La historia del crack de 1929 tiene
distintas raíces, pero sin duda una de las más profundas reside en las huelgas
que asolaron la industria del carbón del Reino Unido en el año 1926[1]. En apenas medio año, el Reino Unido pasó de exportar
carbón a tener que importarlo. La economía global del país se resintió
extraordinariamente: los precios subieron, los costes de producción también y
los sindicatos, con su presión, consiguieron que el país perdiera
competitividad. Las autoridades inglesas no respondieron con fortaleza sino
que, en su pusilanimidad, no se atrevieron a enfrentarse al movimiento huelguístico
y optaron por avalar las compras de carbón en el extranjero que los bancos
financiaron con créditos especiales. Los bancos ingleses debieron buscar dinero
allí donde lo había para poder financiar estos créditos que superaban con mucho
su liquidez. Y en aquel momento las grandes reservas de libras esterlinas
convertibles en oro se encontraban en Alemania y Francia. Los bancos ingleses,
así pues, se convirtieron en deudores de estos dos países. En el momento en que
los bancos ingleses iniciaron los pagos en oro, la City empezó a ver
como disminuían sus reservas. Pronto el Banco de Inglaterra advirtió que no
disponía de suficiente oro para poder realizar los pagos que le exigían el Reichsbank
y la Banque de France. Estos no admitían el pago en papel moneda:
consideraban a la libra demasiado erosionada como para poder confiar en su
valor. Así pues, la única posibilidad de salir del problema era elevando los
tipos de interés, pero eso suponía encarecer el precio del dinero y ralentizar
la actividad económica.
El Banco de Inglaterra, dirigido por Montagu
Norman[2], solicitó
ayuda a la Reserva Federal y a su presidente, Benjamin Strong[3].
Ambos se conocían desde hacía tiempo, eran amigos y estaban vinculados al
banquero J.P. Morgan[4]. Strong
sostenía que el sistema financiero euro–americano solamente podía alcanzar una
estabilidad prolongada si los bancos centrales de cada país se ayudaban unos a
otros y actuaban solidariamente. Fiel a este principio, en 1927 Strong convocó
a los gobernadores de los bancos centrales a una reunión en Long Island. De ahí
surgió lo que en la época se llamaría “el club más exclusivo del mundo”. Lo que
Strong pretendía con esta reunión era apremiar a los bancos centrales de
Francia y Alemania para que desistieran de exigir al Banco de Inglaterra el
pago de la deuda en oro y se conformaran con papel moneda.
Sin embargo, el representante del Reichsbank, Hjalmar Schacht, así como su homólogo francés decidieron no asistir personalmente con lo que la reunión quedó desnaturalizada. Francia envió al economista Charles Rist, el cual pidió asesoramiento al economista–jefe del Chase National Bank, Benjamin Anderson. Ambos discutieron sobre la delicada situación del Banco de Inglaterra, la excesiva expansión del crédito y la escasez de divisa–oro en el Reino Unido. Sin embargo, Schacht se negó una vez más a aceptar libras de papel para pagar la deuda inglesa. El argumento de Schacht no estaba carente de lógica: pedía simplemente que se adoptaran tipos de interés realistas. El camino estaba cerrado para Strong así que desistió, pero aseguró que los EEUU ayudarían al Reino Unido a salir del empantanamiento económico en el que se encontraba, lo que, de paso, animaría a las bolsas norteamericanas.
Existía un precedente que no había
resultado mal para la bolsa norteamericana. En efecto, en 1922 la Reserva
Federal, por primera vez, compró deuda pública norteamericana y la bolsa se
disparó de 70 a más de 100 puntos. Cuando cesó esa política la bolsa volvió a
caer y cuando volvió a adoptarse de nuevo, la bolsa, pasó en pocas semanas de 90
puntos a 160. Así pues, era razonable pensar que, si nuevamente volvía a
intentarse una operación de este tipo, la economía bursátil se reanimaría otra
vez.
En este episodio se encuentra el
origen de la que se convertiría en el crack bursátil de 1929.
