lunes, 2 de agosto de 2021

Julius Evola: Textos sobre el estilo de la Tradición (5) – VIRILIDAD ESPIRITUAL – MÁXIMAS CLÁSICAS - Julius Evola

Estas notas de Evola fueron incluidas en el volumen "Símbolos de la Tradición Occidental" publicado por Arché, Milano 1981. Lo traduje poco después, quizás hacia 1983, tras regresar a España y cuando todavía me encontraba en clandestinidad. Evola, en esta ocasión, agrupa y traduce algunas de las máximas del filósofo neoplatónico Plotino, que expresan con una extraña personalidad, las convicciones más profundas del mundo clásico y, por extensión, de la humanidad indo–europea. Estas máximas sirven también para entender la ruptura que supuso la irrupción del cristianismo y sus conceptos diametralmente opuestos a esta filosofía.

 

Virilidad espiritual – máximas clásicas

Julius Evola

En las notas que siguen, vamos a traducir y comentar brevemente un grupo de máximas que pueden ser calificadas de “romanas", porque reflejan el espíritu y el ethos característico del estilo romano y clásico, no sólo en su aspecto político sino también espiritual. Estas máximas han sido extraidas de las obras de Plotino. No tenemos intención de filosofar ni de considerar las distintas etiquetas aplicadas hoy por los “especialistas” en el néo–platonismo, escuela a la que Plotino perteneció.   

Las máximas que van a seguir son, en sí mismas, suficientemente elocuentes. Permiten entender el sentimiento de virilidad espiritual que se ha desvanecido casi completamente en el hombre moderno, entre supersticiones “positivas” o “devotas” pero que, sin embargo, permanece como la medida de toda dignidad interior y el secreto de este ideal al cual el sentido antiguo y social hacía corresponder el concepto clásico del “Héroe”.

Los dioses al encuentro de los hombres    

“Corresponde a los dioses venir a mí y no ir yo hacia ellos”. En esta respuesta dada por Plotino a Amelius (quien lo invitaba a volver adorar a los dioses favorables mediante el culto), está contenido todo el espíritu de una tradición y subrayada la distancia que separa ambos mundos: el de aquellos que “creen” y el de aquellos que “son”. Esta frase no se refiere al hombre vulgar, sino al que Plotino llama “spoudaios”, es decir al hombre espiritualmente integrado.

Otro gran espíritu romano, Celso, partiendo a la guerra contra las nuevas creencias que estaban a punto de invadir el Imperio, dijo: “Nuestro dios es el dios de los patricios, el que se invoca en pie, frente a nuestro fuego sagrado y que las legiones victoriosas llevan al frente, y no el dios al que se reza postrado en tierra, con total abandono del propio ser”.

Si analizamos el sentido del culto romano de los orígenes, antes de que apareciera la influencia de las religiones griegas y orientales, es decir, hasta poco después de la época de Catón, no encontraríamos nada de lo que se entiende habitualmente por “religión”.

En el antiguo mundo romano, los dioses eran considerados como fuerzas e incluso el hombre mismo era considerado como una fuerza. Entre unos y otros, no había otro intermediario que el rito, comprendido como una técnica precisa y objetiva, que se consideraba apta para captar, impedir o producir tal o cual efecto generado por las fuerzas espirituales, y esto sin que se mezclaran sentimientos o actitudes devotas, sino gracias a una relación de mero determinismo.

La máxima de Plotino referida antes nos da la clave de una “vía” que corresponde a lo que, en la antigüedad, se llamaba “iniciación solar”.

En esta vía, se trata de crear en nosotros mismos una cualidad que podríamos llamar “operativa”, capaz de actuar sobre los poderes supra–sensibles (los dioses); es decir, como una fuerza mediante la cual los dioses son atraídos irresistiblemente.

Esta fuerza y esta cualidad se pueden resumir en una sola palabra: “Ser”; y en un solo precepto: “ser uno mismo”. Consiste en una indestructibilidad interior, serena, clara, “olímpica”, incluso “ascética”, en absoluta insolente y “titánica”, según el moderno cliché de Supermán.

