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lunes, 6 de febrero de 2023

Las soluciones del Viejo Carlismo (IV de VII) - LA ESTRUCTURA ORGÁNICA FRENTE A LA PARTIDOCRACIA

El “corporativismo” es una forma orgánica de estructuras el Estado en función de los llamados “cuerpos intermedios”, una idea que iremos aclarando en los párrafos que siguen. El carlismo, en sus distintas variedades y matices, siempre defendió formas corporativas de organización del Estado. Víctor Pradera, un hombre de formación técnica (era ingeniero de caminos), en su obra El Estado Nuevo presentó un modelo basado en el corporativismo cristiano promovido por la encíclica Rerum Novarum que integraba el foralismo en el que tanto había insistido Vázquez de Mella, su mentor. Además, en los “cinco fundamentos de la Legitimidad española” establecidos por Don Alfonso Carlos, el segundo es “la constitución natural y orgánica de los Estados y Cuerpos de la sociedad tradicional”.

Por lo tanto, al hablar de corporativismo, estamos hablando de algo que pertenece secularmente a la médula de la doctrina carlista. Podemos decir que, si bien el tradicionalismo carlista no fue el único defensor del corporativismo, todos los que apoyaban a la monarquía tradicional eran corporativistas. Esta idea, hoy se presenta como la única alternativa a la partidocracia. Casi cabría decir que la historia de España se torció (de nuevo) en 1977 y que, en lugar de “profundizar” en el arsenal legislativo existente en la época, se optó por crear un modelo constitucional similar a las democracias europeas.

En 1975, para aquel que no estaba al corriente del estado de las democracias en Europa Occidental, especialmente de la francesa y de la italiana, era fácil hacer ilusiones y anhelar el sistema de partidos implantado en media Europa y que, según se pensaba en la época, era el que mejor garantizaba los “derechos fundamentales” de expresión, organización y manifestación. Puede entenderse que existiera en el país un afán de asimilarse a otros países europeos presentados como el oasis de las libertades. Por otra parte, era rigurosamente cierto que, en España en aquella época, existía una “mayoría silenciosa”, que sostenía pasivamente al régimen nacido el 18 de julio de 1936, pero también era cierto que existían sectores de la población muy politizados y que se vivía con pasión la militancia política, en varias docenas de opciones muy diferenciadas, tanto en lo programático como en la orientación doctrinal e, incluso, en los métodos de acción política. Pero todo eso pertenece a un paso que tiene ya casi medio siglo.

Hasta ese momento, el gobierno de Franco había culminado su período de “institucionalización” con la Ley Orgánica del Estado, aprobada en referéndum en 1967. Esta ley se incorporó a las “Leyes Fundamentales del Reino”, compendio legislativo que ejercía a modo de “constitución”. A partir de esta Ley Orgánica se difundió el término de “democracia orgánica” que ha pasado a la historia como la forma final legislativa que adoptó el régimen franquista. Ahora bien, esta “democracia orgánica” no era más que otra forma de llamar al viejo “corporativismo”. Así pues, se trata de indagar qué era exactamente este concepto y cómo había llegado hasta el franquismo. La cuestión es todavía más pertinente en la medida en que era defendido por el tradicionalismo español.

Como tal, el “corporativismo” había surgido en Europa en el siglo XIX de la mano de algunos doctrinarios conservadores alemanes y franceses, en un intento de adaptar el “antiguo régimen” a las realidades de la época. En realidad, el origen remoto del corporativismo era la “sociedad estamental” en la que cada uno de los “estamentos” que la componían, estaba representada en las instituciones de gobierno. Y, tradicionalmente, esto “estamentos” eran tres: la aristocracia, el clero y los gremios, herederos de las antiguas “sociedades trifuncionales” indoeuropeas que definió Georges Dumezil en sus estudios pormenorizados: guerreros, sacerdotes y productores. Era, por tanto, una forma de organización político-social, que hundía sus raíces en la noche de los tiempos y aparecía siempre del brazo de los pueblos indo-europeos. Era, por tanto, la forma de estructuración “tradicional” y consuetudinaria en la estos pueblos concebían su organización y representatividad.