Al retornar Strong de la reunión
de gobernadores de los bancos centrales, la Reserva Federal prestó 12 millones
de libras–oro al Banco de Inglaterra y rebajó los tipos de interés por debajo
de los que regían en Londres para evitar que los inversores ingleses sacaran sus
fondos del país y los invirtieran en valores norteamericanos. En agosto de 1927
alcanzaron su mínimo histórico haciendo que las operaciones bursátiles en el
mercado abierto se duplicaran. A través de este mercado se canalizaba el dinero
a los bancos que a su vez lo ofrecían a sus clientes: si el mercado abierto
bajaba, el dinero bajaba de precio y se abría el crédito a más y más
ciudadanos. Eso inició la borrachera
bursátil: en apenas 26 meses, hasta octubre de 1927, el índice de la bolsa de
Nueva York se elevó de 170 a 380 puntos… era evidente que se estaba produciendo
una “burbuja”.
No se hizo nada hasta que Strong
falleció y su sustituto al frente de la Reserva Federal intentó corregir la
situación. La primera medida consistió en subir los tipos de interés del 3,5 al
5% lo que logró moderar algo el ritmo de concesión de créditos; pero ya era
tarde: se había creado mucho volumen de crédito en muy poco tiempo y la espiral
era imposible de detener so pena de que todo el mecanismo económico quedara
paralizado y se produjera la catástrofe: las autoridades de la Reserva Federal
entendieron que había mucho crédito pero poca liquidez, si se cortaba el flujo
del crédito se detenía, simplemente, toda la economía. El economista de la
escuela austríaca, Benjamín Anderson indicaba con este símil perfectamente lo
que había ocurrido:
“Cuando
la bañera del piso de arriba se ha desbordado y ha estado vertiendo agua
durante cinco minutos, no es complicado lograr que deje de hacerlo y aprovechar
para fregar el suelo. Pero cuando ha estado vertiéndola en grandes cantidades
durante muchos años, las paredes, los falsos techos y el suelo están echados a
perder, y resulta muy costoso y complicado retirarla. Mucho después de que se
haya cerrado el grifo, el agua seguirá rezumando por las paredes y el techo”.
El gran problema, en definitiva,
era que el exceso de crédito no produjo economía productiva (¿para qué seguir
el complicado proceso de idear proyectos, construir empresas y contratar
personal, adquirir maquinaria, crear redes de comercialización y venta, si con
sólo comprar y vender en bolsa se obtenían beneficios superiores?) sino una
economía meramente especulativa. Pero la economía especulativa, para ser
eficiente, precisa especular con productos que realmente aumenten su valor hasta
el infinito: y está claro que ese tipo de productos no existen. La
economía especulativa genera siempre “burbujas” (productos que, por
algún motivo, se cotizan muy por encima de su valor real) y estas terminan,
antes o después, estallando (esto es, recuperando su valor real). Así pues, en
el momento en el que existe expansión financiera que no está seguida por un
aumento de la economía productiva, la formación de burbujas es algo que está
cantado a corto plazo (máximo cinco años).
La responsabilidad del
Tratado de Versalles
Parte de todo el problema se había
generado a causa del insensato Tratado de Versalles que obligaba a Alemania a
pagar “indemnizaciones de guerra”. En mayo de 1919, cuarto aniversario del
hundimiento del Lusitania, a las 15:00 horas, en la sala de conferencias
del Palacio del Trianon de Versalles, se inició la conferencia de paz, diseñada
hasta en sus más mínimos detalles por el gobierno francés para que supusiera
una humillación adicional a la derrota alemana. Esta sesión apenas duró cinco
minutos. Se entregó a la delegación alemana el texto de 200 páginas, 440
artículos y 5.000 palabras y Georges Clemenceau, el primer ministro francés,
pronunció unas breves y expresivas
palabras: “Señores plenipotenciarios del Imperio alemán, no es este ni el
momento ni el lugar para gastar palabras. Ha llegado la hora de ajustar
cuentas”. Así pues, la culminación a cuatro años de guerra era,
simplemente, un ajuste de cuentas. Se dio a los alemanes quince días para
realizar “observaciones”, tras las cuales los vencedores darían su respuesta y
la fecha de la firma definitiva del Tratado. Rechazar la firma equivaldrá a dar
la orden para la invasión alemana.
Dominique Venner dice:
“El texto del Tratado, redactado rápidamente y
con furia, tiene solo una lejana similitud con la “paz justa” propuesta por el
presidente Wilson en sus “Catorce Puntos”. La delegación americana y británica
se preocuparon, por lo demás, un poco tarde por los excesos del texto, cuyo
alcance general no había aparecido en el momento de las fragmentarias
discusiones de los diversos artículos” [5].