Una máxima caracterizaba la aspiración clásica a lo sobrenatural: ”Para "conocer" a los dioses, es preciso ser iguales a ellos”.

Ser un Numen

“Es preciso parerse a los dioses, y no solamente a los hombres de bien. El fin a alcanzar no es estar exento de pecado, sino ser un numen.

Estas máximas, pueden parecer algo inquietantes para algunos, pero son, sin embargo, verdaderas sobre un plano superior. Para la antigüedad clásica (como para los antiguos arios orientales) el más alto ideal era un ideal divino y no un ideal de “moralidad” burguesa.

Tómese buena nota de esto: la Grecia dórica, al igual que la Roma de los primeros tiempos, aparecen como ejemplos imperecederos de fuerza ética. Lo que significa que lo que resulta cierto en un nivel superior, “supra–moral”, no puede sin embargo ser alcanzado por el derecho común: se precisa necesariamente aplicar la fuerza de una ética en el lugar y el momento justo.

Plotino llamaba a la “virtud” de los hombres “imagen de una imagen”. Esto implica que no hay que confundir “iniciación” y “realización”. Tomemos un ejemplo: una cosa es el proceso mediante el cual con una “tintura” se puede dar a algo, supongamos un metal, la apariencia exterior de otro y otra cosa es la transformación efectiva de un metal en otro, a consecuencia de la cual, por vía espontánea y fatal, éste metal aparece dotado de nuevas propiedades.

El ideal “divino”“ de la antigüedad estaba ligado a la noción de iniciación, y esta última era precisamente concebida como un tránsito radical de un estado de existencia a otro.

Para el hombre antiguo, un dios no era un modelo moral; era otro ser.

El hombre bueno no cesa de ser un “hombre” por el hecho de que sea “bueno”; de la misma forma que el mono sigue siendo mono incluso aun cuando consiga reproducir artificial o espontáneamente tal o cual gesto de la criatura humana. Siempre y por todas partes, allí donde el hombre, se ha elevado a tal orden de cosas esta verdad ha sido reconocida.

Así, en algunas tradiciones espirituales de la edad media se enseñaba que: “Nuestra obra es la conversión y el cambio de un ser en otro ser, de una cosa en otra, de la debilidad en fuerza, de la corporeidad en espiritualidad”.

En relación con los “misterios”, se subrayaba en Eleusis, y no sin cierta ostentación paradójica, que un Agesilas o un Epaminondas, dos ejemplos de hombres ilustres sobre el plano humano, en tanto que no habían sufrido la transformación atribuida a los ritos mistéricos, se encontraban en la situación misma de cualquier otro mortal frente al estado post mortem, mientras que un destino diferente esperaba a quien hubiera limpiado las faltas humanas mediante la purificación mistérica.

Según la tradición, la fuerza transmitida por el rito de la consagración de un sacerdote reviste un carácter permanente, incluso cuando hubiera caído en la indignidad moral; de esto puede deducirse que, aún hoy, subsiste un eco de las revelaciones antiguas relativas a un plano de espiritualidad absoluta.

Sin embargo, es preciso ser prudentes en este terreno. Si bien no hay que ilusionarse sobre el carácter de lo que Nietzsche llamaba “pequeña moral”, conviene, a pesar de todo, recordar una antigua máxima hindú: “Que el sabio no confunda con su propia sabiduría el espíritu de los ignorantes”.

“Los malvados también pueden sacar el agua de los ríos. Aquel que da ignora lo que da, sencillamente da”. (Plotino).

“¿Cuál es la posición del hombre frente al Todo? ¿Es una parte? No: es un todo, que se pertenece a sí mismo. Convirtiéndose en Uno, él (el hombre) se posee a sí mismo y a la grandeza total y a la belleza. No fluye fuera de sí mismo y no se evade indefinidamente. Está enteramente agrupado en su unidad” (Plotino).

