Zeev Sternhell era judío, vivió y
murió en el Estado de Israel. Quizás, de entre todos los hijos de Israel,
Sternhell haya sido el único preocupado verdaderamente por viajar a los
orígenes del fascismo. A diferencia de Anna Harendth que partió de un
presupuesto erróneo (“el fascismo fue una banalización del mal y, por tanto,
fue seguido por individuos banales, habituados a recibir y cumplir órdenes sin
preocuparse de sus consecuencias morales”), Sternhell, en tanto que
historiador, se limitó a aplicar el método histórico para viajar a los orígenes
del fascismo. Sus conclusiones han sido cuestionadas -entre otros por Benoist-,
pero yo las comparto -a condición de no hacerlas excluyentes pues, no en vano, el
fascismo genérico y los fascismos nacionales fueron “poliédricos”-: afirma que
todos los elementos que aparecieron en el fascismo italiano y en el alemán,
habían aparecido previamente en la frontera entre el siglo XIX y el XX, entre
1885 y 1914, en Francia, incluido el antisemitismo. Expone su tesis en uno de
sus libros que más aprecio: “La droite révolutionnaire – Les origines françaises du fascisme”. Ninguno de los libros de
Sternhell ha sido traducido al castellano. Me tomé el cuidado de traducir
algunos capítulos de esta obra que coloco ahora en Info-Krisis. Espero que os
interese.
LA DERECHA REVOLUCIONARIA
LOS ORÍGENES FRANCESES DEL FASCISMO
Introducción
El nacimiento de nuevos dioses siempre ha marcado la
aurora de una civilización nueva, y su desaparición ha estado siempre en el
origen de su declive. Hoy, nos encontramos en uno de estos períodos de la
historia en los que, por un instante, los cielos se quedan vacíos. Por este
único hecho, el mundo debe cambiar.
Gustave Le Bon (1)
En los primeros años del siglo XX, la mayor parte de los sistemas de
pensamiento así como la mayor parte de las fuerzas políticas y sociales con las
que se construirá el mundo contemporáneo están ya en movimiento. Las ideologías
que, un cuarto de siglo más tarde, contribuirán tan poderosamente a modificar
el aspecto del mundo contemporáneo están ya en formación. Las ideologías que,
un cuarto de siglo más tarde, contribuirán tan poderosamente a modificar la faz
del mundo tienden entonces hacia su madurez. Porque es un período de incubación
y porque, en el dominio de la evolución intelectual, presenta todas las
características de una época revolucionaria, el último cuarto del siglo XIX es
de una riqueza y de una densidad excepcionales. Los años que separan la muerte
de Darwin y de Marx de la Gran Guerra se cuentan entre los más fecundos en la
historia intelectual de Europa. Esta rara floración es debida no sólo a la
calidad de la producción científica, literaria o artística, sino también a su
variedad, a sus contrastes y a sus contradicciones. Durante estos años, en
efecto, no se ha asistido solamente al nacimiento de un solo sistema que no
haya engendrado automáticamente, y con mayor menor rapidez, su antítesis: es
así como la supremacía de la ciencia está en el origen de una violenta reacción
que se expresa en el culto del inconsciente y en la importancia concedida al
elemento irracional en la naturaleza humana:
La razón es algo demasiado nuevo en la humanidad y
demasiado imperfecto aún para poder revelarnos las leyes del inconsciente y
sobre todo reemplazarlo. En todos nuestros actos la parte del inconsciente es
inmensa y la de la razón muy pequeña (2).
Igualmente, la fe en el progreso viene acompañada por el desarrollo
de una muy importante corriente decadentista. En Francia, especialmente, esta
corriente arrastra a algunos de los mayores espíritus de la época.
Hasta los primeros años setenta, el siglo XIX había sido, ante todo,
el siglo de la ciencia y del progreso tecnológico que, en algunos decenios
había logrado transformar las costumbres y cambiado radicalmente el ritmo de la
vida. El crecimiento industrial, al mismo tiempo que transformaba el rostro del
continente, había modificado profundamente las formas de existencia. Así mismo,
en el momento en que produce corrientes como el positivismo –que, por otra
parte, es más un estado de espíritu que una filosofía–, el utilitarismo, el
materialismo y el marxismo, engendra la idea de la evolución, un dogma que se
introduce muy pronto en la cultura general. Pero la revolución tecnológica crea
también una realidad social nueva: asegurando el triunfo de la burguesía,
segrega el ascenso del proletariado, produce la gran ciudad y altera
profundamente los campos.
Los sistemas de pensamiento, los géneros literarios y artísticos
nuevos, constituyen otros tantos sobresaltos con el cientifismo triunfante;
trabajan franqueando los instintos y afirmando la primacía de las fuerza de la
vida y de la afectividad: “La inteligencia, aquella pequeña cosa situado en la
superficie de nosotros mismos...” (3), dirá Barrès. Marcada por el
resurgimiento de los valores irracionales, por el culto al sentimiento y al
instinto, este período ve la sustitución de la explicación “orgánica” por la
explicación “mecánica” del mundo. Una importancia nueva se concede a los
valores históricos, mientras que en filosofía se asiste a un renacimiento, bajo
una forma más moderna, de las tendencias idealistas e historicistas. Se trata
de hecho, de un cuestionamiento del racionalismo y del individualismo, de la
subordinación del individuo a la colectividad y a la historia. En efecto, para
los hombres de la generación de 1890, se trate de Le Bon o de Drumont, Barrès,
Sorel o Vacher de Lapouge, el individuo no tiene valor en sí mismo y la
colectividad no es nunca concebida como la suma numérica de los individuos que
la constituyen. Esta nueva generación de intelectuales se alza violentamente
contra el individualismo racionalista de la sociedad liberal, contra la
disolución de los lazos sociales en la sociedad burguesa, contra el “innoble
positivismo” que prevalece (4). Es precisamente en este contexto en donde los
intelectuales fascistas más clarividentes de las entreguerras ven los orígenes
del fascismo: para Gentile, el fascismo se define en término de una revuelta
contra el positivismo (5).
