El centralismo no es una lacra del “franquismo”, históricamente es
el regalo envenenado de la “revolución francesa” que lo instauró bajo la forma
de jacobinismo. Como siempre, el jacobinismo que llegó a España de la mano de
los liberales del XIX, generó el efecto opuesto. Dado que defender los fueros
regionales y locales, podría ser sinónimo de defensa del “ancien régime”,
los sectores liberal-conservadores enunciaron la idea “regionalista” en las
últimas décadas del XIX, por un lado, y el “federalismo” por otro.
Se trataba, en ambos casos, de superar el jacobinismo, tratando de
equilibrar “nación-Estado” y “región”. Pero el “regionalismo” pronto mostró que
este equilibrio era imposible: o se decantaba más hacia lo “regional” o lo
hacía hacia lo “nacional”. La fase intermedia era el “federalismo”: que
proponía el absurdo de romper los Estados Nación en “regiones” para que, cada
una de las cuales, libre e independiente, se “federaran” reconstruyendo la
unidad originaria del Estado (idea que hoy sigue manteniendo el PSOE en su
programa…). Obviamente, de esas ideas, emanó el independentismo, esto es, el
esfuerzo por encontrar motivos históricos, más o menos adulterados y/o
inventados ad hoc, para justificar que lo que era una “región” o lo que
había sido “un reino” o “un condado” durante la Edad Media, pasara a ser una
“nación” en la Edad Contemporánea.
De la misma forma que la idea Imperial, al degradarse, deja
espacio para la aparición de Estados-Nación (lo que ocurrió en Europa tras la
Paz de Westfalia), la crisis de los Estados-Nación genera la aparición de
independentismos locales, cada vez más minúsculos. Los “regionalismos” locales,
tras una fase “moderada” (como “nacionalistas”), terminan mutando en
“independentismos”, siempre agresivos, aventureros e irresponsables. Lo hemos
visto en la Cataluña española con claridad meridiana.
Los “padres de la constitución” pudieron ser engañados (o, más
bien, quisieron ser engañados) por la “moderación” de nacionalistas en aquel
momento: su ausencia del tablero político durante 40 años y su deslucida y
cobarde actuación durante la Guerra Civil, no eran, desde luego, las mejores credenciales
para tener un protagonismo en la transición. Pero, a partir de un texto
constitucional que les daba la posibilidad de gobernar mediante chantaje cuando
ninguno de los dos grandes partidos tuviera la mayoría absoluta, terminaron
convirtiéndose en dueños del terreno, por mucho que hoy -menos que nunca-, sus
aspiraciones independentistas sean realistas y tengan la más mínima
posibilidades de realizarse.
Pero este no fue el único error del texto constitucional, sino el
permitir que, en regiones del Estado en las que nunca había existido interés
regionalista, se crearan autonomías sin tradición, sin demanda social y que no
han servido para otra cosa más que para quemar presupuesto y disparar el gasto
público, tender a elefantiasis burocrática y alimentar a las clases políticas
regionales. Desde el momento en el que España quedó así parcelada, los
problemas se fueron acumulando: en gestión pública (exceso de funcionarios,
gasto público y endeudamiento disparatado, parlamentos regionales inflacionando
el repertorio legislativo con leyes que, frecuentemente, deben ser recurridas,
se olvidan pronto y resultan irrelevantes o inaplicables), sino también en
Identidad Nacional, en cultura, en historia y en tradición.
España hoy no tiene, no puede tener, una “historia” propia que se
enseñe en las escuelas; lo que se está enseñando son historias regionales,
reinventadas en ocasiones, falseadas en otras, y siempre situadas por encima de
la historia nacional. El mismo término “nacional” ha sido sometido a
degradación: hoy es “nacional” cualquiera que quiera serlo y, para ello le
basta con tener un acento específico en el habla o alguna peculiaridad que haga
distinta a “Villarriba” de “Villabajo”. Vale la pena significar que los
“regímenes autonómicos” ni siquiera han logrado que muchas regiones lograran
desarrollarse: la “España vacía” es uno de los resultados del “Estado de las
Autonomías” en donde no existe planificación de necesidades y recursos a nivel
nacional, ni, por supuesto, estímulos o programas de acción que equilibren
situaciones entre regiones.