Herbert Hoover, futuro presidente
de los EEUU se declaró “horrorizado por su dureza”. El entonces
presidente Wilson dice: “Si fuese alemán, creo incluso que no firmaría”.
Clemenceau llevó la voz cantante a la vista de que la mayor parte de la guerra
se había librado sobre territorio francés. El propio Lloyd George, primer
ministro inglés, comprendió que estas “Condiciones de Paz” iban a ser el germen
de un nuevo conflicto. Otro tanto opinaban el economista John Maynard Keynes.
El Tratado de Versalles privó a
Alemania de una séptima parte de la superficie que tenía en 1914 y de una
décima parte de su población. Colocar el Sarre durante quince años bajo la
protección de la débil Sociedad de Naciones en espera de un referéndum final
era tan estúpido como realizar un plebiscito en Alta Silesia, separar Prusia
Oriental del resto de Alemania con el corredor de Danzig (ciudad en un 95%
alemana), medidas todas ellas absurdas y enloquecidas. Alemania, por lo demás,
se vio desposeída de su marina mercante, de su material ferroviario, del 30% de
su carbón, del 75% de su mineral de hierro y del 15% de su producción agrícola.
Pero lo más conflictivo fueron las exigencias de pago de “reparaciones”
absolutamente desorbitantes.
Todo quedaba justificado en
función del Artículo 231 del Tratado en el que Alemania se reconocía “responsable
de la guerra” y, por tanto, de las pérdidas y de los daños causados al
adversario. Se pretendía por tanto que el Kaiser fuera entregado y juzgado como
criminal de guerra y que otros muchos dirigentes políticos y militares pasaran
por cortes marciales aliadas.
La Asamblea Nacional se transfirió
excepcionalmente del teatro de Weimar a la Universidad de Berlín el 12 de mayo
para deliberar. El canciller Scheidemann, se negó a firmar: “El gobierno
considera inaceptable este Tratado. ¿Qué mano no se secaría antes que
encadenarse a sí misma y a nosotros al mismo tiempo, a estas cadenas?”.
Solamente la extrema–izquierda (los “socialistas independientes”) aceptaron la
tesis de “culpabilidad alemana”. El 29 de mayo de 1919, el conde von Brockdorff
zu Rantzau entregó a los aliados la contrapropuesta alemana. El 16 de junio la
mayor parte fue rechazada. El Ejército sobre todo se opuso a la firma: se pedía
simplemente su desmantelamiento. La flota de alta mar, incluidos acorazados y
sumergibles, quedaría totalmente en poder de los aliados y se prohibía en
adelante construir submarinos y buques pesados.
Los efectivos de la Reichswehr
debían ser reducidos a 100.000 hombres de los que solamente 4.000 serían oficiales.
No podrán disponer ni de aviación ni de medios blindados. La artillería se
reducirá a 204 cañones y 84 obuses. Incluso se preveía un número mínimo de
ametralladoras y morteros. El ejército sólo serviría para mantener el orden
interno. Se regulaba incluso el contenido de la enseñanza de la escuela de
oficiales. Renania sería desmilitarizada y las fortificaciones de la orilla
derecha del Rihn desmanteladas en una profundidad de 50 kilómetros. Las Kadettenschulen
y el Estado Mayor serían disueltos. No era raro que Hindenburg escribiera: “prefiero
perecer con honor que firmar una paz humillante”.
El canciller Scheidemann
(socialista) optó por presentar su dimisión antes que firmar lo que ya por
entonces se llama en Alemania “el Diktat”. Fue sustituido por Gustave
Bauer y Mathias Erzberger que hicieron aprobar la firma del tratado por 237
votos a favor y 138 en contra. La flota alemana fue hundida por su propia
oficialidad y las banderas francesas conquistadas en la guerra de 1870 se
quemaron en una pira. Los aliados rechazaron las rectificaciones alemanas y
dieron un nuevo ultimátum que vencía el lunes 23 de junio a las 19 horas. En
las semanas siguientes, Alemania se debatió entre la vida y la muerte; la
cúpula militar era partidaria casi completamente de reanudar la guerra; pero,
otros fueron conscientes de que habrá que sacrificar las provincias
occidentales y preparar la venganza a partir de Prusia. En general, la
población quería que todo aquello cesase cuanto antes al precio que sea. Venner
escribe: “El temor a la guerra es más fuerte que el horror al Diktat”[6].