Esta revuelta, que es también una contestación al modo de vida que
produce la sociedad industrial, una resistencia a la sociedad “atomizada”,
entraña, en el contexto de este fin de siglo, la exaltación de lo que se
concibe como una unidad de solidaridad fundamental, la nación. La exaltación de
la nación, la aparición de un nacionalismo fundado sobre todo en un sistema de
filtros y de defensas, destinadas a asegurar la integridad del cuerpo nacional,
son los corolarios de esta nueva concepción del mundo. Se está formando un
movimiento de ideas que agita el conjunto de los valores ligados por el siglo
XVIII y la Revolución Francesa, que cuestiona los fundamentos sobre los cuales
descansan la democracia y el liberalismo y que elabora, finalmente, una visión
de las cosas completamente nueva: “La moral seleccionista sitúa el deber hacia
la especie en el lugar supremo, allí donde el cristianismo sitúa los deberes
hacia Dios” (6), escribe Vacher de Lapouge.
Conviene insistir aquí sobre el hecho de que no es solamente la
reacción antirracionalista quien cuestiona los principios de la democracia
liberal, sino que la ciencia misma emprende el ataque a estos mismos
principios. Se concibe así la naturaleza en la medida de las alteraciones que
se producen en el curso de este período. Cien años antes, sobre la ciencia descansaba
la ideología igualitaria, era la ciencia y la razón las que se evocaban para
abrir una brecha en el viejo mundo de los privilegios y para instaurar la
libertad. En este principio del siglo XX, las cosas cambian profundamente: las
nuevas ciencias del hombre y las nuevas ciencias sociales, la biología
darwinista, la filosofía bergsoniana, la historia según Taine o según
Treitschke, la psicología social según Le Bon, al igual que la escuela Italiana
de sociología política, se alzan contra los postulados sobre los cuales
descansan el liberalismo y la democracia. Se crea así un clima intelectual que
destruye considerablemente los fundamentos primeros de la democracia y que
facilitará enormemente la empresa del fascismo (7).
El punto de unión hacia el cual convergen estas corrientes y
sistemas nuevos se encuentra incontestablemente en el corazón de una disciplina
nueva: las ciencias sociales. Por su parte, la sociología política se encarga
de recuperar las enseñanzas del darwinismo social, de la antropología y de la
psicología social para proponer una nueva teoría del comportamiento político.
Según Paretto, toda sociedad se compone de una minoría de individuos
particularmente dotados y de una amplia mayoría de mediocres. Se organiza pues
siempre en forma de gran pirámide en la cúspide de la cual se encuentra una
élite y cuya base está compuesta por la gran mayoría de la población. Por otra
parte, Pareto no duda en comparar el organismo social a un organismo vivo, ni
duda tampoco en establecer un paralelismo entre la selección natural y la que,
según él, existe en el seno de la sociedad humana. La teoría de la sucesión y
de la circulación de las élites, de su decadencia y de la lucha permanente a la
que se entregan las diversas aristocracias, en la que una sucede siempre a la
otra, muestra claramente los orígenes de la sociología paretiana. Por otra
parte, el autor de los Systèmes
socialistes se refiere explícitamente a Ammon y a Vacher de Lapouge para
subrayar las características antropológicas de estas élites: es este conflicto
entre una aristocracia y otra, entre una clase dominante y la que se dispone a
recoger su herencia lo que, para él, hace la historia, y en absoluto, como
desearía la mitología democrática, la guerra que libran las clases inferiores
contra la aristocracia (8).
Para Pareto y para Mosca (9), para el sociólogo Gumplowicz, del que
todas sus obras han sido traducidas al francés (10), la historia es siempre la
de las élites, y el Estado no representa nada más que el ejercicio del poder
por una minoría sobre una mayoría. Pero la sociología moderna hace algo más que
analizar una realidad: formula de hecho una nueva norma de comportamiento
político. Fundado sobre una cierta forma de determinismo que reino entonces de
manera soberana en estas disciplinas pioneras como son la psicología y la
antropología –a partir de las cuales se desarrollan la sociología y la ciencia
política–, este análisis de las estructuras de la sociedad y del poder debía
pesar no sólo sobre la formación de la ideología fascista, sino también sobre
la respetabilidad, la seriedad y la confianza que adquirieron muy pronto las
ideas antidemocráticas y antiliberales.
Es en este mismo orden de ideas que el autor de los Partis politiques, este clásico de la
ciencia política, traduce en francés en 1914, desarrolla su célebre teoría de
la “ley de hierro de la oligarquía”. Michel quiere, de hecho, demostrar que la
democracia es una utopía, por no decir una cortina de humo, y que la existencia,
en toda la sociedad de un grupo dominador es una necesidad científicamente
establecida. En estas condiciones, ¿qué sentido puede a partir de ahora tener
el régimen representativo y qué forma de legitimidad puede pretender?
El método que tiende a poner las bases de un estudio científico –es
decir libre de todo juicio de valor– del comportamiento humano está seguramente
en el origen del impulso que conocen entonces las nuevas ciencias sociales.
Pero, en el nivel de la vida política e intelectual, este método, engendrando
una cierta forma de distanciamiento y de relativismo moral, entraña
consecuencias desastrosas para la democracia, el liberalismo y el socialismo:
en este inicio de siglo, es cada vez más difícil saber donde están, en
política, el bien y el mal. Es que, sin que este haya sido siempre el diseño de
algunos de sus fundadores, como Freud o Durkheim por ejemplo, las nuevas
ciencias sociales ponen armas nuevas no sólo entre las manos de los censores de
las costumbres políticas en régimen parlamentario, sino también entre las de
los enemigos más declarados de los principios mismos sobre los cuales descansa
la democracia liberal.
