A medida
que fueron discurriendo los años 30 y 40, quedó claro que, los fascismos eran
movimientos dirigidos por las “clases medias” en los que participaron miembros
de todos los grupos sociales: desde aristócratas hasta proletarios. Este planteamiento, que
podía ser aceptado por quien tuviera ojos y viera, era rechazado de plano por
marxistas como los miembros de la Escuela de Frankfurt. En su catecismo no era
de recibo que burgueses y proletarios, aristócratas y campesinos, militaran en
el mismo partido, ni tuvieran los mismos intereses por mucho que pertenecieran
a la misma nación.
La principal dificultad
surgía del propio Marx que consideraba al “proletario” solamente como aquel que
trabajaba en una fábrica o que vendía su fuerza de trabajo a un capitalista. Para Marx,
el proletario era el “sujeto histórico” destinado a luchar e imponerse a la
“burguesía”. Pero ¿qué era “la burguesía”? En principio, tal como lo entendía
Marx, los capitalistas… Pero, si tenemos en cuenta que Marx solamente conoció
una breve etapa en la historia del capitalismo industrial y solamente en el
Reino Unido, uno se explica de donde surgieron todas las limitaciones, los
errores de percepción y las inadecuaciones tempranas que manifestaba la
ideología marxista desde finales del siglo XIX.
El “capitalismo” que
conoció Marx fue el “capitalismo industrial” en su primera fase de desarrollo.
Para Marx, un “capitalista” era el propietario de una fábrica en la que
trabajaban cientos de empleados. Pero, inmediatamente después, apareció el
“capitalismo popular”: por una parte, en forma de sociedades anónimas y de
sociedades limitadas, de pequeñas empresas y de autónomos en las que sus
miembros trataban de hacerse un lugar bajo el sol de los negocios y de la
producción de manufacturas. Eran “capitalistas”, pero en un sentido muy
diferente al de los “grandes magnates” de la industria. Marx sugirió que este
“capitalismo popular” siempre se alinearía con el “gran capital”. Acertó, pero otro
factor entró en juego y terminó por desequilibrar toda la arquitectura
ideológica marxista.
En efecto, en el último
cuarto del siglo XIX, especialmente en Alemania, apareció un nuevo tipo de
“trabajador”: el “empleado” (esto es, la persona que realiza una función dentro del proceso de
producción, pero al que no se le puede considerar un proletario, aunque su
puesto de trabajo esté próximo al de éstos o comparta volúmenes salarios
similares a ellos). Se trataba de los “empleados”, los famosos “cuellos
blancos” en contraposición a los “cuellos azules”, proletarios con mono de
faena. Los “cuellos blancos” desempeñaban su trabajo en oficinas, realizaban
trabajos de gestión y administración, siempre vinculados a las tareas
burocráticas de las fábricas o a sus redes de comercialización. Cuando este grupo de
trabajadores realizaba tareas para el Estado, se les llamaba “funcionarios”,
pero su papel era similar. Unos y otros respondían a características parecidas
y tenían idénticas aspiraciones.
En 1925, Wilhelm Reich
estimaba que en Alemania existían 40.000.000 de proletarios por 20.000.000 de
empleados. Este grupo social carecía de tradiciones, realizaban tareas
estandarizadas y, según las previsiones de Marx, se esperaba que este grupo se
inclinaría a defender sus intereses uniéndolos a los del proletariado en el
momento en el que se hubiera desencadenado una crisis económica. No solamente, no fue
así, sino que todo ocurrió de manera inversa a estas previsiones.
Wilhelm Reich se dio
cuenta de que las clases sociales no pueden examinarse solamente en función de
los parámetros económicos, esto es, por su “objetividad”, sino también por elementos
vinculados a la “subjetividad psicológica”. Los “cuellos blancos”, no solamente no
querían ser considerados como proletarios, sino que se sentían diametralmente
opuestos al proletariado e, incluso, su principal temor era “proletarizarse”.
Como cualquier persona normal, querían ir hacia arriba en la escala social, no
descender. Eso -que era precisamente lo mismo que lo que deseaba el proletariado y
lo único que podía ser razonablemente considerado como “conciencia de clase”-
fue retratado de manera irónica por el socialdemócrata Theodor
Geiger en su ensayo El pánico de la clase
media (1930).
