Pero donde el Tratado de Versalles impuso una
tiranía mayor fue en las compensaciones económicas exigidas a Alemania. Y así
se entiende por qué los EEUU dejaron que las exigencias de Clemenceau llegaran
tan lejos hasta el punto de injertar en el ADN de la sociedad alemana el deseo
de venganza: tanto Francia como Inglaterra habían contraído una deuda
exorbitante con los EEUU[1]. Así
pues, de lo que se trataba para este país era que con el dinero alemán se
pagaran las deudas contraídas por Francia, Inglaterra y Bélgica con empresas y
con el gobierno de los EEUU.
Para facilitar estos pagos en 1924 se aprobó
el Plan Dawes[2] que debía favorecer el que Alemania hiciera
efectivos las cantidades estipuladas. El año 1925 marcó un cambio en la marcha
de la crisis de la postguerra. Alemania pudo, pues, reducir el ritmo de pago de
las indemnizaciones y se intensificaron los intercambios económicos y los
préstamos internacionales de los bancos norteamericanos, especialmente a
Europa. En esos años apareció el “capitalismo monopolista” que situó a los EEUU
al frente de la economía mundial, porque, efectivamente este país fue el gran
beneficiario de las dos guerras mundiales del siglo XX y su penetración
económica en Europa se inició después de Versalles. En pocos años, de 1923 a
1929, la producción industrial norteamericana se elevó un 64%, especialmente en
los sectores estratégicos.
El capitalismo norteamericano ideó
el sistema de venta a crédito para permitir que esta producción pudiera ser
adquirida. Fue la época dorada de la industria del automóvil y del acero. Eran
“los felices 20” en los que se pensaba –al menos en los EEUU– que esta oleada
de prosperidad no terminaría nunca. El ejemplo norteamericano contagió en mayor
o menor medida a la economía europea.
Pero no todo era prosperidad. Si
bien Francia prosperaba gracias a las indemnizaciones alemanas y se convertía
en primer productor mundial de hierro y en el segundo en producción de
vehículos, Gran Bretaña, cuyas instalaciones industriales estaban anticuadas,
seguía perdiendo competitividad y veía como aumentaba el paro y la agitación
social. Incluso en EEUU se percibía la aparición de síntomas inquietantes. Los
bajos precios de los productos agrícolas hicieron que los campesinos se
endeudaran y finalmente no pudieran pagar sus créditos. Varios millones
abandonaron los campos para integrarse en el proletariado industrial que luego
aportaría legiones de parados a la crisis del 29. Solamente existía optimismo
desbordante entre los inversores bursátiles. En 1928 los valores elevaron su cotización
una media del 25% y en el primer trimestre de 1929 alcanzaron revalorizaciones
del 35%, cuando las acciones de General Motors se habían revalorizado
cincuenta veces más sobre su cotización originaria.
Los
últimos meses previos al crack bursátil registraron aumentos
enloquecidos en las transacciones bursátiles: En los 15 meses anteriores al crack,
las operaciones especulativas pasaron de 500.000 al día a 5.000.000. También
aquí aparecieron rastros de colusión entre los intereses de la clase política y
los de lo que hoy se llaman “chiringuitos financieros”, empresas de inversión
de poca solvencia que utilizaban habitualmente “estafas piramidales”[3]
sin que ninguna autoridad les pusiera coto[4].
Los
gastos del conflicto fueron evaluados en 338.000 millones de dólares de la
época. Para afrontarlos, los contendientes redujeron cualquier otra partida
presupuestaria que no fuera la militar, pero, aun así, ni era suficiente, ni se
consiguió equilibrar los presupuestos mediante alzas fiscales. En los grandes
actores del conflicto (Alemania, Francia y Gran Bretaña) el gasto público se
elevó al 85% y no hubo forma de cubrirlo sino a base de un fuerte
endeudamiento.
A medida que se fue desarrollando
la Primera Guerra Mundial, se hizo evidente que la situación era insostenible
para ambos bandos y que, quien perdiera el conflicto, debería de pagar las
compensaciones que permitirían la recuperación del adversario. El consumo se
retrajo hasta lo imprescindible y algunas sociedades como la rusa no pudieron
soportarla.