No es ciertamente accidental que dado el desprecio de esta burguesía
“decadente”, habiendo perdido el sentido de sus intereses, desconociendo por
ceguera o hipocresía la ley de hierro de la oligarquía, que conduce a Pareto a
escribir:
A menudo las clases superiores experimentan repugnancia
a hacer uso de la fuerza durante su decadencia. Esto sucede habitualmente
porque la mayor parte de individuos que las componen prefieren recurrir casi
únicamente al ardid, y al menor número, por falta de inteligencia o por
dejadez, le repugnan a actos enérgicos. Como veremos más adelante […], el uso
de la fuerza es indispensable en la sociedad, y si una clase gobernante no
puede recurrir a ella, es necesario, al menos en las sociedades que continúan
subsistiendo y prosperando, que esta clase ceda la plaza a otra que quiere y
sabe emplear la fuerza. Al igual que la sociedad romana fue salvada de la ruina
por las legiones de César y por la de Octavio, podría ocurrir que nuestra
sociedad fuera un día salvada de la decadencia por los que entonces sean herederos
de nuestros sindicalistas y de nuestros anarquistas (11).
La cuestión no es saber si los fascistas fueron los herederos
deseados o no, si respondían al ideal paretiano o no: lo que interesa, es el
hecho de que Pareto les haya facilitado, aunque años antes de la marcha sobre
Roma, antes de la guerra de España, de Munich o de la colaboración, la
justificación de sus actos. Ya que en último análisis, no hay justificación
intrínseca, moral o filosófica, al poder de una minoría dirigente; una élite
que prevalezca se encuentra, en amplia medida, justificada por su mismo éxito.
Interesa señalar aquí que, en su conjunto, la sociología representa
de alguna manera la respuesta de la Universidad europea al desafío lanzado por
el marxismo (12). La obra de Pareto, de Durkhem, de Weber es una refutación del
marxismo: aun asimilando numerosas ideas planteadas por el materialismo
histórico, especialmente el concepto de una ciencia social capaz de integrar en
una sola síntesis, la filosofía, la historia y la economía, los tres autores se
aplican a construir un sistema que termina rechazando al de Marx. De estos esfuerzos
ha surgido la sociología. Pero esta disciplina nueva no se dedica a atacar
solamente al marxismo; ejerce también una violenta crítica de la sociedad
liberal. Esta no puede ser concebida, a partir de ese momento, como la mejor,
la única racionalmente justificable y, en consecuencia, la única legítima. Este
cuestionamiento de las convicciones bien establecidas representa entonces un
aspecto inseparable de todas las ramas de la actividad intelectual.
En la Francia del cambio de siglo, la sociología es identificada con
el nombre de Émile Durkheim. La famosa fórmula de “sociedad o divinidad”, utilizada
mientras duró el conflicto de la enseñanza, se había encontrado inmediatamente
en el corazón de un gran debate político y la sociología ha aparecido, en las
escuelas y las universidades, como el fundamento de la moral laica que
sustituía a la moral católica. En este sentido, Durkheim pertenece al campo de
los vencedores del affaire Dreyfus, y contrariamente a un Le Bon, a un Vacher
de Lapouge o a un Sorel, jamás se lamentó de la República. Universalmente
reconocido como uno de los padres fundadores de las ciencias sociales, como
Weber y Simmel, permanece profundamente unido al régimen, combate a sus
adversarios de derecha y de izquierda, el clericalismo al igual que al
antipatriotismo (13). Sin embargo, hoy aún, el pensamiento de Durkheim es
interpretado de muy diferentes maneras.
En efecto, este tiende a reconstituir el consenso social y a
reforzar la autoridad de los imperativos y de las prohibiciones colectivas.
Ciertamente, Durkheim quiere estabilizar una sociedad cuyo principio supremo
sea el del respeto a la persona humana y al desarrollo de la autonomía
individual, la interpretación se convierte en conservadora o racionalista y
liberal (14). Son innegables también los lazos que unen, desde sus orígenes, la
sociología con el conservadurismo (15). Durkheim era un liberal en virtud de
una elección deliberada, pero su sociología constituye, en última instancia, un
ataque masivo contra las fundaciones filosóficas del liberalismo. Era un
racionalista cuya metodología era perfecta, pero cuyo pensamiento ha
contribuido poderosamente, en última instancia, a la ofensiva lanzada en este
principio de siglo contra el racionalismo y el positivismo.
En este contexto, los golpes asestados al intelectualismo por
Bergson cobran todo su significado. Su crítica intensa de la concepción
mecánica del proceso mental, su proceso del kantismo, el lugar que concede a la
intuición primitiva de las cosas, a los instintos y al impulso juegan un papel
enorme en la creación de un nuevo clima intelectual. Con él, la filosofía, como
la historia en Taine, toma una dimensión biológica:
El animal se apoya sobre la planta, el hombre cabalga
sobre la animalidad y la humanidad entera, en el espacio y en el tiempo, es un
inmenso ejército que galopa al lado de cada uno de nosotros, adelante y atrás
nuestro, en una carga pegadiza, capaz de derribar todas las resistencias y
franquear obstáculos incluso quizás la muerte (16).
Bergson no era quizás el
mayor filósofo de esta primera mitad del siglo XX, pero era incontestablemente
el más conocido, aquel cuya influencia era importante. Lo mismo ocurre con
Nietzsche y todos los que siguen al filósofo alemán en su disgusto por la
realidad, de la sociedad moderna y del progreso técnico, que denuncian la
civilización de su tiempo, desean su ruina y anuncian el advenimiento de una
nueva era, heroica y virio. El elitismo nietzscheano se encuentra con el famoso
principio paretiano de “circulación de las élites” para producir finalmente una
nueva explicación de las relaciones sociales y una nueva concepción del bien
político, fundamentos de una moral y de un orden nuevo.