Geiger empieza
reconociendo algo que ya resultaba evidente desde hacía mucho: “En el intento de concebir la población –aunque
muy burdamente– según condiciones de clase objetivas no basta la dualidad
«capitalistas – proletarios». Existen condiciones medias a las que ambos
conceptos no se adaptan”. Salva en
cierto sentido al marxismo: “Una clase es entonces un colectivo que
representa solidariamente una determinada voluntad social y económica”, por
tanto, no existe nada superior, ni diferente a las clases sociales, al menos a
la hora de analizar las sociedades de “capitalismo avanzado”. Percibe un grupo
que “no son «ni capitalistas ni proletarios» son entonces sólo un estrato
intermedio sin función propia fundada en el tipo de la sociedad de clases”.
No le parece aceptable considerar que la clase media tenga una función de
tránsito en el ascenso y descenso social, en la que los contrastes de intereses
de las alas extremas experimentan una compensación mediadora. Ni tampoco acepta
que la clase media fuera portadora de una especial voluntad de reforma social.
Ve que “un número considerable de individuos permanece aún en condición de
clase no inequívocamente proletaria: el oficio, el comercio al por menor, el
campesino tiene, con todo, una parte modesta en los bienes de producción; en
otros casos, encubren la condición de clase proletaria (funcionarios,
profesiones libres) especiales cualificaciones de rendimiento o buenos
ingresos. Por otro lado, muchos sujetos económicos en condición de clase
proletaria objetivamente pronunciada, se oponen a solidarizarse con la clase
proletaria por motivos ideológicos: una gran parte de los trabajadores
agrícolas y de los empleados”. Geiger considera que todos estos grupos no
tienden a ser un “poder nivelatorio” de la sociedad que amortigüe
choques entre extremos, sino más bien un “factor retardatorio” en la
lucha de clases: “No hay en la sociedad de clases ninguna clase media como
tercer frente; en ella sólo hay un bloque de los no solidarizados en términos
de clase, o sea, una zona que aún no está impregnada por el principio de la
estratificación de clase”.
Es particularmente interesante lo que dice en
torno al nacionalsocialismo:
“Nadie duda de que el nacionalsocialismo
(NS) debe su éxito electoral esencialmente a la Vieja y Nueva clase media. Aun
cuando la mitad de la juventud que, por primera vez desde 1928 tenía derecho al
voto, hubiera votado por los nacionalsocialistas, hubieran resultado sólo
alrededor de un millón de votos. Por lo tanto, la nueva generación puede
explicar sólo en muy pequeña medida el ensanchamiento de los
nacionalsocialistas. Neisser estima el contingente de clase media de los
nacionalsocialistas, en alrededor del 50%. (Me remito aquí y en lo que sigue a
las estimaciones de Neisser, de las que pongo en duda un solo punto: 15 a 20%
de trabajadores como electores del NS, me parece exagerado). El solo predominio
del contingente de clase media en el NS explica una serie de fenómenos
llamativos. El NS ha crecido en casi en todos los distritos electorales,
independientemente de la estructura local de población, más o menos con la
misma fuerza (alrededor de 1 a 7 – 1 a 9). Las excepciones las forman sólo los
distritos electorales ya desde antes fuertemente penetrados por el
nacionalsocialismo, por ej., el Palatinado y la Baja Franconia, o aquéllos en
que la afluencia hacia el NS está reducida por fuertes motivaciones electorales
tradicionales (el Centro en la Baja Baviera). El crecimiento, en general igual,
sólo es posible apoyándose en ambas clases medias, cuyos elementos en particular
son tan diversos, que en cada distrito, estructurado económicamente como esté,
la falta de un elemento resulta compensada por un predominio de otros. En el
campo son los campesinos; en la ciudad mediana, el comercio, el oficio, los
funcionarios; en la gran ciudad, el comercio, los empleados, los funcionarios.