Para todos los países que
participaron en el conflicto (salvo para EEUU que fue, inicialmente, el gran
beneficiario de la guerra) éste supuso unos sacrificios inasumibles. En primer
lugar, sacrificios humanos (la población europea disminuyó un 10% por causas
directamente vinculadas a la guerra) y el capital existente se contrajo un
3,5%, los gastos financieros que generó fueron incalculables y se multiplicó
por seis la deuda existente hasta ese momento. Para paliarla se “creó” dinero
con lo que se abrió un período inflacionista. Europa perdió mercados
internacionales que fueron ocupados por los países que no habían participado en
el conflicto (o que, como EEUU, participaron sólo en una segunda fase), pero
incluso en estos, cuando se firmó el Tratado de Versalles, algunos sectores
como el agrícola, experimentaron problemas de superproducción con las
consiguientes bajadas en los precios del sector y con el hundimiento de muchos
agricultores e industriales.
El
mapa de Europa resultó profundamente alterado y los años de guerra impidieron
que se desarrollaran nuevos criterios de productividad, exigiendo, al terminar
el conflicto, grandes inversiones para ganar eficiencia. Y, finalmente, las compensaciones exigidas a Alemania (132.000
millones de marcos oro) terminaron por favorecer la economía especulativa y en
absoluto la productiva, al generarse un optimismo desbordante que favoreció la
burbuja bursátil. EEUU, en esos momentos, desplazó a Gran Bretaña como primera
potencia económica.
Hasta el inicio del conflicto
todos los países habían utilizado el patrón–oro como medida de cambio para
transacciones internacionales, pero a partir del estallido de las hostilidades
esta norma se suspendió y cada país fijó un tipo de cambio arbitrario y
distinto para sus productos. Las reservas de oro fueron transfiriéndose de los
países europeos implicados en el conflicto a
los EEUU y en mucha menos medida a países neutrales que, como España, se
beneficiaron de su alejamiento de los frentes de batalla y de la venta de
armamento y provisiones a las partes en conflicto. EEUU pasó de acaparar el 26%
de las reservas de oro mundiales antes del conflicto, al 40% al terminar. Así
se produjeron desequilibrios entre países que ya no disponían de un respaldo
tangible (el oro) para su moneda y otros que disponían de exceso de oro pero
que no podían aplicar el patrón oro en sus intercambios así que pasaron,
simplemente a confiar en el país–cliente que, habitualmente, para pagar sus
compras utilizaba papel moneda recién impreso. La inflación apareció pronto
(especialmente en los países derrotados donde se convirtió en hiperinflación).
El comercio internacional se resintió y el dólar fue imponiéndose sobre la
libra como moneda de cambio internacional.
La creciente demanda de una Europa
en guerra facilitó la expansión de la producción en los EEUU. Antes de la
guerra, más del 55% del PIB mundial era europeo, pero hacia el final de la
guerra, los EEUU habían superado al viejo continente. Para colmo, los EEUU
realizaron prácticas proteccionistas que dificultaban extraordinariamente la
venta de las exportaciones europeas mientras que imponían sus propios productos
especialmente a Europa.
El Tratado de Versalles generó una
dinámica económica nueva en el hemisferio norte desarrollado. El esfuerzo que
se exigía a Alemania por el pago de las indemnizaciones era demasiado intenso y
prolongado como para que pudiera afrontarlo sin recurrir a créditos exteriores.
Gracias a estos créditos, Alemania logró estabilizar su moneda y pagar las
indemnizaciones a Francia. Bélgica y el Reino Unido para que estos pagaran las
suyas a los EEUU. Este proceso generó una extraordinaria riqueza en EEUU e hizo
que aumentara la producción industrial y que se generaran grandes cantidades de
crédito.
Sin embargo, la economía
especulativa avanzó por delante de la productiva generándose una burbuja
bursátil que en el momento en que se ralentizó generó el crack del
“jueves negro”, cuando las compras disminuyeron y los mercados estaban
saturados.
Si así empezó la crisis, hace falta ahora ver cómo se desarrolló y se transformó en “la gran depresión”.