La concepción clásica del mundo distinguía dos regiones: la inferior de las cosas que “pasan” y la superior de las cosas que “son”. Las cosas que “fluyen” o que “pasan”, que son impotentes para alcanzar la realización y la posesión perfecta de su naturaleza. Las otras son; han trascendido esta vida mezclada con la agitación vana y con la muerte; y que, interiormente, es una evasión y un deseo continuo.

¿Qué es el Bien?

Plotino dice: ”¿Qué es el bien para el hombre? (para el hombre completo, para el spoudaios). El es, en sí mismo, su propio bien. La vida que posee es perfecta. Posee el bien, por tanto, no busca nada más. Rechazar todo lo que es otro en relación a su propio ser, es purificarse.

En relación simple contigo mismo, sin obstáculo en una unidad pura, sin nada que esté mezclado interiormente con esta pureza, siendo solamente una pura luz, tu te has convertido en visión. Estando aquí, te has elevado. No tienes necesidad de un guía. Fija tu mirada y verás”.

Con una concisión singular se encuentran aquí expresados los rasgos de una ascesis viril y lo que, en un sentido supramoral, metafísico, debe ser calificado como “bien”: la ausencia de todo lo que penetrando en uno mismo pueda llevar fuera de sí.

Plotino precisa el alcance espiritual de tal concepto diciendo que el hombre superior puede sin embargo “buscar otras cosas en tanto que son indispensables, no para sí mismo, sino para quien esté próximo a él: al cuerpo de quien le está relacionado, a la vida del cuerpo que no es su vida. Sabiendo que da lo que precisa el cuerpo pero sin que esto domine la vida”.

El mal, según el espíritu clásico, es el sentido de necesidad experimentado por el espíritu, el de toda vida que no es capaz de gobernarse a sí mismo y se deja inclinar hacia un lado o hacia otro, dominado por el deseo, intentando completarse mediante la incorporación de esto o de aquello.

En tanto subsista tal “necesidad”, mientras subsista esta insuficiencia interna y radical, siempre según el espíritu clásico, no puede existir el “Bien”. El Bien no podría quedar circunscrito por un sustantivo y es, solamente, una experiencia que puede determinar el espíritu deshaciéndose, naturalmente, de la idea; de toda especie de “otro” y reconciliándose virilmente consigo mismo.

Aparece entonces un estado de certidumbre y plenitud. Ya que el individuo deja de formularse preguntas y convierte en inútil toda especulación y toda agitación, mientras que una mutación del espíritu íntimo no puede producir nada, empieza la participación en este espíritu de espiritualidad absolutamente dominadora, contribuye de mera figurada, naturalmente, a los “olímpicos”. Plotino dice precisamente que tal ser posee la “perpetuidad” y que está totalmente en posesión de su propia vida: siendo solamente y de manera subpersonal “Yo”, nada a partir de ahora, podría ser añadido o retirado, ni en el presente, ni en el porvenir. Veamos ahora los desarrollos que Plotino da a este concepto:

“El estado de ser consiste en estar presente. Ser, significa acto y estar en acción. El Placer es el acto de la vida e, incluso en este universo, las almas pueden conocer la felicidad. Si no ocurre así, las almas son responsables, pero no el universo; en ese caso han cecido en esta lucha cuya recompensa corona la virtud”.

Plotino precisa también el significado del “ser”: ser significa estar “en acción”. Además, habla de una “naturaleza intelectual sin letargo” como referencia a aquel que “es” por excelencia. Aquí los términos de “despierto” y “siempre despierto” opuesto al estado de letargo al que es asimilado el nombre vulgar, pertenecen a un amplio simbolismo tradicional.   

Se sabe que el término Buda significa “el Despierto”. La concepción del dios Mithra concebido como “guerrero sin sueño” que combate contra los enemigos de la religión aria es propia de los indoeuropeos de Irán. En las tradiciones clásicas, el “Héroe” convertido en inmortal tras haber bebido “el agua del Olvido”, bebe “el agua del Recuerdo” y “del Despertar”. “Ser” equivale, pues, a estar “despierto”. La experiencia de todo el ser, concentrado en la claridad intelectual, en la simplicidad de un acto, da la experiencia de “lo que es”.

