Lo que “yo soy” -intolerante, dictatorial, degenerado, violento,
frustrado, cabronazo- lo proyecto sobre “el otro” y así me “libero” del peso de la culpa.
Así surge el “antifascismo” (y, por extensión, todos los “antis”). Detrás de
cualquier forma de irracionalidad (y el antifascismo lo tiene impreso a fuego)
lo que existe es una enfermedad del alma. No es
raro que la izquierda progre, en sus distintas variedades, esté unida por el “antifascismo”,
precisamente para ocultar el fracaso de sus políticas y su orfandad doctrinal. Pasen
y vean porqué un “antifa” debería tener una sala propia en el “museo de los horrores
políticos”…
* * *
Amadeo Bordiga, secretario general del Partido Comunista Italiano
en los años 20 y disidente del estalinismo decía literalmente: “Lo peor
del fascismo será el antifascismo”. Esta sentencia queda confirmada por
el seguimiento de las páginas “antifas” de la web y por el día a día del
pedrosanchismo. Hasta la aparición del Internet, el antifascismo era un residuo
impenetrable al que solamente sus últimos mohicanos prestaban atención.
Internet lo ha convertido en la ventana abierta de una patología social,
relativamente compleja en unos casos y más simple que el mecanismo de un botijo
en otros.
Pero ¿qué es el fascismo?
Hablando con propiedad, el fascismo fue el movimiento político
italiano creado por Benito Mussolini de procedencia socialista, por los
futuristas y por los nacionalistas italianos después de la Primera Guerra
Mundial y que gobernó Italia durante 20 años, cohabitando con la monarquía de
los Saboya y teniendo una prolongación de apenas dos años en la República
Social Italiana. Así pues, históricamente no hubo más fascismo que éste.
Desde el punto de vista de las tipologías políticas se conoce por
generalización abusiva como “fascismo” a los movimientos que, en líneas
generales, tienen un alto grado de similitudes con el fascismo italiano y en
esto entran movimientos muy diversos, todos los cuales tienen como
características comunes: nacionalismo, movimiento de masas, interclasismo, anticomunismo
y voluntad de llevar a la práctica una política social avanzada que pudiera
rivalizar con la agitada por la izquierda. Las componentes de estos
movimientos, que se dan en todas las formas de fascismo, proceden de sectores
de la izquierda, de la burguesía y de los excombatientes de la Gran Guerra.
Hay distintas interpretaciones históricas sobre el fascismo. Una
de las más interesantes es la del profesor Zeev Sternhell a la que dedicó
cuatro de sus obras. La tesis de Sternhell afirma que el roce con el poder y
el ejercicio del poder, contaminaron al fascismo y lo desviaron de su esencia
original. Por tanto, no es en Italia ni en Alemania donde puede estudiarse
formas químicamente puras de fascismo, sino en Francia donde éste movimiento no
llegó al poder (y por tanto, no rectificó su línea según las componendas
necesarias en toda gestión del poder), pero sí tuvo una larga gestación
ideológica muy anterior que se inicia con disidentes del socialismo (desde
Proudhom a Henry de Man), con la aparición del nacionalismo integral de Maurras
y con los llamados “no conformistas de los años 30” (el grupo Ordre Nouveau,
Esprit, etc.). Para Sternhell no hay duda de que el fascismo fue un movimiento
político de nuevo cuño, alternativa a la derecha y a la izquierda.
Pero existe una tercera forma de fascismo, que más que una
catalogación política o ideológica supondría un adjetivo de propaganda lanzado
contra tal o cual adversario. Se sabe, por ejemplo, que cuanto más virado a
la izquierda está un partido, más amplio considera el “espectro fascista”.
Para HB “fascismo” es, desde el PSOE hasta la falange, incluyendo al PP, al PNV
y al turista que pasaba por ahí y que no había sido recibido con un aurresku.
Antes de la Segunda Guerra Mundial vimos a los estalinistas llamar
“social-fascistas” a los partidos socialdemócratas y, por extensión, fascismo
sería toda forma de prevención contra el comunismo, incluso la más tibia.