Además: en ningún partido es tan grande la diferencia de magnitud entre el
núcleo organizado y el electorado como en el NS; a medio millón de adherentes
al partido corresponden 6 millones y medio de electores. El éxito se debe, por
lo tanto, a votos fluctuantes no organizados. Éstos no podrían ser en ninguna
parte tan numerosos como en las clases medias, que se orientan, de elección a
elección, como eternamente acosadas por ambos lados y, más precisamente, en
gran medida no según puntos de vista positivos: ¿qué nos ofrece este partido?,
sino, comprensiblemente, negativos: ¿qué no nos ha ofrecido aquel partido?
Aparte de eso: la participación electoral fue esta vez del 85%, frente al 76%
en mayo de 1928. Cuatro millones de electores (o el 9% de las personas con
derecho a voto) abandonaron su abstinencia política. En su mayor parte,
acudieron en masa al NS. Sin embargo, la abstinencia ciudadana, a su vez, ha de
buscarse sobre todo en las clases medias. Cinco millones y medio de votos ha
ganado el NS; si se le agregan los cuatro millones de participación adicional,
queda un millón y medio de votos fluctuantes, sacados de los partidos del
centro burgués y de los nacional-alemanes. Esto coincide exactamente con la
pérdida total de los partidos burgueses. El NS se adula a sí mismo por haber
despertado, mediante el lema nacionalista «al pueblo entre financistas judíos y
marxistas». Puede verse con facilidad que se equivoca en eso. Así, como es
sabido, del campesinado está hasta hoy más cerca el concepto concreto y más
estrecho de tierra natal que el abstracto y más amplio de nación; y, no
obstante, procede del campesinado cerca del 25% de los votantes del NS. Además:
si oficio y pequeño comercio han de sopesarse comparativamente según sus
convicciones nacionalistas, vence con seguridad el oficio; (…) Del «Völkischer
Beobachter» extraigo que, de los 107 diputados de los NS, 17 pertenecen al
campesinado, 18 a los oficios (y a los obreros), 19 son pequeños comerciantes y
empleados, 14 maestros, 13 pertenecientes a la profesiones libres y escritores,
12 medios y bajos funcionarios, 8 juristas, 6 oficiales del viejo ejército” (el
texto está escrito en 1930 y, por tanto, solamente puede comparar los
resultados de las elecciones de 1928 y de las de 1930).
A Geiger le
costaba entender el “desenganche” que la clase media estaba realizando y optó
por explicarlo mediante las banalidades más asombrosas. Decía, por ejemplo,
que, a pesar de que empleados y proletarios compartieran mismos sueldos,
lugares de trabajo próximos, lo que les diferenciaba es que unos trabajaban
sentados y otros de pie, unos utilizaban papel y lápiz y otros grasas y
materiales engorrosos… Según Geiger estos serían los elementos que darían a los “empleados”
una sensación de superioridad sobre el proletariado.
A pesar de que el
ensayo de Geiger sigue todavía disfrutando de cierto prestigio intelectual, lo
cierto es que, además de estar plagado de errores de apreciación, el autor -que
una vez autoexiliado en EEUU trabajo como otros antifascistas, para la
Fundación Rockefeller (ganando una beca mientras se encontraba “exiliado” en Dinamarca (en
donde, permaneció ¡dos años después de la ocupación alemana del país!)- se
muestra como un profeta lamentable: considera que el NSDAP no llegará al poder y que el “despertar de Alemania” ha
sido un fracaso. Es más, incluso considera que las perspectivas de una
respuesta de la izquierda son muy buenas, porque al aumentar el número y el
porcentaje de votantes, se ha producido una “democratización” que puede
considerarse como un “éxito de la democracia”. Se pregunta: “¿Amenaza
la contrarrevolución?” y él mismo responde:
“Según todas
las apariencias: no”, añadiendo “El Tercer Reich no es ninguna idea, sino un cliché vacío
(…) Por lo demás: si el
NS tuvo alguna vez posibilidades de rebelarse exitosamente con violencia, las
ha perdido en estas elecciones; se echó a la espalda un lastre demasiado grande
de elementos que son todo menos sanguinarios y violentos. Es una bonita
ilustración del cambio que ha experimentado el NS, que disputó con los
nacional-alemanes, cuál de los dos estaba más a la derecha y dónde debían
sentarse sus diputados en el Reichstag,”.