Abandonarse, desvanecerse, tal es el secreto del no–ser. La fatiga mediante la cual la unidad interna se relaja y se dispersa, la íntima energía que, para dominar cada parte, de forma que brota una multiplicidad de tendencias, de instintos, de movimientos irracionales, es decir, la degradación del espíritu que se humilla en formas cada vez más oscuras, hasta llegar a esta forma–límite de la decadencia que es la oscuridad de la materia. Es un error, afirma Plotino, decir que la materia es, cuando en realidad, la esencia de la materia es no–ser. Al poder dividirse hasta el infinito, indica precisamente esta “caída” fuera de la Unidad que le da nacimiento.

Su inercia es pesada, resistente, confusa, la misma propia de aquel que, desvaneciéndose, no puede tomar una dirección y cae como un “cuerpo muerto”.

Tal es, en términos de interioridad, el secreto de la material de la realidad física.

Que la “verdad” del conocimiento físico sea diferente, en realidad, importa poco. La existencia corporal aparece como el no–ser de la espiritual.

En este estado supremo en la unidad de un “acto”, el “ser” para a identificarse con el “bien”.

De forma que “ materia ” y “ mal ” se identifican a su vez. Y no hay otro mal más que la materia. Para comprender esta idea fundamental del pensamiento clásico, es preciso naturalmente deshacerse del hábito de todas las concepciones ordinarias del hombre normal, convertido en “sociable”. El “mal” según los hombres no tiene ningún lugar en la realidad, ni por lo mismo, en una perspectiva metafísica que es una perspectiva según la realidad aplicada a un mundo superior.

Metafísicamente, no existe “bien” o “mal”; existe lo que es verdad y lo que no lo es. Y el grado de “realidad” (etendida en el sentido espiritual que hemos definido a propósito del significado del “ser”) da la medida del grado de la “virtud”. Se sabe que Virtus en la época clásica e incluso hasta el Renacimiento, no significaba nada más que fuerza, incluso energía. Para la mirada fría y viril del hombre clásico solamente un estado de “privación” del ser supone un “mal”; la fatiga, el abandono y el letargo de la fuerza interior, esta dirección que en el límite, hace tomar como hemos visto, la “materia”.

Ni el “mal” ni la “materia” son pues principios en sí mismos. No son más que derivados a los cuales se llega por “degradación” y “disolución”. Plotino se expresa en estos términos: “A causa del desvanecimiento del Bien, aparece y vive la oscuridad. Y para el alma, el mal es este desvanecimiento generador de oscuridad. Tal es el primer mal. La oscuridad es algo que le precede y la naturaleza del mal no actúa en la materia sino antes de la materia (en el cese de la tensión espiritual que ha dado nacimiento a la materia)”. Y Plotino añade: “El Placer es el acto de la Vida”. Esta opinión había sido ya expresada por otro gran espíritu clásico, Aristóteles, quien había enseñado que toda actividad era feliz cuando era perfecta.

Tales, al menos, son la felicidad y el placer en su forma pura y libre de una plenitud como coronación de una vida que se realiza y que, realizándose “es” y realiza el “bien” y no la felicidad y el placer pasivos y mezclados, desordenados, escapándose a sí mismos, cediendo a una temeridad turbulenta de satisfacción de los deseos y de los instintos. De nuevo, estamos conducidos aquí a un punto de vista “real” sin relación con las concesiones “humanas” y los enternecimientos sentimentales.

De esta misma felicidad, el grado de ser es el secreto y la medida. En consecuencia, Plotino afirma que en este universo también las almas pueden conocer la felicidad, recordando por ello un aspecto importante del pensamiento clásico.

Allí donde la virtud era entendida como actualización espiritual dominadora, implica potencia, no se puede concebir que el “bien” pueda no estar acompañado de la “felicidad”, como tampoco la gloria es separable de la victoria. Cualquiera que resultara vencido por un lazo exterior o un lazo interior, según el orden real de las cosas que mencionamos antes, no sería considerado como “bueno”.