Cuando las sociedades europeas quedaron alteradas por los vientos de la revolución francesa de 1789 y convulsionadas por las guerras napoleónicas que siguieron, se hizo evidente que era preciso actualizar el concepto y eso fue a lo que se dedicó buena parte del esfuerzo de los doctrinarios monárquicos a lo largo del siglo XIX. Nadie discutía que era el Rey quien debía gobernar, la cuestión era, cómo garantizar la unión entre el monarca y su pueblo y cómo abordar los problemas de carácter político-social y representativo. Desde el principio, todos los doctrinarios monárquicos y conservadores estuvieron de acuerdo en la necesidad de superar el marco de actuación de los partidos políticos. Las críticas formuladas a estas estructuras a lo largo de todo el siglo XIX, fueron ampliándose al propio sistema que había nacido con las revoluciones liberales.

Fue en una obra de teatro -hoy accesible a través de youTube y que recomendamos ver- El enemigo del pueblo, de Enrique Ibsen, en donde se concentraron y popularizaron todas estas críticas. Escrita en 1882, la obra alcanzó un éxito extraordinario y tuvo un papel extraordinario tanto en las reflexiones de Charles Maurras sobre la inadecuación de los partidos políticos para establecer la línea política de una nación, como sobre el nacimiento del pensamiento fascista (el propio Hitler en Mi Lucha escribió algunas frases directamente inspiradas en esta obra), hasta el punto de que puede ser considerada como la piedra angular de los intentos de superación de los partidos políticos y la síntesis de las ideas antipartidistas. Hoy, se tiende a considerar que la obra ataca a la “demagogia”, cuando en realidad considera que la demagogia es el lugar natural al que van a parar los partidos políticos cuando lo que quieren es gobernar: para ello, deben de hacer concesiones al “pueblo”, al margen de que estas concepciones puedan ser o no beneficiosas tanto para el pueblo como para la nación. El lector tiene la ocasión de ver esta obra extraordinaria y hacerse una idea propia de su mensaje.

A mediados del siglo XIX, cuando el barón Von Ketteler por un lado, algo más tarde René de la Tour Du Pin, o el propio León XIII, formularon las bases del “corporativismo”, lo único que hacían era incorporar al viejo concepto “estamental” elementos nuevos que habían surgido con las convulsiones que tuvieron lugar desde la segunda mitad del siglo XVIII: de un lado la aparición de una nueva clase, el proletariado, que ya no era lo mismo que la que estuvo presente en la estructura gremial conocida hasta entonces; por otro lado, esto suponía el reconocimiento de que se habían producido avances técnicos y científicos que habían modificado la producción (la primera revolución industrial con la aparición del vapor y la segunda revolución industrial con el desarrollo de la electricidad y el motor de combustión interna). Esto había generado cambios: el poder ya no estaba detentado por la aristocracia y avalado por el clero, sino que era la burguesía la que aspiraba a ser clase hegemónica avalada por la propiedad de las tecnologías que estaban haciendo posible el desarrollo (primero por los industriales del textil, y más tarde por los propietarios de las industrias eléctricas, los ferrocarriles, etc). Para asentar su poder y trasladar sus políticas a la población, los distintos grupos industriales crearon una pieza artificial y artificiosa, que operaba como “correa de transmisión” de los verdaderos centros de poder económico: los partidos políticos. Cada partido, desde el principio, tuvo su origen en los intereses de un determinado grupo industrial o social. En función de estos intereses, se perfilaron las “ideologías” y, derivadas de estas, los “programas políticos”. El resultado fue una fragmentación creciente de la población y todos los males que Ibsen enumera en su pieza teatral.

Los doctrinarios del “corporativismo” y, entre ellos, el carlismo español, en tanto que representantes de la tradición y, por tanto, opuestos al liberalismo político y económico, tanto como a los intentos hegemónicas de la burguesía, propusieron asumir, revisar y actualizar lo que, hasta ese momento, había representado la “sociedad estamental” para ofrecer una alternativa razonable que pudiera conjugar tres factores: eficiencia en la gestión, superación de los partidos y arraigo en la población, en el Reino y en su historia.

El corporativismo, en su esencia, sostiene que la representatividad no puede ser asumida por “partidos políticos” que, en el fondo, no son más que creaciones artificiales derivadas de grupos de intereses parciales. Quien dice “partidos”, dice fraccionamiento del cuerpo de la nación en grupos rivales, enfrentados y en permanente lucha por el control de los resortes de poder para conseguir defender sus intereses “de parte”: unos intereses que pueden beneficiar a un sector, pero perjudicar a todo el conjunto.

