Querido Diario:
El nacionalismo es aquella
concepción que sitúa a la propia nación por encima de todo. El “individualismo
de las naciones”, lógicamente genera hostilidad hacia cualquier otra nación que
no sea la propia. Si esto se hubiera tenido en cuenta a la hora de redactar la
constitución de 1978 (“la Zombi”, como la de 1812 fue “la Pepa”), nos hubiéramos
ahorrado 38 años de problemas generados por los nacionalismos. Existen esos
problemas, no porque exista Cataluña o Euzkadi, sino porque existen formaciones
nacionalistas surgidas del resentimiento y de las ambiciones de las burguesías
locales. Nada más. El soberanismo se basa en el arraigo que liga a una persona
a su tierra natal. Es un producto de nuestra naturaleza animal, lo que la
etología llama “instinto territorial”, por tanto, ligada a las capas más bajas
de lo humano. Basta con que exista un partido con pocos escrúpulos como para
remover vísceras para que el soberanismo aflore. El patriotismo, en cambio, es
el sentimiento de pertenencia a una comunidad, de compartir un pasado y una
tradición. Pero para que pueda proyectarse de manera eficiente sobre lo
cotidiano y dar a quienes lo comparten la fuerza de la unidad, esa comunidad
debe disponer, de manera clara de una “misión” y de un “destino” a realizar. Y
ese es el problema, que el patriotismo español se recluye en los estadios de
fútbol y en las competiciones deportivas a falta de tener el valor de revisar
su “misión” y su “destino”. Y, créanme no hay nada más vacío y enfermizo que el
patriotismo futbolero, el propio de aquellos que no están orgullosos de ser
españoles sino de que la selección española de fútbol noquee al adversario.
Entender el origen de una nación, identificar sus valores y sus constantes
históricas, asumirlas y encarnarlas, adaptarlas, proyectarlas al futuro: tal es
la función de un patriota.