Es así que en este cambio de siglo se asiste al ascenso de un
fenómeno olvidado. Por primera vez en la historia moderna, la obra de los
mayores espíritus de su tiempo es utilizada para abrir una brecha en los
principio sobre los cuales descansan no solamente la sociedad burguesa y la
democracia liberal, sino toda una civilización fundada sobre la fe en el
progreso, sobre la racionalidad del individuo y sobre el postulado según el
cual el objeto final de toda organización social es el bien del individuo. Así
se invierte la tendencia que predomina en la evolución del pensamiento europeo
desde los orígenes del os tiempos modernos. Pues, desde hace más de cinco
siglos, todo descubrimiento científico nuevo, todo sistema filosófico nuevo,
todo nuevo ideal estético había aportado siempre su contribución a la
superación del individuo. A finales del siglo XIX, las cosas cambian
radicalmente: es precisamente este cuestionamiento de una tradición secular y
que parecía estar en la naturaleza de las cosas, que provoca una crisis
intelectual y moral, una verdadera crisis de civilización.
Esta revuelta que fue es una revuelta contra lo que existe: contra
el conformismo, contra el confort fáctico en el cual se instala la sociedad
burguesa, contra una cierta mediocridad y también contra la sequía intelectual
que segrega esta forma de positivismo que prevalece en esta época. Es también
una actitud de rechazo: de la praxis de la democracia parlamentaria y del
liberalismo político, primeramente, de la preponderancia burguesa, a
continuación. Pero, esta vez, la revuelta se dirige contra el conjunto de los
valores legados por las Luces y la Revolución Francesa. Por primera vez, el
orden nuevo preconizado por las revueltas de fin de siglo no se sitúa ya en una
misma línea ascendente cuya dirección parecía hasta entonces fijada por las
leyes mismas del progreso.
Estos años de ebullición intelectual en Europa son también las de la
supremacía intelectual de Francia. París es aun el centro incontestable de la
vida intelectual, la escuela donde vienen a perfeccionarse los artistas de
todos los rincones de Europa, donde se hacen y se deshacen los sistemas. El
francés es aún la lengua vehicular por excelencia: es hacia París, donde la
irradiación intelectual de la derecha no tiene parangón, que se encuentran la
Europa latina, las élites de Europa central y oriental. Tras la generación de
Taine y Renan, es en torno a Drumont y de Le Bon, de Barrès y de Déroulède, de
Bourgen y de Lemaitre, de Biétry, de Maurras y de Sorel que nacionalistas
polacos, antisemitas rumanos o sindicalistas revolucionarios italianos vienen a
buscar su inspiración.
Toda la Europa nacionalista, antimarxista y germanófoba se apasiona
por los hombres que, a través del boulangismo, el Affaire y en sus compromisos
contra el Bloc, mantienen en Francia un combate del cual, muy vagamente, se
empieza a discernir ya las dimensiones europeas. París es entonces, sin ninguna
duda posible, la capital espiritual de la derecha europea, París y no Berlín es
donde se forja, por el contrario, la ortodoxia marxista, donde domina un poder
socialdemócrata y hacia quien se giran los marxistas del mundo entero. Es que
en Francia, el marxismo es de reciente implantación, de nivel doctrinal poco
desarrollado y, desde sus compromisos boulangistas, a causa de sus derivaciones
blanquistas, relativamente sospechosos.
En efecto, de todas las nuevas corrientes de pensamiento, de todas
las escuelas y de todos los sistemas, es el marxismo el que ha penetrado en
Francia con más lentitud y con menos profundidad. Se imagina mal a un Lenin o a
un Plejanov yendo a buscar la inspiración, para resolver alguna dificultad de
doctrina o de estrategia revolucionario, en un Jaurès, un Gesde, un Lafargue,
un Vaillante o incluso un Jaurès. Por el contrario, hacia quién, sino hacia Le
Bon, Barrès, Maurras, Drumont o Sorel podían volverse los Corradini y Carducci,
d’Annunzio, Papini y Ardengo Soffici, Cuza en Rumania o Ljotic en Yugoslavia,
un Ammon o un Labriola, incluso un Pareto o un Michels, sin hablar de toda la
falange de los no–conformistas del sindicalismo revolucionario?
Si Alemania es la patria de la ortodoxia marxista, Francia es el
laboratorio en el que se forjan las síntesis originales del siglo XX. Pues es
aquí donde se libran las primeras batallas que enfrentan al sistema liberal con
sus adversarios; es en Francia donde se
hace esta primera sutura entre el nacionalismo y el radicalismo social que fue
el boulangismo; en Francia la que engendra tanto los primeros movimientos de
masas de derechas como el primer izquierdismo que representan Hervé o
Lagardelle, izquierdismo que conducirá finalmente a sus adeptos a las puertas
del fascismo. Productos de una crisis del liberalismo, una de sus más profundas
que haya conocido la conciencia europea, estas corrientes de pensamiento que se
combaten y se entrecruzan terminan por encontrarse poco antes de la guerra.
El malestar intelectual, las tensiones políticas, los conflictos
sociales que se apuntan a finales del siglo XIX y a principios del XX son otros
tantos aspectos de un mismo fenómeno: las enormes dificultades que experimenta
el liberalismo para adaptarse a la sociedad de masas. Es hacia finales del
siglo, en efecto, que empiezan a hacerse plenamente sentir los efectos de esta
revolución intelectual que fue el darwinismo, los de la industrialización y la
urbanización del continente y, finalmente, los del largo proceso de la
nacionalización de las masas.
Los contemporáneos no se entienden mal con quienes tienen perfecta
conciencia de entrar en una época nueva. “La edad en la que entramos será
verdaderamente la ERA DE LAS MASAS, escribe Le Bon. No es en los concejos de
los príncipes, sino en el alma de las masas donde se preparan los destinos de
las naciones (17). La entrada de las nuevas masas urbanas en la política
plantea al liberalismo problemas hasta entonces desconocidos. El liberalismo es
una ideología fundada sobre el individualismo y el racionalismo; es el producto
de una sociedad que estaba considerada de no sufrir mutaciones estructurales y
donde, necesariamente, la participación política era muy limitada. En este fin
de siglo, son cada vez más numerosos, los que cuestionan la funcionalidad de
una ideología en la cual no se reconocen mas nuevas capas sociales, los
millones de trabajadores y de asalariados de todas las categorías, residentes
en los grandes centros industriales. La crisis del liberalismo tienen sus
raíces en las profundas contradicciones que existen a partir de ahora entre los
principales del individualismo y la forma de vida de las masas urbanas, entre
la tradicional concepción de los derechos naturales y de las nuevas leyes de la
existencia que la generación de 1890 descubre en el darwinismo social. Un texto
luminoso de Vacher de Lapouge ilustra notablemente las nuevas reglas del
comportamiento humano, el nuevo clima intelectual:
Todo hombre está emparentado a todo hombre y a todos los
seres vivos. No hay pues derechos del hombre, como tampoco hay derecho de los
armadillos de tres bandas, o del gibón sindáctilo como del caballo que se
enjaeza o el buey que se come. El hombre, perdiendo su privilegio de de ser a
parte, a la imagen de Dios, no tiene más derechos que cualquier otro mamífero.
