Querido Diario:
Cuando uno viaja sabe que no se
va a encontrar nunca lo mismo que lo que dejó en casa. Está en su derecho de
juzgar si lo que va conociendo es superior o inferior a lo que quedó atrás.
Esto implica establecer jerarquías, niveles de aceptación y percepción de
distintas calidades en todo: en la gente, en su educación, en su afabilidad, en
la situación económica, en el paisaje, en la comida, en las condiciones
sanitarias, en los riesgos. Todo está sometido a “jerarquía”, una palabra en
desuso. El igualitarismo liberal la ha proscrito de su vocabulario. De hecho,
el “sistema” no quiere jerarquía, todo lo que es jerárquico, nos dicen, es
contrario a la igualdad. Lo será, desde luego, pero no es más cierto que las
diferenciaciones y las jerarquías existen, han existido siempre y existirán por
toda la eternidad. De ahí lo apasionante del viajar. La otra consecuencia de
establecer niveles jerárquicos entre lo que gusta y lo que no gusta, es que
también, automáticamente, establecemos comparaciones: “Esto es mejor que
aquello”, “Entre esto y aquello, hay esto otro que me gusta más que lo primero
y menos de lo segundo”, etc. Me siento bien en todas partes. En los próximos
días pasaré de Frankfurt a Houston. Luego Costa Rica. Es un buen recorrido: de
la vieja Europa y de la casa natal de Goethe, al Houston de los sombreros
tejanos y los viajes espaciales y de ahí a un país hispano. Conocer, juzgar, comprender,
clasificar, tal es el trabajo del viajero. Sé que soy europeo; pertenezco y me
identifico con la cultura occidental nacida con el mundo clásico greco-latino;
donde queden rastros de esa cultura estaré como en casa… entre otras cosas
porque en mi Patria, sufre, más que ningún otro país europeo, una pérdida de
identidad que la hace irreconocible para mí. Considero que la cúspide de la
jerarquía de las civilizaciones es el mundo clásico: no importa donde esté, ni
el país, ni el continente. Estaré bien en donde exista un resto de esa
identidad.