Y que alguien pudiera ser “feliz” sería contrario a la naturaleza y, en todo caso, el efecto de un puro azar. Es él mismo y no el mundo quien debería ser la causa de su derrota.

Reducir la “virtud” a una simple disposición moral, a un fantasma interior corresponde a un alma timorata. Es bueno, entonces, rechazar el concepto de “mi reino no es de este mundo” y rechazar aceptar las ideas de que una fuerza de lo alto pueda dar la felicidad en el más allá, como recompensa a los “virtuosos” que desprovistos de poder en esta vida prefieren sufrir y soportar con humildad y resignación la injusticia. El Espíritu viril del hombre clásico ha despreciado tales planteamientos evasionistas y los ha despreciado por fidelidad a una concepción metafísica.

Si el mal, su materialización y su expresión mediante impulsos y límites impuestos por las fuerzas inferiores y cosas exteriores arraigan en un estado de degradación del “bien”, es inconcebible, y lógicamente contradictorio, que subsista como principio de desgracia y servidumbre en aquel que habría destruido estas raíces en las que había arraigado el bien en el sentido clásico. 

Si el “bien” es, el “mal”, el sufrimiento, la pasión, la esclavitud no puede ser porque el bien es también poder.

Si subsisten, esto significará entonces que la “virtud” es aún imperfecta y el “ser” aún incompleto y alteradas la unidad y la capacidad de actuar.

Dice Plotino: “Hay quienes no tienen armas. Pero aquel que tiene armas, combate. No hay dios que combata por los que no están en armas. La ley quiere que, en la guerra, la victoria pertenezca a los valerosos; no a los que ruegan. Es justo que los cobardes sean dominados por los malvados”, nuevas expresiones características de la virilidad espiritual, guerrera, romana, nuevo contraste con las actitudes de renuncia y de evasión de cierta forma de religiosidad de un tipo que no es romano, ni ario, sino asiático–semita. Nuevo desprecio hacia los que se extienden en propuestas contra la injusticia de las cosas de la tierra y que, en lugar de reconocer su propia cobardía, o de resignarse a su propia impotencia, o afrontar un fin heroico, se entregan al Todo o esperan que los dioses se preocuparán de ellos a fuerza de escuchar plegarias y lamentos.

“No hay dios que combata por aquellos que no están en armas” (Plotino).

Tal es el principio fundamental del estilo guerrero que, además de tener el valor de ejemplo, se refiere, por su justificación superior, a los conceptos ya desarrollados a propósito de la identificación –desde el punto de vista metafísico– entre “realidad”, “espiritualidad” y “virtud”.

La dejadez y la negligencia no pueden ser buenos; ser “bueno” implica tener un alma de héroe. Y la perfección del héroe es el triunfo.

Pedir la victoria a la divinidad equivaldría a pedirle la “virtud” pues la victoria es el cuerpo en el cual se realiza el estado perfecto y, podríamos decir, sobrenatural y sobrehumano de la virtud.

Tal como ya hemos dicho a propósito de la doctrina mística del triunfo, el cual evidencia de la forma más sensible que tales ideas no han nacido en absoluto de un ateísmo larvado, sino más bien de la idea de una síntesis superior entre fuerza y espíritu, humanidad y divinidad, presente en los momentos de Transfiguración heroica.

“Polibio dice que los romanos, usan la fuerza en toda circunstancia, seguros de que lo que han decidido tiene necesariamente que suceder y que nada de lo que han decidido es imposible de realizar; en muchas ocasiones son llevados a la victoria por efecto de tal hábito”.

Los soldados de Fabio partiendo para la guerra no juraron vender o morir. Juraron vencer y regresar vencedores. Y como vencedores regresaron.

El Espíritu romano y el Espíritu de estos conceptos de Plotino coinciden e, incluso en nuestros días nos transmiten un mensaje viviente.

Ahora vamos a ver, de forma breve, como la actitud definida antes de afirmación y de organización interior virilmente asumida se integra y se clarifica con elementos de consolidación y de liberación ascética.