Del crack a la gran depresión
Cuando
se extinguieron los ecos del jueves y del lunes negro, solamente el presidente
de los EEUU y algunos altos funcionarios no habían advertido la gravedad de la
situación y el hecho de que se iniciaba un nuevo ciclo económico descendente
que iba a prolongarse durante los siguientes diez años. En efecto, el
presidente Coolidge (que gobernó hasta el 4 de marzo de 1929, al abandonar el
cargo medio año antes del hundimiento) sostuvo que la economía estaba
“perfectamente bien”, y que las acciones “estaban baratas a los precios
corrientes”. En diciembre de 1928, cuando cualquier observador avisado hubiera
disparado las alarmas, Coolidge proclamó: “Ninguno de los Congresos de Estados
Unidos hasta ahora reunidos para examinar el estado de la Unión tuvo ante sí
una perspectiva tan favorable como la que se nos ofrece en los actuales
momentos”, aconsejando, en el colmo de la irresponsabilidad, “considerar el
presente con satisfacción y encarar el futuro con optimismo, ya que la fuente
principal para esta bendita situación sin precedentes reside en el carácter e
integridad del pueblo norteamericano”. En la misma línea, el presidente del
Stock Exchange decía: “Se han acabado los ciclos económicos tal como los hemos
conocido”, intentando prolongar el ciclo alcista y especulativo más allá del
sentido común y de lo razonable. El presidente Hoover, un mes después del
crack, dijo públicamente: “Compren ahora, la prosperidad está a la vuelta de la
esquina”. Todavía faltarían diez años hasta que John Steinbeck publicara su
estremecedora novela Las uvas de la ira (por la que sería premiado con
el Pulitzer un año después), verdadero fresco de aquella época y que resume
mejor que cualquier trabajo de investigación histórica, económica o sociológica
lo que representaron aquellos años para la sociedad norteamericana más modesta.
EEUU
se había enriquecido con el final de la Primera Guerra Mundial y con el
entramado financiero que hizo llegar al país toneladas de oro… en una sociedad
que seguía manteniendo capas de la población en el umbral de la miseria y que
cuando el mecanismo de producción y consumo se detuvo en octubre de 1929,
cayeron en la pobreza más absoluta e irremediable. Porque eso, en definitiva,
fue la Gran Depresión: EEUU se había enriquecido, pero buena parte de la
sociedad norteamericano seguía sumida en una pobreza sin precedentes.
Se conoce como gran depresión
el período que se prolonga desde el “jueves negro” hasta el año 1939, abarcó a
todo el mundo regido por la economía liberal–capitalista (la Unión Soviética se
vio libre de este azote por su particular sistema económico) y su duración fue
desigual dependiendo de las condiciones económicas de cada país. Cuando llegó
1939, en los EEUU, a pesar de la política aplicada por Franklin Roosevelt, el
famoso New Deal, las consecuencias de la crisis distaban mucho de
haberse disipado. Fue, sin duda, el período de contracción de la economía más
largo que se produjo en el siglo XX.
Los
rasgos económicos de este periodo son apocalípticos. El primero de todos, y uno
de los que más caracterizan aquel ciclo de decadencia económico, fue el
hundimiento del comercio internacional que se contrajo en dos terceras partes
entre 1929 y 1939. El efecto principal de esta interrupción de los flujos
comerciales internacionales fue que los países exportadores sufrieron más que
los países dotados de economías más cerradas al comercio exterior (como fue el
caso de España). Cuando empezó la Segunda Guerra Mundial el comercio
internacional distaba mucho de haber alcanzado los niveles que tenía en
1929. Las causas que generaron este
desplome fueron diversas pero las medidas proteccionistas adoptadas por EEUU y
Gran Bretaña tuvieron buena parte de responsabilidad.
Para
paliarlo se intentaron controlar los cambios e imponer restricciones a las
transacciones de divisas realizadas por particulares. Cada Estado obligó a los
exportadores a que entregaran las divisas con las que se les habían pagado las
mercancías vendidas. El valor de cambio era fijado por el gobierno. También se
intentaron suscribir acuerdos bilaterales entre países que intentaban que su
balanza comercial común estuviera equilibrada y, por tanto, no tuvieran que
mover ni divisas ni oro (se trataba en realidad de una forma moderna de
economía de trueque).
También
se suscribieron acuerdos bilaterales en los que cada país abría una cuenta a la
cual irían a parar los ingresos globales por comercio internacional. Esto,
acompañado de un cambio fijo dotado de fuertes controles de cambio, intentaba
minimizar los problemas generados por la inflación. La fijación de aranceles
proteccionistas constituyó otro de los factores que paralizaron el comercio
internacional. En todo el mundo, incluido en la patria del liberalismo, el
Reino Unido, se impusieron gravámenes sobre importaciones procedentes de fuera
del área de la libra esterlina.