Quienes consideran la primera definición de fascismo se centran en
el análisis histórico rigorista; quienes asumen la segunda, preferencialmente,
contemplan los aspectos ideológicos y doctrinales del fascismo. Ambas son
posturas razonables que no presuponen una adhesión a los principios del
fascismo ni a ninguna organización fascista. Es la tercera opción la que nos
permite ver en quienes la sostienen una psicopatología, esto es “enfermedad del
alma” o “perversión de la mente”.
En la mentalidad de quien se define como “antifa” hay algo
averiado y sombrío. Que el antifa no es el único sometido a la patología social
que vamos a definir, es claro y cristalino. Podemos decir que la entrada de
un virus dentro del organismo puede afectar al anfitrión de muy distintas
maneras, dependiendo del estado de su sistema inmunológico y, desde la “pandemia”
lo sabemos, también existir “asintomáticos”. Sin embargo, en aquellos otros en
los sus defensas naturales han dejado de existir, ese virus puede ser mortal.
Es lo que les ocurre a los antifascistas…
Antifascismo uno y múltiple
El antifascismo es un fenómeno único en la historia reciente de
las ideas. De hecho, ya hemos dicho que no es una idea, sino una “patología del
alma”. Normalmente, el antifascismo aparece en aquellos individuos que cuyas
“defensas” han sido debilitadas por la bacteria de la “corrección política” que
ha anidado entre sus neuronas y les impide el normal fluyo del pensamiento.
Esta “bacteria” genera bloqueos en determinadas áreas del cerebro y predispone
para que el virus del antifascismo cause estragos en unas “pequeñas células
grises” que no logran establecer las conexiones neuronales habituales en un
cerebro sano.
Lo importante, en cualquier caso, es señalar que el antifascismo
sólo aparece en mentes aplanadas (y aplatanadas) por lo políticamente correcto
y sólo en ellas. Una mente que trabaja con parámetros aceptables de
racionalidad, lógica, sentido común y capacidad para encadenar silogismos,
nunca aceptará ni el pensamiento único, ni lo políticamente correcto y, por
tanto, estará dotado de defensas naturales para rechazar otros estados
degenerativos del cerebro.
Así pues, en toda forma de antifascismo hay una renuncia y una
imposibilidad, nacidas de la propia dolencia: al sujeto afectado le resulta
imposible pensar más allá del límite marcado por lo políticamente correcto,
como si esa frontera fuera un finís terrae, más allá del cual solamente
existe un área incógnita que más vale no adentrarse ni conocer. Esto le genera
apriorismos que le impiden ver la realidad tal cual es, esto es, con
objetividad.
Existe problema da lugar a tres tipos de antifascismo,
según su intensidad y origen:
1) El antifascismo inercial: es el propio del ciudadano medio que sigue pasivamente la política, no se preocupa ni por adoptar una posición activa –salvo en muy determinadas ocasiones, siempre en episodios de masas– ni por las causas últimas, le basta con que los “líderes de opinión” sean más o menos antifascistas como para adherirse a esa corriente general. A fuerza de oír hablar de “fascismo” y de identificarlo con el mal absoluto, su falta de energía mental le lleva a aceptar la consigna atribuida al Gran Hermano: “No pienses, el gran hermano piensa por ti”. Y el Gran Hermano dice que el fascismo es malvado, por tanto, hay que condenarlo. Es una forma de ser antifa, pero sin ejercerlo. Una parte sustancial de la sociedad está aquejada de esta enfermedad del alma que, en el fondo, no es sino una forma de pereza mental.