Dos años después de escribir estas líneas, Hitler
juraba su cargo de canciller del Reich. Y cinco años después la situación
económica había remontado y las clases medias (antiguas y nuevas), tanto como
los campesinos y los trabajadores, se habían visto favorecidos por una mejora
en sus condiciones de vida. Todas las previsiones de Geiger, sin excepción,
se evaporaron.
En general, el problema
era tan simple de ver que ni siquiera la hojarasca filosófica, sociológica y
marxista, podía cubrirlo. Ellos, los miembros de la Escuela de Frankfurt no lo
vieron o no lo quisieron ver: el pueblo alemán, en cambio, si lo percibió. La
propaganda de derechas e izquierdas presentaba a Adolfo Hitler como “el cabo”,
es decir, el pobre diablo, la carne de cañón, como había millones entre los
reclutas incorporados del pueblo, el tipo irrelevante que había hecho acciones
irrelevantes en la guerra (que le valieron dos Cruces de Hierro y varias
menciones al mérito), habituado a obedecer las órdenes dadas por otros… un donnadie,
en definitiva. Pero, a principios de los años 30, los medios presentaban al
“cabo” fotografiado y entrevistándose con los magnates de la industria,
saludando al Gran Mariscal Hindenburg, compitiendo con él en las elecciones
presidenciales, seguido por las masas. El pueblo alemán vio en el “cabo”
Hitler, a alguien que se había elevado sobre su clase social originaria, había
prosperado hasta codearse con mariscales y ser oído y respetado por los
poderosos… ¡Justo lo que cada uno de los “cuellos blancos” aspiraba: mejorar su
situación social!
El gran “secreto” de Hitler
es que se veía reforzado por los ataques que se realizaban contra él, encarnaba
las esperanzas de ascenso social de la mayor parte de la población. Había
cumplido con su deber en la guerra, había conocido el hambre y las privaciones
antes del conflicto, sintió -como todos los alemanes- dolor por la derrota de
la patria y se había propuesto mejorar su situación y la de toda la sociedad
alemana. Los medios de comunicación marxistas achacaban a Hitler que se había
comprado un Mercedes Compresor,
último modelo, en 1922, pero no pudieron demostrar que los fondos con que lo
adquirió procedieron de otra actividad que no fuera su propio trabajo como
articulista, editor y de sus honorarios como conferenciante. ¡Era justo
lo que quería la clase media! Prosperar mediante el trabajo. Fue así como los
ataques antifascistas contra Hitler, terminaron realzando involuntariamente su
figura, no solamente sobre las clases medias, sino incluso sobre el
proletariado.
Poco a poco, los
“frankfurtianos” se fueron dando cuenta del problema y aceptaron abandonar el
planteamiento marxista convencional analizando las clases solamente desde el
punto de vista económico. Se vieron obligados a “abrirse” a otros
planteamientos. Y ahí estaba el maestro Max Weber para aportar lo que el marxismo
-ni la Escuela de Frankfurt- tenían: la posibilidad de realizar un análisis
sociológico utilizando sistemáticamente estadísticas, encuestas y sondeos. Weber -que había sido
profesor de algunos “frankfurtianos”- sostenía que, para analizar las clases sociales, había
que atender a su estatus y, sobre todo, a cómo se ven a sí mismas, las
perspectivas que tienen para sus hijos, sus modelos de vida, sus objetivos,
etc. Marx, por su parte, apenas había dicho nada sobre las clases medias
-prácticamente inexistentes en el momento en el que escribió sus obras-,
profetizó erróneamente que los “empleados”, en períodos de prosperidad se
sentían más próximas a la burguesía, pero que, al desencadenarse las crisis
económicas terminales del capitalismo, optarían por el proletariado. La hipótesis
quedó desmentida, tanto en 1923 con la “hiperinflación” como en 1929 con el
crack económico que abrió el tiempo de la “gran depresión”.
Los
“frankfurtianos” interpretaron que al llegar la “gran depresión” no se
produjera el enfrentamiento final que deberían de haber iniciado el proceso de
la revolución proletaria, a causa de la actitud de los “empleados”, cuya
actitud, contribuía al retraso del choque. Así la ideología quedaba “salvada”:
era, una vez más, la sociedad -en este caso, “los empleados”- eran quienes se
habían equivocado al adoptar una posición contraria a las previsiones de Marx.