INDICE GENERAL (en fase de elaboración)

martes, 6 de septiembre de 2022

LA ESCUELA DE FRANKFURT (IX) - ANTIFASCISTAS POR ENCIMA DE TODO (2ª parte) - CLASES MEDIAS Y FASCISMO -

A medida que fueron discurriendo los años 30 y 40, quedó claro que, los fascismos eran movimientos dirigidos por las “clases medias” en los que participaron miembros de todos los grupos sociales: desde aristócratas hasta proletarios. Este planteamiento, que podía ser aceptado por quien tuviera ojos y viera, era rechazado de plano por marxistas como los miembros de la Escuela de Frankfurt. En su catecismo no era de recibo que burgueses y proletarios, aristócratas y campesinos, militaran en el mismo partido, ni tuvieran los mismos intereses por mucho que pertenecieran a la misma nación.

La principal dificultad surgía del propio Marx que consideraba al “proletario” solamente como aquel que trabajaba en una fábrica o que vendía su fuerza de trabajo a un capitalista. Para Marx, el proletario era el “sujeto histórico” destinado a luchar e imponerse a la “burguesía”. Pero ¿qué era “la burguesía”? En principio, tal como lo entendía Marx, los capitalistas… Pero, si tenemos en cuenta que Marx solamente conoció una breve etapa en la historia del capitalismo industrial y solamente en el Reino Unido, uno se explica de donde surgieron todas las limitaciones, los errores de percepción y las inadecuaciones tempranas que manifestaba la ideología marxista desde finales del siglo XIX.

El “capitalismo” que conoció Marx fue el “capitalismo industrial” en su primera fase de desarrollo. Para Marx, un “capitalista” era el propietario de una fábrica en la que trabajaban cientos de empleados. Pero, inmediatamente después, apareció el “capitalismo popular”: por una parte, en forma de sociedades anónimas y de sociedades limitadas, de pequeñas empresas y de autónomos en las que sus miembros trataban de hacerse un lugar bajo el sol de los negocios y de la producción de manufacturas. Eran “capitalistas”, pero en un sentido muy diferente al de los “grandes magnates” de la industria. Marx sugirió que este “capitalismo popular” siempre se alinearía con el “gran capital”. Acertó, pero otro factor entró en juego y terminó por desequilibrar toda la arquitectura ideológica marxista.

En efecto, en el último cuarto del siglo XIX, especialmente en Alemania, apareció un nuevo tipo de “trabajador”: el “empleado” (esto es, la persona que realiza una función dentro del proceso de producción, pero al que no se le puede considerar un proletario, aunque su puesto de trabajo esté próximo al de éstos o comparta volúmenes salarios similares a ellos). Se trataba de los “empleados”, los famosos “cuellos blancos” en contraposición a los “cuellos azules”, proletarios con mono de faena. Los “cuellos blancos” desempeñaban su trabajo en oficinas, realizaban trabajos de gestión y administración, siempre vinculados a las tareas burocráticas de las fábricas o a sus redes de comercialización. Cuando este grupo de trabajadores realizaba tareas para el Estado, se les llamaba “funcionarios”, pero su papel era similar. Unos y otros respondían a características parecidas y tenían idénticas aspiraciones.

En 1925, Wilhelm Reich estimaba que en Alemania existían 40.000.000 de proletarios por 20.000.000 de empleados. Este grupo social carecía de tradiciones, realizaban tareas estandarizadas y, según las previsiones de Marx, se esperaba que este grupo se inclinaría a defender sus intereses uniéndolos a los del proletariado en el momento en el que se hubiera desencadenado una crisis económica. No solamente, no fue así, sino que todo ocurrió de manera inversa a estas previsiones.

Wilhelm Reich se dio cuenta de que las clases sociales no pueden examinarse solamente en función de los parámetros económicos, esto es, por su “objetividad”, sino también por elementos vinculados a la “subjetividad psicológica”. Los “cuellos blancos”, no solamente no querían ser considerados como proletarios, sino que se sentían diametralmente opuestos al proletariado e, incluso, su principal temor era “proletarizarse”. Como cualquier persona normal, querían ir hacia arriba en la escala social, no descender. Eso -que era precisamente lo mismo que lo que deseaba el proletariado y lo único que podía ser razonablemente considerado como “conciencia de clase”- fue retratado de manera irónica por el socialdemócrata Theodor Geiger en su ensayo El pánico de la clase media (1930).