Por otra parte, en la segunda mitad del siglo XIX, ya estaba muy claro que la aparición del liberalismo y del maquinismo habían generado una nueva clase social que vivía en condiciones precarias. Y, si bien es cierto, que las primeras generaciones de empresarios tenían cierta tendencia a considerar a la “fábrica” como a una familia y a sentir que existía una vinculación entre ellos y sus trabajadores, la generalización de las “sociedades anónimas” destruyó este concepto “paternalista” de la empresa y, a partir de ese momento, las grandes firmas optaron únicamente por la obtención del máximo rendimiento para sus accionistas a despecho de los efectos que pudieran acarrear ritmos despiadados de trabajo, bajos salarios y pésimas condiciones laborales. En la segunda mitad del siglo XIX, ya estaba claro que existía una tendencia natural en el capitalismo hacia la explotación y una respuesta, no menos natural, de los trabajadores a defenderse. A la división “horizontal” de la sociedad en partidos políticos, se añadía la división “vertical” en clases sociales enfrentadas. Los teóricos del corporativismo propusieron una fórmula para volver a considerar a la sociedad como un todo armónico.

Siempre, todas las monarquías han contado con organismos con funciones consultivas y representativas. Estos organismo servían, tanto para trasladar al Rey las aspiraciones de la población, como para aplicar las directrices emanadas de la cúpula del poder. Eran, por tanto, estructuras organizativas del Estado: se trataba solamente de adaptarlas a las realidades de cada época y de cada país. Y eso fue lo que realizó el pensamiento conservador entre el último tercio del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX. Esta, fue la “época dorada” del corporativismo: cualquier forma de pensamiento antiliberal, tendió, de manera natural, a incorporar la “propuesta corporativa”. Se entiende el por qué fueron los liberales quienes insistieran tanto y de manera tan despiadada a luchar contra el “poder gremial” desde principios del siglo XIX, incluso en la España de las Cortes de Cádiz que abolió los fueros que protegían a los gremios, decretando la “libertad de industria”; restaurados por Fernando VII, fueron definitivamente abolidos en 1836, poco después del inicio de la Primera Guerra Carlista).

El principio del corporativismo establece que los países deben estar articulados por “estructuras naturales” y que estas deben ser un contrapeso y un regulador de las nuevas tendencias que el progreso técnico genera inevitablemente. Entre la cúpula del Reino y la población deben existir una “asociaciones intermedias” que surjan de la propia sociedad y que aporten el conocimiento de su “sector” al buen gobierno de la nación. Una “política de enseñanza”, por ejemplo, sería aquella que mostrara su eficiencia a la hora de formar alumnos. Parece evidente que una “justa política educativa” solamente debería emanar, por una parte de las necesidades de la sociedad (las orientaciones de la cúpula), y del “buen oficio” de los que participan en la comunidad educativa, especialmente del profesorado. Una política de enseñanza que, año tras año, degrada la educación, obtiene jóvenes cada vez peor formados en todos los terrenos, no es en ningún caso aceptable. No se trata, por tanto, de aplicar “políticas de derechas” o “políticas de izquierdas” que satisfagan a unos o a otros, sino de aplicar “justas políticas” que beneficien al conjunto de la nación. Para hacerlo habrá que contar con buenos profesionales, con capacidades para transmitir valores, que demuestren su eficiencia en la calidad de la actividad desarrollada. Deberá haber una cúpula, compuesta, no por “profesionales” de tal o cual partido, de esta o de la otra “ideología”, sino profesionales eficientes, los mejores a los que se pueda recurrir, que, a su vez, tengan “valores” y sean conscientes de que deben buscar el beneficio del Reino, esto es, de recibir la herencia legada por sus padres, ampliarla y entregarla a sus hijos como garantía de un futuro mejor. Y, a su vez, deberán existir “grupos intermedios” capaces de llevar a la práctica las directrices emanadas desde la cúpula a todos los rincones del Reino.

En un Estado Corporativo, el principio de competencia es esencial para la gestión del poder: en cada sector de actividad social existen personajes “competentes” y lo son porque muestran brillantez en el ejercicio de sus funciones: realizan “la obra bien hecha”. Una “estructura corporativa” es aquella estructura piramidal que organiza jerárquicamente a los que son competentes en cada rama de actividad: dan y reciben. Dan orientaciones precisas sobre su campo de actividad; son, por parto, colaboradores en la ideación de políticas del Estado; aportan a la cúpula su conocimiento de la materia. Y, al mismo tiempo, son elementos que aplican las políticas de Estado a su campo de actuación. Es una autopista de doble dirección.