La idea misma del derecho es una ficción. No hay más que fuerzas. Los derechos
son puras convenciones, transacciones entre poderes iguales o desiguales; es que
una de ellas cesa de ser bastante fuerte para que la transacción valga por la
otra, el derecho cesa. Entre miembros de una sociedad, el derecho es lo que es
sancionado por la fuerza colectiva. Entre naciones, esta garantá de estabilidad
falta. No hay derecho contra la fuerza, pues el derecho no es que el estado
creado por la fuerza y que mantiene, latente. Todos los hombres son hermanos,
todos los animales son hermanos, pero ser hermanos no impide en la naturaleza
que se coman. Fraternidad, sea, pero desgracia para los vencidos. La vida no se
mantiene más que por la muerte. Para vivir es preciso comer, matar para
comer (18).
En los veinte últimos años del siglo XIX, el liberalismo entra en
conflicto no solo con esta expresión perfecta de la solidaridad orgánica que es
el nacionalismo, pero también con la democracia. Pues, muy pronto, se percibe
que la democratización de la vida política implica la movilización de las masas
y su integración: el sufragio universal, la instrucción obligatoria, el
servicio militar son otros tantos pilares de la democracia jacobina, pero son
al mismo tiempo factores esenciales de la nacionalización de la sociedad
francesa. Son también factores que juegan contra el marxismo.
En efecto, la escuela del pueblo, la enseñanza gratuita, la política
en régimen democrático, todas estas innovaciones provocan la aparición de un
fenómeno totalmente imprevisto que desorienta a los militantes sociales más
clarividentes y los más unidos a la ortodoxia. He aquí que en lugar de acceder
a la conciencia de la clase de las masas urbanas se encuentran comprometidas en
un proceso de integración social, de nacionalización, favorece y acelera
justamente por estas victorias sobre los privilegios. Es así que estalla el
gran conflicto entre democracia y socialismo: la movilización del proletariado,
en agosto de 1914, aportará la prueba de que la nacionalización de las masas
hacía sido mucho más rápida y mucho más profunda que su socialización. La gran
marcha hacia la estación del Est fue el resultado tangible de medio siglo de
democratización de la sociedad francesa.
En los años 1900, tras el fracaso de la operación dreyfusiana, la
extrema izquierda no conformista había ya concluido que, para salvar al
socialismo, es capital romper la democracia liberal, su ideología, sus correas
de transmisión y sus instituciones. Tal es el sentido de los enfrentamientos
que opondrán a los “izquierdistas” de la época, Sorel, Berth, Hervé,
Lagardelle, Janvion, al conjunto del socialismo francés, tal es igualmente el
significado de las alianza que se trazarán en esta época y que desembocarán en
el Círculo Proudhom: el fascismo de Valois, como el de los años treinta, no
tendrá mucho más que añadir a lo que acababa de ser formulado al comienzo de la
guerra. Pero, en los años ochenta y noventa, estas contradicciones, estas incertidumbres,
esta, este fuego cruzado de ideas constituían el fondo del sentimiento que
tenían los contemporáneos de vivir en
una época en las que “todos los dioses han muerto o se han alejado” (19), uno
de “estos momentos críticos donde el pensamiento de los hombres está en vías de
transformarse” (20).
Con el boulangismo la crisis del orden liberal encuentra, por
primera vez, su expresión en la política de las masas. La prueba de fuerza
aportada por la extrema izquierda radical y blanquista contra la democracia
liberal se explica ante todo por la politización de las nuevas masas urbanas.
Esta revuelta de la extrema izquierda, que acompaña la simpatía de un buen
número de guestistas, tiende a romper el consenso centrista, pero, frente al
activismo radical, nacionalista y blanquista, se alza una gran coalición de
moderados que, esta vez, engloba ya al ala derecha socialista.
Con el caso Dreyfus, mientras que asciende la segunda ola de asaltos
contra la democracia liberal, este proceso toma dimensiones que serán capitales
para el porvenir. En respuesta a la agitación nacionalista y antisemita de
fines de siglo, en respuesta a los disturbios en la calle, el socialismo
francés se instaura como guardián de la democracia liberal. Tomando la decisión
de asegurar la perennidad del orden liberal, el movimiento obrero francés cesa
de ser un factor revolucionario. A partir de ahora, los únicos elementos
verdaderos opuestos al orden establecido, los únicos que puede pretender a un
mínimo de credibilidad son estos revolucionarios de derecha que se unen muy
pronto con los no conformistas de extrema izquierda. Es así que, desde los
posibilistas de 1889 hasta los guestistas de 1899, luego a los hombres del Bloc
de principios de siglo, el socialismo francés sufre una evolución que le hace
primeramente aceptar las reglas del juego de la democracia liberal para
llevarla luego a plantearse como la más sólida guardiana de las libertades
burguesas. Los que, en la extrema izquierda, se elevan contra esta integración
progresiva, los sindicalistas revolucionarios, los hombre de la Guerre sociale, del Mouvement socialiste o de Terre libre, prefirieron todos universo,
a tal o cual momento de su carrera, la derecha radical. Y, que hayan sido
radicales, guesdistas, blanquistas o partidarios de las Comuna pasados al
boulangismo o al antisemitismo, que se hubieran actuado con Hervé, Lagardelle o
Sorel, más tarde con Déat o Doriot, estos “tránsugas” terminarán por abandonar
todo aquello en lo que habían creído; todo, salvo la voluntad de romper, cueste
lo que cueste, la democracia liberal. Estos hombres harán como mínimo quedado
fieles a un aspecto de su compromiso: han cesado de ser socialistas, pero han
permanecido revolucionarios.