En 1933 se convocó la Conferencia
Económica Mundial para tratar de relanzar el comercio internacional, pero el
intento fracasó al haber abandonado los EEUU el patrón oro y adoptar un cambio
fluctuante para su moneda. En 1936 volvió a intentarse un encuentro de estas
características con un dólar que parecía algo más asentado, pero lo único que
progresó fueron acuerdos bilaterales o multilaterales entre los distintos
países.
La interrupción de los grandes flujos de comercio internacional fue el síntoma característico que indicaba que la economía mundial se estaba contrayendo y que lo que había empezado siendo una crisis bursátil en EEUU provocada por la especulación, se estaba extendiendo a todo el universo liberal–capitalista. Los préstamos de un país a otro, como era de esperar, se redujeron y, como consecuencia de ello, cesó el flujo de dólares a los países europeos, especialmente a Alemania. Se suele decir que “EEUU exportó la crisis” especialmente a Europa. La renta per cápita disminuyó en todo el mundo capitalista y alcanzo sus mínimos en 1932 recuperándose luego muy trabajosamente y nunca hasta 1939 a los niveles anteriores al “jueves negro”.
Tras renunciar los EEUU al patrón
oro como medida de todos los cambios, unos meses después casi todos los países adoptaron
la misma actitud. La situación era particularmente grave en Alemania en donde
su economía y la posibilidad de pagar las “reparaciones de guerra” dependían de
sus exportaciones. El país logró una moratoria en su programa de pagos, pero
aumentó las tasas de interés para controlar la inflación y esto tuvo como
consecuencia el cierre de muchas empresas. La libra inglesa (la segunda
economía mundial en ese momento) se convirtió en moneda flotante, devaluándose
y adquiriendo una cotización que facilitó la recuperación posterior.
Los sectores más gravemente
afectados por la depresión fueron la agricultura, la producción de bienes de
consumo y la industria pesada. Esto provocó
que ciudades como Detroit y Chicago, que dependían de la industria pesada,
sufrieran la crisis con más intensidad. A su vez, hubo ciudades dependientes de
una sola industria que terminaron totalmente arruinadas. En 1932 el nivel de
actividad al que estaba funcionando la industria era tan bajo que incluso una
eventual demanda del mercado podía ser satisfecha sin necesidad de inversión y
sin recurrir a más mano de obra. De modo semejante, el sector de la vivienda
estaba también saturado de casas vacías cuyos propietarios no habían podido
hacer frente a las hipotecas. Pero lo que más se resintió fue la confianza de
los empresarios quienes albergaban grandes dudas sobre la utilidad de nuevas
inversiones.
El hundimiento de la bolsa fue
además una causa directa de la reducción de los beneficios empresariales y
destruyó el incentivo individual al ahorro, reduciendo así el volumen de los
recursos destinados a la inversión. El nivel extraordinariamente bajo de los
ingresos agrícolas fue decisivo y retardó considerablemente la recuperación. La
agricultura fue el sector más deprimido de la economía y los productores disminuyeron
sus ingresos en un 70%. Gran parte de las cosechas no se vendían y la
producción comenzó a disminuir demasiado tarde. A su vez, como la gran mayoría
de los pequeños agricultores estaban endeudados, se veían forzados a vender sus
productos a precios bajísimos o perder sus propiedades.
El funcionamiento del sistema
bancario americano fue el factor individual que mayor influencia tuvo sobre la
profundidad alcanzada por la depresión. Los bancos se apoyaban en unas pocas
industrias locales y eran muy susceptibles a las retiradas de fondos. Al
producirse una corrida bancaria masiva, los ahorros se tornaron menores que los
ingresos y los bancos no podían prestar dinero. A su vez, las garantías, como
las casas, contra las cuales se habían vendido los préstamos, eran invendibles.
A pesar de la debilidad del
sistema bancario, su derrumbamiento pudo haberse evitado, pero el gobierno no
hizo nada para rescatar a los bancos. Es más, lo que se pensaba en ese momento
era que la depresión suponía una purga que desembarazaría a la economía de sus
aspectos menos eficientes, siendo las bancarrotas y los despidos parte
necesaria de este proceso de retorno al equilibrio.