Lejos de afirmar la "igualdad", los distintos regímenes fiscales autonómicas han convertido España en un mosaico en el que, por cierto, las diferencias impositivas no se corresponden con los servicios prestados, sino más bien con la envergadura de la burocracia regional.
A esto se ha unido la llegada masiva de inmigrantes, considerados desde finales del siglo XX como “necesarios” para “salvar el sistema de pensiones” y que hoy se muestran como un verdadero lastre para nuestra economía, una aspiradora infinita de recursos públicos. Gastan recursos del Estado mucho más que generan ingresos. Decir que la inmigración -en España y en toda Europa- es un grupo social subsidiado, no es decir nada nuevo, pero reconocer que inmigrantes e hijos y nietos de inmigrantes, aferrados a sus costumbres, origen y tradiciones, no tienen nada que ver ni con la cultura, ni con la tradición, ni con la identidad nacional, implica decir que, en las escuelas, resulta hoy imposible enseñar “historia de España”, incluso “historia de Europa” a alumnos de origen africano. ¿Cómo va identificarse un marroquí, o siquiera entender la figura de un Emperador como Carlomagno o lo que fue y supuso el Imperio Español o el Siglo de Oro? ¿Qué puede decir para un alumno de color la literatura de Cervantes o la Odisea por mucho que alguna serie de televisión haya mostrado a un Zeus o a un Aquiles negros? Es más ¿qué puede pensar un alumno africano, cuando ninguno de los teoremas y leyes científicas o de las filosofías que le van a enseñar en las escuelas está protagonizada por ningún rostro africano? Y esto es algo que, con toda la ideología wokista imponiendo cuotas de presencia africana en películas, series y anuncios, nunca se logrará remontar.
El resultado es que, ni siquiera en la educación es posible
transmitir la “identidad española”: entre el tributo pagado a los
regionalistas-nacionalistas-independentistas y el anotado a la inmigración,
hoy, resulta imposible definir y transmitir los rasgos de la identidad española,
que, sin embargo, existen y son muy acusados, pero que todo esto nos ha
obligado a renunciar hasta el punto de que una vicepresidenta de gobierno ha
definido a España como “nación de naciones” (que es cómo definir a una naranja
como “fruto de gajos”, evitando el término “naranja” que puede resultar
“ofensivo” y minusvalorar a los gajos…).
¿Cómo puede evolucionar el problema de la identidad nacional en
los próximos años? Desde luego, parece evidente que, lejos de solucionarse, se
irá agravando. De hecho, en el momento en que escribimos estas líneas, se está
debatiendo sobre una ley de amnistía para Puigdemont y para otros dos mil
acusados en distintos procesos generados por la intentona soberanista de 2017,
que se uniría a las medidas de gracia ya acordadas, ninguna de las cuales ha
venido acompañada de la manifestación de no reincidencia, sino todo lo
contrario: todos los beneficiados han repetido por activa y por pasiva el
mantra de “lo volveremos a hacer”. De actuar de otra manera, perderían votos
independentistas que irían a parar a otra formación rival.
Y, en el caso de que, en el futuro, un eventual gobierno del
bloque de las derechas gestionara el poder, esto tampoco cambiaría: lo hemos
visto en los momentos de gobierno del PP, tanto con el “hablar catalán en
familia” de Aznar que concedió a Pujol todo lo que le pidió, incluso la
destrucción del PP en Cataluña, como con Rajoy que, durante su mandado
permaneció ajeno al “problema catalán”, optando por la judicialización del
problema soberanista, pero en absoluto contratacando políticamente. Así pues,
no pueden quedar hoy esperanzas, siendo realista, de que el bloque de las
derechas consiguiera reconstruir y hacer valer la “identidad nacional” y
reformar el sistema autonómico (del que la derecha también es beneficiaria de
todos los problemas que genera).
La absoluta imposibilidad para resolver este problema por las vías democráticas ensayadas hasta hoy, permite preguntar: ¿Qué preferís: una Nación con identidad propia en la que quede claro que el “todo” es superior a las “partes”, con una identidad, una historia, una misión y un destino nacional, que planifique necesidades a nivel nacional” y no esté sometida a los chantajes nacionalistas/independentistas, o una “Nación de Naciones” en permanente centrifugación, inviable en el contexto de la modernidad?