2) El antifascismo político: es mucho más consciente que el anterior, habitualmente es utilizado por los agitprop de los partidos para lanzar la acusación de “fascista” sobre el adversario. También por determinadas ONGs que tildan de “fascismo” a todo aquel que discute sus razonamientos. Estas ONGs, de la que el “Movimiento contra la Intolerancia” o “SOS Racismo”, son la caricatura más chusca, sostienen que los medios de comunicación, los gobiernos, las policías y la propia sociedad, ocultan la realidad: el fascismo, con sus secuelas, xenofobia y racismo, está vivo y activo y ataca desde las sombras. Cualquiera que llame a la sede de estas ONGs y denuncie que “ha tenido noticia de que un primo de un cuñado, de un hermano del portero de la casa en donde vive el chico que sale con su hermana, ha oído que en la discoteca en la que se emporra cada sábado ha habido una trifulca y un pelao le ha metido dos buchantes a un nano que lo dejado cucufati…” verá como su “denuncia” es registrada por los escribas de estas ONGs y utilizada para avalar su “trabajo” que, obviamente, merece ser recompensado con jugosos subsidios que, por cierto, nadie controla. ¿Para qué confirmar datos surgidos de nadie sabe dónde? El fascismo es intrínsecamente perverso, por tanto, cualquier cosa que se ponga en su haber será incuestionablemente cierto e incluso resultará legítimo inventar episodios inexistentes para concienciar a la sociedad sobre el mal absoluto.
3) El antifascismo visceral: es el propio de los que hacen del antifascismo el eje de su vida. Si le pedís a un okupa, o a Ada Colau, su madrina, que se defina políticamente, lo primero que os dirá es “Colega, yo soy antifa”. Eso es todo. La variedad inferior de este espécimen es la que conecta independentismo con antifascismo. En estos, el virus es donde ha generado más estragos mentales. Vale la pena ver las webs de los independentistas catalanes y vascos en donde el primitivismo y el irracionalismo propio de todo nacionalismo (el nacionalismo es sólo víscera, sentimiento, emotividad y mitología ad hoc) se unen las consideraciones antifas. Para un independentista, “facha” es todo aquel que no se muestra del todo decidido a meter a un país en la centrifugadora. Alguien que haya decidido no hablar castellano en Catalunya es un “facha” y, poco importa, si tiene argumentos suficientes como para negarse a aprender catalán o renunciar voluntariamente a hablarlo. Es facha y punto. Así lo sentencian los talibanes de la lengua.
Podríamos hablar de una cuarta variedad de antifascismo,
minoritaria y, esta sí, exigua, que nos impide unirla a las tres
anteriores. Es el antifascismo del que hacen gala algunos que conocen
perfectamente el fondo ideológico del fascismo, pero temen mostrar su adhesión
a él, o bien son conscientes de su incapacidad para ser fascistas. He visto
periodistas que hubieran amado tener una vida aventurera como muchos de los
“fascistas” a los que han conocido. Investigaban sus andanzas para sorprenderse
de hasta qué punto algunos militantes que en los años setenta y ochenta seguían
fieles al fascismo, eran capaces de asumir. Para estos el “vivir
peligrosamente” era un estilo de vida, mucho más que una frase hecha o una
consigna. Conozco más de media docena de periodistas, vivos y muertos, que
responden a esta característica, muestra excesivamente pequeña como para que de
ella se pueda extrapolar una categoría universal.
Así mismo, he visto a otros, militar en grupos fascistas en los
años 60, hacerlo con obstinación y convicción ideológica, hasta el día en que
llegaron a la universidad y percibieron que en aquella época o se era militante
de izquierdas o resultaba imposible llegar a fin de curso sin ser agredido.
Además, en aquella época, los grupos de izquierda, como reclamo principal, tenían
chicas… había gente incapaz de ligar y de tener el aplomo suficiente para
acercarse a una mujer, que solamente podía experimentar ese calor en un grupo
de izquierdas (claro está que, a partir de 1977, el grueso de militancia
política femenina se decantó hacia Fuerza Nueva especialmente en Madrid,
coincidiendo esta decantación con la desmovilización de la izquierda
militante). Muchos militaron en esos grupos de izquierda, tuvieron que leer
obras infumables de Nikos Poulantzas, Castoriadis, Debray, o las soporíferas
resoluciones de la IV Internacional, simplemente para poder ir de intelectuales
ante las ricashembras de la izquierda y llamar su atención recitando las
mejores filípicas antifascistas como el palomo atrae a la paloma con su
gorgojeo. A todos estos –que no fueron pocos pero que ya no son– les
podemos llamar “antifascistas por vía vaginal”. “Quico el progre” (el personaje
ideado por el fallecido Perich) tenía mucho de esto y no era, desde luego, una
caricatura, sino la quintaesencia de los pobres diablos que recorrían la hoy
mitificada “oposición democrática al franquismo”
La psicopatología del antifascismo
El alma antifascista, hoy, en el siglo XXI, oscila entre el
complejo de culpabilidad y la frustración.
