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martes, 13 de octubre de 2015

Diario de la Desesperanza (XXXIV)


Querido Diario:
Iba en el avión repasando en el tablet algunos capítulos de un libro que debería ser de lectura obligatorio, La Doctrina del Despertar. Lo leí hace muchos años y lo vuelvo a releer una y otra vez. Se trata de uno de los libros “técnicos” de Julius Evola. Es, sin duda, la mejor exposición sobre el Canon Budista Palî y así lo tienen los especialistas en la materia desde hace setenta años. Eso dice mucho de su autor. La doctrina Palî es, resumiendo, la más próxima al budismo originario. Sus principios están resumidos en el Sermón de Benarés. Estudia el origen del dolor y como liberarse de él. El objetivo final es “el despertar”. La vía: la meditación y la renuncia, la extinción del Ego. ¿Es posible? No hay que confundir el “despertar interior” que el “despertar ante el mundo”: la meditación –sin excesivo esfuerzo– conduce a un momento en el que se quien la practica experimenta una “cambio radical de conciencia” (una metanoia). Percibe que en su vida anterior ha estado “dormido” y alcanza una sensación intensa de “presencia”, de percibir la realidad tal cual es. Estas sensaciones se prolongan, primero, unos segundos; luego se prolongan más; pueden durar horas. Es hermoso ver el mundo de otra manera y percibirlo directamente, con la sensación de que el estado normal de conciencia al que estamos habituados es lo más parecido al estar en sueños y la nueva sensación se percibe con una intensidad desconocida. Esta sensación mental, antes o después terminan y se vuelve a la irrealidad cotidiana. No he conocido a nadie que fuera más allá de unas horas de “despertar”. Ahora bien, hay otro aspecto más complejo de esta práctica: no termina cuando termina la meditación, se trata de trasladarla a lo cotidiano. Hay una actitud mental a adoptar: la práctica de la objetividad, es decir, tratar de ver las cosas tal cual son, con su verdadero rostro, sin apriorismos, sin condicionamientos, sin ningún tipo de subjetividades. Entonces se percibe lo cotidiano con otros ojos: como un gigantesco, extraordinario y monumental absurdo, un sinsentido absoluto, el rostro terrible de la modernidad. En España, esta práctica es más dramática que en cualquier otro lugar del Primer Mundo: un país sin salida, con unos problemas irresolubles, oliendo a porro y a kebab, de espaldas a cualquier forma de serenidad, permanentemente crispado, alimentado por la telebasura y el autoengaño. Drieu La Rochelle había escrito en Gilles: “Me esfuerzo por tocar con los dedos, hasta rozarlos, los caracteres de mi época y los encuentro tan abominables que no puedo sino abominar de ellos”. Drieu se suicidó en 1945. Podemos imaginar lo que escribiría ahora, antes de tragarse su sobredosis de veronal. El despertar no es ninguna ganga, pero al menos es la vía correcta.