La ventaja de este sistema es, por tanto, que una política sanitaria de un país “corporativo”, debería tener a su frente a un profesional de la medicina reputado, debería ser elaborada a partir de las orientaciones de los colegios profesionales de médicos y farmacéuticos, de las distintas organizaciones profesionales de los que trabajan en el área de la salud. Así mismo, las escuelas y universidades en las que se formaran los trabajadores y técnicos de la sanidad, así como los empresarios que participan en el sector, deberían de tener una presencia en la elaboración y ejecución de políticas sanitarias de un país estructurado “orgánicamente”.

Y es en función de grupos como éste, como debería estar organizada la representatividad pública. Lo absurdo es que los abogados de pocos pleitos sentados en los escaños del congreso de los diputados, puedan decidir políticas sanitarias o educativas, políticas de defensa o de cultura. Hemos visto los resultados de que, a lo largo de décadas, sean nombrados ministros al frente de departamentos con cuyo ámbito de actuación no han tenido absolutamente ninguna relación, ni conocimiento. Hemos visto a amas de casa como “ministras de defensa” (sólo porque el look que buscaba el zapaterismo implicaba que una mujer embarazada pasara revista a las tropas…), hemos visto el resultado de que un licenciado en filosofía fuera “ministro de sanidad” o que un grupo de indocumentadas, sin experiencia en gestión, pudieran hacer y deshacer en el “chiringuito de la igualdad”. Muy pocos de los ministros que han ocupado cargos en las últimas administraciones han tenido un conocimiento real y directo de las materias a cuyo frente se les ha colocado. Y, desde luego, muchos menos aún, podrían ser considerado como “los mejores” o “competentes” en la materia. El resultado ha sido un país atascado, embarrancado, en crisis permanente, desmoralizado y en estado de centrifugación.

No es una novedad recordar que hoy no estamos en una “democracia”, sino en una “partidocracia”. Hoy cada vez son más los que opinamos que aquel que se sienta en la poltrona de la Moncloa solamente tiene un deseo: ganar las siguientes elecciones. Y, para ello, cuenta con los medios de comunicación y los recursos del Estado que utilizará solamente para eso y nada más que para eso. ¿Sirve el CIS para otra cosa que para minimizar la caída en picado del pedrosanchismo? ¿sirve el ministerio de defensa para algo más que apagar fuegos y enviar chatarra suicida a conflictos abiertos? ¿sirve sanidad o educación para algo más que para garantizar la degradación permanente y continua de la salud pública o la enseñanza? ¿sirve el ministerio de interior para algo más que “velar por los derechos humanos de los detenidos” antes de ponerles en libertad? ¿sirve Justicia para algo más que atestiguar el colapso de los juzgados o la impunidad de la clase política? ¿sirven para algo el senado del que reiteradamente se pide que sea una “cámara de las regiones (¿y qué son los diputados del parlamento sino representantes de sus provincias?). Y lo peor es que se cuestiona la eficiencia de tal o cual gobierno, cuando el problema no es coyuntural sino estructural: la “democracia liberal” debería llamarse con más propiedad “democracia de partidos” (solamente se puede influir en las decisiones del Estado con la “fórmula partido”) y esta conduce inevitablemente a la “partidocracia”, esto es, a la dictadura de los partidos.

Y, a todos esto, ¿qué es un partido? No es ya, desde luego, una opción ideológica ni siquiera programática. Es una cúpula de intereses que ni siquiera tienen relaciones con las bases del propio partido que, por lo demás, suelen ser la suma de todos los cargos públicos o aspirantes a serlo de los que dispone un partido. La muerte de las ideologías, ha enterrado la última razón de ser de los partidos políticos. Mientras existieron “ideologías” parecía natural que de ellas derivasen distintos programas políticos. Pero, hoy, solamente hay dos formas “políticamente correctas” de abordar la política: el progresismo de derechas o el progresismo de izquierdas, cualquier caso que se salga de este estrecho margen rompe las reglas del juego. En su última instancia de degradación, la democracia de los partidos, la partidocracia, aparece como un escuálido régimen de partido único: el “partido de la progresía”. O se comparten los criterios de ese partido o la alternativa ofrecida por el “sistema” es el exilio interior.