“Por lo que respecta al miedo, queda totalmente suprimido. El Alma no tiene nada que temer. Quien está sujeto al miedor no ha alcanzado aún la perfección de la “Virtus”; es un mediocre. En el hombre superior (el spoudaios) las impresiones no se presentan como en los otros (los mediocres). No alcanzan hasta el interior (del alma).

Que el sufrimiento sea grande importa poco. La luz que está en este hombre perdurará como la luz de un faro que emerge entre los torbellinos del viento y de la tempestad.

Dueño de sí mismo en estas circunstancias (el hombre superior) decidirá lo que conviene hacer.

En él, actúa su espíritu (el "Nous" griego)” (Plotino).

Plotino admite que el hombre superior puede, en ocasiones, tener movimientos involuntarios e irreflexivos de miedo. Pero son, podríamos decir, movimientos que le resultan ajenos y que no pueden producirse más que porque el espíritu está alejado en ese momento. Basta que “vuelva en sí” para hacerlos desaparecer.

La destrucción del “miedo” es un principio de ascesis a seguir no solo sobre el plano human,o sino igualmente sobre el del mundo superior.

El llamado temor de Dios era verdaderamente una “virtud” completamente desconocida en nuestra más alta humanidad tradicional de Oriente y de Occidente.

Frente a las fuerzas inferiores o a las fuerzas “divinas”, el hombre ascéticamente integrado e imperturbable es inaccesible a movimientos irracionales del alma: la desesperación o el terror.

No fue más que en el alma de las mujeres de la plebe imperial que las nuevas creencias pudieron tener acceso apoyándose sobre visiones de terror apocalíptico y de salvación gratuita. El sufrimiento, para quien se aproxima a la completa realización de sí mismo podrá como máximo provocar la separación de una parte del espíritu que, en su humanidad, está ligado al sufrimiento, pero no la caída del principio superior. Este último, dice Plotino, “decidirá lo que conviene hacer”.

En caso necesario, podría llegar hasta quitarse la vida. Pero no se pierda de vista que, según la concepción a la que se refiere Plotino, todo ser preexistente, en este sentido, ha escogido, él mismo, nacer en este mundo donde cada hombre, aunque no lo recuerde, es como un actor que juega un papel oscuro, ahora resplandeciente y siempre el papel que ha elegido.   

“¿Por qué despreciar el mundo en el cual vosotros os encontráis por vuestra voluntad? Si no os conviene, siempre podéis abandonarlo”. Tal es la austera respuesta de Plotino a algunas escuelas gnósticas cristianas que querían ver en el mundo un valle de lágrimas y un lugar de miseria. Tal como ya hemos comentado al referirnos a una máxima precedente, el espíritu –el “Noûs”– del hombre puede definirse como principio del “ser”: es una luz del intelecto, puro y dominador, la forma suprema de la unidad en el hombre, frente a la cual el “Alma” –la “psyque” griega– aparece como algo exterior y material.

La vida cotidiana raramente compromete este principio profundo. Como máximo se desliza sobre él sin rozarlo. Pero, en este caso, en cada acción, más que ser verdaderamente nosotros mismo, ¿es un “demonio” quien actuaría?

“Demonio” no debe ser comprendido aquí en el sentido cristiano de entidad maléfica sino en la acepción clásica, de un ser irracional, infra–personal, una fuerza psíquica oscura.   

Plotino dice justamente que todo lo que nos sucede sin ser el resultado de nuestra exacta deliberación une a nuestro elemento “divino” un elemento “demoníaco”.

Veamos ahora como Plotino define la condición opuesta propia al estado interior de un hombre integrado.

“En este punto, el porqué del ser no existe como un porqué sino como un ser. Mejor, ambas cosas no son más que una” (es decir que no existe justificación exterior y de tipo intelectual de para acción; la acción está inmediatamente ligada a un “significado” suyo). “Que cada uno sea él mismo. Que nuestros pensamientos y nuestras acciones sean los nuestros. Que las acciones de cada uno le pertenezcan, siendo buenas o malas. Cuando el alma es guiada por el intelecto puro e impasible, y tiene plena disposición de sí misma, entonces, dirige su impulso allí donde quiere. Sólo entonces nuestro acto es verdaderamente nuestro, y de nadie más, procediendo del interior del alma como de una [fuente de] pureza y de un principio puro dominador y soberano y no como efecto de la ignorancia y del deseo, pues, entonces, sería la pasividad y no la acción la que actuaría en nosotros” (Plotino).