La nueva derecha da su expresión política a la revolución intelectual
y a las mutaciones sociales de fin del siglo pasado. Y es falso pensar que le
ha faltado esta dimensión ideológica que muy gustosamente se le niega. Es
precisamente en esta dimensión, real, donde estaba el peligro. Si la ideología
de la derecha no deriva de un sistema único, comparable al marxismo, no posee
tampoco una consistencia y un poder de ruptura notables. Esta idea era algo
diferente a las de las bayonetas a la búsqueda de una ideología (21).
Construir a partir del darwinismo social, que le facilita su marco
conceptual, la ideología de la nueva derecha es una síntesis de
antiracionalismo, de antipositivismo, de racismo y de nacionalismo. Tiene sin
embargo en común con el marxismo popular y vulgarizado, sobre todo tal como se
comprendió en Francia, el determinismo. Solamente el materialismo histórico, la
lucha de clases son reemplazados por el determinismo biológico y racial, por el
principio de la lucha por la existencia y la supervivencia del más apto, es
decir, del mejor. Es en este sentido que la ideología de la derecha liberal es
una ideología revolucionaria: sus principios no proponen nada menos que la
destrucción del viejo orden de las cosas. En una sociedad burguesa que practica
la democracia liberal, una ideología que se concibe como la antítesis del
liberalismo y del individualismo, que tiene el cultora a la violencia y a las
minorías activistas, es una ideología revolucionaria. Incluso si no intenta
perjudicar a todas las viejas estructuras económicas, incluso si no ataca más
que al capitalismo pero no a la propiedad privada y a la noción de beneficio.
Una ideología que preconiza una sociedad orgánica no puede más que ser
refractaria al pluralismo político o ideológico, al igual que no puede más que
rechazar las formas más lacerantes de injusticia social. Pues no es más que
solamente así puede alcanzarse el objetivo final del socialismo nacional: la
integración del proletariado en la colectividad nacional.
El término revolución es empleado aquí en su sentido propio y
neutro, un sentido que implica que la revolución no está siempre a la
izquierda: en la Francia del cambio de siglo, es francamente a la derecha y
prepara la vía del fascismo. Es quizás este contenido fundamentalmente
revolucionario del fascismo lo que permitirá a otros hombres de izquierda tomar
el camino de la extrema–derecha.
Sin embargo, el tránsito de militantes revolucionarios de la extrema–izquierda
a la extrema–derecha y sus afinidades intelectuales y afectivas con formas
diversas de protofascismo no son más que un elemento de un complejo más amplio,
uno de los más importantes de la escena política francesa: el deslizamiento
hacia el centro de hombres inicialmente opuestos al consenso liberal.
El proceso de aspiración por el centro de elementos raciales, que
toma raíz en Francia desde los primeros años de la III República, es un
corolario del sistema que consiste, como lo deplora desde 1881 el diputado
Naquet, futuro consejero del general Boulanger, a gobernar por medio de un
“ministerio híbrido tomado en todos los centros de la Asamblea” (22). Es en el
inmovilismo de este gobierno de centro que el régimen se instala hacia 1885, y
es contra este inmovilismo que se alzan los hombres de la extrema izquierda
para quien el boulangismo es precisamente el medio para desbloquear un
mecanismo que consideran como llegado a un punto muerto. Pero es incontestable
que es precisamente este gobierno de centro el que había permitido sentar las
bases del régimen y efectuar las grandes reformas: el centro liberal era el
pilar del sistema y era su garante.
Ciertamente, el centro oportunista adolecía de falta de este “gran
diseño” que habría podido inflamar la imaginación de la juventud o movilizar al
proletariado, pero era mayoritario, representaba el consenso republicano y era,
antes todo, un mal menor. De este hecho, debía ejercer una poderosa atracción
considerable tanto sobre la izquierda como sobre la derecha. El alineamiento, por
lo que respecta a la derecha, la integración –durante las dos crisis de fin de
siglo– así como la política de defensa republicana, por lo que respecta a la
izquierda, está ahí para atestiguarlo. A lo largo de este período, como más
tarde también, el deslizamiento hacia el centro habrá sido (y será) una
constante que viene siempre a compensar el ascenso, en la extrema derecha como
en la extrema izquierda, de fuerzas nuevas, más radicales. Pero esta reacción
al deslizamiento continua hacia el centro se acompaña de otro resultado: al
reencuentro, en el centro, de los moderados de derecha y de izquierda responden
a una unión de las revueltas de izquierda y derecha, ligados por un mismo
rechazo del orden liberal.
Así, desde el boulangismo y hasta la colaboración, un mismo fenómeno
reaparece constantemente: los liguistas de Déroulède, los antisemitas de
Drumont, las bandas de Marès y de Guérin, los Amarillos de Biétry, los
intelectuales del Círculo Proudhom, los fascistas de Valois, de Doriot o de
Déat, todos se unen, en una misma aversi´no a la democracia liberal,
blanquistas, guesdistas y comuneros, sindicalistas de la CGT e intelectuales de
izquierda, diputados socialistas y miembros del buró político del partido
comunista. Ideológicamente, la síntesis propuestas por la nueva derecha posee
un poder enorme. Aunque hubiera fallado, para que este potencial pudiera ser
transformado en fuerza política, que las bases de la sociedad fueran
profundamente agitadas. Lo que no era el caso de la sociedad francesa.
La industrialización, la urbanización –más tarde la Gran Guerra–
tuvieron un efecto desastroso sobre Alemania, pero no sobre Francia que venía
de ganar la guerra, donde la industrialización hacía sido mucho más lenta, es
decir menos brutal que al otro lado del Rhin, y donde el centro liberal hacía
sido suficientemente poderoso y suficientemente inteligente para extender su
influencia hasta englobar en su esfera de influencia la mayoría de izquierda y
la mayoría de la derecha. Esta potencia del centro burgués reflejaba los
retrasos de la modernización de Francia (23): pero el retraso tecnológico
registrado, un cierto estancamiento económico debían tener como resultado
finalmente sobre el plano social, la estabilidad.