Contra todo esto, los corporativistas opusieron su sistema. En el primer tercio del siglo XX, todas las variedades de derechas eran “corporativistas”. Maurras, había conseguido rescatar al ideal conservador de las rivalidades dinásticas que habían arruinado a las distintas monarquías a la monarquía francesa y a la española en el siglo XIX. Y la doctrina maurrasiana prendió en toda Europa. Ahora bien, nos equivocaríamos si considerásemos que solamente existieron partidarios del “corporativismo” en la derecha monárquica y conservadora. El “socialismo utópico” sostuvo también los mismos puntos de visto (y, sobre este tema, recomendamos la lectura de la obra de Gonzalo Fernández de la Mora, Los teóricos izquierdistas de la democracia orgánica, Madrid 1985), fue la doble pinza: marxismo y liberalismo, la que combatió sin perdón el sistema corporativo.

La mención a la “democracia orgánica” obliga, necesariamente, a decir algo sobre las distintas variedades de corporativismo: en los años 20, las necesidades de institucionalización del fascismo italiano, generaron su adhesión a esta corriente. Apareció así el “corporativismo fascista”. Mussolini, disidente de izquierdas, reconoció en esta fórmula el medio para alcanzar su objetivo: reagrupar a las fuerzas de la nación, superar la lucha de clases y la partidocracia y olvidar las concepciones económicas liberales. A pesar de proceder de la izquierda y haber conocido las obras de los “socialistas utópicos”, o precisamente por eso, Mussolini integró aspectos del sistema maurrasiano cuya concepción procedía íntegramente del “corporativismo cristiano francés” tal como fue enunciado por La Tour Du Pin. De Italia se extendió a toda Europa. Allí donde aparecieron tendencias nacionales neo-marrausianas, allí reaparecieron con fuerza formas renovadas de corporativismo: en Portugal, los “integralistas” transmitieron a Oliveira Salazar sus ideas para la construcción de “Estado Novo”. En la Francia posterior a la Tercera República, construida por el Mariscal Pétain en Vichy, la organización del Estado era corporativa.

En España, las distintas fracciones antirrepublicanas, enfatizaron sus peculiares acentos en el corporativismo: Falange le llamó “nacional-sindicalismo”, argumentando que las “estructuras naturales” eran la familia, el municipio y el sindicato y era en función de ellas como debía organizarse la nación. Para tradicionalistas, para la publicación Acción Española e, incluso para las derechas tibias y timoratas que formaron en la CEDA, así como para los alfonsinos de Renovación Española, el corporativismo era indiscutible y formaba parte de su propuesta. No es, por tanto, raro que, en su intentos de institucionalización progresiva, a través de la incorporación de nuevos textos a las Leyes Fundamentales del Reino, la Ley Orgánica del Estado fuera la última (la Ley para la Reforma Política que fue incorporada en la transición como ”última ley fundamental” no era nada más que el paso obligado para el desmantelamiento de todo lo anterior) y que esta parte fuera bien acogida por las distintas fuerzas que apoyaban al régimen. Todas eran, en efecto, “corporativistas”.

Existe una tendencia errónea al pensar que el “corporativismo” fue solamente un sistema “social” de organización. Los antiguos gremios tenían, ciertamente, una función social, regulaban las condiciones y los estándares de la producción, así como la formación profesional. El corporativismo cristiano, por su parte, trató de dar un tinte “social” a su propuesta como alternativa al sindicalismo partidario de la lucha de clases. Pero fue solamente a partir de Maurras y del “corporativismo autoritario” como esta doctrina trató de superar la dimensión “social” y convertirse en una forma de organización de toda la nación. En el carlismo español, el sistema corporativo estaba implícito en la doctrina foral: los gremios -esto es, las organizaciones que regulaban los oficios- apoyaban su acción en “fueros”.

¿Cómo sería un “régimen corporativo” en la España del siglo XXI?

En primer lugar, con un consejo de ministros efectivo en el que cada uno de sus miembros tuviera un conocimiento personal y directo del área encomendada e, igualmente importante, experiencia en gestión. Nunca más funcionarios de partido elevados a poltronas ministeriales que nombran como “asesores” al “cuñao” o “al amigo de toda la vida” que, a su vez, cada uno de ellos, precisa contar con un “grupo de asesores” que sepan algo sobre el área que ocupan. Para cualquier cargo que implique un “servicio al Estado” debe ser preciso, no solamente una preparación sino un historial profesional: nadie sin un historial profesional irreprochable, brillante y que demuestre experiencia y capacidad puede ocupar un cargo público. Así mismo el sistema de “oposición” (y “concurso oposición” para determinados puestos muy específicos) es el más adecuado para que entrar al “servicio del Estado”. El sistema de “contratos” o los “concursos oposición” en los que participan solamente contratados a dedo, deben ser prohibidos. Se trata, de que el principio de competencia y adecuación esté presente en todos los niveles de la administración pública. Un “Estado Corporativo” no puede al gobierno de la nación que sea “representativo” y que esa presunta “representatividad” derive de la pertenencia al partido que ha ganado las elecciones, sino que sea eficaz, que sean leales, eficientes y honestos servidores de la Nación.

