trabajadores el acceso al monitor y al pequeño utilitario fue una forma de despertar al consumo. 

Nuestra pesca en 1966 iba de maravilla. Habíamos duplicado las capturas en los últimos diez años y nos encontrábamos a la cabeza de Europa y en sexto lugar mundial. En 1970 habíamos llegado a 1.500.000 de toneladas de capturas. Este éxito se debía a la renovación de la flota pesquera operado a partir de 1961 y a las subvenciones recibidas por el sector. Solamente entre 1965 y 1966 se botaron 25.229 toneladas de buques pesqueros y en 1970 el sector daba trabajo –tiempos aquellos- a 100.000 pescadores (hoy da trabajo justamente a la mitad…)

El cambio que tuvo lugar en la agricultura durante los años 60 fue espectacular. España hacia finales de la década anterior había dejado de ser una nación agrícola y en 1970 un tercio de las exportaciones eran agrícolas y apenas un tercio de la población se dedicaba a la agricultura que representó un sexto del PIB de aquel año. 

En 1959 las exportaciones agrícolas eran la primera fuente de divisas y representaban el 17,2% de los ingresos globales. Iban destinadas fundamentalmente a los países del Mercado Común Europeo y de ellas casi dos tercios eran naranja. Ese mismo año, por raro que pueda parecer, se empezó a exportar productos agrícolas al Este europeo. En 1968 se había conseguido que 121.000 toneladas de plátano entraran en el Reino Unido y Suecia. En 1970 Italia se configuró como la primera compradora mundial de nuestro aceite que volvía a refinar y exportaba a EEUU. De 1860 a 1970 el objetivo nacional en agricultura fue autoabastecerse de trigo y leguminosas, que con el pescado y el arroz eran la base alimenticia del país. Pero a partir de 1970 no se pudo mantener ya la demanda interior a la vista del aumento del nivel de vida y hubo que proceder a la importación de maíz. 

La mecanización de nuestros campos había sido lenta. En 1959 solamente existían 50.000 tractores y 4.000 cosechadoras que se triplicaron en 1965 cuadruplicando las cosechas ese año. En 1970, se consiguió que el parque de tractores subiera a 260.000… justo la mitad de lo que era necesario para garantizar una producción suficiente. También el consumo de abonos nitrogenados se disparó entre 1964 y 1970, mientras que en ese mismo tiempo se triplicaban los abonos potásicos y se duplicaban los fosfatados. 

Las instituciones oficiales de crédito impulsaban este crecimiento. Los bancos de Crédito Agrícola y del Crédito Hipotecario, así como el Instituto Nacional de Colonización realizaron un esfuerzo extraordinario cuyos resultados estaban a la vista. En apenas 10 años, de 1960 a 1970, nuestra agricultura experimentó un tirón como nunca antes lo había hecho. Sin embargo, el campo español tenía una serie de problemas consuetudinarios. Menos del 20% de los propietarios poseían dos terceras partes de la tierra cultivable. El latifundio con bajos niveles de explotación lastraba nuestra producción agrícola. A diferencia de otros países europeos, en España la posesión de amplias extensiones era una forma de acumulación de riqueza y así se operó desde los tiempos de la Reconquista al sur del Tajo hasta mediados del siglo XX. Sin embargo, la mala distribución del agua, el minifundismo y su contrapartida el latifundismo constituían los hándicaps históricos del sector. Era el momento de hacer una reforma en profundidad que eliminara el problema que se empezaba a adivinar en aquellos momentos: el abandono del campo por parte de las nuevas generaciones. Para ello había que mecanizarlo, abrir líneas de créditos blandos, aumentar la producción y las exportaciones, proceder a políticas de cooperativismo y concentración parcelaria, y así se hubieran evitado tanto el abandono del campo como la llegada masiva de inmigrantes a partir de 1996, como los salarios de subsistencia que proliferaron a partir de entonces.

En 1950 ya era evidente que se estaba produciendo un creciente despoblamiento de las zonas rurales a las urbanas: nadie hizo nada para detenerlo, sino que se estimuló. Y así sucedió que en 1950 la agricultura absorbía al 47’5% de la población activa, pero diez años después, esta cifra había descendido hasta el 39’7% y en 1970 se había contraído hasta el 27,9%. Si se pudo mantener e incluso aumentar la producción fue gracias a un esfuerzo de racionalización. Veinte años después, la población activa residente en zonas agrícolas se había reducido al 9,8% y esta actividad apenas ocupaba un 9,8% de nuestro PIB. 

Entre 1900 y 1960, los terrenos de regadío habían crecido poco e iban muy por detrás de las necesidades alimentarias del país. La creación del Instituto Nacional de Colonización en 1939 y la “reforma agraria” que acometió mediante una política de concentración parcelaria avanzaron muy lentamente y fue solamente gracias a la política hidráulica que mejoró algo la situación. Los latifundios, con todo, no se tocaron. Una ley de 1953, preveía la expropiación de tierras sin cultivar o mal cultivadas. Como quien oye llover. En 1970 no se había producido todavía expropiación alguna…

Esta era la situación de nuestra economía durante el franquismo. Podemos establecer, a partir de ahora algunas constantes: una parte sustancial del esfuerzo de desarrollo se basó en el turismo, lo que implicó urbanizar amplias zonas de la costa mediterránea y de las islas Canarias. Eso generó un importante esfuerzo del sector de la construcción que demostró ser uno de los que garantizaban mayores beneficios en el mejor tiempo. Así mismo, la política gubernamental de creación de “casas baratas” o viviendas de protección oficial generó un nuevo impulso para la construcción que se contagió inmediatamente al sector de la vivienda pública. Turismo, política social del franquismo y furor consumistas generaron un impulso constructivo desproporcionado y sin medida con ningún otro país europeo.