La estabilidad, incluso cuando se adquiere al precio de un débil
crecimiento económico, es poco favorable a la derecha populista y revolucionaria, al igual que como hándicap el
ascenso de la izquierda marxista. Los revolucionarios de izquierda, como los de
derecha, sin tributarios de este clima de agitación que segregan las
convulsiones en la existencia cotidiana de amplias capas populares.
En vísperas de la guerra, un Sorel o un Berth, por ejemplo, toman
perfectamente conciencia. Comprenden que una burguesía y un proletariado
timoratos, una industria vetusta favorecen la perennidad, en el corazón de una
sociedad petrificada, del consenso centrista y engendran, en consecuencia, el
inmovilismo político, la decadencia intelectual y moral (24). Todos sus
esfuerzos tienden a romper este equilibrio nefasto, a tender esta “armonía” que
Stanley Hoffmann llamará “la sociedad bloqueada” (25).
Sin embargo, para los revoltosos de derecha como de izquierda, el
problema inmediato más importante es siempre el de su supervivenvia en los
largos períodos de calma, el de su resistencia a la fuerza de atracción de los
moderados. Hasta la Gran Guerra, derecha e izquierda buscaron, en vano, una
respuesta adecuada a esta situación. Será preciso esperar a la aparición del
comunismo para que la izquierda, pero sólo la izquierda, encuentre la suya
(26). La ideología de derecha, fundada sobre las fuerzas profundas, los
instintos, la sensibilidad, muestra mucho más dificultades para resistir la
prueba del tiempo y preservar su originalidad. En cuanto al sistema adoptado
por la socialdemocracia alemana antes de la Primera Guerra Mundial, ¿no
desembocaría, como pretendieron siempre estos censores, hacerle perder toda
especificidad socialista? En vísperas de la guerra, su integración en la
sociedad burguesa se había virtualmente realizado.
73 números publicados en 2021
La experiencia de la derecha radical y populista en esta época no
más afortunada. Incluso cuando esta derecha alcance a resistir a la atracción
de los conservadores, a su base social y a su potencia financiera, tropieza
siempre con el mecanismo esencial de la vida política francesa, mucho más
importante que la famosa división derecha–izquierda: la adhesión fundamental de
la gran mayoría de la izquierda al orden liberal. El culto de la Revolución y
de los agrandes ancestros jacobinos, el anticlericalismo, el sufragio universal
son valores liberales a los cuales constituyen la etiqueta de izquierda, para
neutralizar mejor a estas minorías activistas de ambos extremos, pero sobre
todo a los de la extrema–derecha, ven en la voluntad que se de mantener el mito
–en el sentido soreliano del término– de la división izquierda–derecha una
voluntad deliberada de paralizar el potencial revolucionario del proletariado.
Este rechazo de una brecha considerada como artificial está en el origen del
Círculo Proudhom, que propone una ideología en la cual el fascismo tendrá poca
cosa que añadir.
Pero, tratándose de fuerzas políticas, es cierto que tanto tiempo
como prevaleció la estabilidad en Francia, es decir todo el tiempo en el que el país no se vio
afectado por ninguna crisis monetaria, económica o psicológica mayor, todo el
tiempo que el crecimiento económico, por débil que fuera, bastase para asegurar
el empleo a los obreros y un poder de compra razonable a la pequeña burguesía,
la derecha radical está condenada a vegetar a la espera de su hora. Es así como
la estabilidad que asegura la perennidad del centro liberal condena a los
revolucionarios de derecha, incapaces de crear estructuras que les permitirían
durar más allá de una crisis política preservando su especificidad, a la
impotencia y a la desintegración progresiva. Cada nuevo movimiento, desde el
boulangismo hasta el fascismo de fin de los años treinta, sufrió un mismo
proceso. Es por ello que se puede escribir la historia de la derecha radical y
populista presentándose como la de un fracaso.
Sin embargo, por lo que se se refiere a la ideología, los modos de
pensamiento y cierta sensibilidad colectiva, por lo que se refiere a su
influencia indirecta y a su instrumentalidad, la derecha popular impregna la
vida política francesa mucho más profundamente de lo que generalmente se está
dispuesto a admitir. Es precisamente el potencial revolucionario de la derecha
que ha favorecido, a finales del siglo XIX, el balbuceo del reflejo de defensa
republicana, es decir, que ha contribuido a tomar al socialismo francés, fuera
de un lenguaje incendiario, el camino de la socialdemocracia; es el peso
intelectual de la derecha que ha ayudado con fuerza a crear esta atmosfera de
fervor nacionalista que, en vísperas de la guerra, paraliza toda veleidad de
resistencia de la parte de la extrema izquierda cegetista. Y, más allá de los
años treinta, no ve renacer, hoy aun, una ideología política que intente,
afirmando ampliamente su rechazo del marxismo, la alianza de los principios de
la autoridad del Estado, del prestigio de la nación, con los de la colaboración
de clases, de la participación de los trabajadores a la propiedad de los medios
de producción?
Un siglo después los primeros elementos balbucientes de la revuelta
lanzada por los radicales de izquierda, se ve reaparecer, a través un cierto
“laborismo”, y adaptado a las realidades de la sociedad de nuestro tiempo, una
nueva versión de lo que fue, desde los años ochenta, el primer socialismo
nacional francés.
Notas
(1) Les Lois psychologiques de l’évolution des peuples, París, Alcan, 1894, pág. 170.
(2) G. Le Bon, Psychologie des foules, París, Alcan, 1895, pág. VI.
(3) M. Barrès, L’Appel au soldat, París, Fasquelle, 1900, pág. X.