En segundo lugar, ¿dónde reside la representatividad?

El “parlamento”, como su nombre indica, es el “lugar donde se habla” y en las últimas décadas ha sido el foro en donde los distintos partidos exhiben sus miserias, su mediocridad y su capacidad para escupir leyes ineficientes que se extiende no solo a la tarea legislativa, sino también a la función de “control del gobierno”. Las “comisiones de investigación” que se han creado, han sido, sin excepción, en más de cuarenta años, auténticas decepciones que, no solo no han aclarado nada, sino que ni siquiera han contemplado sanciones penales a quien hayan prestado falsos testimonios (cosa habitual en este tipo de comisiones, a la vista de que “sale gratis”). La experiencia de las últimas décadas ha demostrado que el gran argumento de Montesquieu sobre la “división de poderes” y los “pesos y contrapesos”, aquí y desde hace cuatro décadas, es una falacia inservible. Y es inservible porque todos los organismos del Estado, representativos o ejecutivos y, en buena medida, judiciales, están contaminados por los partidos políticos y por su inevitable tendencia electoralista, demagógica, oportunista y corrupta. Así pues, el principal problema a la hora de trazar una “reforma corporativa” en España sería abordar el problema de ¿cómo restar peso a los partidos políticos? O, si se prefiere, ¿cómo liquidar la partidocracia? Para ello, hay que aceptar, en primer lugar, que la fórmula “partido” no es la más adecuada para garantizar la representatividad (en especial en un sistema como el español en donde el ciudadano ni siquiera sabe cuál es “su diputado” y a quién le corresponde la defensa de sus intereses, algo que el sistema “autonómico” ha agravado aún más, reproduciendo los errores del parlamento del Estado en esas 17 fotocopias reducidas que son los “parlamentos autonómicos”).

Pueden existir varias fórmulas para ello. Todas deben partir de un principio: la “fórmula partido” podría ser representativa de determinados contenidos ideológicos, pero en esta época de “muerte de las ideologías”, esto ya no es aplicable. El hecho de que gobierne tal sigla o tal otra, no es, ni siquiera garantía de que se gobernará en función de programas distintos, sino más bien en función de intereses diferentes. Siempre “de parte”, no atendiendo a los intereses “del todo”. Pueden aceptarse estos intereses, siempre y cuando no se considere que ellos solos son los que tienen el derecho de imponerse a toda la nación. En el fondo, las elecciones, lo único que son es una foto del electorado en un momento dado, fotografía que puede ser condicionada por muchos factores y que, en cualquier caso, no es objetiva, ni siquiera significativa. Sin olvidar que una mala gestión gubernamental puede arruinar a un país en apenas cuatro años.

En un mundo tan complejo como el actual, es preciso gobernar con rectificaciones constantes, y sin la tiranía de los manipuladores de la opinión pública. Eso solamente puede hacerse ampliando los horizontes de los gobiernos a más de un ciclo electoral (cuatro años), pero disponiendo de organismos sociales y representativos que garanticen una reacción rápida ante problemas nuevos. Para ello es preciso contar con un parlamento que sea el representante de la nación, no de los partidos, ni de las fotografías puntuales de un estado de ánimo. Eso solamente puede lograrse, arrinconando el espacio de representatividad de los partidos políticos y generando un espacio de representatividad de la “sociedad civil”. Que este “espacio” esté instalado en el senado o en el congreso de los diputados, es secundario: de lo que se trata es de que el diputado o senador que está sentado sea representativo de un sector de la sociedad y que sean todos los sectores de la sociedad los que están representados por personalidades de prestigio, indiscutibles en su sector. Sólo así pueden generarse leyes competentes, solamente así puede hablarse de “representatividad”.