Geiger empieza reconociendo algo que ya resultaba evidente desde hacía mucho: “En el intento de concebir la población –aunque muy burdamente– según condiciones de clase objetivas no basta la dualidad «capitalistas – proletarios». Existen condiciones medias a las que ambos conceptos no se adaptan”. Salva en cierto sentido al marxismo: “Una clase es entonces un colectivo que representa solidariamente una determinada voluntad social y económica”, por tanto, no existe nada superior, ni diferente a las clases sociales, al menos a la hora de analizar las sociedades de “capitalismo avanzado”. Percibe un grupo que “no son «ni capitalistas ni proletarios» son entonces sólo un estrato intermedio sin función propia fundada en el tipo de la sociedad de clases”. No le parece aceptable considerar que la clase media tenga una función de tránsito en el ascenso y descenso social, en la que los contrastes de intereses de las alas extremas experimentan una compensación mediadora. Ni tampoco acepta que la clase media fuera portadora de una especial voluntad de reforma social. Ve que “un número considerable de individuos permanece aún en condición de clase no inequívocamente proletaria: el oficio, el comercio al por menor, el campesino tiene, con todo, una parte modesta en los bienes de producción; en otros casos, encubren la condición de clase proletaria (funcionarios, profesiones libres) especiales cualificaciones de rendimiento o buenos ingresos. Por otro lado, muchos sujetos económicos en condición de clase proletaria objetivamente pronunciada, se oponen a solidarizarse con la clase proletaria por motivos ideológicos: una gran parte de los trabajadores agrícolas y de los empleados”. Geiger considera que todos estos grupos no tienden a ser un “poder nivelatorio” de la sociedad que amortigüe choques entre extremos, sino más bien un “factor retardatorio” en la lucha de clases: “No hay en la sociedad de clases ninguna clase media como tercer frente; en ella sólo hay un bloque de los no solidarizados en términos de clase, o sea, una zona que aún no está impregnada por el principio de la estratificación de clase”.

Es particularmente interesante lo que dice en torno al nacionalsocialismo:

“Nadie duda de que el nacionalsocialismo (NS) debe su éxito electoral esencialmente a la Vieja y Nueva clase media. Aun cuando la mitad de la juventud que, por primera vez desde 1928 tenía derecho al voto, hubiera votado por los nacionalsocialistas, hubieran resultado sólo alrededor de un millón de votos. Por lo tanto, la nueva generación puede explicar sólo en muy pequeña medida el ensanchamiento de los nacionalsocialistas. Neisser estima el contingente de clase media de los nacionalsocialistas, en alrededor del 50%. (Me remito aquí y en lo que sigue a las estimaciones de Neisser, de las que pongo en duda un solo punto: 15 a 20% de trabajadores como electores del NS, me parece exagerado). El solo predominio del contingente de clase media en el NS explica una serie de fenómenos llamativos. El NS ha crecido en casi en todos los distritos electorales, independientemente de la estructura local de población, más o menos con la misma fuerza (alrededor de 1 a 7 – 1 a 9). Las excepciones las forman sólo los distritos electorales ya desde antes fuertemente penetrados por el nacionalsocialismo, por ej., el Palatinado y la Baja Franconia, o aquéllos en que la afluencia hacia el NS está reducida por fuertes motivaciones electorales tradicionales (el Centro en la Baja Baviera). El crecimiento, en general igual, sólo es posible apoyándose en ambas clases medias, cuyos elementos en particular son tan diversos, que en cada distrito, estructurado económicamente como esté, la falta de un elemento resulta compensada por un predominio de otros. En el campo son los campesinos; en la ciudad mediana, el comercio, el oficio, los funcionarios; en la gran ciudad, el comercio, los empleados, los funcionarios. Además: en ningún partido es tan grande la diferencia de magnitud entre el núcleo organizado y el electorado como en el NS; a medio millón de adherentes al partido corresponden 6 millones y medio de electores. El éxito se debe, por lo tanto, a votos fluctuantes no organizados. Éstos no podrían ser en ninguna parte tan numerosos como en las clases medias, que se orientan, de elección a elección, como eternamente acosadas por ambos lados y, más precisamente, en gran medida no según puntos de vista positivos: ¿qué nos ofrece este partido?, sino, comprensiblemente, negativos: ¿qué no nos ha ofrecido aquel partido? Aparte de eso: la participación electoral fue esta vez del 85%, frente al 76% en mayo de 1928. Cuatro millones de electores (o el 9% de las personas con derecho a voto) abandonaron su abstinencia política. En su mayor parte, acudieron en masa al NS. Sin embargo, la abstinencia ciudadana, a su vez, ha de buscarse sobre todo en las clases medias. Cinco millones y medio de votos ha ganado el NS; si se le agregan los cuatro millones de participación adicional, queda un millón y medio de votos fluctuantes, sacados de los partidos del centro burgués y de los nacional-alemanes. Esto coincide exactamente con la pérdida total de los partidos burgueses. El NS se adula a sí mismo por haber despertado, mediante el lema nacionalista «al pueblo entre financistas judíos y marxistas». Puede verse con facilidad que se equivoca en eso. Así, como es sabido, del campesinado está hasta hoy más cerca el concepto concreto y más estrecho de tierra natal que el abstracto y más amplio de nación; y, no obstante, procede del campesinado cerca del 25% de los votantes del NS. Además: si oficio y pequeño comercio han de sopesarse comparativamente según sus convicciones nacionalistas, vence con seguridad el oficio; (…) Del «Völkischer Beobachter» extraigo que, de los 107 diputados de los NS, 17 pertenecen al campesinado, 18 a los oficios (y a los obreros), 19 son pequeños comerciantes y empleados, 14 maestros, 13 pertenecientes a la profesiones libres y escritores, 12 medios y bajos funcionarios, 8 juristas, 6 oficiales del viejo ejército” (el texto está escrito en 1930 y, por tanto, solamente puede comparar los resultados de las elecciones de 1928 y de las de 1930).

A Geiger le costaba entender el “desenganche” que la clase media estaba realizando y optó por explicarlo mediante las banalidades más asombrosas. Decía, por ejemplo, que, a pesar de que empleados y proletarios compartieran mismos sueldos, lugares de trabajo próximos, lo que les diferenciaba es que unos trabajaban sentados y otros de pie, unos utilizaban papel y lápiz y otros grasas y materiales engorrosos… Según Geiger estos serían los elementos que darían a los “empleados” una sensación de superioridad sobre el proletariado.

A pesar de que el ensayo de Geiger sigue todavía disfrutando de cierto prestigio intelectual, lo cierto es que, además de estar plagado de errores de apreciación, el autor -que una vez autoexiliado en EEUU trabajo como otros antifascistas, para la Fundación Rockefeller (ganando una beca mientras se encontraba “exiliado” en Dinamarca (en donde, permaneció ¡dos años después de la ocupación alemana del país!)- se muestra como un profeta lamentable: considera que el NSDAP no llegará al  poder y que el “despertar de Alemania” ha sido un fracaso. Es más, incluso considera que las perspectivas de una respuesta de la izquierda son muy buenas, porque al aumentar el número y el porcentaje de votantes, se ha producido una “democratización” que puede considerarse como un “éxito de la democracia”. Se pregunta: “¿Amenaza la contrarrevolución?” y él mismo responde:

“Según todas las apariencias: no”, añadiendo “El Tercer Reich no es ninguna idea, sino un cliché vacío (…) Por lo demás: si el NS tuvo alguna vez posibilidades de rebelarse exitosamente con violencia, las ha perdido en estas elecciones; se echó a la espalda un lastre demasiado grande de elementos que son todo menos sanguinarios y violentos. Es una bonita ilustración del cambio que ha experimentado el NS, que disputó con los nacional-alemanes, cuál de los dos estaba más a la derecha y dónde debían sentarse sus diputados en el Reichstag,”.