[1] La guerra, efectivamente, había resultado muy costosa:
Francia, que había previsto, para caso de guerra, un crédito de 2.500 millones
de francos de su Banco Nacional, tuvo que pedir prestados 75.000 millones
(sobre todo, a banqueros de Londres y de Nueva York) y entre 1914 y 1920, el
endeudamiento total de los beligerantes (salvo Rusia) pasó de 26.000 millones a
225.000 millones de dólares. La guerra sirvió también para que los EEUU (y algunos
países neutrales) se vieran enriquecidos con la venta de mercancías y armas a
los contendientes. Los EEUU al terminar la guerra poseían la mitad del oro del
mundo, y desde 1913 a 1929 su renta nacional pasó de 33.000 a 72.000 millones
de dólares. La guerra –y el hundimiento del Lusitania con el que los
EEUU justificaron su intervención– había sido un buen negocio para las finanzas
del otro lado del Atlántico.
[2] Hacia 1924, los aliados habían comprendido que Alemania no
podría pagar las indemnizaciones si no estabilizaba su economía. Así pues, de
lo que se trataba era de racionalizar el pago de la deuda, pues, de lo
contrario, Francia e Inglaterra no recibirían compensaciones y, por tanto, no
podrían pagar a los EEUU. Por eso se habilitó el Plan Dawes. La Comisión de
Reparaciones (REPKO) estableció que Alemania debía pagar 132 millones de
marcos–oro y estableció el calendario para las entregas. En 1923 fue evidente
que Alemania no podría pagar a pesar de las exigencias de Francia que procedió
a ocuparla cuenca del Ruhr que tuvo como respuesta el sabotaje económico y la
emisión masiva de moneda por parte del gobierno alemán: se produjo la
hiperinflación. En diciembre de 1923, los aliados, de común acuerdo con Alemania,
crearon una comisión presidida por el director de la Oficina del Presupuesto de
los EEUU, Charles Dawes, cuya misión fue estudiar las cantidades y los pagos
anuales a girar. De ahí salió el llamado Plan Dawes que estableció que entre
1924 y 1929 se pagarían 1.000 millones de marcos–oro anuales, 800 de los cuales
serían pagados con préstamos exteriores. En 1929 la cifra ascendería a 2.500
millones. El Reichsbank quedó obligado a mantener una reserva de oro y
divisas equivalentes al 40% del papel–moneda emitido. El plan preveía que los
franceses se retirarían del Ruhr. Se abandonó la exigencia prevista en
Versalles de requisar materiales tangibles y materias primas si no se abonaban
las cantidades concertadas. El plan fue firmado por todas las partes en abril
de 1924. Francia ofreció más reticencias y solamente firmó ante la posibilidad
de desplome del franco. Buena parte de la financiación procedía de EEUU, por
eso la viabilidad del Plan Dawes dependía de la salud de la economía
norteamericana: bancos americanos prestaban dinero a Alemania y ésta pagaba a
Francia, Inglaterra y Bélgica, que, a su vez, pagaban a EEUU sus deudas. Cuando
se produjo el crack de 1929, los bancos norteamericanos ya no pudieron
seguir prestando dinero a Alemania y que, por tanto, tampoco este país pudiera
girar dinero a los aliados que, a su vez, terminaba en arcas norteamericanas.
El comercio mundial quedó, pues, paralizado y el Plan Dawes hubo de sustituirse
por el Plan Young. Cfr. El Siglo XX, 1918–1945, R.A.C. Parker, Editorial
Siglo XXI España, Madrid 1967, págs. 90–98. Las indemnizaciones de guerra
alemanas contraídas durante la Primera Guerra Mundial solamente terminaron de
pagarse en 1988…
[3] Una estafa piramidal es aquella que se produce cuando no
existe una actividad industrial de creación de riqueza que sustente los
repartos de beneficios y el pago de intereses que devenga a los impositores
sino que éste se hace con el dinero que aportan nuevos impositores. Los
“beneficios” a los antiguos inversores se pagan con las inversiones realizadas
por los que han llegado posteriormente. El sistema “funciona” en los primeros
momentos porque los inversores son todavía pocos y los intereses prometidos se
pueden pagar con las inversiones realizadas con los últimos recién llegados que
son, en comparación, “muchos”. Pero, rápidamente, la pirámide se va
recalentando y alcanza su momento crítico cuando los inversores a los que hay
que pagar intereses son “más” que los inversores que se suman a la pirámide,
que son “pocos”. Es justo en ese momento cuando los ideadores de la pirámide
desaparecen y nadie puede recuperar ya su dinero.
[4] Sobre la corrupción política y la crisis de 1929 véase el
texto publicado en Internet en PDF titulado Crack de 1929: causas, desarrollo
y consecuencias, publicado por la Revista Internacional del Derecho
http://www.revistainternacionaldelmundoeconomicoydelderecho.net/?p=152