(4) Cf. un texto muy característico del más célebre de los discípulos de Georges Sorel, Éduard Berth: “Satellites de la ploutocratie”, Cahiers du Cercle Proudhom, septiembre–diciembre 1912, pág. 135–136 (firma como Jean Darville)
(5) G. Gentile, “The philosophic basis of fascism”, in Reading on Fascism and National Socialism, Chicagho, The Swallow Press, s.d., pág. 53–54.
(6) G. Vacher de Lapouge, Les Sélections sociales, Cours libre de science politique professé à l’université de Montpellier, París, Fontemoing, 1896, pág. 191.
(7) Se consutará a este respecto la muy hermosa obre de síntesis de James Joll, Europe since 1870 (Londres, Weidenfeld and Nicholson, 1973), así como un cierto número de trabajos sobre la vida cultural y artística de la época: P. Francastel, Peinture et Société, París, Gallimard, 1950; “Critique litteraire et socialismo au tournant du siècle”, Le Mouvement social, abril–junio 1967 (número especial); P. Cabanne y P. Restnay, L’Avant–garde au XXe siècle, París, Balland, 1969; M. le Bot, Peinture et Machinisme, Paris, Klinchsiecj, 1973; M. Rebérioux, “Avant–garde esthétique et avant–garde politique”, Esthétique et Marxisme, París, Plon, 1974; E. Carassus, Le Snobisme et les Lettres françaises. De Bourget à Marcel Proust, París, Colin, 1966. Sobre el conjunto de la actividad intelectual, cf. H.S. Hughes, Consciousness and Society. The Reorientation of European Social Thought, 1890–1930, Nueva Yrok, Knof, 1961; J. Weiss (ed.), The Origins of Modern Consciousness, Detroit, Wayne State University Press, 1965; G. Masur, Prophets of Yesterday, Studies in European Culture, 1890–1914, Nueva Yor, Harper and Row, 1966, así como dos obras editadas por W.W.Wagar: European Intellectual History since Darwin and Marx, Nueva York, Harper and Row, 1968. Se consultará finalmente, la última obra de G.L. Mosse, The Nationalization of the Masses: Political Symbolism and Mass Movements in Germany from the Napoleonic War through the Thirt Reich, New York, Fertig, 1975.
(8) V. Pareto, Les Systemes socialistes, París, Giard, 1926, 2ª ed. T. I, pág. 24–64.
(9) G. Mosca, The Ruling Class, Nueva York, McGraw–Hill, 1939, pág. 59–60 (trad. De Elementi di Scienza Politica).
(10) Uno de los pioneros de la ciencia política moderna, Louis Gumplowicz, enseña que la existencia es “una lucha perpetua y sin progreso”, que jamás los hombres no habían alcanzado “un grado más bajo de desarrollo intelectual” que el de las “grandes masas” de su tiempo (la Lutte des races, París, Guillaumin, 1893, pág. 350 y 348). Entre sus otras otras citaremos: Précis de sociología, París, Chailley, 1896; Aperçus sociologiques, Lyon, Storck, 1900; sociologie et Politique, París, Giard et Brière. 1908.
(11) V. Pareto, Traité de sociologie générale, París, PAyor, 1919, vol. II, pág. 1173. Sobre Pareto, cfr. la obra contemporánea de G.H. Bousquet, Précis de sociologie d’auprès Vilfredo Pareto, París, Payor, 1925, y sobre todo R. Aron, Les Étapes de la pensé sociologique, París, Gallimard, 1967, pág. 409–494.
(12) Cf. G. Lichtheim, Europe in the Twentieth Century, Londres, Sphere Books, col. “Cardinal” 1975, pág. 73.
(13) Cf. S. Lukes, Émile Durkheim. His Life and Work. A Historical and Critical Study, Londres, Allen Lane, 1973, pág. 530–546.
(14) R. Aron, Les Étapes de la pensé sociologique, op. cit., pág. 398.
(15)R.A. Nisbet, Émile Durkheim. Selected Essays on Durkheim, Englewood Cliffs, Pretice Hall, 1965, pág. 27.
(16) H. Bergson, L’Évolution créatrice, París, Presses Universitaires de France, 1962, 102ª edición, pág. 271.
(17) G. Le Bon, Psychologie des foules, op. cit., pág. 3
(18) G. Vacher de Lapouge, L’Aryen, son rôle social. Cours libre de science politique professé à l’université de Montpellier, 1889–1890, París, Fontemoin, 1899, pág. 511–512.
(19 M. Barrès, “Le sentiment en littérature. Une nouvelle nuance de sentir. M. Leconte de Lisle”, Les Taches d’encre, enero, 1885, pág. 33.
(20) G. Le Bon, Psychologie des foules, op. cit., pág. 2.
(21) Tal es sin embargo la idea que da Arno J. Mayer en una obra brillante y provocadora, Dynamics of Counterrevolution in Europe, 1870–1956. An Analytic Framework, Nueva York, Harper Torchbooks, 1971, pág. 66–67.
(22) A. Naquet, Questions constitutionelles, París, Dentu, 1883, pág. 129. En La Démocratie sans le peuple (París, Éd du Seuil, 1967), Maurice Duverger recupera esta idea que había ampliamente desarrollado los radicales de extrema–izquierda.
(23) Por todo lo que respecta al proceso de modernización del campo francés en esta época, se consultara el hermoso libro de Eugen Weber, Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France, 1870–1914, Stanford, Stanford University Press, 1976. Al margen de los profundos cambios que intervienen entonces en la vida y la mentalidad de la mayoría de los franceses, es cierto que, comparados con las realidades alemanas, la economía y la sociedad francesa evolucionan aun con lentitud. Para una visión de conjunto de la cuestión, en curso del siglo XX, cf. La obra clásica de Gordon Wright, Rural Revolution in France; the Peasantry in the Twentieh Century, Stanford, Stanford University Press, 1964.
(24) Cf. infra, cap. VIII y IX.
(25) S. Hoffman et al., A la recherche de la France, París, Éd du Seuil, 1963.
(26) Sobre este tema, cf. la famosa obra de Annie Kriegel, Les Communistes Français, París, Éd du Seuil, 1970, 2ª ed.