De estas máximas surge pues claramente el principio de una autorresponsabilidad trascendente. El hombre superior asume todo lo que es, lo “quiere”, lo justifica en referencia al principio según el cual su naturaleza es sobrenatural y soberana.

Y si se puede desear una “liberación” más alta, no hay otro medio de alcanzarla que elevarse más allá del mundo de la corporeidad.

“Las sensaciones (animales) son como visiones de un alma adormecida. En el alma, todo lo que procede del estado corporal está adormecido. Salir de la corporeidad; tal es el verdadero despertar. Cambiar de existencia pasando de un cuerpo a otro equivale a pasar de un sueño a otro, de un lecho a otro. Despertarse verdaderamente, es abandonar el mundo de los cuerpos” (Plotino).

De la misma manera que hemos explicado antes, la materialidad es una especie de estado de delicuescencia [evanescencia, falta de vigor, NdT] del espíritu.

Según la visión clásica, toda realidad sensible no es más que la pálida imitación, y por así decir, la exteriorización de un mundo de potencias vivas.

Salir del cuerpo y abandonar el mundo de los cuerpos no debe ser entendido en un sentido material sino solamente espacial: no es exactamente un alma que “sale” de un cuerpo muerto, sino, por el contrario,  la reintegración total de lo que ya hemos definido como “Naturaleza intelectual sin sueño”. Tal es la verdadera realización iniciática y metafísica, ligada al más alto ideal de la humanidad clásica.

Con una rara agudeza, Plotino asimila el hecho de cambiar de cuerpo al hecho de pasar de una cama a otro. La consistencia de la doctrina de la ”reencarnación” no podría ser mejor estigmatizada. En el “ciclo de los nacimientos”, es decir en la sucesión, la mutación y la muerte de las formas de existencia condicionada, cada una de estas formas es, en el fondo, desde un punto de vista absoluto, equivalente al otro.

La realización metafísica, coronación de una existencia humana virilmente conducida y fortificada por la ascesis, es, podríamos decir, una "ruptura" en las series de estados condicionados: una [repentina] apertura en otra dirección: trascendencia “perpendicular”.   

A esto no se llega siguiendo el orden de las cosas que “devienen”, sino, por el contrario, a través de un camino de “introversión”, es decir de interiorización, de extrema concentración de todo poder y de toda luz, de los que procede la integración metafísica del “yo”, es decir, la efectiva inmortalidad de la personalidad.

Por ello Plotino dice: “Y ahora, debes mirar en ti mismo, hacerte uno con lo que tienes para contemplar: lo que tú tienes para contemplar eres tú mismo. Eso es tuyo. Como aquel poseído por el dios Febo (otro nombre de Apolo, dios de la luz) o por una musa, que vería brillar en sí mismo la claridad divina si hubiera tenido tiempo de contemplar en sí mismo esta divina luz”

En el estado de suprema autoconciencia, se disipa la apariencia misma de extrañeidad que las fuerzas divinas en su grandeza pueden revestir para la vida psíquica ordinaria. Estas fuerzas aparecen como poderes de esta misma alma glorificada.

Así terminamos nuestra evocación de la espiritualidad viril de uno de nuestros más grandes Maestros de Vida. Nos sentiremos ampliamente recompensados por este trabajo si hemos conseguido despertar en nuestros lectores la idea de que no hemos tratado de filosofía abstracta o de un tipo particular de moral o menos aún de visiones de un mundo en la actualidad desaparecido o “superado”, sino más bien de algo vivo, cuyo valor no es de ayer o de mañana, sino de siempre y, se encuentra en todas partes en las que el hombre logra despertar esta dignidad superior sin la cual la existencia es algo oscuro y desprovisto de valor.