Querido Diario:
Iba en el avión repasando en el tablet algunos capítulos de un libro que
debería ser de lectura obligatorio, La
Doctrina del Despertar. Lo leí hace muchos años y lo vuelvo a releer una y
otra vez. Se trata de uno de los libros “técnicos” de Julius Evola. Es, sin
duda, la mejor exposición sobre el Canon
Budista Palî y así lo tienen los especialistas en la materia desde hace
setenta años. Eso dice mucho de su autor. La doctrina Palî es, resumiendo, la más próxima al budismo originario. Sus
principios están resumidos en el Sermón
de Benarés. Estudia el origen del dolor y como liberarse de él. El objetivo
final es “el despertar”. La vía: la meditación y la renuncia, la extinción del
Ego. ¿Es posible? No hay que confundir el “despertar interior” que el “despertar
ante el mundo”: la meditación –sin excesivo esfuerzo– conduce a un momento en
el que se quien la practica experimenta una “cambio radical de conciencia” (una
metanoia). Percibe que en su vida
anterior ha estado “dormido” y alcanza una sensación intensa de “presencia”, de
percibir la realidad tal cual es. Estas sensaciones se prolongan, primero, unos
segundos; luego se prolongan más; pueden durar horas. Es hermoso ver el mundo
de otra manera y percibirlo directamente, con la sensación de que el estado
normal de conciencia al que estamos habituados es lo más parecido al estar en
sueños y la nueva sensación se percibe con una intensidad desconocida. Esta
sensación mental, antes o después terminan y se vuelve a la irrealidad
cotidiana. No he conocido a nadie que fuera más allá de unas horas de “despertar”.
Ahora bien, hay otro aspecto más complejo de esta práctica: no termina cuando
termina la meditación, se trata de trasladarla a lo cotidiano. Hay una actitud
mental a adoptar: la práctica de la objetividad, es decir, tratar de ver las
cosas tal cual son, con su verdadero rostro, sin apriorismos, sin
condicionamientos, sin ningún tipo de subjetividades. Entonces se percibe lo cotidiano con otros ojos:
como un gigantesco, extraordinario y monumental absurdo, un sinsentido
absoluto, el rostro terrible de la modernidad. En España, esta práctica es más dramática que en
cualquier otro lugar del Primer Mundo: un país sin salida, con unos problemas
irresolubles, oliendo a porro y a kebab, de espaldas a cualquier forma de
serenidad, permanentemente crispado, alimentado por la telebasura y el
autoengaño. Drieu La Rochelle había escrito en Gilles: “Me esfuerzo por
tocar con los dedos, hasta rozarlos, los caracteres de mi época y los encuentro
tan abominables que no puedo sino abominar de ellos”. Drieu se suicidó en
1945. Podemos imaginar lo que escribiría ahora, antes de tragarse su sobredosis
de veronal. El despertar no es ninguna ganga, pero al menos es la vía correcta.