Dos años después de escribir estas líneas, Hitler juraba su cargo de canciller del Reich. Y cinco años después la situación económica había remontado y las clases medias (antiguas y nuevas), tanto como los campesinos y los trabajadores, se habían visto favorecidos por una mejora en sus condiciones de vida. Todas las previsiones de Geiger, sin excepción, se evaporaron.

En general, el problema era tan simple de ver que ni siquiera la hojarasca filosófica, sociológica y marxista, podía cubrirlo. Ellos, los miembros de la Escuela de Frankfurt no lo vieron o no lo quisieron ver: el pueblo alemán, en cambio, si lo percibió. La propaganda de derechas e izquierdas presentaba a Adolfo Hitler como “el cabo”, es decir, el pobre diablo, la carne de cañón, como había millones entre los reclutas incorporados del pueblo, el tipo irrelevante que había hecho acciones irrelevantes en la guerra (que le valieron dos Cruces de Hierro y varias menciones al mérito), habituado a obedecer las órdenes dadas por otros… un donnadie, en definitiva. Pero, a principios de los años 30, los medios presentaban al “cabo” fotografiado y entrevistándose con los magnates de la industria, saludando al Gran Mariscal Hindenburg, compitiendo con él en las elecciones presidenciales, seguido por las masas. El pueblo alemán vio en el “cabo” Hitler, a alguien que se había elevado sobre su clase social originaria, había prosperado hasta codearse con mariscales y ser oído y respetado por los poderosos… ¡Justo lo que cada uno de los “cuellos blancos” aspiraba: mejorar su situación social!

El gran “secreto” de Hitler es que se veía reforzado por los ataques que se realizaban contra él, encarnaba las esperanzas de ascenso social de la mayor parte de la población. Había cumplido con su deber en la guerra, había conocido el hambre y las privaciones antes del conflicto, sintió -como todos los alemanes- dolor por la derrota de la patria y se había propuesto mejorar su situación y la de toda la sociedad alemana. Los medios de comunicación marxistas achacaban a Hitler que se había comprado un Mercedes Compresor, último modelo, en 1922, pero no pudieron demostrar que los fondos con que lo adquirió procedieron de otra actividad que no fuera su propio trabajo como articulista, editor y de sus honorarios como conferenciante. ¡Era justo lo que quería la clase media! Prosperar mediante el trabajo. Fue así como los ataques antifascistas contra Hitler, terminaron realzando involuntariamente su figura, no solamente sobre las clases medias, sino incluso sobre el proletariado.

Poco a poco, los “frankfurtianos” se fueron dando cuenta del problema y aceptaron abandonar el planteamiento marxista convencional analizando las clases solamente desde el punto de vista económico. Se vieron obligados a “abrirse” a otros planteamientos. Y ahí estaba el maestro Max Weber para aportar lo que el marxismo -ni la Escuela de Frankfurt- tenían: la posibilidad de realizar un análisis sociológico utilizando sistemáticamente estadísticas, encuestas y sondeos. Weber -que había sido profesor de algunos “frankfurtianos”- sostenía que, para analizar las clases sociales, había que atender a su estatus y, sobre todo, a cómo se ven a sí mismas, las perspectivas que tienen para sus hijos, sus modelos de vida, sus objetivos, etc. Marx, por su parte, apenas había dicho nada sobre las clases medias -prácticamente inexistentes en el momento en el que escribió sus obras-, profetizó erróneamente que los “empleados”, en períodos de prosperidad se sentían más próximas a la burguesía, pero que, al desencadenarse las crisis económicas terminales del capitalismo, optarían por el proletariado. La hipótesis quedó desmentida, tanto en 1923 con la “hiperinflación” como en 1929 con el crack económico que abrió el tiempo de la “gran depresión”.

Los “frankfurtianos” interpretaron que al llegar la “gran depresión” no se produjera el enfrentamiento final que deberían de haber iniciado el proceso de la revolución proletaria, a causa de la actitud de los “empleados”, cuya actitud, contribuía al retraso del choque. Así la ideología quedaba “salvada”: era, una vez más, la sociedad -en este caso, “los empleados”- eran quienes se habían equivocado al adoptar una posición contraria a las previsiones de Marx.