El general Groener resume la situación y señala el único camino posible a
seguir:
“No
en calidad de Primer Burgomaestre General, sino como alemán que considera con
lucidez el conjunto de la situación, considero que mi deber es, señor
Presidente del Reich, darle el siguiente consejo: a pesar de las efímeras
ventajas en el Este, reemprender la lucha no permitiría contar con un éxito
final; por lo tanto, la paz debe ser concluida en las condiciones impuestas por
el enemigo”.
A las 17:15, el presidente Ebert
comunicó a la delegación alemana en Versalles que el gabinete del Reich
está a punto de firmar el Tratado de Paz. Venner añade: “Una lluvia triste
cae sobre Berlín”. El Tratado fue definitivamente firmado en Versalles el
28 de junio de 1919.
A
partir de ese momento quedaba reducir a 100.000 hombres las fuerzas armadas y
hacerlo en un plazo de seis meses. Y eso cuando el Ministro de la Reichswehr
había perdido la confianza de los oficiales. Todas las unidades sufrirían
la reducción de sus efectivos y la expulsión de miles de oficiales competentes
y curtidos. La medida es todavía más absurda porque, justo en esos momentos, se
están produciendo insurrecciones bolcheviques en toda Alemania y nadie –salvo
los Freikorps– está en condiciones de afrontarlas.
El Tratado de Versalles entró en
vigor el 10 de enero de 1920; sólo dos días después, los espartaquistas intentaron
invadir el Reichstag. La policía abrió fuego. Se contaron 42 muertos y
105 heridos entre los asaltantes. En este clima de guerra civil y
desesperación, el 7 de febrero de 1920, los Aliados pretendieron la entrega de
895 “criminales de guerra”, entre los cuales figuran el Emperador, el
Kronprinz, los mariscales Hindenburg y Mackensen, el gran almirante von Tirpitz, los generales Ludendorff y von
Falkenhayn, el príncipe Ruprecht de Baviera, el duque Alfredo de Wurtemberg, el
canciller Bethmann–Holwleg. Una vez más, solamente la extrema–izquierda se mostró
a favor de ceder: su tesis es que la “burguesía” alemana y los “militaristas
prusianos” han organizado el conflicto y, por tanto, deben pagar…
[1] El movimiento se inicio en el mes de mayo
y concluyó en noviembre de ese año. El movimiento se inspiraba en un manifiesto
sindicalista escrito en 1912 (The Miners Next Step, El siguiente paso
del minero), escrito por una comisión que reclamaba un salario mínimo y
jornadas de siete horas. Estaba inspirado en la izquierda laboralista y
reclamaba que las minas fueran autogestionadas por los mineros. El 3 de mayo de
1926 estalló una huelga general en Gran Bretaña que paralizó el país durante
nueve días. La huelga se inició en la minería pero el movimiento de solidaridad
se extendió en distintos sectores industriales (ferroviarios, transportes,
docks, fábricas, impresores, hasta alcanzar a toda la clase obrera británica).
El 12 de mayo la huelga remitió porque las Trade Unions (sindicatos)
recibieron mejoras salariales del gobierno Baldwin. Solamente la minería
mantuvo el paro. Se declaró un lock–out patronal y la huelga se
transformó en extremadamente dura con enfrentamientos constantes con los
esquiroles y la policía. Finalmente, el 18 de noviembre de ese año, los mineros
se reintegraron al trabajo después de haberse visto obligados a aceptar una
propuesta peor que la que se les había ofrecido medio año antes. El resultado
fue una inmensa desmoralización y el hecho de que, en Gales, el número de
mineros descendiera de 218.000 a 184.000. El fracaso del movimiento supuso un
muy duro golpe para el sindicato minero y para el movimiento obrero británico.
Cfr. http://www.llgc.org.uk/ymgyrchu/Llafur/1926/index–s.htm y también puede
consultarse http://www.marxist.com/gran–bretana–huelga–general–1926.htm.
