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domingo, 29 de julio de 2018

365 QUEJÍOS (92) – TIESTOS EN LA CIUDAD


Allí donde en los campos hay plantas, en las ciudades se encuentra el asfalto. Es un signo de civilización, así que para qué nos vamos a quejar de eso. Además, si se tratara de quejarse de las ciudades, habría que recordar que la tradición enseña que la primera ciudad la fundó Caín.  No; uno acepta vivir en una ciudad y debe aceptar todo lo que conlleva (ruidos, malos olores, molestias, riesgos). De lo que me quejo es de que el urbanita tienda a recordar el que fuera su hábitat originario con pequeños gestos: un tiesto, por ejemplo. Si tenemos tendencia a colocar tiestos –aunque no seamos conscientes de ello- es para seguir manteniendo algún tipo de contacto con el mundo del que procedemos: la naturaleza. Y de lo que me quejo es de que nos conformemos con tan poco.

Un tiesto no deja de ser algo más –no mucho más- de un par de litros de tierra, dentro de un recipiente de barro o de plástico, en el que hemos colocado algún vegetal. En ocasiones es colorista y en otras lo hemos elegido por su forma, incluso por algunas características propias. Puede ser que dispongamos de poca luz o que hayamos instalado una planta de interior junto a la televisión. Hubo un tiempo en el que era habitual colocar cactus junto a los monitores catódicos de los ordenadores (alguien dijo que absorbían no sé qué radiaciones que hoy ya están ausentes en los plasmas). Los cáctus han durado más que los tubos catódicos que justificaron su colocación. Cualquier excusa es buena para colocar una planta en no importa dónde.

El problema viene porque la gente en ciudad suele ser desconsiderada, incívica y desordenada. Lo primero va en detrimento de la convivencia. Es habitual ir por la calle y notar como que alguien te está meando encima. Es el vecino habitual que le importa un higo quien pasa por debajo de su balcón y está rociando sus plantas. Lo hace cada día y cada día le importa muy poco quién pasa por su ventana.

Luego están los desordenados por naturaleza. Han comprado una planta y la dejan ahí, en el balcón, para que espabile. La riegan cuando se acuerdan y pasa lo que pasa: que habitualmente, al cabo de unos días ha perdido su color y su vigor originarios. Sus hojas ya no son de un verde vivo por el haz, sino que han pasado a ser marrones y se van secando. Si miráis en muchos balcones, veréis plantas muertas. Otras, en cambio, muestran ese desorden por su crecimiento exagerado y en todas direcciones. Hay balcones que parecen selvas enmarañadas. Inútil recordar que la diferencia entre el bosque y el jardín es el nivel de orden: caótico y desenfrenado en el bosque, ordenado y domado en el jardín. Sutil diferenciación que no tiene reflejo en muchos balcones.

Y luego, claro está, los inefables colgaos muestran su condición en los balcones. La planta de marihuana es al balcón del colgado como el hijo pequeño al que se le cuida con particular mimo. Ese cultivo, hay que reconocerlo, está en desuso. Tuvo su momento culminante hace diez años cuando bajo la presión sobre la “industria del cannabis” coincidiendo con la crisis económico de 2007: el “sistema” sugirió a los jóvenes que podían hacer de su afición, un medio de vida. Y así se pasó de la maceta de maría en el balcón al cultivo in-door. El colgao, desordenado por naturaleza, es incapaz de atender durante mucho tiempo las necesidades de su planta, así que siempre, antes o después, vuelve al camello de toda la vida.

Algunos de estos quejíos no tienen tanto que ver con las formas como con el fondo de la cuestión. No me quejo, por ejemplo, de que haya tiestos en los balcones, ni que sus dueños sean incívicos o desordenados, ni siquiera me voy a quejar de que algunos de esos tiestos parecen prendidos con alfileres y milagro que en días de ventolera no salgan volando, me quejo de lo que significan esos tiestos: apenas un intento de recordar la naturaleza.

Nos conformamos con poco. Un piso de 30 metros cuadrados, nos dicen, es un “hogar”. Nos conformamos con una mascota en lugar de un hijo y con un hijo único en lugar de una familia numerosa. Comemos tomates plastificados para recordar lo que un día era un tomate y “preparados de carne” que resultan ser simples sucedáneos. Nos conformamos con “políticos” en lugar de Estadistas, con plumíferos en vez de periodistas y con tiestos en los balcones en lugar de Naturaleza. De eso me quejo: no albergamos tiestos en los balcones por su belleza sino como una muestra de lo que es la Naturaleza. Muestra incompleta. Muestra minúscula (la única que nos permite el vivir sobre el asfalto, entre hierro, vidrio y cemento). Es casi un grito agónico de lo que fuimos y ya no somos, ni volveremos a ser.

viernes, 17 de julio de 2015

Animalistas – Humanistas – Posthumanistas


 

Info|krisis.- Reflexiono en voz alta sobre el tema cuando los Pirineos ante mí y me hablan con su sonido insonoro y su gama cromática. Toda una inspiración. Verán, el que suscribe puede considerarse con derecho de “buen amigo de los animales”, ha tenido varios perros, convivido con otros (con siete leombergs en el Château de Reveillon, por ahí os adjunto foto de alguno, Jarnac, uno de ellos, campeón de su raza en Francia) y, por lo que sea, suelo hacer buenas migas con todos los canes que se me acercan. No soy mala persona y el instinto de los animales reconoce a quien no es una amenaza para ellos. Pero todo esto no basta para disipar cierta inquietud que experimento cuando veo cada vez más perros en la calle, o la ridiculez de gente recogiendo “caquitas” con bolsas de plástico (y verdaderas cagarrutas a partir de cierto tamaño del can, aunque peor es mirar a un perro cuando defeca ¿lo habéis hecho? He visto más pudor en algunos perros que en la responsable de Comunicación del Ayuntamiento de Barcelona) o incluso la sorpresa que me produce el que gente muy querida por mí llega a tener hasta catorce gatos en su propia casa.

Creo que hay exceso de “animalismo”. Quizás sea la respuesta a la sobredosis de humanismo que nos dimos en el arranque del milenio y de comprobar que, a fin de cuentas, como decía Louis Ferdinand Céline “la mayoría está compuesta por imbéciles, por eso no voy a votar, siempre se sabe quién ganará”. Es cierto que en ocasiones se reconoce al animal y a la persona por la mirada de inteligencia del animal y, en otras, uno ha aprendido a apreciar a lo animal en la misma medida en que en muchos de nuestros vecinos apenas quedan rastros de humanidad y sus vidas discurren mucho más próximas a la animalidad.

Estamos en un mundo en el que la, antaño muy marcada, línea roja que separa la animalidad de la humanidad se va diluyendo más y más. Acaso por eso, el amor a los animales sea algo necesario para algunos. No para servidor, desde luego.