Un foro corporativo debería contar con representantes de las universidades, no solo del profesorado, sino de los estudiantes; de los sindicatos y de los colegios profesionales; de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, de las Fuerzas Armadas y de la judicatura; representantes de municipios y del mundo cultural y asociativo; representantes del mundo agrícola, del empresariado, representantes del mundo de la investigación y de la tecnología, de las intereses de las familias y de las regiones… Un parlamento de este tipo garantizaría el que todo aquel que está sentado en un escaño tiene algo que decir y tiene opinión preeminente en su sector. Esto garantiza el que las leyes redactadas por las distintas comisiones serán redactadas con el conocimiento preciso del sector que intentan regular. No pueden aprobarse políticas de defensa por parte de ignorantes por completo de todo lo que supone la defensa nacional. Políticas de orden público y de interior solamente pueden ser aprobadas con un conocimiento preciso del orden público y de sus necesidades. Para cualquier actividad que pensemos, el diputado que debe elaborar una norma debe tener un conocimiento exacto de lo que implica. No basta con apretar el botón de SI o de NO cuando lo indica el jefe del grupo parlamentario a diputados que solamente acuden el día de la votación.

En un sistema corporativo ¿cómo llega el diputado a sentarse en un organismo representativo? Es muy simple: cada sector de actividad, está estructurado en asociaciones u organismos profesionales locales, provinciales y nacionales. En cada uno de estos organismos existen profesionales que conocen la situación y las necesidades de su sector y que son conocidos y apreciados por sus compañeros. Son ellos los que deben elegir en votación libre y directa a sus representantes: a los mejores. Y son los mejores de cada sector los que deben de sentarse en los organismos representativos. Los “mejores”, no son los más ambiciosos; frecuentemente, ni siquiera tienen afán de protagonismo y no están dispuestos a participar en confrontaciones electorales, de ahí que, en todo sistema corporativo, se atribuye al Rey el derecho de nombrar directamente a algunos diputados; la prerrogativa tiene su sentido. No aquellos que conocen mejor un sector se postulan para unas elecciones, puede incluso ocurrir que en las elecciones en un determinado colegio profesional, no se presente determinado profesional relevante o que no haya salido elegido por cualquier circunstancia. El jefe del Estado, en reconocimiento de la competencia y preparación de tal o cual profesional, puede nombrarlo diputado o senador.

¿Y los partidos? El diputado sentado en un escaño lo estará por su sector, por su actividad, por su grupo de electores, no por su militancia política. Ésta puede existir, y de hecho, un sistema corporativo puede verse completado por la representatividad de la “fórmula partido”. Lo que es absurdo es que entidades que, en total no llegan ni al 1% de afiliación sobre el total del censo, se arroguen el 100% de representatividad, de la misma forma que es absurdo que sindicatos con apenas el 5% del total de afiliación sean considerados como “interlocutores sociales”.

Para que un sistema corporativo pueda funcionar es preciso que exista una “vida asociativa” vive y activa, una “sociedad civil” fuerte, consciente y responsable.  Sin estas condiciones, resulta imposible de aplicar. Así pues, el gran problema de la España actual es cómo pasar de una “sociedad civil” prácticamente inexistentes, con una vida asociativa, desde el felipismo, casi inexistente, a una sociedad fuerte y vigorosa. Es evidente que hace falta un “período de transición” (hoy, por ejemplo, resultaría imposible aplicar un reforma educativa, sin antes modificar los sistemas de enseñanza y la formación impartida en las Escuelas Normales de formación del profesorado; de la misma forma que habría que estimular el asociacionismo en todos los órdenes) pero se trata de aspectos secundarios que no restan importancia al hecho esencial: la superioridad del sistema corporativo en relación al sistema de partidos.

Quedaría un último apunte por realizar: en España, el corporativismo se ensayó por última vez con el nombre de “democracia orgánica” durante el franquismo. Era la forma organizativa en la que estaban de acuerdo todas las fuerzas políticas y sociales que habían participado en el movimiento cívico-militar que liquidó la Segunda República. Y, sin embargo, fracasó. La prueba de su fracaso es que él mismo se hizo el hara-kiri con la Ley de Reforma Política de enero de 1977. Es así en donde, oficialmente, concluye el franquismo y se inicia el período democrático. Así pues, ¿es lógico seguir sosteniendo un sistema que feneció porque no había sido capaz de mostrarse suficientemente representativo y eficiente?