También puede consultarse la obra: El rescate de la historia, Ed Rayner y Ron Stapley, Ediciones Borin
Book, Barcelona 2007, parágrafo ¿Qué importancia tuvo la huelga general de
Bran Bretaña en 1926), pág. 101–104.
En 1926: viviendo al borde del tiempo, Hans Ulrich Gumbrecht,
Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia. especialmente el capítulo
Huelgas, pág. 139–145.
[2] Montagu Collet Normal (1871–1950) fue gobernador
del Banco de Inglaterra entre 1920 y 1944. Alumno del King’s College de
Cambridge, pertenece a una saga de banqueros. Durante su mandato y tras la
crisis de 1929, el Reino Unido abandonó el patrón oro. Fue amigo de Hjalmar
Schacht, ministro de finanzas del primer gobierno de Hitler y padrino de uno de
sus nietos. Participó en varios grupos de amistad y apoyo anglo–alemanes. Representante
de su país en el Banco de Pagos Internacionales, en 1939 se le achacó que
hubiera transferido al Reichsbank 6.000.000 de libras de oro,
depositadas en esa institución y propiedad del gobierno Checoslovaco. Cfr. Montagu
Norman, John Hardgrave, Kessinger Publishing, 2011, se trata de una
reproducción facsímil de la obra originaria y constituye hoy la mejor biografía
del director del Banco de Inglaterra.
[3] Strong
fue uno de los creadores de la Reserva Federal tras el pánico de 1907 cuando
los más prominentes banqueros norteamericanos crearon esta institución
destinada a emitir dinero. Hombre de confianza del banquero J. P. Morgan, éste,
junto con Paul Warburg, principal accionista de lae Kuhn, Loeb & Co., el
Senador Nelson Aldrich, Nelson Rockefeller, A. Piatt Andrew (Secretario Adjunto
del Tesoro), y otros banqueros como Frank A. Vanderlip, presidente de la
National City Bank de Nueva York, Henry P. Davison, socio principal de JP
Morgan & Co., y Charles D. Norton, del First National de Nueva York,
idearon el llamado “Plan Aldrich” en la conferencia de Jekyll Island que
sugeriría la creación de una institución que operara como un “banco central”.
Finalmente, con múltiples modificaciones, el plan fue aprobado por el Congreso
de los EEUU que sancionó la Ley de la Reserva Federal el 23 de diciembre de
1913. Strong fue nombrado Gobernador de la Reserva Federal de Nueva York el
mismo año, cargo que mantuvo hasta su muerte en 1928. Algunos historiadores de
la economía han mantenido que de haber vivido Strong cuando se produjo el crack
bursátil del 29, “podría haber sido capaz de para mantener la estabilidad en
el sistema financiero internacional”. Cfr. Benjamin Strong,
http://en.wikipedia.org/wiki/Benjamin_Strong,_Jr.
[4] John Pierpont Morgan (1837–1913), banquero norteamericano. De familia judía
londinense, en 1857 emigró a Nueva York representando distintas empresas
inglesas vinculadas al sector financiero, incluida la de su padre. Su primer
gran negocio se desarrolló durante la guerra civil adquiriendo rifles
anticuados por 3,5 dólares cada uno y revendiéndolos por 22 dólares. Él mismo
no realizó el servicio militar pagando 300 dólares. En 1895 fundó la JP
Morgan&Company que a principios del siglo XX era una de las entidades
bancarias más importantes de los EEUU. Su banco fue uno de los que financió la
red ferroviaria norteamericana. Se especializó en adquirir empresas con
problemas, sanearlas y revenderlas o bien incorporarlas a su imperio. Gracias a
él, los EEUU se salvaron de la quiebra cuando se produjo la crisis económica de
1893 y el Tesoro norteamericano se quedó sin reservas de oro. La prensa le atacó por haber sido uno de los
desencadenaron la crisis financiera para beneficiarse de ella. El congreso
formó un comité para investigar su gestión en ese episodio.
Su prestigio se resintió extraordinariamente a causa de todo esto. Cfr. J. P. Morgan: Banker to a
Growing Nation, Jeremy Byman,
Morgan Reynolds, Nueva York 2001.
[5] Baltikum,
Dominique Venner, EMInves, Barcelona, 2013. Capítulo X, La Conjura, pág.
112 y sigs.