Info|krisis.- Reflexiono en voz alta sobre el
tema cuando los Pirineos ante mí y me hablan con su sonido insonoro y su gama
cromática. Toda una inspiración. Verán, el que suscribe puede considerarse con
derecho de “buen amigo de los animales”, ha tenido varios perros, convivido con
otros (con siete leombergs en el Château de Reveillon, por ahí os adjunto foto
de alguno, Jarnac, uno de ellos, campeón de su raza en Francia) y, por lo que
sea, suelo hacer buenas migas con todos los canes que se me acercan. No soy
mala persona y el instinto de los animales reconoce a quien no es una amenaza
para ellos. Pero todo esto no basta para disipar cierta inquietud que
experimento cuando veo cada vez más perros en la calle, o la ridiculez de gente
recogiendo “caquitas” con bolsas de plástico (y verdaderas cagarrutas a partir
de cierto tamaño del can, aunque peor es mirar a un perro cuando defeca ¿lo
habéis hecho? He visto más pudor en algunos perros que en la responsable de
Comunicación del Ayuntamiento de Barcelona) o incluso la sorpresa que me produce
el que gente muy querida por mí llega a tener hasta catorce gatos en su propia
casa.
Creo que hay exceso de
“animalismo”. Quizás sea la respuesta a la sobredosis de humanismo que nos
dimos en el arranque del milenio y de comprobar que, a fin de cuentas, como
decía Louis Ferdinand Céline “la mayoría
está compuesta por imbéciles, por eso no voy a votar, siempre se sabe quién
ganará”. Es cierto que en ocasiones se reconoce al animal y a la persona
por la mirada de inteligencia del animal y, en otras, uno ha aprendido a apreciar
a lo animal en la misma medida en que en muchos de nuestros vecinos apenas
quedan rastros de humanidad y sus vidas discurren mucho más próximas a la
animalidad.
Estamos en un mundo en el que la,
antaño muy marcada, línea roja que separa la animalidad de la humanidad se va
diluyendo más y más. Acaso por eso, el amor a los animales sea algo necesario
para algunos. No para servidor, desde luego.