Un complejo de culpabilidad consiste en albergar la íntima
convicción en el subconsciente de que se es culpable (por cualquier motivo: por pensar como un proletario y vivir como
un burgués, por no vivir de papá y de mamá, pero ser incapaz de demostrarles
aprecio, estima y cariño, por solidarizarse con la última “lucha de liberación”
que se da en el último rincón del globo, pero ser incapaz de ir más allá, de
esforzarse algo más o de llevar la solidaridad hasta extremos concretos y
apreciables, y así sucesivamente).
Hay un hecho sociológico que vale la pena señalar: la abundancia
de individuos que han recibido una educación cristiana, que pueden encontrarse
en ambientes antifascistas. De hecho, todo el independentismo catalanista
actual tiene una matriz boy-scout que deriva de órdenes religiosas que
en los años 60-90 inspiraron a este movimiento y le imbuyeron valores
“cristianos”.
Los cristianos “comprometidos” han sido educados en la noción de
“pecado”. El pecado es una falta por acción, omisión, pensamiento, etc. Un ser
humano, simplemente por el hecho de levantarse de la cama, cuando preferiría
seguir descansando, peca (pecado de pereza). La noción de pecado y la
imposibilidad a escapar al pecado, induce a un complejo de culpabilidad
permanente. De ahí la importancia del sacramento de la confesión y de la
absolución. Es como pasar la conciencia por la lavadora. Supone hacer tabula
rasa para disminuir la sensación de culpabilidad, generando, al mismo
tiempo, “propósito de enmienda”. Desde el punto de vista psicológico, era
preciso compensar el omnipresente riesgo de pecar con un remedio limpiados y,
al mismo tiempo, con una enseñanza moral para mejorar el comportamiento. “Yo
peco, sé que he pecado, me confieso, escucho los consejos morales del
sacerdote, cumplo la penitencia, salgo renovado del templo”. La habilidad
del cristianismo ha consistido en desbloquear la psique de las tendencias más
bajas y considerar la vida como “un camino de perfección”. Lamentablemente,
esta concepción no es la que hoy está vigente en la sociedad. ¿Qué ocurre,
pues, con alguien que “peca”, que sabe que ha hecho o pensado algo de manera
incorrecta o, simplemente malvada, y que carece de la posibilidad de “lavar su
conciencia”, mediante una concepción del mundo que le anime a seguir por el “camino
de perfección”?
Habitualmente, los complejos de culpabilidad crean un descenso en
la autoestima que puede llegar incluso a la depresión o al suicidio. Desde el
punto de vista psicológico es fundamental que quien está aquejado de un
complejo de culpabilidad sea capaz de reconocerlo, mucho más que de mantenerlo
latente en los corredores más sombríos de su psique. La vida psicológica sana y
normal es incompatible con la existencia de profundos complejos de
culpabilidad. El proceso mental con el que la mente se resguarda de los
efectos deletéreos de estos complejos es mediante la sublimación de los mismos:
“Si, yo soy culpable porque me mato a pajas… si, yo soy culpable porque no
hago lo suficiente por los niños del Brasil, sí, yo soy culpable por que el
mundo sufre y yo estoy aquí tan contento viviendo de papá y mamá… pero –y aquí
viene la sublimación– hay otros que son MAS CULPABLES QUE YO: los fascistas,
por ejemplo”.
Este proceso de sublimación conduce a la primera forma de
antifascismo psicológico. ¿Qué es un antifa? Muy sencillo: alguien culpable
de algo, que ha desterrado ese complejo a las profundidades de su subconsciente
y que cubre esa culpabilidad forjando la imagen de alguien más “culpable” que
él, proyectando sobre “el otro” sus propias obsesiones.