Esa fue nuestra mayor desgracia (los ciclos de la construcción son para amplias franjas de trabajadores especializados en sus distintos oficios pan para hoy y hambre para mañana) porque determinó nuestro futuro en las décadas siguientes y precipitó el desinterés de los distintos gobiernos para formar profesionales cualificados en cualquier otra área que no fuera el construcción. Lo mismo ocurría en el sector turístico en donde para cubrir los nuevos puestos de trabajo que se iban creando no era preciso gente joven con un alto nivel educativo y una preparación técnica, sino apenas mano de obra capaz de abrir una botella con una mano, llevar de la cocina a la mesa platos de tapas, limpiar hoteles, etc. Durante el tiempo en que España tuvo ambiciones de convertirse en una potencia industrial –hasta mediados de los 90- la formación profesional ocupó un lugar privilegiado en la formación de los jóvenes (baste recordar la importancia que el franquismo atribuyó a este ciclo formativo), pero a partir de la reconversión industrial y mucho más desde 1996 cuando Aznar enunció su modelo económico, ya no tenía mucho sentido formar profesional, técnica y culturalmente a jóvenes… sino simplemente ponerlos a trabajar lo antes posible como peones en los sectores “punteros” (construcción, turismo y campo). A partir de ese momento se produjo una degradación progresiva de nuestro sistema educativo y una negligencia por parte de la clase política para invertir el fenómeno. En cuanto a la enseñanza universitaria fue todavía peor: el Estado de las Autonomías hizo que todas las comunidades aspirasen a tener universidades provistas de todas las facultades posibles. En poco tiempo el número de graduados aumentó desproporcionadamente pero siempre descompensados a raíz de la absurda partición de las enseñanzas de bachillerato a partir de los años 80 en donde las carreras de “letras”, registraron un flujo masivo de estudiantes que, sobre todo, no querían cursar nada que  ver con las “matemáticas” durante la EGB y que se orientaron hacia las carreras que consideraban más fáciles… y que, en cualquiera caso, eran las que registraban menor demanda laboral y tenían menos que ver con el desarrollo económico. Pero ni siquiera entre los salidos de facultades de “ciencias” se generaron puestos de trabajo suficientes para absorberlos. Se creó, por tanto, era figura del “becario” que cada vez ocupa más espacio en la vida de un joven, los salarios se contrajeron al mileurismo y, para colmo, la contratación-basura se hizo habitual desde los últimos años del felipismo.

Lo ocurrido con el sistema de enseñanza y su degradación en los últimos 30 años no es sino la constatación de la falta de imaginación de un régimen que se ha resignado a vivir de los mismos sectores que ya estableció el franquismo como pilares del desarrollo: turismo y construcción… aceptando (como aceptó el felipismo y luego el aznarismo en los años en los que todavía se recibía masivamente fondos estructurales masivos de la UE). Con el paso de los años y con la irrupción de la globalización, el precio de la mano de obra de las manufacturas se fue abaratando y los países de Europa Occidental ya no estuvieron en condiciones de competir con los costes laborales que se estaban dando en los Países de Oriente (China y los “tigres asiático”) que, además estaban más cerca de la mayoría de materias primas utilizadas. España, a la que primero se le había amputado con la “reconversión industrial” sectores enteros de su economía, luego vio (en la segunda mitad de los 90 y durante todo el siglo XXI) como su sector industrial se veía implicado en una deslocalización masiva de plantas de producción, quedando únicamente como sectores clave de la economía el ladrillo y el turismo… que para abaratar los costes salariales precisaban importación masiva de mano de obra.

El problema, pues, no es nuevo: deriva de un capitalismo tardío, de la difícil situación de nuestro erario público entre 1939 y 1959, del escaso y poco sólido tejido industrial que existía en la época, de la falta de financiación, de las múltiples necesidades de desarrollo tecnológico (energía, comunicaciones, infraestructuras) que solamente pudieron desarrollarse parcialmente durante el franquismo a la vista de las restricciones para importar capitales que siempre existieron entre 1039 y 1975. Faltó financiación para industrias competitivas estratégicas, falto financiación para acometer un ambicioso plan de obra pública en un país que como hemos visto apenas disponía de una rudimentaria red de carreteras y ferrocarriles. Y, para colmo, el régimen político español era considerado en Europa como una dictadura y, en cualquier caso, como un régimen de facto que no tenía nada que ver con la democracia formal exigida a los socios del club europeo fundado a partir del Tratado de Roma de 1956. Así pues todo terminó siendo en esa época: turismo, construcción, industria incipiente pero limitada, proteccionismo, agricultura y poco más. Un modelo de desarrollo de bajo perfil, cada vez con menos ambiciones y que, finalmente, sería inviable en el tiempo de la desregulación y de la globalización. Tan sólo quedaba construcción y turismo. El riesgo había aparecido en 1960 pero nadie en los últimos 50 años se preocupó de enmendarlo, ni de rectificarlo, todo lo contrario: la quiebra real de nuestro sistema educativo hizo que la inmensa mayoría de nuestros jóvenes pasaran a ser empleados de estos dos sectores (sometidos a burbujeo cíclico), o bien mileuristas en precario, o bien parados de larga duración cuando ya la inmigración competía ventajosamente con ellos en puestos de trabajo.


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