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viernes, 23 de octubre de 2015

Diario de la Desesperanza (XLIV)


Querido Diario:

Voy a ser claro: no quiero que mi nieto (sí, he sido abuelo hace unos días) venga a España para “educarse”. Ni siquiera que venga para estudiar en el mejor colegio. Creo que cualquier escuelita rural de lo que en Europa se conoce despreciativamente como una República Bananera, es mejor que la enseñanza que se da en España, pública o privada. Y no lo digo como exabrupto ni de manera gratuita. Sé de lo que hablo. Quiero mencionar a un amigo que conocí en 1968 y con el que mantuve relación hasta su fallecimiento en 2001, Liberato Egea. Fue maestro vocacional. Creo que de los mejores maestros que ha dado la tierra catalana, porque era catalán y de Lleida. Hablaba perfectamente lengua catalana y conocía la literatura catalana mejor que cualquier jerifalte del tres al cuarto de CDC y de ERC, no digamos de CUP. Sin embargo las autoridades “educativas” de la Generalitat lo enviaron a los peores destinos para un maestro simplemente porque se negó a pasar las pruebas de catalán. De su digna cabezonería no voy a hablar, sino del drama que Liberato vivió: había empezado a dar clases en 1969 y a lo largo de los 30 años siguientes pudo ver la caída en picado de los niveles de calidad de la enseñanza en España. Nadie como él fue testigo crítico y en primer plano de ese proceso de decadencia. Hoy he estado en un centro equivalente a lo que en España es una oficina de la Seguridad Social y un Ambulatorio, en Moravia, a unos kilómetros de San José. Había muchos niños acompañados por sus padres y madres, de entre pocos días y 12-14 años. Hablaban con sus padres o entre ellos, jugaban o simplemente dormían. Hace años que en Cataluña (y en la Comunidad Valenciana) no he visto nada parecido. Los niños en España parecen histéricos, siempre gritones, no hablan, la onomatopeya es su lenguaje habitual, la conversación con sus padres pertenece a otra época. Incluso creo que vale la pena recordar que he visto mucha gente hablando por sus móviles y mantenían un pudor y una discreción en las conversaciones que en España hace años ha dejado de existir (concretamente desde la aparición de la telefonía móvil, cuando corría el chiste aquel de “en qué se parece un teléfono móvil a un preservativo. Respuesta: en que los dos dan cobertura a un capullo”). En mi Patria estás obligado a enterarte de conversaciones que no solamente no te interesan sino que muestran la banalidad de quienes hablan a voz en grito. Es triste reconocerlo, pero las cosas no van bien en España y no me refiero sólo a la política. Ya no vale decir aquello de “amamos a España porque no nos gusta”; cabría más bien decir “amamos a España porque nos gustan las películas de terror”. Lo dicho, no quiero que mi nieto se eduque en un colegio español. No, España está entrando en colapso.