Luego está el complejo de frustración. Es normal que todos,
en la vida alberguemos ciertas frustraciones. Una frustración es un deseo
permanentemente insatisfecho. Es frecuente que, haya gente “progresista”, “de
izquierdas”, permanentemente insatisfecha (en la derecha este porcentaje es
menor a causa del pesimismo propio de este ambiente que, con demasiada
frecuencia se ha limitado a ser los “Casandras” de la sociedad, la profetisa
que veía el futuro y en cuyas previsiones nadie creía) con el presente que se
ha construido, precisamente, sobre los valores propios de la izquierda. De
la misma forma que los aquejados con el complejo de culpabilidad, lo cubren
mediante el proceso de sublimación que hemos visto, la frustración ante el
presente se cubre mediante referencias permanentes al pasado, una mirada hacia
atrás, obsesiva, frecuentemente iracunda, violenta. Es una forma de
antifascismo que en España ha recibido el nombre de “memoria histórica”. La
izquierda mira al pasado para evitar horrorizarse con el presente que han
construido: en educación, en inmigración, en seguridad, en sanidad, en
fiscalidad, en economía, en valores… Es mucho más cómodo y reconfortante mirar
hacia atrás y buscar tumbas de fusilados por el franquismo (que, en buena parte
de los casos, resultan ser de fusilados por milicianos incontrolados…, lo que
aumenta aun más la frustración y el bloqueo emotivo que sufren) que mirar el
ominoso presente y el incierto futuro al que conduce el uso y abuso de los
valores “progres” tan queridos por todas las variedades entomológicas de
izquierda.
Quedaría por hablar de cierto antifascismo practicado por grupos
juveniles, a los que, además de poder aplicárseles el esquema del “complejo de
culpabilidad”, está también muy presente la “frustración”. Parece normal que
muchos jóvenes no se sientan competitivos, y se tengan por verdaderos fracasos,
subproductos de las leyes de educación, a cuál peor, promulgadas desde 1973.
Para ellos, el “facha” es el “triunfador”. No es que conciban la lucha de
clases entre explotados y explotadores, es que la han traslado al terreno del “éxito”
o el “fracaso” y les resulta imposible pensar en otra medida del éxito que no
sea la propiedad y el dinero. Quien tiene “propiedad” y “dinero”, no puede constituir
para ellos, más que “signos externos” del “fascismo”. Eso les da razones
suficientes para odiarlo. La frustración, por su parte, exalta ese odio y lo
convierte en incondicional, irracional, visceral, sin apelación. Esa falta de
competitividad ideológica, personal, política, social, una característica
demasiado evidente que está presente en todas las webs y blogs antifascistas.
Por último, los antifas que, además, son independentistas,
merecen un pequeño apunte. La pirueta de estos es notable: unen a la
frustración personal, la frustración que atribuyen a una “nación”. La
Catalunya que fue una parte del Reino de Aragón, no gana, batallas en
solitario, desde el siglo XIII. Desde Muret hasta los 8 segundos de “independencia”
decretados por Puigdemont en aquella memorable sesión del “parlament” hará
cinco años. Todas las conmemoraciones indepes son, inevitablemente, celebraciones
de derrotas, sublimando esas derrotas se oculta el complejo de frustración latente
del independentismo. “El día que Catalunya sea libre, volverán los
mejores tiempos” ¿cuáles? No importa, eso ocurrirá el día en que Catalunya
sea libre. Entonces, la frustración desaparecerá. El independentismo
reconstruirá la historia de Catalunya a partir de una única e improbable
“victoria” a partir de la que se iniciará la “verdadera historia”: la misma
independencia. Es el viejo sueño mesiánico: “la historia empieza conmigo,
antes de mí no hay nada. ¿Qué me impide ser yo mismo? La España fascista”.
En realidad, el antifa independentista cubre el pasado mediante la
reconstrucción de una historia ad usum delphini, y proyecta sus
ilusiones para un improbable futuro (una Catalunya independiente es tan viable
como un puesto de gominolas frente a una clínica para diabéticos) situando el
hecho triunfal de la independencia de Catalunya como un fin de la historia y
una entrada en tiempos míticos en los que Catalunya “será rica i plena”.
Lo dicho ¿Es usted antifa? Míreselo, porque usted lo que tiene es un problema grande y no es precisamente el fascismo, sino su vida misma.