Cabe decir que los tiempos son otros: en 1977, España arrastraba una crisis que se había evidenciado desde 1973, con el consiguiente embargo petrolero. España, había tenido dificultades en salir de esta crisis que enlazó con el problema del ocaso de Franco, con la tendencia de los EEUU a promover regímenes liberales en la Europa del Sur, con una situación de tensión internacional, con la necesidad de la patronal española de abrir nuevos mercados en Europa (que exigían la patente democrática) y con la actividad de grupos al servicio de intereses extranjeros. Y, por lo demás, en 1977, podía pensarse que la democracia liberal, que había triunfado en otros países, convendría también al nuestro.

Todas estas circunstancias se unían a lo tardío y lento que había sido la estructuración constitucional del régimen con un proceso de incorporación de textos a las Leyes Fundamentales que había abarcado desde 1937 hasta 1967, es decir ¡treinta largos años! Cuando se llegó a la Ley Orgánica que delineaba la “democracia orgánica”, el régimen ya era viejo, desgastado, había enfocado todos sus logros en el terreno del “desarrollismo” y, cualquier otro, parecía secundario en relación a éste. España, en los 60, logró salir del subdesarrollo y figurar entre las naciones industrializadas; pero, en ese momento, las estructuras “de masas” del régimen (Movimiento Nacional, Sindicatos, Sección Femenina, Frente de Juventudes, etc) estaban ya muy debilitados, habían perdido la iniciativa y, especialmente, en el mundo laboral, el prodigioso desarrollo de la industria en aquellos años generó nuevos problemas que los sindicatos verticales ya no estuvieron en condiciones de controlar, ni resolver. Por otra parte, la actividad del PCE y el contagio con el mayo francés siguieron a la etapa de desgaste del Sindicato Español Universitario.

El régimen, hacía finales de los sesenta ya había perdido el control de la juventud que, en cierta medida, había entrado en disidencia activa o pasiva, en relación a él. Para colmo, dos fenómenos socavaron el apoyo que el franquismo había tenido en sus tres primeras décadas: la Iglesia. Por una parte, la labor de los “curas obreros”, la retórica del “compromiso cristiano”, y, por otra, los resultados del Concilio Vaticano II, restaron un apoyo que, en gran medida, garantizaba el contacto con el pueblo.

El régimen tendió a burocratizarse -una tendencia que fue visible en el período 42-45 y que fue lo que fue debilitando, poco a poco, su alma interior. Cuando se aprobó la Ley Orgánica del Estado, a pesar de que la viva asociativa era incomparablemente más rica que en la actualidad, el sistema franquista ya carecía de la posibilidad de reformarse. El tiempo de lo que Thomas Molnar llamaba “la reforma necesaria” había pasado. Los propios integrantes del régimen, especialmente a partir de 1969, empezaron a asumir la posibilidad de que debían pensar en el “mañana sin Franco”. Y fue así como perdieron confianza en sí mismos, y se atomizaron. Si tenemos en cuenta que el corporativismo llegó al régimen solo en 1967 y que, en 1969, se iniciaría este proceso de atomización, se entiende como en 1977, los propios diputados en Cortes dieran el hara-kiri al sistema corporativo, en lugar de profundizar en él.

A la vista de todo lo que ha ocurrido desde 1977 hasta hoy, cabe reconocer el fracaso del régimen nacido entonces. Cuando se reconoce una quiebra, se trata de encontrar una alternativa. La más razonable, desde el punto de vista doctrinal, es el sistema corporativo. Y la única posibilidad de reconstruirlo sería mediante un período de “gobierno fuerte”, enderezamiento económico-social, fortalecimiento de la vida asociativa y de la “sociedad civil” y enderezamiento cultural y moral. Sin estas bases, no solamente la “hipótesis corporativa” sería imposible, sino incluso la supervivencia misma del Estado estaría en jaque.

PRÓXIMAS ENTREGAS:

INTRODUCCIÓN: LAS SOLUCIONES DEL VIEJO CARLISMO

EL CASO DE LAS AUTONOMIAS EN COMPARACIÓN CON LOS FUEROS

EL REY QUE REINA Y GOBIERNA FRENTE AL REY QUE NI REINA NI GOBIERNA

- LA ESTRUCTURA ORGÁNICA FRENTE A LA PARTIDOCRACIA

- LO ABSOLUTO EN EL TIEMPO DE LACRISIS DE LA IGLESIA

- EL DERECHO A LA REBELIÓN ANTE EL PODER INJUSTO

- LA PATRIA EN EL TIEMPO DE LOS GRANDES BLOQUES GEOPOLÍTICOS